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Authors: Michel Houellebecq

El mapa y el territorio (11 page)

Los historiadores de arte señalaron más tarde que los primeros cuadros de Jed Martin podrían conducir fácilmente a una pista falsa. Al dedicar sus dos primeros lienzos,
Ferdinand Desroches, carnicero caballar
, y
Claude Vorilhon, gerente de un bar-estanco
, a profesiones cada vez más obsoletas, Martin podría dar la impresión de una nostalgia, de que parecía añorar un estado anterior, real o imaginario, de Francia. Nada —y es la conclusión que acabó desprendiéndose de todas sus obras— era más ajeno a sus auténticas preocupaciones; y si se inclinó en primer lugar por dos oficios gravemente amenazados, no se trataba en modo alguno de que quisiera incitar a lamentarse de su probable desaparición: era simplemente que pronto, en efecto, iban a desaparecer, y era importante fijar su imagen en la tela mientras todavía quedaba tiempo. A partir de su tercer cuadro de la serie de oficios,
Maya Dubois, asistente de telemantenimiento
, se consagraría a una profesión en absoluto decadente ni
anticuada
, sino al contrario, emblemática de la política de
flujos tensos
que había orientado el conjunto del redespliegue económico de Europa occidental a comienzos del tercer milenio.

En la primera monografía que dedica a Martin, Wong Fu Xin desarrolla una curiosa analogía basada en la colorimetría. Los colores de los objetos del mundo pueden representarse mediante un número determinado de colores primarios, el número mínimo para obtener una representación más o menos realista es tres. Pero es perfectamente posible confeccionar una carta colorimétrica basada en cuatro, cinco, seis y hasta más colores primarios; el espectro de la representación se hará así más extenso y sutil.

De la misma manera, afirma el ensayista chino, las condiciones de producción de una sociedad determinada pueden reconstruirse por medio de cierto número de profesiones-tipo, que según él (no apoya en nada la cifra que da) pueden fijarse entre diez y veinte. En la parte numéricamente más importante de la serie de «oficios», la que los historiadores del arte suelen denominar «la serie de los oficios sencillos», Jed Martin no representa menos de cuarenta y dos profesiones-tipo y ofrece de este modo un espectro de análisis particularmente amplio y rico para el estudio de las condiciones productivas de la sociedad de su tiempo. Los veintidós cuadros siguientes, centrados en confrontaciones y encuentros, clásicamente llamados la «serie de las composiciones de empresa», quieren presentar una imagen relacional y dialéctica del funcionamiento de la economía en su conjunto.

En la realización de los cuadros de la «serie de oficios sencillos», Jed Martin empleó un poco más de siete años. Durante este plazo no vio a mucha gente, no entabló ninguna relación nueva, ya fuera sentimental o simplemente amistosa. Hubo momentos de felicidad sensorial: una orgía de pastas italianas, al final de un saqueo del hipermercado Casino del boulevard Vincent-Auriol; alguna que otra velada con una
escort-girl
libanesa cuyas prestaciones sexuales justificaban ampliamente las reseñas ditirámbicas que recibía en el sitio
Niamodel.com
. «Layla, te quiero, eres el sol de mis días en el despacho, mi pequeña estrella oriental», escribían los desdichados quincuagenarios, y Layla, por su parte, soñaba con hombres musculosos, viriles, pobres y fuertes, y así es la vida, en líneas generales, tal como se presenta. Fácilmente identificado como un tío «un poco raro pero majo, nada peligroso», Jed disfrutaba con Layla de esta especie de
excepción de extraterritorialidad
que las
chicas
conceden desde siempre a los artistas. Quizá sea un poco Layla, pero con mayor seguridad Geneviéve, su antigua amiga malgache, la que Jed evoca en uno de sus lienzos más conmovedores,
Aimée
,
escort-girl
, tratada con una paleta extraordinariamente cálida a base de tierra de Siena, naranja indio y amarillo de Nápoles. En las antípodas de la representación a la Toulouse-Lautrec de una prostituta maquillada, clorótica y enfermiza, Jed Martin pinta una mujer risueña, a la vez sensual e inteligente, en un apartamento moderno, inundado de luz. De espaldas a la ventana abierta sobre un jardín público que se ha podido identificar como el Square des Batignolles, simplemente vestida con una ceñida minifalda blanca, Aimée acaba de ponerse un top minúsculo que sólo parcialmente cubre su magnífico pecho.

