El mapa del cielo (80 page)

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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

Según dedujo de las palabras que oyó entre su confusión, el trabajo que debían desempeñar allí era el mismo que el del día anterior: renovar el fluido de la pecera. Azuzados por los gritos de los marcianos, los prisioneros comenzaron a moverse lentamente, dirigiéndose al almacén donde se apilaban los toneles en una fila sin gracia, como si caminaran bajo el agua. Las horas se sucedieron entonces con irritante morosidad. Charles trabajó como un autómata, durante un tiempo que se le antojó eterno. Se encontraba tan exánime y aturdido que en más de una ocasión creyó contemplarse a sí mismo desde fuera, y en cierto momento tuvo un acceso de tos tan fuerte que sus ojos se nublaron e incluso pensó que perdería el conocimiento, desplomándose ante la mirada impasible de aquellos monstruos. Cuando logró reponerse, descubrió en el suelo, a sus pies, un gran charco de sangre verdusca en el que flotaban dos dientes más.

Uno de los centinelas le ordenó que volviera al trabajo con un brusco empellón que a punto estuvo de derribarlo. Cogió el tonel que estaba manipulando, y lo hizo rodar por el pasillo, pero el ataque de tos lo había dejado tan débil y febril que mientras lo empujaba empezaron a asaltarle pensamientos inconexos, destellos de recuerdos, hebras de sueños, imágenes absurdas que cruzaban su mente enardecida como ocurre durante la duermevela. Una de ellas le transportó, por algún capricho de su subconsciente, a la Feria Mundial de Chicago, a la que había asistido hacía siete años. En aquel evento se había decidido la que se conoció como la Guerra de las Corrientes, la batalla por la supremacía eléctrica entre la General Electric de Edison, que defendía la corriente continua, y la Westinghouse Electric, cuyo fundador creía apasionadamente en la superioridad de la corriente alterna ideada por Nikola Tesla. La Westinghouse presentó allí un presupuesto de iluminación por la mitad de lo que pedía la General Electric: Tesla tuvo entonces su gran oportunidad, y los miles de visitantes, entre los que se hallaba un joven y fascinado Charles, pudieron maravillarse ante los generadores, dínamos y motores de corriente alterna que alumbrarían el mundo, venciendo para siempre al imperio de las tinieblas.

La electricidad, se dijo Charles deteniéndose ante la pecera, otro de los grandes avances científicos que convertirían al hombre en el dueño absoluto de la Creación… Observó con tristeza los cables que, surgiendo de entre los muslos de aquellas pobres muchachas, subían hacía el techo, y se preguntó si, como parecía, se encontraban debajo de aquella otra sala donde se hallaba la pecera de los bebés. ¿Estaban las mujeres conectadas a sus hijos en alguna especie de demencial circuito eléctrico, transmitiendo partículas cargadas de energía de un polo a otro, como en una delirante dínamo humana múltiple? ¿Era eso lo que habían fabricado los marcianos, una inmensa pila humana que utilizaba la supuesta energía que una madre y un hijo se transmitían entre sí, la energía de sus mentes, del vínculo ancestral de la maternidad, para hacer funcionar sus máquinas? ¿Estaban usando como energía algo tan sagrado para la humanidad como el poderoso amor entre madre e hijo? Charles sintió cómo los sollozos le quebraban la garganta al comprender que aquello que había considerado en mitad de su delirio podía ser cierto, que aquellos parásitos estaban robándoles su más pura esencia: los marcianos obligaban a sus mujeres a concebir y a parir a sus bebés, para luego sumergirlos a ambos en aquel líquido verdusco, condenándolos a un flujo eterno de partículas que quizá radiaran al mundo el veneno de su desamor. Lloró entonces en silencio, mientras accionaba las palancas para el vaciado de los tanques, vaciándose también él. Lloró suavemente, sin fuerzas para la furia, componiendo un llanto manso, más allá del sufrimiento, más allá del horror. Lloró sin saber siquiera que lo que resbalaban por sus mejillas eran lágrimas verdes.

Y entonces, en una de las esquinas de la pecera, la vio. Los guardias se encontraban distraídos, así que pudo acercarse al cristal y contemplarla de cerca, separado de ella tan solo por el grosor de aquella pared transparente, contra la que su corazón repicaba ahora a un ritmo frenético. Era ella, no cabía duda. La reconoció a pesar de que su larga cabellera azabache flotaba alrededor de su rostro como jirones de noche. Contempló su delicado perfil de camafeo, y recordó el adorable mohín que solía adornarlo en vida, aquella expresión dulcemente arisca que le fruncía la nariz y le encrespaba los labios, aquella mueca un tanto huraña que le había hecho sentir un violento ramalazo de deseo hacia ella la primera vez que la vio, cuando su amiga Lucy se la presentó durante la segunda expedición al futuro, justo antes de que, excitados y alegres como niños, subieran al
Cronotilus
para presenciar la victoria del capitán Shackleton. Y la recordó como la última vez que la vio, en el sótano de su tío, con un vestido de exquisita seda verde que aún no sabía que sería también el color de su mortaja, abrazada al cuello de su marido, de puntillas, susurrándole al oído una despedida que quedaría entre ellos para siempre, las últimas palabras que se habían dicho… Y ahora estaba allí, unida al hijo que con algún desconocido había engendrado. No sabía si en aquella especie de letargo conservaría algún vestigio de conciencia, si sabría dónde se encontraba, si acaso soñaba con el niño que había al otro extremo del cordel, lejos de cualquier abrazo, o quizá con el capitán, con volver a verle algún día. Lo único que sabía era que los marcianos la habían convertido en una hermosa náyade cuyo eterno tormento hacia funcionar su máquina. Era evidente que en aquel estadio la muerte solo podía suponerle una liberación.

