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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

El mapa del cielo (83 page)

Dado que todavía estaba vivo, afiancé mis piernas sobre el suelo, tratando de sobreponerme al mareo, y abandoné la habitación a trompicones, entre hilachas de humo que lo difuminaban todo. Y fue como llegar al teatro en mitad de una representación: en aquel momento, el capitán Shackleton tumbaba de un fuerte puñetazo a uno de los dos marcianos que vigilaban la entrada. A unos metros de él, Murray se hallaba tendido sobre el segundo, aplastándolo con todo su peso. Debía de habérsele echado encima por sorpresa, siguiendo la recomendación de Clayton, y ahora ambos forcejaban desesperadamente, propinándose manotazos sin gracia. Pero justo en ese instante, el empresario logró asir la cabeza del marciano antes de que tuviera tiempo de transformarse y la hizo girar con brusquedad. El crujido de su cuello resonó entre los muros. Murray se levantó entonces, dándonos la espalda, resoplando y tambaleándose a causa del esfuerzo. Resguardados contra una de las paredes, Wells y las dos mujeres contemplaban la escena, terriblemente pálidos, estremecidos por aquel espeluznante despliegue de violencia. Una mirada rápida me informó de que ya no había más centinelas, y no pude más que dar gracias al cielo por la inmensa suerte de que el hombre del alzacuello hubiera considerado suficiente dejar tan solo a dos marcianos en la puerta.

—¡Rápido! —les grité, corriendo hacia ellos—. Tenemos que salir de aquí.

Todos, con Shackleton de nuevo a la cabeza, nos apresuramos a correr hacia el túnel por el que nos habían llevado hasta allí, temiendo oír en cualquier momento a nuestras espaldas la terrible explosión que nos arrancaría los pies del suelo y nos lanzaría como muñecos de trapo contra los muros de piedra. Pero en vez de eso, lo que oímos fue un bramido animal, atronador, impregnado de un odio salvaje e inquietantemente cercano. Al volver la cabeza hacia la derecha, alcancé a ver cómo la monstruosa figura del Enviado atravesaba la puerta del despacho. Aunque la escasa iluminación y el humo lo emborronaban todo, comprobé que su verdadero aspecto era realmente escalofriante. La poderosa criatura que venía a por nosotros parecía emparentada con los dragones de los bestiarios medievales: tenía la piel verdosa e iridiscente, el lomo sembrado de púas y unas mandíbulas atiborradas de enormes colmillos, de los que colgaban sanguinolentos jirones de sangre.

—¡Corred! ¡Corred! —grité enloquecido, mientras miraba de nuevo al frente.

—¡Corred! —repitió como un eco Clayton, quien para mi sorpresa me adelantaba en ese instante por la izquierda.

—¡Qué demonios…! —jadeé boquiabierto a su espalda, mientras tomábamos la bifurcación por la que se habían internado los demás—. ¡Agente Clayton! ¿Y su plan de detonar el explosivo?

—¡Se me ha ocurrido un plan mucho mejor, señor Winslow! ¡Un plan que lo solucionará todo! ¡Pero necesito la colaboración del señor Wells, y dudo que pudiera pedírsela si moría allí dentro, a menos que lo hiciese mediante una ouija!

Wells y Murray, que corrían por el túnel ante nosotros, giraron sus cabezas para observar atónitos al agente.

—¿Mi colaboración? —farfulló a duras penas el escritor, que lucía dos enormes manchas rojas en las mejillas y jadeaba trabajosamente—. ¿Y cree que este es el mejor momento para explicármelo?

—¡Lamento que no se me haya ocurrido antes, señor Wells! —contestó el agente mientras corría muy estirado, moviendo sus largas piernas ordenadamente y casi sin esfuerzo.

—¡Pues me temo que tendrá que esperar, agente: como comprenderá, ahora no podemos detenernos! —gritó al aire Murray, quien corría de un modo más extraño aún, algo encorvado y aferrándose el vientre con las manos—. ¡Rápido! ¡Rápido! —apremió a las mujeres, que iban unos metros por delante—. ¡Corred y no miréis atrás!

