El mapa del cielo (73 page)

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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

Pero así había sido, gracias a la desafortunada intervención de Charles, y durante aquellos primeros meses en el campo de prisioneros, Shackleton no hizo otra cosa que pensar en el modo de fugarse para buscar a Claire, trazando un plan tras otro, algo que hubiera hecho también reverdecer las ilusiones de Charles, de no ser porque cada una de sus ideas se le antojaba más extravagante y desesperada: quería coser las sábanas de las camas y lanzarse con ellas desde lo alto de la pirámide para planear en las corrientes de aire, quería huir a través del agujero del embudo, quería organizar un motín en el campamento de las mujeres… Aquellos insensatos proyectos de fuga, que el capitán explicaba embarulladamente ante un puñado de escogidos casi al azar, solo servían para dejar traslucir cuánto necesitaba encontrar a Claire. Todos sus pensamientos, todas sus energías, estaban encaminadas a aquel fin. Y cuando Charles le objetaba que su mujer podía hallarse en cualquier lugar —nunca tuvo el valor de sugerirle que también podía estar muerta—, incluso fuera de Inglaterra, Shackleton siempre le respondía lo mismo: «Más lejos tuve que viajar la primera vez para estar con ella».

Sin embargo, poco a poco, aquellos planes delirantes fueron haciéndose cada vez más infrecuentes. Sus esperanzas de fuga, de crear un grupo de resistencia con el castigado material que pudiera encontrar en el campamento, de asaltar campo tras campo, de recorrer todas las ciudades en ruinas donde se refugiaran grupos de supervivientes, cruzando todo el planeta si era necesario hasta encontrar a su esposa, fueron reduciéndose a comentarios desganados, expresados sin convicción, hasta que, con el correr de los meses, terminaron por extinguirse. Nunca más volvió a hablar de fuga.

Ahora Shackleton se limitaba a esperar los cargamentos de mujeres con que renovaban los campos de prisioneras, aferrado a aquella última esperanza, a que algún día lograra distinguir a Claire entre las hembras que atestaban aquellos pabellones de procreación de tejados puntiagudos, que los días claros podían vislumbrarse a lo lejos, resplandeciendo bajo el sol de la tarde como mares de espinas. Pero ¿para qué?, pensaba Charles. ¿De qué demonios iba a servirle encontrarla en aquella situación, en aquel tiempo oscuro donde no tendrían ninguna esperanza, tan solo el dolor de saberse aún vivos y sufrientes?

Un día, también durante el desayuno, la invencible y absurda esperanza del capitán hizo resurgir el antiguo cinismo de Charles, quien no había dudado en lanzarle aquella cruel pregunta: «¿Qué le dirías si finalmente la encontraras, Derek?». El capitán lo había mirado con sorpresa, y luego había permanecido mucho tiempo en silencio, hasta que encontró la respuesta en el pozo de tristeza que era su alma: «Le pediría perdón. Le diría: "Perdóname, Claire, por haberte mentido…"»

Al oír aquello, Charles había intentado animarle, diciéndole que de ninguna manera Claire podría culparle por no haber conseguido sofocar la invasión. Todo lo contrario, seguramente estaría orgullosa de que lo hubiera intentado, tal y como le prometió en el sótano de Queen's Gate, y de que… Pero el capitán había abortado sus torpes intentos de consuelo con un ademán brusco. «Tú no lo entiendes, Charles —le había dicho luego, sacudiendo la cabeza con abatimiento—. No puedes entenderlo». Sin embargo, fuera con el propósito que fuese —para pedirle perdón o para cualquier otra cosa—, lo cierto era que el capitán nunca había dejado de esperarla. Jamás se le había ocurrido otro modo de existir que no fuera esperándola. Si todavía se levantaba por las mañanas era tan solo porque aquel podía ser el día en que volviera a verla. Y si todavía comía, se mantenía en forma y respiraba era por que eso le permitía levantarse cada mañana.

Charles sintió pena por el capitán. Allí, devorando mecánicamente una papilla grumosa que hasta los cerdos habrían despreciado, estaba el mayor héroe del mundo, el salvador de la humanidad, reducido ahora a un prisionero más, doblegado y sucio. Pero no, Shackleton no era como los demás. Shackleton todavía conservaba la esperanza. Y nadie, ni siquiera un monstruo del espacio, se la arrebataría jamás.

—Tampoco vi a Victoria —dijo el capitán de repente.

Charles no respondió. Se limitó a contemplarlo con sorpresa durante unos segundos, y luego sintió una enorme desolación al comprender que el capitán daba por sentado que a él debía de atenazarlo una angustia similar a la suya, pues tampoco Charles sabía nada de su esposa desde que partieron del sótano de Queen's Gate. Pero no era así, reconoció con tristeza: el destino de Victoria no lograba preocuparle más que el suyo propio. Intentando cambiar de tema, señaló la pirámide purificadora, que refulgía a lo lejos.

