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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

El mapa del cielo (71 page)

Charles bajó por la escalera y caminó entre los prisioneros alejándose del barracón, que visto desde el suelo parecía un enorme cajón de hierro colocado de canto. Como cada mañana, se dirigió a las máquinas de alimentación, que se encontraban adosadas al borde del embudo. En realidad casi parecían surgir de él, por lo que habría resultado muy ingenuo pensar que su ubicación allí era puramente casual, aunque hacía tiempo que Charles había decidido ignorar el horror que aquello podía significar. Si uno le echaba imaginación, podía decirse que las máquinas tenían el aspecto de gigantescas setas de varios metros de altura. Estaban coronadas por una especie de sombrero recubierto de escamas brillantes, y a modo de tallo poseían un largo cilindro, tan fino que un hombre habría podido abarcarlo con sus brazos. Para rematar su parecido con las plantas de la Tierra, estaban provistas de unas raíces metálicas que se hundían en la arena, a escasos centímetros del borde del agujero, aunque al menos una docena de ellas se enroscaban al tallo como enredaderas de hierro. Aquellos filamentos, jalonados de cientos de minúsculas articulaciones, oscilaban en el aire a media altura, y terminaban en una especie de boca dentada. Cuando los prisioneros acercaban sus cuencos a aquellas grotescas espitas, que recordaban a las plantas carnívoras, el flagelo vibraba ligeramente, antes de regurgitar la papilla verdusca que les servía de alimento.

Tras varios minutos haciendo cola, Charles logró llenar su cuenco, y luego se dirigió a una piedra solitaria. Sentado sobre ella, se entregó a diezmar su contenido a cucharadas rápidas, sin paladearlo. Era el único método que había encontrado para no terminar vomitando aquella bazofia elaborada por los marcianos. Y si ahora comía era simplemente porque estaba escribiendo su diario y no quería que la muerte le sorprendiese antes de que pudiera terminarlo. Mientras se obligaba a tragar el asqueroso puré, Charles paseó una cansada mirada a su alrededor, pero no reconoció a Shackleton en ninguno de los corrillos de prisioneros, ni tampoco dando cuenta de su desayuno en soledad, por lo que dedujo que esa mañana al capitán lo habrían llevado al campo de las mujeres, para que derramara su todavía saludable semilla en el vientre de algunas.

Apenas disponían de unos cuantos minutos para comer, antes de que los marcianos los azuzaran para reanudar la construcción de la máquina purificadora, así que Charles rebañó el cuenco y lo arrojó a la correspondiente pila. Al dirigirse hacia la estructura, observó a la docena de guardias que vigilaban sus movimientos con una especie de aguado rencor. Aunque parcialmente ocultos tras unas abigarradas mascarillas de cobre sujetas con correajes que les cubrían la boca y las fosas nasales, destinadas a filtrar el aire terráqueo, los marcianos solían moverse por el campo con apariencia humana. Al principio aquello le había parecido un bonito detalle por su parte, hasta que alguien le había dicho que el motivo no era evitar atemorizarlos, sino asegurarse de que les entendían cuando repartían órdenes e insultos.

Charles pasó la jornada destinado en uno de los pisos superiores de la torre, acarreando largas y pesadas vigas de acero junto con una docena de presos más. Trabajó sin descanso, si exceptuamos los momentos en los que algún ataque de tos le obligaba a apartarse del grupo para marcar el suelo con un esputo de sangre ligeramente verdosa. Cuando eso ocurría, los demás presos le dedicaban una mirada de compasión o indiferencia, y él no podía evitar sentir por ellos nada más que un profundo desprecio. Charles se creía diferente a los demás, pero no porque perteneciera a un estrato social más elevado. Dos años habían bastado para uniformar a los prisioneros, nivelando a ricos y pobres, convirtiéndolos en un atajo de hombres vencidos y malolientes que solo se distinguían unos de otros por sus modales, y a veces ni siquiera eso: con el tiempo, el silencio, los monosílabos y los gruñidos habían acabado sustituyendo a las conversaciones, tal era el cansancio que tronchaba sus cuerpos. Si Charles seguía sintiéndose diferente era porque él no había sido atrapado en las calles, como la mayoría de los presos, ni había sido encerrado allí sin que supiera otra cosa de lo que estaba sucediendo que los vagos rumores que luego cosecharía en el propio campo. No, antes de ser hecho prisionero, él había formado parte de un grupo de valientes héroes liderados por el bravo capitán Shackleton, quien incluso había estado a punto de matar al marciano que dirigía la invasión, por mucho que ahora todo aquello le parecía un sueño.

