El mapa del cielo (47 page)

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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

—Bien. Esto es lo que haremos —dijo unos segundos después, emergiendo de su recogimiento—. Tomaremos el coche y nos dirigiremos a Londres con la mayor rapidez y cautela posibles. Viajaremos intentando no llamar la atención y esquivando los cilindros que nos vayamos encontrando en el camino, en el improbable caso de que eso suceda. Tal vez tengamos que camuflar el coche… pero eso lo veremos sobre la marcha. Una invasión no es cosa de horas… No, no lo es —se dijo de repente en voz baja, sacudiendo enérgicamente la cabeza—. Se tarda, en arrasar un planeta se tarda. ¿Estará sucediendo en todo el mundo? ¿Es el principio de la derrota de la civilización? Imagino que pronto lo sabremos… De momento, están aquí, en casa. En nuestra casa. Es evidente que los marcianos han comprendido la importancia estratégica de las islas Británicas… ¡Pero estamos preparados, claro que sí! —exclamó dirigiéndose a todos y esforzándose en componer una sonrisa tranquilizadora—. No podemos dejarnos dominar por el pánico. Todo esto va a solucionarse mucho antes de que nos demos cuenta. Tenemos un protocolo de defensa que en estos momentos se estará poniendo en marcha en Londres. Nosotros estamos en una zona que se halla fuera de la protección de mi división, pero están conmigo, así que no han de temer absolutamente nada. Les llevaré a Londres sanos y salvos. Tienen mi palabra.

Y tras decir aquello, puso los ojos en blanco y se desplomó sobre el suelo cuan largo era. Los demás cruzaron entre ellos miradas de sorpresa y acto seguido contemplaron con curiosidad el cuerpo ovillado del agente Clayton, sin saber si aquello formaba también parte de su plan o si era algún tipo de prueba con la que pretendía ilustrar su destreza.

—¿Qué demonios…? —exclamó finalmente Murray, al ver que el agente no se levantaba.

Hizo amago de ir a golpearlo con el pie, pero Wells se le adelantó, arrodillándose ante él.

—Está vivo —informó tras tomarle el pulso.

—¿Qué le ha pasado, entonces? —preguntó desconcertado el millonario—. ¿Se ha… dormido?

—Está claro que ha sufrido algún tipo de desmayo… —contestó Wells, recordando vagamente lo que Serviss le había contado—. Quizá una bajada de tensión o de azúcar, aunque yo me inclinaría por…

—¿«En las mejores manos»? —le interrumpió Murray, alzando el rostro hacia el cielo con desesperación—. ¡Dios, si una de ellas es de metal!

Wells se incorporó y contempló al agente, que estaba tendido en el suelo entre ellos, con aire contrariado.

—¿Qué hacemos ahora? —le preguntó la muchacha, con un hilo de voz.

—Creo que lo mejor sería continuar con el plan de dirigirnos Londres —sugirió Wells, que ansiaba llegar allí cuanto antes para buscar a Jane.

—No pienso llevar a la señorita Harlow a Londres, George —protestó el millonario.

—Si no le importa, señor Gilmore, Murray o como se llame, yo decidiré adónde quiero ir —intervino la muchacha con frialdad—. Y quiero ir a Londres.

—¿Qué? Pero ¿por qué, Emma? —se desesperó Murray—. Eso sería como dirigirnos por nuestra propia voluntad hacia las mismísimas puertas del infierno…