Bastó con que el empresario dijese eso para que yo girase la cabeza automáticamente. La criatura avanzaba a unos treinta metros a nuestras espaldas dando enormes brincos, seguida por uno de los centinelas que vigilaban la puerta del despacho, que había comenzado también a transformarse en aquella especie de dragón monstruoso. Era una lástima que a la hora de dejarlo fuera de combate, Shackleton no hubiera sido tan drástico como Murray. La situación se me antojó complicada, por decirlo con delicadeza, pues era evidente que aquellas criaturas no tardarían en alcanzarnos. ¿Íbamos a morir todos despedazados por sus garras y colmillos, como le había sucedido a Harold? Lo cierto es que no podía concebir una muerte más atroz. Tras un recodo, llegamos a un punto en el que el túnel se bifurcaba en cuatro ramales. Nos detuvimos, indecisos y resoplando, e interrogamos al capitán con la mirada, esperando que nos indicara cuál debíamos tomar, pero Shackleton parecía tan confundido como nosotros.

—¡Por aquí! —dijo de pronto una voz.

Surgiendo de la oscuridad de uno de los túneles, distinguimos al hombre del alzacuello haciéndonos señas. Nos miramos unos a otros durante un par de segundos, sin saber si debíamos confiar en él o si pretendía conducirnos a una trampa. Pero ¿qué trampa podía haber más terrible que el destino que nos aguardaba si el Enviado lograba alcanzarnos? Por otro lado, tampoco disponíamos de demasiado tiempo para debatir la cuestión: los saltos de nuestros perseguidores resonaban cada vez más cerca, y sus monstruosas sombras se proyectaban ya sobre uno de los muros, inmensas y deformadas, anunciándonos que muy pronto aparecerían tras el recodo.

—¡Seguidme! —gritó entonces Shackleton, introduciéndose a la carrera en el túnel que señalaba el párroco.

Todos le imitamos, corriendo tras él. Fuera o no una trampa, fuimos hacia ella.

—Sigan recto por este túnel —oí decir al párroco al pasar a su lado—. ¡Vamos, no hay tiempo que perder! ¡Este canal les conducirá directamente al río y no se encontrarán con nadie, lo he comprobado! Yo les entretendré mientras ustedes huyen —musitó, mirando hacia el recodo.

—¿Por qué hace esto? —le pregunté atónito, deteniéndome a su lado.

Sin mirarme, y con el rostro iluminado en una especie de rapto espiritual, el hombre del alzacuello murmuró:

—Soy el padre Gerome Brenner, no recuerdo haber sido otra cosa nunca. Ya era viejo cuando nací, y aún soy más viejo ahora para cambiar… Ve en paz, hijo. Ve en paz. —Avanzó unos pasos, se colocó en mitad de la entrada del túnel, dándome la espalda, y proyectando la voz con fuerza, comenzó a recitar—: «El ladrón no viene más que a robar, matar y destruir. Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas».

Clayton me agarró del brazo mientras gritaba un escueto «Gracias, padre», y a continuación me arrastró con él. Mientras corría tras el agente, contemplé al anciano plantado allí como un arbolito frágil, intentando que sus salmos se oyeran por encima del fragor de pasos que provenía del otro túnel. Abrió entonces los brazos con serena parsimonia, y sus manos mudaron en afiladas garras, como un preludio de la metamorfosis que enseguida empezó a sufrir el resto de su cuerpo. Tras él surgieron del túnel las dos enormes moles que eran sus hermanos, dando poderosos brincos. No quise ver más. Volví entonces la cabeza y seguí a mis compañeros, chapoteando en el agua que encharcaba el corredor. A nuestras espaldas, unos rugidos ensordecedores e inhumanos, que reverberaron siniestramente a lo largo del pasadizo, anunciaron el comienzo del combate mortal entre aquellos monstruos del espacio. Corrimos como locos durante unos minutos, mientras los sonidos de la lucha, cada vez más lejanos, se iban extinguiendo. No había forma de saber qué estaba sucediendo, aunque imagino que ninguno de nosotros apostaba por el párroco.

