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Authors: Michel Houellebecq

El mapa y el territorio (13 page)

Atardecía. Por la ventana orientada al sur se distinguían prados que descendían hacia el estuario de Shannon; a lo lejos, un banco de niebla flotaba sobre las aguas, refractando débilmente los rayos del sol poniente.

—Por ejemplo, este paisaje… —continuó Jed—. Bueno, sé que en el siglo XIX hubo acuarelas impresionistas muy hermosas; sin embargo, si yo tuviese que representar hoy este paisaje, simplemente haría una foto. Si, por el contrario, hay un ser humano en el decorado, aunque sólo fuese un campesino que repara sus cercados en la distancia, me vería tentado de recurrir a la pintura. Sé que esto puede parecer absurdo; algunos le dirán que el tema no tiene la menor importancia, que es hasta ridículo pretender que el tratamiento dependa del tema tratado, que lo único que cuenta es la forma en que el cuadro o la fotografía se descomponen en figuras, en líneas, en colores.

—Sí, el punto de vista formalista… También existe en los escritores; incluso creo que está más extendido en la literatura que en las artes plásticas.

Houellebecq calló, bajó la cabeza, alzó la mirada hacia Jed; pareció de repente invadido por pensamientos tristísimos. Se levantó y se encaminó hacia la cocina; volvió minutos después con una botella de vino tinto argentino y dos vasos.

—Cenamos juntos, si quiere. El restaurante del Oak-wood Arms no está mal. Tienen los platos tradicionales irlandeses, salmón ahumado, estofado irlandés, cosas de hecho bastante insípidas y primarias, pero también sirven kebabs y tandooris, su cocinero es paquistaní.

—Ni siquiera son las seis —se asombró Jed.

—Sí, creo que abre a las seis y media. En este país se come temprano, ¿sabe? Pero para mí nunca es lo bastante pronto. Lo que más me gusta ahora es el final del mes de diciembre; anochece a las cuatro. Entonces me puedo poner el pijama, tomar mis somníferos y meterme en la cama con una botella de vino y un libro. Vivo así desde hace años. El sol sale a las nueve; bueno, entre que te lavas y tomas un café es casi mediodía, me quedan cuatro horas de luz que aguantar, normalmente lo consigo sin grandes agobios. Pero en primavera es insoportable, las puestas de sol son interminables y espléndidas, es como una especie de puta ópera, hay continuamente colores nuevos, resplandores nuevos, una vez intenté quedarme aquí toda la primavera y pensé que me moría, cada noche estaba al borde del suicidio con este crepúsculo que no termina nunca. Después, a principios de abril, voy a Tailandia y me quedo hasta finales de agosto, la jornada empieza a las seis de la mañana y acaba a las seis de la tarde, es más simple, ecuatorial, administrativo, te asas de calor pero el aire acondicionado funciona bien, es la temporada turística muerta, los burdeles trabajan a medio gas pero de todos modos están abiertos y a mí me va eso, me conviene, las prestaciones siguen siendo excelentes o muy buenas.

—Ahí creo que usted interpreta un poco su papel…

—Sí, es cierto —convino Houellebecq con una espontaneidad sorprendente—, son cosas que ya no me interesan mucho. De todas formas pronto me mudaré, voy a volver al Loiret; viví mi infancia allí, hacía cabañas en el bosque, creo que puedo encontrar una actividad parecida. ¿Cazar nutrias?

Conducía veloz, flexiblemente su Lexus, con un placer visible.

—Por lo menos te la chupan sin condón, eso está bien… —masculló todavía vagamente, como el recuerdo de un sueño difunto, el autor de
Las partículas elementales
, antes de aparcar en el parking del hotel; luego entraron en la sala del restaurante, espaciosa y bien iluminada. De entrante tomó un cóctel de gambas y Jed se decidió por el salmón ahumado. El camarero polaco depositó ante ellos una botella de chablis templado.