—Porque las cosas solo pueden hacerse de la manera correcta —replicó Emma, quien de repente parecía haber recuperado la arrogante seguridad que exhibía en los salones de su casa o en sus paseos por Central Park, actitud que a Murray le pareció inapropiada: la muchacha parecía haberse olvidado completamente de en qué situación se encontraban. Gilliam se disponía a mostrarle su descontento, pero Emma no se lo permitió, fulminándole con la mirada—. Y permítame que le informe, señor Murray, ya que en ningún momento ha tenido el detalle de preguntármelo, que es allí donde me alojo. En concreto en casa de mi tía Dorothy, en Southwark, de donde esta mañana he salido sin decirle a nadie que me ausentaba, pues contaba con presenciar su patética pantomima, zanjar el enojoso y humillante episodio de su rendición, y estar de vuelta para el almuerzo, sin que mi tía hubiera notado mi falta. Pero no ha sido así, no ha sido así… —murmuró, mientras paseaba su mirada por el almacén con el desconcierto propio de quien acaba de despertar de un profundo sueño. Sin embargo, enseguida se repuso y siguió hablando con determinación—. Si las noticias de la invasión han llegado a Londres, mi pobre tía, que a estas alturas ya habrá descubierto que no estoy en mi habitación, estará terriblemente preocupada, por lo que debo acudir a su lado para tranquilizarla. Además, allí están mis pertenencias, todos mis baúles con mis vestidos, y también las dos doncellas que me han acompañado desde Nueva York y cuya seguridad es responsabilidad mía… ¿Acaso pretende que huya con usted hacia ninguna parte tan solo con lo puesto, olvidando todo lo demás?

—Escúcheme, Emma. —Murray le hablaba con impaciencia mal disimulada, como quien trata de hacer entrar en razón a una niña caprichosa—. Estamos siendo invadidos por un ejército de máquinas de procedencia desconocida dispuestas a masacrarnos, y me temo que a ninguna le importará demasiado lo que lleve puesto cuando la apunten con su rayo calórico… ¿No cree que en una situación así lo que menos debería preocuparle son sus baúles?

—¡No estoy preocupada
solo
por mis baúles! ¿Ha escuchado una sola palabra de lo que le he dicho, señor Murray? —exclamó Emma, apretando los dientes con rabia—. ¡Es usted el hombre más insoportable que conozco! Acabo de decirle que tengo familia en Londres y que quiero estar a su lado lo antes posible. Además, he puesto un telegrama a mis padres, quienes estarán deseosos de saber que estamos todos juntos y a salvo, y la respuesta llegará a la dirección de mi tía. Tengo ciertas
responsabilidades
, ¿comprende? No, claro que no, ¿qué va a saber de responsabilidades alguien que ha fingido su propia muerte por puro egoísmo, robándole al mundo la posibilidad de viajar en el tiempo, sin duda el mayor descubrimiento de la Historia, seguramente porque ya se había enriquecido lo suficiente y quería disfrutar en paz de su fortuna? Y alguien así, que solo se preocupa de sí mismo, ¿se atreve a reprocharme que me preocupe de mis vestidos? ¿Todavía piensa que me pondría en sus manos, señor Murray? ¡Si estoy aquí, en mitad de esta terrible locura, es solo por su culpa!

—¿Por mi culpa? —protestó el millonario, escandalizado ante lo injusto de su acusación—. Le recuerdo que fue usted quien me desafió a intentar reproducir la invasión marciana descrita por el señor Wells como requisito para casarse conmigo, aunque no me amara… Pero yo la amo, Emma. Y le aseguro que si hubiera sabido que algo así sucedería, no le habría dejado venir a Londres. ¡Yo solo acepté su desafío para tener la oportunidad de hacerla feliz, Emma, pero usted no pretendía más que humillarme! ¿Quién es más egoísta de los dos?

—¡Le prohíbo que vuelva a llamarme por mi nombre,
señor Murray
! —exclamó Emma. Luego respiró hondo varias veces, tratando de serenarse, para añadir en un tono tan reposado como hiriente—: Y quiero dejarle una cosa bien clara antes de salir hacia Londres, porque eso es lo que pienso hacer, dado que al señor Wells y al agente Clayton les parece, como a mí, lo más sensato: no solo es usted el último hombre de la Tierra con el que me casaría, sino también el último con el que querría sobrevivir a la destrucción de este planeta.