Esa noche, de regreso en su celda, Charles supo que no sobreviviría a otro día más en las entrañas de la pirámide. Por eso se obligó a escribir, a pesar de que las gotas de sangre, gotas que lanzaban suaves destellos verdes, salpicaban todas las páginas y jalonaban su apresurada caligrafía de sucias manchas ilegibles. Dudaba que nadie, en caso de encontrar aquel diario, pudiera sacar algo en claro de sus últimas páginas, pero aun así continuó escribiendo, intentando ignorar la pregunta que le atormentaba cada vez que hacía un alto para hurgar entre sus recuerdos: ¿Se lo diría? ¿Le diría al bravo capitán Shackleton que había encontrado a su Claire?

DIARIO DE CHARLES WINSLOW

17 de febrero de 1900

Durante varios minutos, los marcianos, con el hombre del alzacuello a la cabeza, nos condujeron a través de un sinfín de galerías hasta una suerte de cruce de pasillos. A uno de los lados había un portón cerrado, y el párroco se dirigió hacia él sin dejar de sonreírnos con dulzura. Abrió la puerta y nos invitó a pasar al interior, una amplia habitación amueblada como una especie de despacho acorde con la moda de nuestro planeta: en el centro, asentada sobre una mullida alfombra, había una pesada mesa de caoba, sepultada de carpetas y libros, entre los que brillaba un afilado abrecartas, colocado junto a un globo terráqueo de pedestal dorado y una lamparita; los muros estaban cubiertos de mapas de los continentes terráqueos, y repartidas aquí y allá por la estancia había algunas sillas de estilo jacobino, mesitas de distintos tamaños y estanterías cargadas de papeles.

—Tengan la bondad de esperar aquí, por favor —nos pidió cortésmente nuestro guía—. Él vendrá enseguida.

Tras decir aquello, depositó con increíble respeto su mirada en el escritor.

—Es un placer conocerle, señor Wells, aunque sea en estas circunstancias —dijo en tono educado—. Soy un gran admirador de su obra.

Aquel comentario nos sorprendió a todos casi tanto como al escritor, que en cuanto se repuso de la sorpresa, replicó con la mayor frialdad de la que fue capaz:

—Pues espero que cuando mi obra se extinga, junto con todo lo demás, le duela tanto como a mí.

El párroco vaciló unos instantes, mirándole confundido.

—Sí, esa será una de las cosas que más lamentaré, se lo aseguro —confesó al fin, sacudiendo la cabeza con pesar. Luego lo contempló con una sonrisa piadosa—. Llorar la pérdida de la belleza es una costumbre tan humana… ¿Sabe, señor Wells, que cuando una estrella muere, su luz sigue surcando el espacio durante miles y miles de años? El universo recuerda sus pérdidas durante mucho tiempo… pero no las llora. Las pérdidas también son necesarias. Aunque yo sí les lloraré a ustedes cuando desaparezcan. Sí, lloraré por toda la belleza que son capaces de generar, a veces inconscientemente… —Paseó una afligida mirada por el grupo—. Lo siento. Ojalá pudiera ofrecerles un consuelo mayor. El buen y justo consuelo de un pastor a su rebaño. Pero no puedo… no puedo. Todos estamos sometidos a las leyes del cosmos.

Nos dedicó una triste sonrisa de despedida y se marchó, cerrando la puerta con delicadeza, como si acabara de arroparnos en nuestras camitas. A través de ella, le oímos repartir varias órdenes, supusimos que encargándoles a algunos hombres que ejercieran de centinelas, aunque no supimos a cuántos.

—Imagino que nunca pensó que pudiera llegar a tener lectores tan universales —bromeó Murray cuando nos quedamos solos.

