El mapa del cielo (52 page)

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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

—Ya están todos, Señor —anunció tímidamente el párroco—. Le esperan impacientes.

El Enviado asintió y, volviéndose hacia él, abrió los ojos.

—Entonces no les hagamos esperar más. —Sonrió, al tiempo que se abrochaba la chaqueta—. Ya han esperado demasiado, ¿no cree?

El párroco le devolvió la sonrisa sin ganas. Se levantó también de la mesa y le condujo a la iglesia tratando de mostrarse entusiasmado con lo que estaba sucediendo, que no era otra cosa que lo que llevaban aguardando desde que el primero de sus hermanos llegó a la Tierra. Cedió el paso al Enviado con un gesto de la mano. Este alzó la cabeza y traspasó la cortina que separaba la sacristía de la iglesia caminando con la máxima dignidad que su envoltura humana le permitió. Se oyó un murmullo de expectación, surgido esta vez de los cientos de gargantas que atestaban la estancia. Por los bancos y pasillos se extendía un muestrario de humanidad, un abanico de clases sociales, de hombres y mujeres muy distintos entre sí, pero uniformados por la misma mirada devota. El Enviado alzó una mano lentamente, componiendo un gesto de saludo que el resplandor rojizo que supuraban las vidrieras barnizó de solemnidad. Luego se acercó al púlpito con andares ceremoniosos, descansó las manos sobre él y se dirigió a la colonia.

—Ante todo, disculpad mi tardanza de casi setenta años, hermanos. No ha sido fácil llegar hasta aquí, pero al fin lo he conseguido. Y a vosotros os ha correspondido cumplir el sueño anhelado por vuestros antepasados: mañana conquistaremos Londres.

24

Volvamos ahora con el auténtico Wells, al que habíamos dejado fuertemente abrazado a la señorita Harlow en el interior de un lujoso carruaje que, marcado con una pomposa «G» en una de sus puertas, enfilaba hacia el trípode marciano con la alocada intención de pasar bajo sus patas. Espero que sepan disculparme por haberlo abandonado en tan comprometida situación: tómenselo como un humilde homenaje por mi parte a las argucias de la novela por entregas de la época, que obligaban a los lectores a adquirir el siguiente capítulo si querían descubrir cómo se resolvía la escena, lo cual yo voy a relatarles en este mismo instante, a modo de recompensa por su paciencia. Pues bien, sintiendo cómo el coche brincaba violentamente sobre el suelo, acortando la docena de metros que lo separaban del ingenio mortífero, Wells apretó los dientes, temiendo que en cualquier momento el rayo calórico los fulminara. El escritor aún dispuso de tiempo, sin embargo, para preguntarse si sentirían dolor o por el contrario la deflagración de sus cuerpos sucedería tan rápido que no les daría tiempo a reparar en que estaban muriendo hasta que ya hubiesen dejado de existir. Pero la caricia de la muerte se demoraba. Sorprendido de que el ingenio aún no les hubiese disparado, abrió los ojos y giró el rostro hacia la ventanilla de su lado —convencido de que cualquiera de aquellos gestos sería el último— en el momento justo para ver pasar una de las patas del trípode tras el cristal, a tan corta distancia del carruaje que arrancó de cuajo uno de los faroles del lado izquierdo. Un segundo después, oyó un atronador estallido a sus espaldas, que zarandeó el coche con la consabida sacudida, a la que siguió el salvaje grito de triunfo de Murray. Wells miró entonces por encima de su hombro y contempló, a través de la ventanilla trasera, el enorme socavón que el rayo había abierto en la carretera. Con una mezcla de alivio y júbilo, comprendió que el tentáculo había tardado demasiado en dispararles. La velocidad que el millonario había impuesto a los caballos había sorprendido al ingenio, que no había dispuesto del tiempo suficiente para apuntarles. Y era evidente que, a medida que el trípode menguaba en la ventanilla trasera, se reducían sus posibilidades de efectuar un segundo disparo, pues como había deducido Murray, la máquina no podía maniobrar tan rápidamente como ellos. El escritor observó que el mortífero artefacto intentaba girar en mitad de la carretera como un bailarín torpe, y comprendió que, para cuando lo lograra, el carruaje ya habría desaparecido de su vista. Entonces dio media vuelta en el asiento, jadeando por la tensión, y con suavidad levantó la cabeza de la muchacha, todavía enterrada en su pecho.