Murray acusó las últimas palabras de la joven como si hubiera recibido un golpe en la boca del estómago. Su rostro se ensombreció de tal manera que por un instante pareció que iba a estallar, pero después bajó la cabeza, demasiado abatido como para seguir sosteniendo la rabiosa mirada de la muchacha, cuyos ojos parecían capaces de lanzarle un rayo calórico aún más poderoso que el de las máquinas marcianas.

—Comprendo, señorita Harlow… —musitó—. Supongo que con esto está todo dicho.

A su pesar, Wells no pudo evitar dedicarle al millonario una sonrisa piadosa.

—Vamos, Gilliam. Entra en razón —se oyó animarlo—. ¿Adónde quieres que vayamos si no, por el amor de Dios?

Murray lanzó un resoplido de resignación, todavía cabizbajo.

—De acuerdo… —murmuró—. Vayamos a Londres.

En ese instante, una nueva explosión, más cercana que todas las anteriores, hizo temblar las paredes, bañándolos con una lluvia de yeso proveniente del techo.

—Vayamos a donde vayamos, lo más urgente es abandonar la estación antes de que llegue esa cosa, ¿no les parece? —dijo el escritor cuando se extinguió el eco del estallido.

—Sí, salgamos de aquí lo antes posible —aprobó Murray.

Dio un paso hacia la puerta, pero la voz de la muchacha lo detuvo.

—¿Qué hacemos con él? —preguntó Emma, señalando el cuerpo desmadejado del agente.

—¡Por todos los santos! —exclamó Murray, cuya desesperación ya no podía ser mayor—. ¿Qué quiere que hagamos con él, señorita Harlow?

—No podemos dejarle aquí —intervino Wells—. Si esa máquina destroza la estación, morirá sepultado entre los escombros… Tenemos que llevarlo con nosotros.

—¿Qué? —protestó el millonario—. ¿Es que te has vuelto loco, George? Pero si quería encerrarnos en cuanto llegáramos a Londres…

—¿Pretendes que lo abandonemos a su suerte? —se escandalizó el escritor.

—Oh, claro que no, señor Wells. Por supuesto que no, el señor Murray no pretende dejarle aquí. Él no es tan egoísta. ¿No es cierto, señor Murray? —le preguntó Emma, sonriéndole con sorna.

El empresario no supo qué responder; se limitó a observarla con estupefacción.

—Eso pensaba yo —bromeó Wells. Y mientras alzaba al agente por las axilas añadió, dirigiéndose a Murray—: Vamos, no seas rencoroso, Gilliam. Tómale de los pies y ayúdame a sacarlo de aquí.

En la estación, la tranquilidad que les había recibido había mudado en un caos violento. Tal y como habían deducido a través de los sonidos y de los gritos que llegaban hasta su celda, la gente corría nerviosa de un lado a otro, o se arracimaba en desorientados grupos en los que medraba la hiedra del pánico. «¡Vienen los marcianos!», gritaban muchos de ellos, arrastrando sus maletas sin rumbo, como si de repente ningún refugio les pareciera lo suficientemente seguro ante tamaña amenaza. «¡Vienen los marcianos!». Observaron cómo una desesperada riada de personas trataba de subir al único tren estacionado, formando una suerte de dique humano en cada una de sus puertas, lo que obligaba a muchos de ellos a introducirse en los vagones rompiendo las ventanas. Algunos trataban de colarse en el tren mediante empujones, sin importarles quién tuvieran al lado, por lo que muchas mujeres y niños eran brutalmente apartados de las puertas, o incluso arrojados a las vías sin la menor consideración. Vista con tranquilidad desde el andén, aquella turba componía un espectáculo tan demencial como fascinante, una exhibición de salvajismo que ilustraba a la perfección cómo el terror podía destruir la razón de los hombres hasta lograr transformarlos en simples animales, a los que únicamente alumbraba el ansia egoísta de sobrevivir.

—Vamos a mi coche —dijo Murray con la misma melancólica tristeza que si estuviese ante las jaulas de los monos, viendo cómo se esforzaban en imitar a los humanos con sus gracias.