—No lo consiguen… —rezongó el novelista—. No consiguen servir el vino blanco a su temperatura.

—¿Le interesan los vinos?

—Dan cierto empaque, un toque francés. Y además hay que interesarse por algo, creo que ayuda en la vida.

—Estoy un poco sorprendido… —confesó Jed—. Me esperaba en nuestro encuentro algo… no sé, más difícil. Tiene fama de ser muy depresivo. Por ejemplo, creía que usted bebía mucho más.

—Sí… —El novelista examinaba de nuevo atentamente la lista de vinos—. Si toma después la pierna de cordero, habrá que elegir otra cosa: ¿quizá otro vino argentino? Verá, han sido los periodistas los que me han adjudicado la fama de borracho; lo curioso es que ninguno de ellos se haya dado cuenta nunca de que si yo bebía mucho en su presencia era solamente para poder aguantarles. ¿Cómo podrías mantener una conversación con un tarugo como Jean-Paul Marsouin sin estar prácticamente como una cuba? ¿Cómo vas a entrevistarte con alguien que trabaja para
Marianne
o
Le Parisién liberé
sin que te entren ganas de vomitar inmediatamente? La prensa, de todos modos, es de una estupidez y un conformismo inaguantables, ¿no le parece? —insistió.

—No lo sé, la verdad, no la leo.

—¿Nunca ha abierto un periódico?

—Sí, probablemente… —dijo Jed con buena voluntad, pero de hecho no se acordaba de haberlo hecho; lograba visualizar montones de
Fígaro magazine
encima de una mesa baja en la sala de espera de su dentista, pero hacía ya mucho tiempo que tenía resueltos sus problemas dentales. En cualquier caso, nunca había
experimentado
la necesidad de comprar un periódico. En París el aire ambiente está como saturado de información, lo quieras o no ves los titulares en los quioscos, oyes las conversaciones en las colas de los supermercados. Cuando viajó a la Creuse para el entierro de su abuela, se había dado cuenta de que la densidad atmosférica de información disminuía claramente a medida que te alejabas de la capital, y que más en general las cuestiones humanas perdían importancia, desaparecían poco a poco, con excepción de las plantas.

—Voy a escribir el catálogo de su exposición —prosiguió Houellebecq—. Pero ¿está seguro de que le conviene? Los medios de comunicación franceses me detestan realmente, hasta un punto increíble, ¿sabe? No pasa una semana sin que una u otra publicación me cague en la cara.

—Lo sé, he consultado Internet antes de venir.

—Relacionándose conmigo, ¿no tiene miedo de quemarse?

—He hablado con mi galerista a este respecto; piensa que no tiene ninguna importancia. Esta exposición no va especialmente dirigida al mercado francés. De todas formas, en este momento casi no hay compradores franceses de arte contemporáneo.

—¿Quién compra?

—Los americanos. Es la novedad desde hace dos o tres años, los americanos vuelven a comprar y también los ingleses, un poquito. Pero los compradores son sobre todo chinos y rusos.

Houellebecq le miró como si sopesara el pro y el contra.

—Entonces, si los que cuentan son los chinos y los rusos, quizá tenga razón… —concluyó—. Disculpe —añadió, levantándose bruscamente—, necesito un cigarro, no puedo pensar sin tabaco.

Salió al aparcamiento y volvió cinco minutos después, cuando el camarero les traía los platos. Acometió su cordero biryani con entusiasmo, pero miró con suspicacia el plato de Jed.

—Seguro que en su cordero han puesto salsa de menta —comentó—. No hay nada que hacer, es la influencia inglesa. Sin embargo, los ingleses también colonizaron Pakistán. Pero aquí es peor, se han mezclado con los autóctonos. —El cigarrillo le había sentado visiblemente bien—. Para usted cuenta mucho esa exposición, ¿verdad? —continuó.

