El mapa del cielo (51 page)

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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

—No lo dudo —comentó el Enviado, escéptico.

—Y tal vez le interese saber que nuestra invasión no va a cogerles por sorpresa. —El párroco sonrió. Luego lo contempló en silencio, rumiando algo—. Bueno, puede que ya lo sepa. Sí, supongo que lo sabe.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué supone eso?

El párroco lo miró con sorpresa.

—Podría decirse que la de ser invadidos es una posibilidad que muchos tienen en cuenta gracias a un hombre cuyo nombre tendría que resultarle familiar —dijo, tendiéndole otro de los libros de la pila.

—La guerra de los mundos
, por H. G. Wells —leyó el Enviado, sin comprender a qué se refería el párroco.

—¿No reconoce el libro? ¡Lo ha escrito el hombre cuya forma ha adoptado! —le explicó.

—¿Yo soy el autor de este libro?

—El humano al que imita —puntualizó Brenner—. H. G. Wells. Un hombre muy conocido y respetado en Inglaterra. ¿No dispone de esa información en su mente?

—Debo confesarle que la mente de este humano me crea un gran… eh… desasosiego —reconoció el Enviado con cierto embarazo—. Es algo bastante extraño que no sentí con ninguna de las anteriores mentes que reproduje. Y lo cierto es que intento no aventurarme más de lo necesario entre sus recuerdos, que por otra parte tampoco me resultan de gran interés —concluyó con arrogancia.

—Es ciertamente extraño… Aunque conozco casos de hermanos que han sido incompatibles con algunos cuerpos suplantados, y que incluso se vieron obligados a cambiar de huésped. No es algo frecuente, pero puede suceder —lo tranquilizó el párroco—. Entonces tampoco sabrá que está suplantando al primer terráqueo que se ha atrevido a darle la vuelta a la suposición general.

—¿Qué quiere decir?

—Que en su novela, al contrario que en las de la mayoría de sus colegas escritores, no son los terráqueos quienes arriban a otros mundos como conquistadores, encontrándolos siempre habitados por seres primitivos, incapaces de hacerles frente tecnológicamente. No, en
La guerra de los mundos
es la Tierra la que es invadida por los marcianos, los habitantes del planeta vecino.

—¿De Marte? —rió el Enviado—. Pero Marte está deshabitado.

—Pero ellos no lo saben… todavía —respondió el párroco—. Sus rudimentarios telescopios acaban de descubrir extraños trazos en su superficie, a los que han otorgado el rango de canales. Y muchos astrónomos piensan que los marcianos son un pueblo agonizante que usaba dichos canales para transportar agua desde los polos hasta un ecuador desértico.

—¿Quiere decir que no saben que la temperatura media del planeta es demasiado baja como para permitir que el agua no se congele? —se sorprendió el Enviado.

El párroco se limitó a encogerse de hombros. El falso Wells sacudió la cabeza, entre divertido y decepcionado, y se entretuvo en pasar las páginas de la novela que tenía en la mano con desgana. Al cabo de unos segundos, preguntó:

—¿Y cómo nos describe ese tal Wells? ¿Se acerca a comprender aunque sea mínimamente nuestra naturaleza?

—Oh, por supuesto que no… —respondió el párroco, y con cierta vergüenza, añadió—: En realidad, nos describe como un engendro parecido a una especie marina de la Tierra…

El Enviado cabeceó de nuevo, fascinado como un niño con toda aquella información.

—Entonces, ¿cómo cree que nos ven, padre? —preguntó.

—¿Cómo dice?

—Cuando no les proyectamos su propia apariencia, ¿cree que los terráqueos nos ven como realmente somos?

—Lo dudo mucho, Señor. Me temo que nuestra apariencia es intraducible para ellos. Tenga en cuenta que jamás han visto algo como nosotros. No somos ni animales, ni vegetales, ni minerales, ni siquiera una combinación de todo eso: somos algo nuevo para ellos… Sencillamente, escapamos a los parámetros de su comprensión.

—Pero de alguna forma tendrán que vernos, ¿no le parece? Ocupamos un espacio, producimos sonidos, olor… —razonó el Enviado.

—Supongo que, para evitar caer en la locura, sus mentes nos compararán con aquello a lo que más nos parezcamos —especuló el padre Brennen—. Y como para ellos somos algo desconocido, imagino que no saldremos muy favorecidos. El retrato será sin duda monstruoso. Para ellos tendremos garras, tentáculos, colmillos… Seremos una fea mezcla de todo lo que temen. Y es posible que incluso cada uno nos vea de un modo diferente, dependiendo de aquello que más le asuste. Se sorprendería de la variedad de miedos que puede dominar el corazón de un hombre: unos temen a las arañas, otros a los reptiles, otros a los dragones… Pueden temer incluso al puré de guisantes si de pequeños su institutriz les obligaba a tomarlo. Así funcionan sus mentes.

—Las posibilidades son infinitas —murmuró el Enviado—, aunque siempre monstruosas…

—Desde luego. Por eso nuestros científicos nos prepararon para que pudiésemos proyectar la apariencia de cualquiera de ellos tomando la información de su sangre.