Para recordarlo, para desenterrar aquellos sucesos de lo más hondo de su memoria, tenía que llevar a cabo un trabajoso esfuerzo de concentración, como el que realizó también al llegar a su celda después de la extenuante jornada. Apenas disponía de una hora de luz antes de la puesta de sol, así que, pese al cansancio y el mareo que lo embargaban, sacó el diario de debajo del camastro y continuó escribiendo donde lo había dejado, volviendo a desatar el hatillo de recuerdos que guardaba en lo más profundo de su mente.

DIARIO DE CHARLES WINSLOW

13 de febrero de 1900

Cuando el carruaje salió a la calle, esta seguía tranquila, al igual que Exhibition Road, por la que no tardamos en aventuramos. Los trípodes todavía no habían hecho acto de presencia en Queen's Gate, y eso me supuso un gran alivio, no solo porque reducía el tiempo que nuestros seres queridos quedarían expuestos a ellos, sino porque prefería no volver a tropezarme con las siniestras máquinas marcianas, por mucho que ahora me acompañara el bravo capitán Shackleton. Observé disimuladamente al capitán, que parecía hallarse absorto en sus pensamientos, con una mueca grave anidando en los labios. ¿Qué estaría valorando? ¿Acaso repasaba las tácticas que conocía para decidir cuál era la que mejor se adaptaba a la situación? Resulta increíble lo vulnerables que somos a la sugestión, me dije mientras le contemplaba de soslayo: el hombre que viajaba sentado a mi lado era el mismo individuo insulso que me había producido tanto desagrado apenas unos minutos antes; ahora, en cambio, sabiendo que no era otro que el capitán Shackleton, lo veía como un hombre valeroso y arrojado, cuyo apocamiento había mutado en una serenidad que provocaba en cualquiera que estuviera a su lado el irrefrenable deseo de seguirlo hasta las mismísimas puertas del infierno. Lo que aquel hombre había hecho era milagroso. Yo viajaba junto a una leyenda. Y se trataba de una leyenda armada, pues antes de salir yo había tenido la precaución de tomar prestados tres revólveres de la colección de mi tío: un Colt para él, un Remington para Harold y un Smith & Wesson para mí, así que todos nos dirigíamos a nuestra misión con un arma en el regazo y varias cajas de munición obstruyéndonos los bolsillos de la chaqueta. Era consciente de mi modesto papel de escudero en aquella empresa titánica, pero a pesar de que el miedo me calaba los huesos, recorría mi interior un oleaje de confianza: mi encuentro con Shackleton había sido providencial, pues si yo no lo hubiese convencido, jamás habría asumido que era él quien debía acabar con los marcianos. Y dado que aquello no podía depender de un simple cúmulo de casualidades, comprendí que estábamos siguiendo nuestro destino, que todo lo que estábamos haciendo aparentemente de un modo tan voluntario como improvisado, ya había sido dispuesto por el Creador desde mucho antes de nuestro nacimiento.

Con un trote acompasado y cauteloso, el carruaje bordeó Hyde Park y tomó Piccadilly en dirección al Soho. Me alivió descubrir que, de momento, allí todo estaba tranquilo. Se oían continuas explosiones en la distancia, arropadas por el insistente repicar de las campanas, pero parecía que los trípodes se encontraban todavía lejos de aquella zona.