Entonces el empresario pareció tropezar, y se detuvo indeciso, mientras se apoyaba en uno de los muros. Todos nos volvimos hacia él.

—¿Qué sucede, Gilliam? —preguntó Wells entre jadeos.

—Sigan, sigan corriendo… ahora les alcanzaré… Solo necesito descansar unos segundos —nos pidió el empresario, que se encontraba terriblemente pálido aunque intentaba sonreír con los labios apretados mientras se sujetaba el vientre, casi doblado en dos.

—¿Estás loco, Gilliam? ¿Cómo vamos a seguir sin ti? —le preguntó Emma, alarmada—. ¿Qué te ocurre?

—Nada, Emma. Estoy bien. Solo necesito descansar unos… —comenzó a explicar, pero de pronto perdió las fuerzas y cayó de rodillas, todavía con las manos sobre el vientre.

Nos miró desde esa posición, como pidiéndonos disculpas, y ante nuestras miradas de sorpresa, procedió a abrirse la chaqueta. Todos pudimos ver entonces el brutal zarpazo que le cruzaba el vientre, mientras el empresario nos sonreía con la mueca avergonzada de quien se ha manchado el chaleco con el vino. Emma se llevó las manos a la boca, reprimiendo un grito. Por la espantosa herida asomaban unos bultos ensangrentados que tan solo podían ser parte de sus intestinos. La sangre manaba del tremendo corte con profusión, empapándole los pantalones. ¿Cómo había podido correr durante tantos minutos en aquellas condiciones?, me pregunté. Solo alguien que ansiara con todas sus fuerzas conservar su vida sería capaz de hacer algo así.

—Desgraciadamente, el marciano al que maté tuvo tiempo de transformar al menos una de sus manos —se disculpó, posando su desfallecida mirada sobre la muchacha—. No quise mirar la herida antes; temía descubrir que fuese grave… Y no quería dejarte sola, Emma, lo siento.

Emma cayó de rodillas a su lado, horrorizada, con los ojos clavados en el brutal zarpazo de Murray, resistiéndose a creer que fuera real. Sus manos revolotearon indecisas sobre aquel inoportuno desgarrón que dejaba al descubierto las entrañas del empresario, y luego se posaron sobre la herida para intentar taponarla, como si creyese que aquel sencillo gesto bastaría para que Murray desistiera de su estúpida idea de morirse. Pero la vida del empresario comenzó a escaparse en forma de rojos hilillos entre sus dedos. Emma profirió un gemido animal de dolor, pero también de rabia e impotencia. Lo abrazó entonces con desesperación, como nunca he visto abrazar a nadie.

—No, Gilliam, no te mueras… ¡No puedes morirte…! —sollozó, golpeándole el pecho con furia. Lo habría matado si con eso hubiese podido devolverle la vida.

De pronto se oyó a lo lejos un bramido de triunfo tan atronador que nos hizo alzar las cabezas, mientras la sangre se nos cuajaba en las venas. Apenas unos segundos después, llegó hasta nosotros un ensordecedor fragor de pisadas, el sonido de enormes criaturas que se acercaban a la carrera por el túnel. No había que ser muy inteligente para saber quién había vencido en el combate de la entrada del túnel. De todos modos, en cuestión de minutos, los vencedores llegarían hasta nosotros. Y parecían ser más, muchos más de dos. Creo que todos nos supimos muertos en manos de aquella jauría enloquecida.

