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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

El mapa del cielo (85 page)

En estos momentos, el sol muere tras las ruinas de Londres, más allá de los tétricos bosques que asedian el campamento marciano, y en mi celda, yo me apresuro a poner el punto final a este diario, apenas unas pocas horas antes de poner también el punto final a mi vida, pues ya no me quedan dudas de que no sobreviviré a otro día. Mi cuerpo se quebrará para siempre de un momento a otro, o puede que lo haga mi alma, esa ciénaga de desesperanza y amargura con la que cargo en el pecho.

Por suerte, he logrado llegar al final de mi relato; poco más tengo que añadir a todo lo que he contado aquí. Aun así, ya que no logré ser el héroe de esta historia, espero haber sido al menos un entretenido trovador para el lector de estas páginas, sea quien sea. A ninguna otra cosa puedo aspirar ya. Aquí acaba mi vida, una vida que me gustaría haber vivido de otra manera. Pero es tarde para cualquier propósito de enmienda. Nada puedo hacer ahora, más que dejar escrito aquí mi sincero y tardío arrepentimiento.

Desde mi celda veo cómo la noche se cierne sobre la pirámide marciana, esa estructura que simboliza mejor que ninguna bandera la conquista del planeta, un planeta que una vez nos perteneció a nosotros, la raza humana. En él desliamos nuestra Historia, en él dimos lo mejor y lo peor de nosotros mismos. Pero de nada de eso quedará el menor recuerdo cuando el último hombre de la Tierra expire aniquilando a toda una raza. Con él, moriremos todos.

Y eso es algo que al fin he aceptado, aunque todavía siga sin entenderlo.

CHARLES LEONARD WINSLOW,

prisionero ejemplar del campo marciano de Lewisham.

37

Aunque el amanecer le sorprendió todavía vivo, Charles había bajado a las entrañas de la pirámide con el diario escondido en sus pantalones, convencido de que ese sería su último día sobre la faz de aquella Tierra que cada vez le costaba más reconocer. Había pasado toda la noche enfebrecido, tiritando en su jergón, sacudido por unas convulsiones tan violentas que creyó que lo desarmarían, y en ese estado se había visto obligado a afrontar su jornada de trabajo, soportando las miradas curiosas de los marcianos, que debían de estar esperando a que se desplomara de un momento a otro. Pero para su sorpresa, había logrado mantenerse en pie, acarreando las barricas mientras se esforzaba en seguir cohesionado, en no deshacerse como una nube deshilachada por el viento, y recordándose de vez en cuando que debía reservar algunas energías para ocultar el diario.

Cuando al atardecer emergió de nuevo a la superficie, más muerto que vivo, se dirigió con paso vacilante hacia las máquinas de alimentación, donde ya esperaba un grupo de prisioneros para recibir su segunda ración del día, antes de retirarse al fin a sus celdas. Charles las ignoró, y siguió caminando, apartándose de la vista de todos hasta detenerse a unos pocos metros de donde calculaba que se hallaba la raya invisible que conectaba los grilletes. Escarbó entonces en la tierra con pulso tembloroso y, tras asegurarse de que nadie le prestaba atención, escondió allí el diario.

Le hubiese gustado entregárselo a una paloma mensajera que lo transportara, en un alarde de resistencia, a algún país de la vieja Europa en el que todavía quedaran humanos libres, pero dado que no tenía ninguna a mano ni sabía dónde había hombres que aún no hubiesen caído en las garras de los marcianos, tuvo que contentarse con enterrarlo en los límites del campo. Luego lo cubrió con varias piedras y permaneció unos minutos observando el diminuto montículo. No sabía para quién lo estaba dejando allí. Tal vez nadie lo encontrara nunca, y el tiempo acabara por desmigar sus páginas antes de que alguien las leyera. O quizá algún marciano tropezara con él por azar unos días después y lo quemara directamente, un destino preferible, después de todo, a que lo leyera en voz alta rodeado de sus compañeros, riéndose de su pobre prosa, de sus intrascendentes reflexiones sobre el amor o de los baldíos esfuerzos de su grupo por escapar de lo inevitable.