—Lo hemos logrado, señorita Harlow, lo hemos logrado… —balbució entrecortadamente.

La muchacha se incorporó con el rostro asustado, y a través de la ventanilla comprobó que era cierto. Habían logrado pasar por entre las patas de la máquina, que había desistido de perseguirles y en ese momento empezaba a alejarse de ellos en dirección a Woking, empequeñeciéndose en la distancia.

—¿Están bien ahí dentro? —preguntó Murray.

—¡Sí, maldito loco, estamos bien! —gritó Wells, sin saber si enfurecerse o abandonarse a la risa histérica que amenazaba con derramarse de su garganta.

Finalmente, no hizo ni una cosa ni otra. Se limitó a dejarse caer en su asiento, todavía con el corazón encabritado, e intentó tranquilizarse. Habían estado a punto de morir, se dijo, pero no habían muerto. Eso era motivo de regocijo. O debería serlo. Observó al agente Clayton, que seguía tendido cuan largo era en los asientos de enfrente, exhibiendo el apacible semblante de un hombre que disfruta de un agradable sueño, ajeno a la pesadilla que había atravesado su cuerpo. Wells resopló un par de veces y cruzó una mirada cómplice de alivio con la muchacha, que al igual que él intentaba reponerse del susto. Durante unos minutos permanecieron así, jadeantes, silenciosos y agradecidos, como si hubiesen recuperado sus almas, que casi habían salido volando del pecho como palomas ansiosas, mientras el carruaje continuaba su marcha, a un ritmo mucho más tranquilo ahora que no lo perseguía ningún artefacto marciano.

Pero ninguno dispuso de tiempo para romper el silencio porque la devastación que comenzó a rodearlos enseguida los hizo enmudecer. A pesar de la oscuridad, a través de las ventanillas comprobaron que la ruta por la que había pasado el trípode era un escaparate de la destrucción más arbitraria. Entre el espanto y la fascinación, contemplaron cómo se alternaban pinares reducidos a cenizas con bosques medio incendiados que todavía mostraban trémulas hogueras aquí y allá, pequeños fuegos que ardían ensimismados en la noche, impregnando el aire de un olor resinoso a madera quemada. Al borde de la carretera se sucedían casas derribadas y humeantes, entre las que de repente despuntaba una vivienda sorprendentemente intacta, salvada de la destrucción por el capricho incomprensible del trípode. Tras varios minutos de monótona desolación, tropezaron con un tren descarrilado, cuya hilera de vagones, en su mayor parte desventrados y envueltos en llamas, emulaba una gigantesca serpiente sobre la hierba. A su alrededor había varios cráteres humeantes, y no necesitaron luz para deducir que el racimo de bultos desperdigados en torno al transporte siniestrado eran pasajeros masacrados en plena huida.

Apenas se habían alejado del macabro espectáculo, cuando comenzaron a escuchar cañonazos en la distancia, atronando a intervalos regulares. Supusieron que el trípode que les había perseguido se había encontrado con una batería de cañones. Wells se preguntó hacia qué bando se estaría decantando la guerra mientras espiaba por la ventanilla el desfile de casas arrasadas, invernaderos destrozados y bosques calcinados que pregonaba la crueldad o la indiferencia que aquel enemigo venido del espacio mostraba hacia los humanos.

Bordearon Chobham y pusieron de nuevo rumbo hacia Londres cuando el pálido resplandor del alba comenzaba a desvelar el mundo. Por aquellas carreteras no se apreciaban muestras de destrucción, lo cual indicaba que todavía no había pasado por allí ningún trípode, pensó Wells con alivio, pues eso significaba que Londres seguía de momento a salvo.