Los londinenses se habían refugiado en sus casas, de modo que las calles estaban casi todas desiertas. Pero al poco de aventurarnos en Shaftesbury Avenue, que permanecía todavía intacta, empezamos a encontrarnos gente corriendo aterrada en sentido contrario. Era la misma argamasa social que me había arrastrado en mi huida hacia el Támesis, mendigos harapientos barajados con caballeros pudientes, todos ellos hermanados por una mueca de pavor idéntica. A través de las ventanillas, observamos que algunas de las personas que avanzaban intentando no ser arrolladas por los carros y demás vehículos que huían en su misma dirección, lucían manchas de sangre en algunas partes de su indumentaria. Era evidente que nos dirigíamos al encuentro de un trípode. Musité una maldición, e intenté vislumbrar alguna calle lateral por la que pudiésemos escabullirnos, pero todas parecían obstruidas de cascotes o de coágulos de gente desorientada. No teníamos más opción que continuar por Shaftesbury Avenue, en dirección al trípode, aunque eso no amedrentó a Harold, que continuó azuzando a los caballos, al tiempo que esquivaba con dificultad a los numerosos carruajes que nos encontrábamos de cara. Contemplé cómo Shackleton empezaba a tensarse a medida que el estruendo se hacía más evidente, y eso provocó que también yo me irguiera sobre el asiento, agarrando con fuerza la culata de mi revólver mientras sentía el corazón latiendo desbocado contra mi pecho. Al contrario que ellos, yo ya había sido testigo del poder de los marcianos, y dudaba que pudiéramos salir con vida del encuentro al que tan inexorablemente nos dirigíamos.

Entonces, en mitad de la avenida, con sus tres patas fuertemente afianzadas en el suelo, distinguimos el trípode que había provocado aquella estampida. Se mecía ligeramente, confiado y poderoso, mientras a su espalda se entreveía, como una dentadura corroída por la podredumbre, una hilera de edificios medio desmenuzados. La altura de la máquina marciana pareció sobrecoger a Shackleton, como me había aterrado a mí la primera vez que enfrenté una de ellas. En ese instante, un rayo de fuego brotó del tentáculo, bañando a un grupo de personas que huían despavoridas ante ella. Inmediatamente, aquella docena de desgraciados quedaron convertidos en grotescos muñecos de ceniza.

—Santo Dios… —musitó Shackleton a mi lado.

Al comprobar lo que los marcianos eran capaces de hacer con nosotros, Harold pareció perder toda su valentía, y se apresuró a dar la vuelta al coche para huir en sentido contrario. Sin embargo, a nuestras espaldas se había formado una madeja de vehículos en la que quedamos irremediablemente atascados. Coches, berlinas y pequeños cabriolés pugnaban por desenredar el ovillo que el pánico les había hecho componer, aunque enseguida comprendimos que era una lucha vana. Nunca lograrían separarse unos de otros, no antes de que el trípode nos alcanzara, y así era imposible sortearlos. Estábamos atrapados entre el rebujo de coches y el ingenio marciano. Pronto quedaríamos reducidos a un reguero de cenizas sobre los adoquines. Rindiéndose a las circunstancias, Harold bajó del pescante sin saber qué hacer, y Shackleton y yo le imitamos, en el mismo momento en que el trípode daba un paso hacia aquella ridícula maraña que obstruía la calle, haciendo que el suelo ondulara bajo nuestros pies como el lomo de un gato erizado. Hice amago de sacar mi revólver, pero enseguida lo descarté. ¿De qué serviría disparar a aquella cosa?

—¡Tenemos que abandonar el coche aquí y huir a pie! —le grité a Shackleton, que permanecía con la mirada clavada en el lento avance de la máquina.