Pero poco importaba que el diario fuera encontrado o no, se dijo, pues ahora se avergonzaba del propósito con el que lo había escrito. No lo había hecho para que la historia de amor de Gilliam y Emma perviviera en el tiempo, ni para dejar escrito lo que había descubierto sobre los marcianos, como había confesado en el propio cuaderno. No, lo había escrito, reconoció en un rapto de sinceridad, impulsado por el mismo egoísmo que siempre había inspirado sus actos: para que la mejor versión de sí mismo no pasara desapercibida al mundo, para dejar constancia del único modo que tenía a su alcance de que, si bien había dilapidado su existencia equivocadamente, al menos en sus últimos días había logrado afinarse y sonar como cualquier ser humano digno debía sonar.

Bien, si había sido por eso, ya había cumplido; ahora podía tumbarse a morir. Eso era lo que su cuerpo le pedía: el descanso absoluto, reparador e interrumpido que ofrecía la muerte. Charles sonrió al atardecer exhibiendo sus desnudas encías de viejo, donde no sobrevivía ya ningún diente. Sí, eso haría. Regresaría a su celda, se echaría en su camastro y esperaría a la muerte, que no tardaría mucho en llamar a su puerta. Y por la mañana, cuando amaneciera, el grillete desbarataría su sueño eterno y le regalaría un póstumo paseo por el campo, pues aún debía completar su destino: convertirse en alimento para quienes seguían vivos. Ese sería el final de Charles Winslow.

Terriblemente mareado, se dirigió a su celda. No le quedaban fuerzas para nada más, se dijo, y eso le descargaba de algún modo de la responsabilidad que el cuerpo desnudo de Claire flotando en la pecera había depositado sobre sus hombros: ¿Debía decirle al capitán Shackleton que su esposa estaba muerta, o quizá algo aún peor, arrebatándole así sus esperanzas de volver a verla? Sabía que si lo hacía acabaría con lo único que sospechaba que le mantenía vivo. Pero ¿acaso no se merecía descansar también el capitán? Por supuesto que sí, y Charles podía otorgarle, con unas pocas palabras, el derecho a rendirse, a postrar armas. ¿Por qué no hacerlo, entonces?

Aquellas dudas le habían roído la conciencia durante toda la noche, y finalmente el amanecer lo había sorprendido sin que hubiera tomado ninguna decisión. Sin embargo, por mucho que ahora intentara convencerse a sí mismo de que las escasas fuerzas que le quedaban no le permitirían llegar hasta su celda, aquella excusa se revelaba muy pobre a la hora de espantar sus remordimientos. Por muy débil que se sintiera, estaba seguro de que podría llegar hasta donde se hallaba el capitán y contarle lo que había visto, evitando así que continuara viviendo aquel inútil tormento. Probablemente, en cuanto se enterase de que Claire se encontraba en el interior de la pirámide, el capitán intentaría bajar allí y el grillete se apresuraría a asfixiarlo, quizá incluso lo matara si él persistía en su intento. Pero qué importaba ya. Era evidente que jamás habría ninguna rebelión, reconoció Charles con amargura; los marcianos serían los dueños y señores de la Tierra hasta el final de sus tiempos. Aquel presente ya había llegado demasiado lejos como para que alguien pudiera enderezarlo. Ya no era necesaria la presencia de ningún héroe en aquel planeta condenado. Así que Charles decidió que había llegado la hora de concederle al valeroso capitán Shackleton la libertad, la única libertad a la que el hombre podía aspirar ahora: la de decidir si quería continuar viviendo. E investido de aquella resolución, se volvió y dirigió sus vacilantes pasos hacia el barracón que había al otro extremo del campo, donde se encontraba la celda de su amigo.