Un poco después, al divisar una granja al borde de la carretera en dirección a Addlestone, Murray sugirió que hicieran un alto para que los caballos descansaran, o terminarían desplomándose sobre la carretera en el momento menos pensado. También ellos necesitaban dormir un poco, y aquella granja parecía un buen lugar para ello. Todos se mostraron de acuerdo, así que el millonario detuvo el carruaje junto a la casita. Enseguida comprobaron que había sido abandonada por sus dueños: cerca de un pequeño cobertizo encontraron dos carros a los que faltaban los caballos, y a la entrada de la casa descubrieron un reguero de utensilios y objetos personales, como zapatos, cucharillas, un reloj de pared y un sombrero aplastado, que delataban una huida apresurada.

Tras dejar a Emma velando el intempestivo sueño de Clayton, Wells y Murray se aventuraron en la granja con el propósito de explorarla. Se trataba de una modesta construcción de dos plantas, pobremente amueblada, que contaba con tres dormitorios en el piso superior. Registraron todas las habitaciones sin encontrar rastro de vida, lo cual les libraba del engorroso trámite de solicitar alojamiento e incluso de convivir con la familia que viviera allí, con toda seguridad deseosa de intercambiar rumores sobre la invasión o barajar sus miedos con los suyos, algo para lo que Wells se encontraba especialmente cansado. Tras la inspección, dieron de beber a los caballos y cargaron con Clayton hasta el dormitorio principal, que era el que disponía de la cama más grande, donde lo tumbaron. Habían decidido que Wells durmiera junto a él, por si el agente despertaba en algún momento, mientras Emma y Murray se repartirían los otros cuartos. Después bajaron a la cocina para matar el hambre que empezaba a rondar sus estómagos. Pero la ausencia de la familia tenía una triste contrapartida: la despensa había sido minuciosamente desvalijada. Tan solo lograron reunir, tras una exhaustiva inspección, un poco de pan duro y algo de queso medio enmohecido que ninguno se rebajó a probar, pues eso habría significado aceptar que se hallaban en una situación más desesperada de lo que en realidad era. Tras esa decepción, cada uno se fue a su improvisada habitación para tratar de descansar al menos un par de horas antes de reanudar la marcha.

Wells entró en el cuarto que le había correspondido, le tomó de nuevo el pulso a Clayton, y al comprobar que seguía vivo se tumbó a su lado. Una luz desabrida entraba por la ventana, cuyas cortinas no había tenido la precaución de correr. Demasiado cansado para volver a levantarse, Wells se resignó a dormir en aquella molesta claridad que con tanta crudeza empezaba a iluminar la humilde habitación. A la espera del sueño, observó el puñado de posesiones que los dueños de la casa se habían visto obligados a abandonar allí: el desvencijado armario, la modesta cómoda, el espejo acribillado de manchas, la lamparita y las velas que había junto a la cama. Aquel triste muestrario de objetos olvidados era tan diferente a los que decoraban su vida que le sorprendió que pudieran ofrecerle a alguien esa cómoda seguridad que uno siempre espera de las cosas que le rodean. Pero había personas que se enfrentaban al mundo con posesiones como aquellas, que navegaban hacia la muerte rodeados de objetos que rezumaban hostilidad. Wells se limitó a ocupar su lado correspondiente del colchón con los brazos pegados al cuerpo, sin querer tocar las sábanas más de lo necesario, pues estaba convencido de que su contacto, al igual que el del resto de aquellas pertenencias repentinamente huérfanas, mancillaría sus dedos con el desagradable escozor de las ortigas. Y allí tendido, acosado por aquella adecentada penuria, tuvo que reconocer que una cosa era imaginar de un modo general, casi abstracto, las carencias de la clase baja, y otra muy distinta enfrentar la desoladora fealdad que cercaba sus vidas, algo que jamás había mencionado en el puñado de artículos que había escrito a favor de sus derechos.

