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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

El mapa del cielo (42 page)

Pero ¿cómo acceder a esa paz sublime? ¿Cómo evitar la fatiga mental y las preocupaciones cotidianas que lo atosigaban al enfrentar la escritura? Wells tenía el convencimiento de que el escritor, al igual que el pintor, el escultor, el científico y, en definitiva, cualquiera que produjese un fruto de índole intelectual, un logro que hiciera avanzar a la especie o ayudara a perfilar la sensibilidad de una raza, era incapaz de llevar una vida normal porque sencillamente no era un humano normal. Para crear era imprescindible fabricarse una segunda vida suprimiendo las exigencias de la primera, la vida cotidiana, cuando representaran un obstáculo para los intereses más elevados de la principal. Sin embargo, ni aunque practicara la vida descuidada que llevaban algunos de sus colegas —viviendo en buhardillas miserables, pidiendo dinero prestado sin escrúpulos o dejándose mantener por mujeres o mecenas—, Wells no conseguiría abolir totalmente las distracciones y requerimientos que le generaba el mero hecho de existir. Lo sabía de sobra porque aunque Jane se ocupaba de liberarle de la mayoría de las obligaciones diarias, nada podía hacer con sus inquietudes, aquellos lastres interiores que impedían que su alma remontara el vuelo.

Solo podría fugarse de sí mismo y de sus circunstancias en un lugar que se hallara fuera del mundo, quizá un palacio enclavado en una tierra de ensueño, o una casa que flotara en el espacio, desde la que pudiese contemplar la Tierra con una majestuosa sensación de exclusión, con la certeza de que allí nada humano podía tocarlo o distraerlo. Pero sospechaba que a la larga también aquello le resultaría insuficiente, a menos que fuese bendecido con el don de la inmortalidad. Eso le liberaría definitivamente de la urgencia que le imponía la naturaleza efímera de la vida, del angustioso apremio con el que el hombre estaba condenado a vivir, amar, decidir y, por supuesto, también escribir. Solo entonces, bajo esas condiciones ridículamente imposibles, podría desenterrar la novela que llevaba dentro, una novela que le granjearía un lugar entre los clásicos, a la que nada habría que reprochar; una novela que sería él, su forma de pensar y de relacionarse con el mundo, su consciencia, porque cada página habría sido elaborada a base de excluir todos los otros modos en los que podría haberse elaborado. Pero aceptar que solo en esas quiméricas condiciones podría escribir una novela excepcional no le suponían ningún consuelo, evidentemente, sobre todo teniendo en cuenta que la historia de la literatura estaba jalonada de novelas excepcionales, escritas por autores que ni gozaban de la inmortalidad ni flotaban en el espacio, al menos que él supiera. Muchos de ellos incluso habían vivido en sitios inmundos acosados por las deudas y las más raras enfermedades.

La guerra de los mundos
, musitó con solemnidad en la penumbra del salón, de H. G. Wells. Le gustaba susurrar el título de sus obras, como si así pudiera conferirles una existencia mayor. Se imaginaba a los londinenses bisbiseando su título al descubrirla en los escaparates, componiendo un deslavazado corro de inquisidores, personas de cuya existencia él jamás sabría, individuos anónimos que acogerían aquel libro en sus baldas, concediéndole al menos durante el tiempo de su lectura un breve protagonismo en sus vidas. Por muchas obras que publicara, jamás lograría acostumbrarse Wells al vértigo que le provocaba imaginar los numerosos destinos de su libro, las almas que conmovería o aburriría, las bocas en las que sus palabras trazarían sin saberlo un gesto de admiración o repulsa. Tampoco lograría acostumbrarse a su precariedad física, pues si bien sus palabras podrían perdurar en el tiempo, el momentáneo soporte que las acogía no dejaba de ser un objeto condenado a una vida efímera. Gracias a la magia de la imprenta, sus libros se desperdigarían por el mundo, llegarían a lugares que él ni siquiera podría imaginar, donde serían acariciados tal vez con devoción por hermosas damas, subrayados por severos hombres, maltratados por algún niño; envejecerían en olvidados estantes, amarillearían como árboles abrazados por el otoño, sobrevivirían a sus dueños amontonados en algún desván, y por último se desmigarían en silencio, derramando al fin las palabras que habían aprisionado durante tanto tiempo. ¿Existía algún otro objeto en el mundo que, sin que su dueño dejara de poseerlo, perteneciera también a muchos otros?

Reparó entonces en la carta que sobresalía de entre las páginas de la novela. La sacó tomándola por una de sus esquinas, como si le repugnara. La había recibido alrededor de un mes antes, quizá algo más, y venía firmada por Gilliam Murray, la persona que más odiaba del mundo. Sí, profesaba a aquel individuo un rencor profundo y sostenido, lo cual era toda una proeza tratándose de Wells, que desde su nacimiento no había dejado de dar muestras de su inconstancia a la hora de mantener avivado cualquier sentimiento, incluido el odio. Recordó el escalofrío que lo atravesó al descubrir en su buzón una carta de Murray, como cuando en los viejos tiempos encontraba sus invitaciones para viajar al futuro. La abrió con dedos temblorosos allí mismo, y su mente improvisó cientos de motivos por los que Murray podía haberle escrito, a cada cual más inquietante, antes de que sus ojos pudieran devorar su contenido.