Pese a todo, calculó mal sus fuerzas. El capitán tuvo que interrumpir los ejercicios que estaba realizando a la entrada de su celda al ver que Charles se desplomaba a unos metros del barracón. Bajó rápidamente las escaleras, se echó su exánime cuerpo sobre los hombros, lo llevó hasta su celda y lo tendió en su jergón con un cuidado de embalsamador. Le posó entonces una mano en la frente, que le ardía como el lomo de una caldera, y comprendió que ya era tarde para hacer cualquier otra cosa por él: Charles iba a morir en cuestión de minutos. Se sentó a su lado y le tomó la mano mientras el joven parecía volver en sí trabajosamente, emitiendo débiles gemidos. Sus ojos intentaron enfocarlo.

—Me muero, capitán… —balbució—. Mi pobre cuerpo ya no resiste más.

El capitán dibujó una mueca de condolencia y apretó aún más su mano, pero no dijo nada. ¿Qué podía decirle, salvo que estaba en lo cierto? Aunque Charles sí podía decirle algo a él antes de que la muerte se lo llevara. No podría empeñar su último aliento en nada mejor, así que se desatascó la garganta con un gruñido agónico y comenzó por la disculpa que llevaba tanto tiempo queriendo ofrecerle.

—Siento haberle apartado de Claire aquella tarde, capitán —articuló con sumo esfuerzo—. Lamento enormemente que fuese para nada. Debería haberles dejado pasar sus últimos momentos juntos. Aquellas horas les pertenecían, y yo se las arrebaté. Lo siento mucho, capitán, no sabe cuánto. Pero le aseguro que no lo hice ni por maldad ni por capricho. Estaba absolutamente convencido de que su destino era derrotar a los marcianos. El futuro lo decía, ¿recuerda? —Trató de sonreír ante su propia broma, pero solo consiguió esbozar una triste mueca de dolor—. Y todavía hoy sigo sin entender por qué demonios no ha sido así, por qué el futuro del que usted proviene ya no va a producirse, a pesar de que ambos lo hayamos visto.

Shackleton se removió incómodo en su silla, pero no rompió su silencio.

—Por fortuna, ya no me queda demasiado tiempo para continuar preguntándome por qué las cosas no han sido como tendrían que haber sido, y creo haber pagado con creces por todo lo malo o equivocado que haya podido hacer en este mundo. Estoy tan cansado, Derek… Lo único que quiero ahora es descansar… —Charles lo buscó con ojos extraviados, como si entre ambos hubiera surgido una densa bruma que ocultara al capitán—. Y tú también deberías hacerlo, Derek… Sí, ríndete, capitán. Ya no tienes por qué seguir luchando, amigo mío. Ya no. Escúchame… Tengo algo que contarte…

Un repentino ataque de tos le desgarró entonces los pulmones. Charles se sacudió sobre el jergón, mientras varias bocanadas de sangre se le derramaban lánguidamente por la barbilla y el cuello, dejando sobre su piel un aceitoso rastro verdusco. El capitán se apresuró a incorporarlo para evitar que se atragantara con su propia sangre, y lo sostuvo erguido mientras el ataque remitía, observándolo con una mueca de infinita piedad. Cuando se repuso, Charles cerró los ojos, exhausto, y Shackleton volvió a recostarlo sobre el camastro con exquisito cuidado. Su respiración era tan débil que por un momento creyó que había muerto, pero al acercar su cara a los ensangrentados labios de su amigo, pudo sentirla, aunque rápida y superficial como el reflejo de una libélula en un lago. La vida se le acababa. Shackleton lo observó durante unos segundos con gravedad, y sacudió la cabeza lentamente. Luego se levantó y se dirigió hacia la mesa que había en el otro extremo de su celda.

—¡Capitán Shackleton! ¡Derek! —lo llamó de repente Charles, que había abierto los ojos y lo buscaba aterrorizado por la habitación, entre las tinieblas que ya habían comenzado a asediar su mente—. ¿Dónde estás, Derek? No veo, no veo nada… Todo está borroso… ¡Derek!