Al Enviado pareció divertirle que los terráqueos lo vieran como lo más horrible que pudieran concebir, ya que para él los eventuales habitantes de aquel planeta resultaban igualmente espantosos en su terrible y presuntuosa vulgaridad.

—¿Y lo consiguen, padre? ¿Consiguen los marcianos conquistar la Tierra en esta novela? —preguntó, señalando el libro de Wells.

—Sí —respondió el párroco—. Su tecnología es muy superior a la humana. Conquistan la Tierra en cuestión de días.

—Entonces ese tal Wells es el terráqueo más sensato que he conocido hasta ahora —se admiró el Enviado—. No deja de ser poético que yo luzca su aspecto.

—No solo eso, Señor. Wells también adivinó dónde están enterradas nuestras máquinas —le desveló el otro—. Imagine lo que sentí al leer la novela y descubrir que un terráqueo había acertado la posición de la mayoría.

—Bueno, padre, usted mejor que nadie debería saber que los terráqueos aún no han aprendido a rentabilizar al máximo sus mentes. Ahora mismo solo usan una ínfima parte de su cerebro, por lo que harían falta milenios de evolución para que la raza supiera aprovechar todo su potencial y pudiera compararse con nosotros. Y eso no vamos a permitirlo, por supuesto. Pero sospecho que eso no impide que, de forma absolutamente inconsciente, algunas mentes humanas algo más desarrolladas que el resto pueden captar involuntariamente parte de la energía universal que nosotros utilizamos desde hace milenios con total naturalidad. Para nuestra raza, canalizar la energía del universo es algo inherente. ¿De qué otro modo si no podríamos comunicarnos a través del insondable espacio, o crear proyecciones mentales para adoptar diferentes aspectos ante sus ojos? En cualquier caso, todo eso escapa al conocimiento humano, como es lógico, aunque, como le he dicho, es posible que ciertas mentes humanas perciban de vez en cuando ondas perdidas de nuestra energía, de un modo que no sabrán cómo definir.

—¿Quiere decir que podrían, por ejemplo, interceptar nuestros mensajes? —se sorprendió el párroco.

—Es posible, aunque de manera absolutamente azarosa. Además lo decodificarán en otro tipo de información: premoniciones, obsesiones, ideas propias… Tal vez sean esos hurtos accidentales lo que denominan inspiración.

—Sí, podría ser… —contestó el párroco, sin poder disimular el entusiasmo que siempre lo embargaba cuando se le presentaba la oportunidad de hablar sobre ciertos prodigios o peculiaridades que observaba en sus amados seres humanos—. Resulta muy curioso, por ejemplo, que a menudo una misma corriente filosófica, un mismo género literario o una misma investigación científica surjan en diferentes puntos del planeta simultáneamente y sin que los humanos que las inauguran estén previamente comunicados entre sí. Sin ir más lejos, Thomas Edison, el gran inventor norteamericano, dijo una vez, cuando le felicitaron por sus descubrimientos, que las ideas están en el aire, que las captaba de una fuente que le trascendía, y que si no lo hubiera hecho él lo habría hecho cualquier otro… «Las ideas están en el aire…» ¿No le parece una manera muy poética de describir la energía del universo?

—Quizá, aunque a nuestro querido Wells el tal Edison no parece merecerle ninguna simpatía… —comentó el Enviado con gesto de concentración, insensible al entusiasmo del otro—. Es una mente realmente extraña la del cuerpo que habito ahora, muy interesante para ser simplemente humana… Es evidente que Wells captó algunas de nuestras comunicaciones, y que de ahí surgió la idea de su novela.

—¿Usted cree? Dudo que Wells sea un simple médium. Es un hombre inteligente y con talento que…

—De cualquier forma —lo cortó el Enviado—, tampoco habría que ser muy inteligente para acertar el escondite de nuestras máquinas. Eso solo demuestra que Wells es un buen estratega. ¿Dónde íbamos a ocultarlas si no era rodeando la mayor metrópoli del planeta que pretendemos conquistar?

—Supongo que tiene razón… —concedió el párroco con resignación.

—Ahora bien, espero que no adivine la ubicación de nuestro refugio, padre, el cual imagino que ya estará terminado.

—Por supuesto, Señor —se apresuró a responderle Brenner—. Hemos tenido tiempo de sobra para ello.

—Excelente, padre. Desde allí dirigiré el ataque. Y luego, sobre las ruinas, reconstruiremos Londres a nuestra imagen y semejanza, un Londres que será la capital de un nuevo imperio. Un Londres esplendoroso que esperará la llegada de nuestro Emperador.

El párroco asintió con pesar. Luego guardó silencio unos segundos, antes de preguntarle, tratando de disimular su inquietud:

—¿Lo mató?

—¿A quién?

—A Wells. ¿Mató usted a Wells?

—Ah, no, no pude… —respondió el Enviado sacudiendo una mano con indiferencia—. Recibí su sangre accidentalmente.

—Me alegro —dijo con alivio el padre Brenner—. Como usted ha dicho, es una de las mentes más… excepcionales de la Tierra.