Cuando la leyó suspiró aliviado. Y una vez desaparecido el miedo, lo asaltó el odio. Al parecer, Murray había vuelto a Londres desde la madriguera en la que se escondía, y tenía la desfachatez de pedirle ayuda nada menos que para reproducir la invasión marciana que él describía en su novela. En la carta no tenía reparos en reconocer su inferioridad imaginativa, insinuaba una posible recompensa si lo ayudaba, e incluso apelaba a su corazón confesándole que esta vez no lo movía ningún propósito mezquino, sino el sentimiento más noble que podía albergar el hombre: el amor. Si conseguía que un cilindro marciano apareciera en los pastos de Horsell el próximo 1 de agosto, la dama de la que estaba enamorado se casaría con él.

¿Por qué exigiría alguien esa prueba tan estrafalaria?, se preguntó Wells. ¿Quizá porque sospechaba que no podría lograrlo? ¿Le había lanzado su misteriosa amada aquel desafío con el único fin de que fracasara? Pero había una pregunta aún más importante: ¿Existía tal mujer o todo era una retorcida estrategia de Murray para conseguir su ayuda? Fuera cierto o no, él había decidido negársela. Había guardado la carta entre las páginas de su novela y se había olvidado de ella hasta esa mañana. Odiaba demasiado a Murray como para prestarle su ayuda, por muy enamorado que estuviese o fingiera estarlo. Al colocar de nuevo el libro en la estantería cayó en la cuenta de que, si después de todo, aquello era verdad, aquel era el día en el que terminaba el plazo. ¿Lo habría conseguido?, se preguntó con una vaga curiosidad. ¿Habría logrado que un cilindro marciano aterrizara en los pastos de Horsell? No lo creía. Aquello era imposible incluso para alguien como Murray, aparentemente capaz de conseguirlo todo.

Se dirigió a la cocina para prepararse el café con que solía inaugurar la jornada sintiendo que la pregunta que lo había estado atormentando los últimos días volvía a revolotear en su cabeza: ¿Le había negado su ayuda a Murray solo porque era su enemigo? Quizá hubiese llegado la hora de responderla, se dijo, mientras trasteaba con la cafetera. No, no lo había hecho solo por eso, reconoció. Había otros motivos no menos importantes, claro que sí. Como el hecho de que desde hacía un mes y medio era otro hombre. Un hombre estupefacto y atemorizado. Un hombre que se esforzaba cada día en apuntalar su razón, que amenazaba con derrumbarse desde que emergiera de la Cámara de las Maravillas, aquel sótano del Museo de Historia Natural de Londres donde se almacenaba lo imposible, portentos que volvían el mundo asombroso, prodigios que nadie sospecharía jamás que existieran. Pero él los había visto, ¿y cómo podía uno continuar viviendo después de eso?

Durante los días que siguieron a su visita al sótano, Wells había permanecido sumido en un estado de confusión. Le embargaba una perplejidad parecida a la que había sentido de niño al descubrir que el planeta se extendía más allá de la geografía británica, la única que estudiaba en la escuela. Parecía ciertamente increíble, pero el mundo no se desvanecía al rebasar las costas inglesas, tras ellas lo aguardaban el Coliseo, el Taj Mahal, las Pirámides. Aquel descubrimiento le había permitido fijar los límites espaciales del planeta, del mismo modo que gracias a su visita a la exposición de prehistoria del Crystal Palace, donde se exhibían algunas reconstrucciones de escayola del megaterio y de diversos dinosaurios, había podido establecer su edad, el tope temporal del pasado, más allá del cual la existencia era un puro eufemismo. Así pues, durante toda su vida, Wells había creído habitar el mundo tal como era y había sido, un mundo cuyas coordenadas espaciotemporales habían sido cuidadosamente perfiladas por la ciencia. Pero ahora sabía que aquellos límites eran erróneos, que el mundo se extendía más allá de las falsas fronteras que el puñado de gobernantes que decidían lo que debían conocer y lo que no se esforzaban en trazar.

Al salir del museo, Serviss le había dicho que de él dependía si creía que lo que había en la Cámara de las Maravillas eran prodigios auténticos o reproducciones falsas. Y Wells se había decantado por lo primero, había dado por verdadera la existencia de lo sobrenatural usando la lógica, porque si todo aquello era falso, ¿qué sentido tenía ocultarlo bajo llave? A raíz de esa decisión ahora se sentía rodeado por lo asombroso, cercado por lo mágico. Ahora sabía que un buen día, cuando saliera al jardín a arreglar los rosales, podía encontrarse a un grupo de diminutas hadas jugando al corro. Era como si todos los libros del planeta hubieran sufrido un descosido por el cual se fugaba la fantasía, calando en el mundo de tal modo que resultaba imposible distinguir la realidad de la ficción.