—Sí, muchísimo. Tengo la impresión de que nadie comprende ya lo que me traigo entre manos desde que empecé mi serie de los oficios. Con el pretexto de que practico la pintura sobre lienzo, e incluso esta forma especialmente anticuada de la pintura al óleo, me clasifican siempre en una especie de movimiento que propugna el retorno a la pintura, y eso que no conozco a esa gente, no siento la menor afinidad con ella.

—¿Hay actualmente un retorno a la pintura?

—Más o menos, bueno, es una de las tendencias. Retorno a la pintura o a la escultura, o sea, retorno al objeto. Pero en mi opinión se debe sobre todo a razones comerciales. Un objeto es más fácil de almacenar o revender que una instalación o una performance. La verdad es que nunca he hecho performances, pero me parece que tengo algo en común con ellas. Un cuadro tras otro intento construir un espacio artificial, simbólico, donde pueda representar situaciones que tengan un sentido para el grupo.

—Es un poco también lo que trata de hacer el teatro. Sólo que usted no está obsesionado por el cuerpo… Confieso, por otra parte, que es relajante.

—No, además está pasando un poco esta obsesión por el cuerpo. Bueno, en el teatro todavía no, pero sí en las artes visuales. Lo que yo hago, en todo caso, se sitúa totalmente en lo social.

—Bien, ya veo… Veo más o menos lo que puedo hacer. ¿Para cuándo necesita el texto?

—La inauguración de la exposición está prevista para mayo, necesitaríamos el texto a fines de marzo. Le quedan dos meses.

—No es mucho.

—No hace falta que sea muy largo. Bastarán cinco o seis páginas. Si quiere escribir más, puede hacerlo, por supuesto.

—Probaré… Total, es culpa mía, debería haber respondido antes a sus e-mails.

—En cuanto a los honorarios, ya se lo dije, habíamos pensado en diez mil euros. Franz, mi galerista, me ha dicho que en vez de metálico podría ofrecerle un cuadro, pero me parece embarazoso, para usted es delicado rechazarlo. Por tanto, a priori, digamos diez mil euros, pero si prefiere un cuadro no hay problema.

—Un cuadro… —dijo Houellebecq, pensativamente—. De todos modos, tengo paredes donde colgarlo. Es lo único que tengo de verdad en mi vida: paredes.

III

Jed tuvo que abandonar al mediodía su habitación del hotel; su vuelo a París no despegaba hasta las 19.10 horas. Aunque era domingo, el centro comercial vecino estaba abierto; compró una botella de whisky local, la cajera se llamaba Magda y le preguntó si tenía la tarjeta de fidelidad Dunnes Store. Deambuló unos minutos por los pasillos de una limpieza resplandeciente y se cruzó con bandas de jóvenes que iban de un fast-food a una sala de juegos de vídeo. Después de haber tomado un zumo de naranja-kiwi-fresa en el Ronnies Rocket, juzgó que ya sabía bastante del Skycourt Shopping Center y llamó a un taxi para ir al aeropuerto; era un poco más de la una.

El Estuary Café tenía las mismas cualidades de sobriedad y amplitud que había advertido en el resto del edificio: las mesas rectangulares, de madera oscura, eran muy espaciosas, mucho más que en un restaurante actual de lujo; habían sido concebidas para que seis personas pudieran sentarse cómodamente. Jed se acordó de que los años cincuenta también habían sido los del
baby boom
.