—Sí, aunque no en el sentido que usted se imagina —reconoció el Enviado en tono misterioso.

—¿Qué quiere decir?

—No sé cómo explicarlo… —El Enviado se acarició el bigote con aire meditabundo—. Hay algo extraño en su mente. Algo que no poseían los cerebros de los otros cuerpos que he adoptado. Es como si tuviera una función extra. Un botón que todavía no ha pulsado. Y no tengo la menor idea de para qué sirve. Pero me produce una sensación incómoda, una sensación que me impide aventurarme como quisiera en los vericuetos de su mente. Incluso me atrevería a decir que es una sensación de amenaza, si no fuera porque ningún humano puede representar una amenaza para nosotros.

El párroco lo observó con curiosidad, sin saber qué responder a eso.

—Bueno, mañana ni siquiera eso importará —concluyó, levantándose y recogiendo los libros—. Probablemente, pese a su enigmático cerebro, perezca durante la invasión, como gran parte de la humanidad.

El Enviado le observó colocar los libros de nuevo en la vitrina con cierta lástima. E incluso le sonrió con aprecio cuando volvió a su asiento.

—Le recomiendo que cambie de perspectiva, padre —dijo—. Nos mueve el instinto de supervivencia, el de toda una raza. No olvide eso.

—No lo olvido —gruñó Brenner.

El Enviado asintió gravemente.

—Además, de paso evitaremos que los terráqueos se extiendan por el cosmos como un virus dañino —sonrió.

El párroco ahogó una risa amarga.

—Supongo que así nos verían ellos si supieran de nuestra existencia: como un virus latente en su organismo —dijo.

—Creo que ha cogido demasiado cariño a los terráqueos —le espetó el Enviado, dedicándole una mirada severa.

—Es inevitable —murmuró el párroco, encogiéndose de hombros, como un niño que tras recibir una regañina demasiado larga no puede reprimir las ganas de revelarse—. Hemos nacido y crecido entre ellos. Y pese a sus limitaciones son tan… únicos. Son mi rebaño.

—Son duros, por lo que he podido observar —resumió el Enviado, insensible a las palabras del párroco—. Serán magníficos esclavos. Y sus mentes están llenas de energía. Nos resultarán más útiles de lo que ellos mismos podrían imaginar. Y no llore por ellos, padre. ¿Cuántos siglos les quedan hasta que agoten sus recursos y se autoinmolen ellos mismos? ¿Tres, cuatro? ¿Qué es eso, comparado con la edad del universo?

—Quizá desde esa perspectiva solo sea un parpadeo —replicó tozudo el padre Brenner—, pero desde la suya son vidas, generaciones, Historia.

—Solo se salvarían huyendo a otro mundo, como hacemos nosotros… —respondió el Enviado intentando embridar su impaciencia—. ¿Cree que para entonces su ciencia estará tan evolucionada que podrán salir al espacio? Y si salieran, ¿qué cree que encontrarían? Solo despojos, planetas agotados, mundos exprimidos hasta la última gota. Las sobras del banquete. Las otras razas del cosmos hacen lo mismo que nosotros, como bien sabe. En realidad, la cuestión es muy simple: somos nosotros o ellos. Y no hay ningún dios que pueda decidir quién merece ganar. Estamos solos, aunque no lo parezca. Desamparados. Nadie sabe qué debemos hacer, qué partida de ajedrez jugamos ni para quién.

—Nosotros o ellos —musitó el párroco con amargura.

—Así es, padre. Nosotros o ellos —corroboró el Enviado. Luego lo miró con curiosidad, y añadió—: ¿Acaso los considera un modelo de civilización, una pérdida irreparable?

El párroco le observó en silencio unos segundos.

—No —reconoció con un tinte de dolor en la voz—. Mantienen guerras entre ellos, cometen atrocidades, practican asesinatos en nombre de absurdas ideologías e inventan dioses vengativos para que su soledad no les duela tanto.

—Bien —celebró el Enviado, levantándose—, entonces debemos ser nosotros. Y no me gustaría pensar que usted apuesta por ellos. Sabe que conquistaremos la Tierra de todos modos. Y luego tendrá un buen cargo…, siempre que yo no dé informes negativos de su conducta. No lo olvide.

—Masacrémosles, entonces —concluyó el párroco con resignación, agachando la cabeza y juntando sus manos en actitud de respeto por encima de su coronilla.

—No, padre —le replicó el Enviado casi con dulzura mientras le daba la espalda y caminaba lentamente hacia el arco que daba a la iglesia. Se detuvo y volvió a cerrar los ojos, escuchando. Cuando habló de nuevo, su voz sonó lejana y débil, como traída por el viento—. No olvide que solo será una masacre desde su punto de vista. En el cosmos no rige la absurda moral terráquea.

El párroco bajó sus manos y las colocó sobre su regazo con aire abatido. Un silencio solemne inundó entonces la sacristía, un silencio que no lograba alterar ni el bullicio que generaban las mentes de la colonia. El Enviado continuaba con los ojos entrecerrados, escuchando, mientras una sonrisa melancólica asomaba a sus labios prestados.

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