—Ah, si el señor Wells pudiera ver esto… Estoy seguro de que le bastaría con un simple vistazo para descubrir qué es capaz de hacer exactamente.

Shackleton emitió un ruidito que Charles no supo si había sido una risita de conformidad o un gruñido de desacuerdo.

Comenzó entonces a caer una de aquellas extrañas lluvias que últimamente eran tan frecuentes. Cada dos o tres días, unos diminutos cristales de color verde descendían del cielo, como una insólita nevada de gemas, y en unos pocos segundos el suelo quedaba alfombrado por un crujiente y resbaladizo manto verde, como si una descomunal piel de insecto o reptil se hubiera extendido sobre la faz de la Tierra. Aquellos cristales comenzaban al poco tiempo a deshacerse, exhalando unas hilachas de vapor venenoso que teñían la niebla durante un par de días con un tinte esmeralda, mientras el agua verdusca resultante de su disolución se mezclaba con el fango, fraguando una especie de musgo maloliente, del cual brotaban unas extrañas plantas que con sobrecogedora voracidad se adherían al suelo o a cualquier otra superficie, sobre la que continuaban creciendo como una repugnante telaraña. Ninguno de los prisioneros había visto nunca algo parecido a aquellos asquerosos hierbajos que lentamente habían empezado a invadir el campamento, envolviendo piedras y árboles bajo una cáscara verde oscuro. En las lindes del campo, allí donde se remansaban las gemas, aquellos nauseabundos vergeles también habían germinado y enseguida se extendieron, reptando por la tierra hacia los árboles terráqueos, para engalanarlos con sus tétricos cortinajes, transformándolos en los bosques oscuros y tenebrosos que en los cuentos conducían a las guaridas de las brujas.

Al principio, Charles y Shackleton habían hablado durante muchas horas sobre aquellos extraños cambios que sufrían el clima y la vegetación: las gemas no eran más que el vistoso colofón tras los turbadores tonos cobrizos que adquiría con frecuencia el cielo, los bruscos tornados que algunas noches zarandeaban sus celdas o las granizadas de pájaros muertos que habían empedrado los prados durante los amaneceres de los primeros meses. Estaban seguros de que todo eso era provocado por la multitud de pirámides que, como la que ellos estaban ayudando a construir, se erigían en otros lugares del planeta, y a menudo discutían sobre si esas anomalías serían reversibles cuando llegara la tan ansiada rebelión y, entre otras cosas, aquellos engendros fueran destruidos. A pesar de todo, poco a poco habían acabado aceptándolos con indiferencia, como si siempre hubieran existido, como si desde el principio de los tiempos sobre la Tierra se hubieran desplegado cielos del color del cobre viejo o llovido gemas sobre los campos. Hacía meses, en realidad, que no hablaban mucho sobre ninguna cosa.

Se levantaron y, protegiéndose de las molestas pedradas de las gemas, se unieron al grupo de prisioneros a los que los marcianos comenzaron a asignar sus tareas diarias. A Charles le destinaron a uno de los niveles de la torre y, como siempre, la jornada de aquel día le resultó extenuante, aunque agradeció todo aquel esfuerzo físico porque, aparte de agotarlo, también le impedía pensar. De nuevo en su celda, sacó el diario y retomó su historia donde la había dejado.

DIARIO DE CHARLES WINSLOW

14 de febrero de 1900

Abortada la posibilidad de traer refuerzos del futuro, Shackleton reanudó su pesimista cantinela: una y otra vez insistió en que él no era ningún héroe, que nada podría hacer sin sus armas ni sus hombres, y una y otra vez tuve yo que recordarle que minutos antes había aniquilado a un trípode sin ningún tipo de ayuda, usando solamente su mente de estratega privilegiado. ¿Qué problema había, además, en el hecho de no poder viajar al año 2000? ¿Acaso no había conseguido crear en el futuro un ejército de valientes usando poco más que un puñado de exhaustos supervivientes? Pues haríamos lo mismo ahora: rebuscaríamos entre las ruinas, reuniendo un grupo de hombres capacitados y fieros que él pudiera amasar como arcilla, hasta convertirlos en la resistencia que necesitábamos, en guerreros de élite entregados a la causa, pues no tenía la menor duda de que cuando todos supieran quién era él, le seguirían hasta las puertas del infierno, tal y como habían hecho sus soldados del futuro.