Pidió una
coleslaw
ligera y un pollo korma, se instaló en una de las mesas y acompañó la comida con traguitos de whisky mientras estudiaba el plan de los vuelos que partían del aeropuerto de Shannon. No tocaban ninguna capital de Europa occidental, excepto París y Londres, operados respectivamente por Air France y British Airways. No había, en cambio, menos de seis líneas con destino a España y las islas Canarias: Alicante, Gerona, Fuerteventura, Málaga, Reus y Tenerife. Todos estos vuelos los hacía Ryanair. La compañía
low cost
volaba igualmente a seis destinos en Polonia: Cracovia, Gdansk, Katowice, Lodz, Varsovia y Wroclaw. La víspera, durante la cena, Houellebecq le había dicho que había en Irlanda una cantidad enorme de inmigrantes polacos, era el país que preferían a cualquier otro, sin duda a causa de su reputación, por lo demás bien usurpada, de santuario del catolicismo. Así, el liberalismo modificaba la geografía del mundo en función de las expectativas de la clientela, ya se desplazase para hacer turismo o para ganarse la vida. A la superficie plana, isométrica del mapa del mundo la sustituía una topografía anormal en la que Shannon estaba más cerca de Katowice que de Bruselas, de Fuerteventura que de Madrid. Los dos aeropuertos elegidos en Francia por Ryanair eran Beauvais y Carcassonne. ¿Eran dos destinos particularmente turísticos? ¿O se volvían turísticos por el simple hecho de que Ryanair los había elegido? Meditando sobre el poder y la topología del mundo, Jed se sumió en una ligera somnolencia.

Estaba en medio de un espacio en blanco, aparentemente ilimitado. No se distinguía la línea del horizonte, el suelo de un blanco mate se confundía, muy lejos, con el cielo de un blanco idéntico. En la superficie del suelo se veían, desigualmente colocados, aquí y allá, bloques de texto en letras negras que formaban ligeros relieves; cada uno de los bloques podía contener una cincuentena de palabras. Jed comprendió entonces que se encontraba dentro de un libro y se preguntó si aquel libro contaba la historia de su vida. Inclinándose sobre los bloques que encontraba en el camino, tuvo al principio la impresión de que sí: reconocía nombres como Olga, Geneviéve; pero no era posible extraer de ellos ninguna información precisa, la mayoría de las palabras estaban borradas o furiosamente tachadas, ilegibles, y aparecían nuevos nombres que no le decían absolutamente nada. Tampoco era posible definir alguna dirección temporal: avanzando en línea recta encontró varias veces el nombre de Geneviéve, que reaparecía después del de Olga, mientras que era cierto, una certeza absoluta, que nunca volvería a tener ocasión de ver a Geneviéve, y que Olga, quizá, aún formaba parte de su porvenir.

Le despertaron los altavoces que anunciaban el embarque para el vuelo a París. En cuanto llegó al boulevard de L'Hópital telefoneó a Houellebecq, que de nuevo descolgó casi inmediatamente.

—Oiga —dijo—, lo he estado pensando. En vez de darle un cuadro me gustaría hacerle un retrato y regalárselo.

Seguidamente aguardó; al otro lado de la línea, Houellebecq guardaba silencio. Jed parpadeó; la iluminación del taller era brutal. En el centro de la habitación, el suelo seguía sembrado de restos despedazados de
Damien Hirst y Jeff Koons repartiéndose el mercado del arte
. Como el silencio se prolongaba añadió:

—Esto no anularía sus honorarios; se añadiría a los diez mil euros. Tengo verdaderas ganas de hacerle un retrato. Nunca he representado a un escritor, siento que debo hacerlo.

Houellebecq seguía sin decir nada y Jed empezó a inquietarse; por fin, al cabo de al menos tres minutos de silencio, con una voz terriblemente pastosa por el alcohol, respondió:

—No lo sé. No me siento capaz de posar durante horas.

—¡Pero eso no importa nada! Hoy día se ha acabado el posar, ya nadie lo acepta, la gente tiene sobrecargada su agenda o se lo imagina o lo finge, no lo sé, pero no conozco absolutamente a nadie que aceptaría permanecer inmóvil durante una hora. No, si le retrato volvería a visitarle, le sacaría fotos. Muchas fotos: fotos generales pero también del lugar donde trabaja, de sus instrumentos de trabajo. Y también fotos detalladas de sus manos, del tono de su piel. Después me las arreglaría por mi cuenta con ese material.

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