Se abrieron paso entre la aterrada multitud como pudieron —los dos hombres cargando con el cuerpo desmayado del agente, y la muchacha despejando el camino a golpe de sombrilla cuando la situación lo requería—, hasta que lograron salir de la estación. No obstante, una vez alcanzaron la zona reservada para el estacionamiento de los vehículos, tropezaron con el mismo tumulto enloquecido que reinaba en el interior. Al igual que los demás, el lujoso carruaje de Murray estaba rodeado por un corro de exaltados que pugnaban por hacerse con él. En aquel momento, lograron derribar al cochero del pescante, y empezaron a apalearlo con entusiasmo mientras el desgraciado se arrastraba por el suelo. Aprovechando que la mayoría de ellos estaban ocupados en aquel brutal entretenimiento, Wells soltó a Clayton a unos metros del coche, dejándolo al cuidado del millonario, y ayudó a la muchacha a subir a él por la puerta que se encontraba más apartada de la refriega. Pero Emma apenas pudo poner un pie en el estribo cuando un hombre la atrapó de un brazo y la arrojó a tierra sin miramientos. Sin pensarlo, como en un acto reflejo, el escritor agarró de la chaqueta al agresor. Luego reparó con desazón en que era mucho más grande que él.

—¡Esas no son formas de tratar a una…!

Un puño se estrelló contra su rostro impidiéndole terminar la frase. Wells se tambaleó y cayó hacia atrás, muy cerca de la rueda derecha del carruaje. Desde el suelo, medio atontado por el puñetazo y con la boca llena de sangre, observó cómo dos hombres enormes se plantaban ante la puerta del coche, mientras la muchacha, a apenas un metro de él, intentaba levantarse trabajosamente. Aquellos dos energúmenos, el hombre que había tumbado a Wells de un derechazo, y su compañero, llevaban el uniforme de los mozos de estación. Hasta hacía poco más de una hora, pensó Wells, ambos acarreaban servilmente las maletas de otros hombres como él, esperando recibir alguna propina que les solucionara la cena. Ahora, sin embargo, los marcianos habían instaurado una situación especial, un orden distinto en el que lo único que imperaba era la fuerza bruta, y durante un tiempo, si la invasión fructificaba, serían tipos como aquellos quienes asumirían el poder e incluso administrarían caprichosamente la supervivencia de los demás. Sin saber muy bien cómo ayudar a la muchacha o cómo hacerse con el coche, Wells escupió un buche de sangre y se levantó apoyándose en la rueda, gesto que hizo sonreír divertido al tipo que lo había derribado.

—¿No has tenido bastante? —le soltó, volviéndose de nuevo hacia él con el puño derecho alzado en actitud amenazadora—. ¿Quieres más?

Wells no quería más, desde luego. Pero estaba claro que no iban a pelear por el carruaje en un duelo de preguntas de biología, así que apretó los puños y subió los brazos, adoptando una ridícula postura de púgil, preparado para devolver el golpe en la medida de sus posibilidades, que no eran muchas. Él lo sabía. El mozo lo sabía. Pero había que continuar con aquello de cualquier forma, se dijo con resignación.

Sin embargo, apenas tuvo tiempo de levantar el puño, pues en ese momento se oyó un disparo. Todos los que se encontraban alrededor del coche se sobresaltaron y volvieron la cabeza en la dirección de la que había provenido el estallido, entre ellos Wells. Sus ojos se detuvieron en Murray, que apuntaba a las estrellas con la pistola de Clayton. El agente era un ovillo junto a las piernas firmemente separadas del millonario, quien sin perder su serena sonrisa, realizó un segundo disparo, logrando que la horda se apartara un tanto del coche. Tontamente, Wells se preguntó cuál sería el destino de aquella bala disparada al cielo, dónde caería cuando se extinguiese la velocidad que la dotaba de vida y retornara de nuevo al planeta. Tras el disparo, Murray apuntó al corro bajando lentamente el brazo, como una rama a la que el peso de la nieve obligara a ejecutar una reverencia.

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