Wells no le rió la gracia; ninguno lo hicimos, a decir verdad. En vez de eso, igual que si lo hubiésemos ensayado previamente, todos aspiramos una prolongada bocanada de aire, como probando los límites de nuestra capacidad torácica, y luego la expulsamos al unísono, dándole forma de suspiro. Sin lugar a dudas, todos éramos conscientes de pronto de nuestra difícil situación. Y cualquier lector comprenderá fácilmente que lo diéramos todo por perdido: estábamos encerrados en una habitación esperando que apareciera el marciano que, según parecía, estaba dirigiendo la invasión y al que todos guardaban una especie de respeto reverencial. No sabíamos por qué quería vernos, pero era evidente que nos encontrábamos a su merced. ¿Cómo sería?, me pregunté, recordando la confusa descripción que mis compañeros me habían hecho de los marcianos. No obstante, enseguida comprendí que cualquier intento por imaginar su aspecto sería un ejercicio estéril, pues seguramente nos recibiría envainado en un cuerpo terrestre, sobre todo si su propósito era comunicarse con nosotros. Y quizá haya llegado el momento de confesar aquí que el hecho de que todos los marcianos fueran de un lado para otro con sus envolturas humanas me imposibilitaba enormemente profesarles el temor que sin duda merecían. Ocultos bajo la apariencia de cualquiera de nuestros vecinos, aquellas criaturas del espacio exterior me resultaban tan vulgares como el despacho desde el que al parecer se dirigía la invasión, donde imperaba un inocente aire burocrático. La flema que me embargaba tenía más que ver, pues, con mi falta de imaginación que con un exceso de valentía. Ansiaba ver un marciano tal cual era, por extraño que pueda sonarle al lector: necesitaba temerles.

—Así que aquí es donde se refugian los infiltrados del ataque que se está llevando a cabo en la superficie… —dijo entonces Wells—. ¡Por eso el marciano que cayó al callejón de Scotland Yard pudo desaparecer sin dejar rastro!

—Sí, se metió por la boca de la alcantarilla —dedujo Murray.

—¡Bien, ya estamos donde queríamos estar! —anunció de repente Clayton, que mientras Wells y Murray mantenían aquella conversación para mí incomprensible, se había dedicado a estudiar el despacho recorriéndolo con largas y obsesivas zancadas—. No podría existir un escenario mejor para nuestro plan.

—¿Plan? —exclamó Murray—. ¿Qué plan? Si la memoria no me falla, pensábamos huir de Londres, agente Clayton.

—Así era, señor Murray, así era —respondió el joven señalándole con el dedo, aparentemente satisfecho con la atención que el empresario había mostrado durante nuestra huida—. Pero los caminos no siempre nos llevan a donde queremos ir. A veces, nos llevan a donde
debemos
ir.

—Agente, ¿le importaría ir al grano? —dijo Wells antes de que todos perdiéramos la paciencia.

Clayton asintió con resignación, como si nuestras continuas demandas de explicaciones empezaran a cansarle.

—Es evidente que me refería al plan que he improvisado mientras nos conducían hasta aquí esos adorables niñitos —explicó, invitándonos a acercarnos a él con un gesto, mientras espiaba la puerta con recelo. Cuando le rodeamos llenos de curiosidad, Clayton alzó su mano metálica, al tiempo que con la otra se bajaba un poco la manga de la chaqueta, como un ilusionista que quisiera demostrarnos que no llevaba ningún as escondido—. Observen. Esta mano posee un explosivo de alta potencia alojado en su interior. Me bastaría con pulsar una pequeña espoleta para devastar esta habitación.

Nos miramos unos a otros sobrecogidos, sin saber si el agente nos estaba proponiendo detonar la bomba en aquel momento, para evitarnos posibles sufrimientos.

—Oh, no teman. Mi plan no es matarles a ustedes —dijo para tranquilizarnos—. Mi mano también lleva incorporada en el dedo índice una pequeña cápsula de humo. Cuando el Enviado aparezca, la desenroscaré, y eso desencadenará una humareda que se extenderá por toda la habitación en cuestión de segundos. Deberán aprovechar entonces para huir. Solo cuando compruebe que todos hayan salido de aquí, detonaré el explosivo. Y ambos moriremos.

Un silencio atónito inundó entonces el despacho. Finalmente fue Murray quien lo rompió, resumiendo los confusos pensamientos de todos en una sola pregunta:

—¿Ha perdido el juicio, Clayton?

—Ni mucho menos, señor Murray —le contestó el agente, imperturbable.

Abierta la veda de los reproches, todos comenzamos a expresar nuestras dudas sobre aquel plan tan estrafalario.

—Por el amor de Dios…

—No está hablando en serio, ¿verdad, Bertie?

—¿Ha dicho que pretende provocar una… humareda?

—Por supuesto que no habla en serio, Jane… ¡No creo que sea momento para bromas, Clayton!

—Me temo que eso es lo que ha dicho exactamente, señor. Aunque en mi humilde opinión no creo que…

—¿Y va a sacrificarse para acabar con ese marciano?

—… eso sea lo más adecuado, pues el humo hará que nuestros ojos…

El agente alzó bruscamente las manos.

—¡Cállense de una vez! Ya han oído lo que he dicho. Detonaré el explosivo y el Enviado y yo moriremos al instante —respondió el agente con un escalofriante desapego hacia su propia vida.

—Pero… ¿y qué hacemos con los guardias del pasillo? —preguntó entonces el empresario, a quien el futuro sacrificio de Clayton no parecía afectarle demasiado.

Clayton se dirigió entonces a Shackleton.

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