—Agente Clayton… —balbució con esfuerzo Murray, mientras los hilillos de sangre que se le escapaban por las comisuras de la boca manchaban el cabello de Emma, que seguía aferrada a él—. No sé cuál es ese nuevo plan que ha ideado, pero solo hay una manera de llevarlo a cabo con el tiempo suficiente. Me quedaré aquí, y cuando los marcianos me alcancen, detonaré su maldita mano… Eso les librará de algunos de ellos, y supongo que de paso también derrumbaré el túnel, por lo que no podrán seguirles usando este camino. Así tendrán una oportunidad de escapar…

—¡No, Gilliam, no! —protestó la muchacha.

—Emma… —farfulló penosamente Murray—. Sabes que me encanta discutir contigo, amor mío, pero este no es un buen momento. Vete, vete con ellos, por favor…

—No iré a ninguna parte, Gilliam. Me quedo contigo —decidió la muchacha.

—No, Emma, sálvate, tienes que…

—Tú lo has dicho: este no es un buen momento para discutir… y no voy a hacerlo —repuso ella sollozando—. Me quedo contigo. Y nada de lo que digas me hará cambiar de opinión…

Murray le acarició el cabello con una mano errática, cada vez más acolchada por la escarcha de la muerte.

—¿Soy el hombre más irritante del planeta para sobrevivir junto a mí a una invasión marciana, pero no para morir conmigo?

—Mi educación no me permite contestarle a eso, señor Gilmore, ni mi moral mentirle. Saque usted sus propias conclusiones —respondió ella con la voz quebrada.

Murray le sonrió con infinita ternura y ambos fundieron sus labios, mientras las manazas del empresario resbalaban por la colina de su espalda, ya sin fuerzas para abrazarla. Todos apartamos pudorosamente las miradas, conmovidos por la escena. Por desgracia no había tiempo para nada más: los atronadores brincos de los monstruos se oían cada vez más cerca. Esta vez no serían ni el célebre escritor H. G. Wells ni el agente especial Clayton quienes les interrumpieran.

—Agente Clayton —oímos decir a Murray cuando separó sus labios de los de la muchacha. Su voz era apenas un siseo ronco, angustioso, mientras Emma sollozaba abrazada a él—. No me malinterprete, pero voy a pedirle su mano.

El agente sonrió por primera vez desde que lo conocía. Se desenroscó la prótesis con rapidez, y se la entregó al empresario.

—Pulse aquí cuando lo considere oportuno —explicó, señalando una clavija de su interior.

—Así lo haré, agente —aseguró Murray con forzado entusiasmo, y se despidió de nosotros paseando por el grupo una mirada febril, que terminó deteniéndose en Shackleton—. Cuídelos, capitán. Confío en usted. Se que los sacará de aquí sanos y salvos.

Shackleton asintió con afligida entereza.

—Siento no haber respondido a tu carta, Gilliam —se disculpó entonces Wells—. Si me llegara ahora, te aseguro que lo haría.

—Gracias, George —le sonrió sorprendido el empresario.

Wells se adelantó entonces un paso hacia él y le tendió la mano con una brusquedad que nos sobresaltó.

—Ha sido un placer conocerte, Gilliam —le dijo, pronunciando aquellas palabras en el tono apresurado de quien se siente ridículo demostrando sus afectos.

Gilliam se la estrechó, agradeciendo quizá que su apesadumbrada expresión le permitiera disimular lo mucho que le había conmovido aquella inesperada muestra de simpatía por parte de Wells. Luego se volvió hacia Emma, y casi sin fuerzas, en un último intento por convencerla, le rogó de nuevo:

—Ahora vete, amor mío, por favor. Vive…

—No pienso vivir sin ti… —contestó con atormentada firmeza la muchacha.

—No tendrás que hacerlo, Emma —le aseguró Murray, acariciándole el cabello con una mano errabunda que ya guiaban los cordeles de la muerte—. Te juro que no estarás sola porque pienso volver de algún modo. No sé cómo, pero te juro que volveré. Ya lo hice una vez, y volveré a hacerlo, amor mío. Volveré a tu lado. Sentirás cómo te abrazo, cómo te sonrío, cómo cuido de ti cada segundo de tus días…

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