Finalmente, tras interminables minutos en los que me dediqué a arengarle como un general descontento a su tropa, logré que emergiera de su abatimiento y mostrara cierta predisposición a la lucha, aunque exigió que antes de poner en marcha cualquier plan, fuéramos a Queen's Gate en busca de nuestras mujeres y amigos para comprobar si continuaban a salvo. Al constatar su preocupación por Claire comprendí entonces por qué los grandes héroes suelen ser casi siempre seres solitarios: el amor les volvía vulnerables. No sabía mucho de la vida privada del capitán Shackleton en el año 2000, al menos nada que fuera más allá de la biografía resumida con la que el señor Murray ilustraba a los viajeros antes de subirlos al
Cronotilus
, pero parecía probable que en su época el capitán hubiera sido un hombre solitario y hosco, con un corazón rebosante de odio y de ansias de destrucción. Aunque debió de ser también un hombre cerrado para siempre al amor, sin una compañera que pudiera compartir con él la terrible carga que suponía asumir la defensa de la humanidad. Pero el Shackleton que ahora tenía ante mí, aquel Shackleton que vivía entre nosotros, era un hombre enamorado, y no parecía dispuesto a poner nada por delante de su Claire, ni siquiera a la humanidad al completo. Suspiré con resignación. Era evidente que no podía pedirle que se olvidara de su mujer de una maldita vez, como me habría gustado hacer, y mucho menos esgrimiendo el argumento de que a un héroe se le debería prohibir enamorarse mientras estuviera de servicio. Así que acepté volver a casa de mi primo cuanto antes, aunque al menos conseguí convencerle de la conveniencia de buscar primero un punto elevado que nos brindara una panorámica de Londres. Eso nos permitiría hacernos una idea mucho más exacta del desarrollo y las dimensiones de la invasión, lo cual nos sería de utilidad tanto para llegar a Queen's Gate sin contratiempos, como para planear nuestros movimientos siguientes.

Decidimos dirigirnos a Primrose Hill, aquella balconada natural tendida sobre la ciudad donde los londinenses consumían sus domingos, atravesando para ello Euston Road. Y fue la decisión más acertada que pudimos tomar, pues allí nos encontramos con otro grupo de personas que también habían logrado sobrevivir a aquella ominosa noche. Lo que habían padecido y la visión de aquel Londres vencido que ofrecía la colina les había desalentado tanto que necesitaban un héroe. Y yo llevaba conmigo al mejor de ellos.

El grupo lo componían el escritor H. G. Wells y su esposa Jane, a quienes había tenido el placer de conocer unos años antes por motivos que ahora no vienen al caso y a quienes saludé con sincero afecto y alegría, una bella señorita americana llamada Emma Harlow, un joven borracho apoyado contra un árbol, que más tarde se nos presentaría como el agente de Scotland Yard Cornelius Clayton, y un fantasma, el señor Gilliam Murray a quien, una vez superada la sorpresa que me causó descubrirlo vivo, saludé con un entusiasmo que no provenía solo de mi admiración por el Dueño del Tiempo, sino también de la certeza de que aquella casualidad no podía ser más que otra señal que venía a confirmarnos que nos hallábamos en la senda de nuestro verdadero destino. ¿Acaso no era una reveladora coincidencia encontrarnos de pronto con el hombre que había propiciado que Shackleton conociese a Claire, y por lo tanto, que el capitán se hallara ahora entre nosotros?

Sin embargo, lo primero que he de constatar aquí es que, como ya he adelantado, dicho grupo parecía terriblemente abatido por la situación, lo cual no era para menos, pues desde la colina podía comprobarse que los trípodes estaban por todas partes, destrozando la ciudad con la lenta meticulosidad de la carcoma. La mayoría de los barrios eran ruinas humeantes, y los incendios brotaban aquí y allá, produciendo densas humaredas, mientras frenéticas masas de londinenses intentaban, entre un enjambre de vehículos de todo tipo, abandonar la urbe por el norte y por el este, hacia los campos que se extendían fuera, aparentemente libres de la presencia de los marcianos.

Así que, con el propósito de levantarles el ánimo, procedí de inmediato, y debo confesar que de un modo innecesariamente teatral, a revelarles la identidad de mi misterioso acompañante. Y por si esas credenciales no bastasen, les relaté cómo el capitán Shackleton acababa de aniquilar un trípode ante mis propias narices, con la misma emoción y el mismo suspense que pondría uno de aquellos trovadores que antiguamente entretenían a los niños en las plazas. Por desgracia, la presencia del capitán no les animó tanto como yo habría esperado. Cuando acabé de relatarles su gesta, Murray estudió al capitán con una mirada suspicaz, pero al final dio un paso hacia él, tendiéndole la mano.

—Me alegro de conocerle, capitán Shackleton —dijo.

Les observé estrecharse la mano durante un tiempo que se me antojó interminable, sosteniéndose la mirada con la grave solemnidad que exigía un encuentro como aquel, pues no había que olvidar que Gilliam había estado espiando la vida del capitán a través de la cerradura del futuro sin que este lo supiera, permitiéndonos admirarlo en la distancia, y que, a causa de ello, el capitán había arribado a una época donde todos conocíamos sus hazañas, pese a que todavía no las había realizado. De algún modo, podía decirse que habían trabajado juntos sin saberlo ni conocerse el uno al otro. Tras zarandear la mano del capitán durante un buen rato para impaciencia de todos, Murray al fin consintió en soltarla. Entonces, acompañando sus palabras con una sonrisa desproporcionada, añadió:

—Para mí es una verdadera sorpresa que se encuentre entre nosotros. No lo imaginaba en nuestro mundo.

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