Pero con los días, Wells había logrado sortear su perplejidad, pues, a la larga, saber que existía lo asombroso no cambiaba nada, ya que quizá las hadas solo jugasen en su jardín cuando él dormía. Su presente seguía siendo el mismo, su vida debía continuar desliándose únicamente en la realidad que podía tocar, una realidad insulsa, medida, desapacible. Lo demás solo eran sueños, leyendas, cuentos de viejas. Pero aunque logró emerger de su confusión, en el alma le había quedado un poso de amargura, la incómoda sensación de estar viviendo una farsa, de moverse en un escenario diminuto, levantado por aquel puñado de mandamases que decidían qué debía permanecer entre bambalinas. ¿Qué derecho tenían aquellos hombres a estrechar el mundo? Como él, no eran más que una mota de polvo en el universo, una impresión pasajera en el tiempo. Pero como el director del museo le había dicho a Serviss, había fronteras que no todo el mundo estaba preparado para rebasar. Y él había pagado el precio, pues una cosa tenía clara: jamás volvería a escribir fantasía. ¿Cómo hacerlo sabiendo que en el mundo existían más prodigios de los que los escritores podrían nunca imaginar? Había escrito una novela en la que especulaba sobre la existencia de los marcianos sencillamente porque hasta entonces no había tocado uno con sus propias manos. Pero eso había cambiado: ahora lo había hecho, había tocado el brazo de un marciano auténtico, un marciano que surcaba los cielos en un platillo volador y que se parecía más a las polillas que a los pulpos de las pescaderías. Bajo esa perspectiva, ¿qué sentido tenía ayudar a Murray a reproducir una invasión marciana tan ridícula como la que él había descrito?

Se sirvió una taza de café y se sentó junto a la mesa de la cocina, ante el ventanal que daba al jardín. Tras los cristales, una luz suave y anaranjada tallaba morosamente el mundo. Wells contempló el paisaje que surgía ante él con una dulce melancolía, sabiendo que solo era la punta de un iceberg que mantenía el resto de su volumen bajo el agua, oculto a los ojos de la mayoría. Tomó un sorbo de café y suspiró. Ya era suficiente. Si quería conservar su cordura, era preferible olvidar todo lo que había visto en la Cámara de las Maravillas, se dijo. E intentó concentrarse en solucionar los problemas argumentales de
El amor y Mr. Lewisham
, la novela realista que planeaba escribir.

Fue entonces cuando algo lo cegó. Era un destello proveniente del exterior. Wells se incorporó un poco y aguzó la vista, intentando averiguar qué causaba aquel reflejo que le obligaba a entrecerrar los ojos, tal vez con la secreta esperanza de distinguir al fin alguna de las hadas que había visto fotografiadas en la Cámara de las Maravillas. Pero descubrió con sorpresa que se trataba de una mano metálica que pugnaba por abrir su cancela. La observó desconcertado. La prótesis pertenecía a un joven muy flaco que lucía un elegante terno oscuro. Cuando al fin logró abrir la pequeña verja, asistiéndose con la otra mano, Wells lo observó mientras cruzaba el camino de piedra en dirección a la puerta de entrada. Por la mueca de decepción que le aflojaba los labios, dedujo que le fastidiaba la torpeza con la que manejaba la mano artificial que despuntaba bajo la manga derecha de su chaqueta. Posiblemente había intentado abrir la cancela con ella para ejercitarla, con nefastos resultados. ¿Qué querría de él un individuo así? Wells corrió a abrirle antes de que hiciera sonar la campanita, para evitar que despertara a Jane.

—¿Es usted el escritor H. G. Wells? —inquirió el desconocido.

—Así es —respondió Wells con cautela—, ¿en qué puedo ayudarle?

—Soy el agente de la División Especial de Scotland Yard Cornelius Clayton —el joven hizo revolotear una placa ante sus narices—, y he venido para pedirle que me acompañe a Woking.

Wells guardó silencio, observando atentamente al desconocido, que a su vez lo observaba en silencio a él. Y puesto que ya saben de sobra cómo era Wells, pasaré a describirles al agente Clayton, quien nos acompañará hasta casi el final de esta historia. El joven poseía un rostro alargado y resuelto, coronado por una mata de cabello rizado que se le derramaba por la frente en una cascada de bucles negrísimos. Sus ojos, estrechos y penetrantes, estaban acentuados por unas cejas muy pobladas, y su boca, de labios gordezuelos, parecía fruncida en un gesto de leve desagrado, como si continuamente le llegaran vaharadas de olores nauseabundos. Por último, su fisonomía era tan puntiaguda que no costaba imaginárselo alojado en el ánima de un cañón, dispuesto a ser disparado en algún circo.

—¿Para qué? —preguntó al fin Wells, aunque ya sabía la respuesta.

El agente lo observó con siniestra fijeza.

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