El capitán permaneció un segundo de espaldas a Charles, inmóvil, con los hombros encogidos, como si soportaran un inmenso peso. De repente, tomó algo que había sobre la mesa, volvió al camastro, se arrodilló junto al moribundo y comenzó a hablarle, mientras sus fuertes manos manipulaban aquel objeto.

—Escúchame, Charles. Yo también tengo algo que contarte —dijo con gravedad—. Estos tres días en los que no nos hemos visto han pasado muchas cosas. Mientras tú estabas dentro de la pirámide, yo he estado en el pabellón de las mujeres… y tengo noticias. Grandes noticias.

—Derek, tengo que contarte algo… —trató de interrumpirle Charles con un hilo de voz.

—¡Calla, amigo mío! No hables, no desperdicies tus fuerzas, y escúchame —le ordenó el capitán con vehemencia—. Han traído un nuevo cargamento de mujeres al campo, vienen del continente. Y he podido hablar con algunas de ellas, Charles. Me han contado que allí los marcianos tienen problemas, graves problemas. En Alemania, en Italia, en Francia y en varios países más se han organizado grupos de resistencia. Al parecer, en todas partes se habla de un ejército de soldados muy extraño, que cuenta con armas poderosas. Sí, Charles, con armas jamás vistas antes de la llegada de los marcianos, armas de una tecnología tal que casi se puede comparar con la de ellos. Y ese ejército se mueve de campo en campo. Ya ha asaltado varios: liberan a sus prisioneros, les dan armas, los entrenan… El ejército es cada vez mayor y más poderoso. Se oyen rumores de que pronto llegarán a Inglaterra… ¿Y sabes, amigo mío? Dicen que están buscando a su capitán, que han venido a rescatarlo… desde el futuro.

—¿Desde el futuro? Oh, Dios, capitán… Pero ¿cómo es posible? —logró preguntar Charles, lleno de incredulidad, temeroso de abandonarse a aquel milagro, a aquella loca alegría que empezaba a inundarlo, amenazando con arrastrar lejos el dolor que embargaba su cuerpo.

—No lo sé, Charles. También yo me lo pregunto. —Shackleton soltó una tremenda carcajada, sin dejar de amasar misteriosamente aquello que tenía entre sus manos—. Pero está claro que son mis hombres, Charles. Han venido a salvarme, a salvarnos. Desconozco cómo han podido enterarse de lo que estaba sucediendo en el pasado… Ya te dije que en el futuro es posible viajar en el tiempo con máquinas distintas al
Cronotilus
. La que yo usé se destruyó, pero quién sabe, quizá hubiese otras que yo desconocía, y tal vez otros viajeros vieron el principio de la invasión y regresaron al futuro para dar la voz de alarma…

—Pero si eso es cierto —musitó Charles haciendo un gran esfuerzo para que el capitán le oyera—, ¿por qué han tardado tanto? ¿Y por qué han aparecido en el continente y no aquí…?

Shackleton guardó silencio durante unos segundos, pensativo.

—No lo sé, amigo mío —dijo de pronto, recuperando su entusiasmo—. ¡Pero te aseguro que será lo primero que les pregunte a mis valientes soldados cuando les vea! ¡Oh, sí, puedes jurarlo, Charles! Les diré: «¿Puede saberse qué demonios estabais haciendo mientras vuestro capitán se pudría aquí dentro, macacos irlandeses, malditos hijos de perra cruzada con el mismísimo diablo? ¿Practicando la sodomía entre vosotros? ¿Dejando preñadas a vuestras propias madres? ¿Acaso creíais que nos estábamos divirtiendo aquí, puercos bastardos?». Oh, sí, eso les diré. Ya casi oigo sus carcajadas. —El capitán rió estrepitosamente, mientras Charles notaba cómo sus labios sonreían a medida que empezaba a dar crédito a aquella increíble noticia, exhibiendo patéticamente sus encías de bebé.

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