Contempló entonces el retrato que había sobre la cómoda, que mostraba a una pareja posando junto a sus dos hijos pequeños con esa expresión de recelo de quienes aún no han descartado la participación del diablo en los mecanismos de la fotografía. El matrimonio, de rostros vulgares y con ropas modestas sujetaba a sus hijos de los hombros, como si enseñaran los mejores frutos de su huerta. Aquellos pobres niños podían haber nacido en cualquier otra parte, pero la ruleta de la vida les había hecho nacer en el seno de aquella familia, condenados a malgastar sus existencias trabajando en las mismas tierras que sus progenitores, pena que acatarían como si no existiese otra alternativa, pues tampoco prendería en sus almas ninguna inquietud que les obligara a cuestionarse el funcionamiento de las cosas. Aunque bien mirado, se dijo Wells, aquella falta de aspiraciones podía actuar como un excelente parapeto que les protegería de otros muchos sinsabores que la vida ofrecía y que ellos, por fortuna, no llegarían a conocer. Si se contentaban con lo que tenían, no sentirían el impulso de emigrar a la metrópoli, donde sin duda llevarían una existencia mucho más penosa, pues en el campo al menos el aire era puro y el sol tibio. En la ciudad habrían quedado amontonados junto a otros como ellos en un cuarto alquilado de alguna inmunda callejuela del East End, entregados en bandeja a la tuberculosis, la bronquitis y el tifus, mientras ese brillo sano y vigoroso propio del campo se les iría empañando en alguna fábrica, donde se dejarían las ganas de vivir por un salario raquítico que la única felicidad que les permitiría comprar sería una borrachera en una taberna mugrienta. Por suerte para ellos, aquel par de niños, transformados ya en muchachos capaces y simples, se habían llevado la mejor parte del infierno, pues seguramente eran quienes ocupaban los otros dos dormitorios.

Wells apartó los ojos de la foto, preguntándose qué razones habrían impulsado a aquella familia a abandonar su casa, el único hogar que sin duda conocían. ¿Lo habrían hecho asustados por los rumores que llegaban hasta ellos, quizá alentados por los vecinos? ¿Y cómo habrían recibido sus pobres mentes la noticia de que los enemigos que estaban atacando su país procedían del espacio exterior, de ese cielo estrellado que siempre habían considerado un mero telón de fondo puramente decorativo? Aunque ahora, independientemente del destino que le hubiesen repartido a cada uno y de las cosas que hubiese logrado atesorar, todos los habitantes de la Tierra habían sido reducidos a lo mismo por los invasores: a ratas que huían.

Wells se durmió pensando en Jane.

Cuando Wells despertó, el agente Clayton todavía dormía a su lado. Se incorporó lentamente, sintiendo los músculos entumecidos, y consultó su reloj de bolsillo. Había dormido cerca de tres horas, aunque no se sentía tan descansado como esperaba, debido quizá a que no había logrado componer sobre aquel colchón ningún sueño placentero, sino una suerte de parodia que solo podía calificar como un duermevela agitado. Era lógico, por otro lado, que los últimos acontecimientos vividos se filtraran en su sueño para convertirlo en un carrusel de imágenes inquietantes que solo su subconsciente era capaz de descifrar. No recordaba ninguna de ellas, aunque una angustiosa sensación de caída que le resultaba familiar tiznaba todavía su alma. Lo que sí recordaba haber oído, atravesando su abrupto sueño como una corriente de aire, era la voz del agente Clayton azuzándole a despertar. Por eso le sorprendió que el joven siguiese dormido a su lado. Mientras se despabilaba, lo observó con una mezcla de piedad y fastidio, preguntándose si tendrían que seguir cargando con él mucho tiempo más, e incluso barajando la posibilidad de forzar su despertar, aunque finalmente no lo consideró prudente. Si el agente padecía alguna enfermedad que le abocaba a repentinos raptos de sueño, quizá no fuera conveniente alterarlos. Dejó que siguiera durmiendo, se alisó el pelo revuelto ante el mugriento espejo, y salió al pasillo.

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