El capitán negó con la cabeza y, para nuestra sorpresa, echó a correr en sentido contrario. Atónito, lo observé dirigirse velozmente hacia el trípode, que no se percató de que, entre la riada de gente que huía de él, alguien avanzaba contra corriente. Únicamente cuando la multitud se dispersó, el capitán resultó visible para el marciano. Desde la distancia, traté de entender qué demonios intentaba hacer. Y solo se me ocurrió una cosa: que su intención fuese pasar bajo las patas de la máquina para escapar en la dirección opuesta, olvidándose de todos nosotros. Pero ¿qué clase de héroe haría algo así?, me dije, ¿qué clase de héroe intentaría salvar su pellejo por encima de cualquier cosa, sin importarle el destino de sus compañeros? Entonces, de repente, cuando estaba a punto de pasar bajo el trípode, pareció cambiar de opinión y en vez de atravesar por entre los largos juncos de sus patas, intentó sortearlo, escabulléndose hacia su derecha. El tentáculo se desentendió de los demás y siguió la desconcertante carrera del capitán oscilando en el aire. Y desde donde me encontraba, intentando no ser aplastado por la horda que pugnaba por abrirse paso entre la barricada de coches, pude ver cómo la máquina marciana lo acorralaba contra un edificio de bella fachada neoclásica, probablemente administrativo, cuya entrada exhibía media docena de graciosos arcos sostenidos sobre pilares.

Junto al puñado de curiosos que habían detenido su fuga para presenciar lo que más bien parecía un alocado suicidio, observé al capitán contemplar la danza del tentáculo como si se tratara de una cobra, mientras el miedo parecía retenerlo clavado al suelo. El flagelo se detuvo entonces a unos metros de él, colgando del aire, y disparó sobre Shackleton un segundo después. Di por muerto al capitán, pero este logró vencer su parálisis en el último momento, arrojándose ágilmente a un lado, de manera que el rayo impactó contra el pilar que se hallaba a su espalda, lanzando una mortífera lluvia de fragmentos en todas direcciones. La destrucción del pilar provocó un inquietante temblor en la fachada, que enseguida empezó a resquebrajarse, recorrida por un ramillete de zigzagueantes grietas. A través de una cortina de polvo logré distinguir al capitán levantándose para reanudar su huida, pero el marciano que pilotaba la máquina no estaba dispuesto a darle tregua. Volvió a apuntalarse sobre sus largas patas y efectuó otro disparo, que obligó a Shackleton a rodar de nuevo por el suelo. El rayo golpeó contra un segundo pilar, produciendo otro remolino de esquirlas que volvió a desgarrar el manto del aire. Un segundo después, Shackleton se levantó y le vi correr alejándose todo lo posible del trípode, mientras este intentaba nuevamente alcanzarlo con su rayo, que fue segando cada una de las restantes columnas del edificio como quien tala un bosque de un solo hachazo, intentando acertar a su esquiva presa. Perdidos varios de sus puntos de apoyo, el edificio comenzó entonces a escorar, emitiendo un estruendo ensordecedor. Shackleton se detuvo justo debajo del último arco, pero apenas pudo hacer otra cosa que contemplar cómo el inmenso edificio se desplomaba sobre él y sobre un tramo de la calle. Antes de comprender lo que estaba sucediendo, el trípode fue brutalmente sacudido por una catarata de cascotes. La avalancha lo hizo tambalearse, mientras el tentáculo, descontrolado, barría la calle con su rayo calórico, seccionando la fachada de la mayoría de los edificios colindantes. Aquella destrucción, repentina y arbitraria, arrojó una granizada mortal de cascotes, vigas, ladrillos y todo tipo de imaginables ornamentos arquitectónicos contra nosotros, desde las más insospechadas direcciones, por lo que no todos acertamos a resguardarnos de aquel torbellino. Harold y yo logramos protegernos tras nuestro carruaje, que tuvo la fortuna de sufrir apenas una violenta sacudida, pero otros que se hallaban a nuestro lado no corrieron tanta suerte: espantados, vimos cómo una pesada gárgola surgida de Dios sabía dónde desbarataba el techo de uno de ellos, aplastando brutalmente a sus ocupantes, un atemorizado matrimonio que ni siquiera dispuso de tiempo para entrelazar las manos. Fue un diluvio brutal pero breve, y de repente, tras el golpe de la última piedra, un silencio sepulcral se asentó a nuestro alrededor, mancillado tan solo por las infatigables campanas.

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