Único cuadro erótico de Martin, es asimismo el primero donde se han podido detectar resonancias abiertamente autobiográficas. El segundo,
El arquitecto Jean-Pierre Martin abandonando la dirección de su empresa
, lo pintó dos años después y supone el comienzo de un auténtico período de frenesí creativo que duraría un año y medio y concluiría con
Bill Gates y Steve Jobs conversando sobre el futuro de la informática
, subtitulado «La conversación de Palo Alto», que muchos consideran su obra maestra. Asombra pensar que los veintidós cuadros de la «serie de composiciones de empresa», a menudo complejos y de formato grande, fueron realizados en menos de dieciocho meses. Es también sorprendente que Jed Martin diera un traspié finalmente con un lienzo,
Damien Hirst y Jeff Koons repartiéndose el mercado del arte
, que en muchos aspectos habría podido constituir la pareja de su composición sobre Jobs-Gates. Analizando este fracaso, Wong Fu Xin ve en él la razón de su regreso, un año después, a la «serie de oficios sencillos» a través de su cuadro número sesenta y cinco y último. La claridad de la tesis del ensayista chino despierta aquí convicción: deseoso de dar una visión exhaustiva del sector productivo de la sociedad de su tiempo, Jed Martin, en un momento u otro de su carrera, debía necesariamente representar a un artista.

Segunda parte
I

Jed se despertó sobresaltado hacia las ocho de la mañana del 25 de diciembre; el alba despuntaba sobre la Place des Alpes. Encontró un delantal en la cocina, limpió sus vomitonas y luego contempló los desechos pegajosos de
Damien Hirst y Jeff Koons repartiéndose el mercado del arte
. Franz tenía razón, ya era hora de organizar una exposición, daba vueltas en redondo desde hacía meses, esto empezaba a influir en su humor. Se puede trabajar en solitario durante años, es la única manera de trabajar, la verdad sea dicha; llega siempre un momento en que experimentas la necesidad de mostrar tu trabajo al mundo, menos para recibir su juicio que para tranquilizarte sobre la existencia de ese trabajo e incluso sobre tu existencia propia, la individualidad es apenas una ficción breve dentro de una especie social.

Reflexionando en las exhortaciones de Franz redactó un e-mail de recordatorio a Houellebecq y luego se preparó un café. Unos minutos más tarde se releyó asqueado. «En este período de fiestas, que supongo que pasa usted con su familia…» ¿Qué le empujaba a escribir gilipolleces semejantes? Era público y notorio que Houellebecq era un solitario con fuertes tendencias misantrópicas y que apenas le dirigía la palabra a su perro. «Sé que está muy solicitado y por eso le ruego que acepte mis disculpas por permitirme insistir otra vez en la importancia que tendría para mí y para mi galerista que participase en el catálogo de mi futura exposición.» Sí, esto ya estaba mejor, una dosis de adulación servil nunca estaba de más. «Le adjunto algunas fotografías de mis cuadros más recientes y estoy a su entera disposición para mostrarle mi obra de una forma más completa, donde y cuando lo desee. Si no me equivoco vive usted en Irlanda; puedo desplazarme hasta allí si le resulta más cómodo.» Bueno, ya vale así, se dijo, y pulsó la tecla de
Enviar
.

El enlosado del centro comercial Olympiades estaba desierto aquella mañana de diciembre, y los inmuebles cuadrangulares y elevados parecían glaciares muertos. Mientras se internaba en la fría sombra proyectada por la torre Omega, Jed volvió a pensar en Frédéric Beigbeder. Era íntimo de Houellebecq, al menos tenía esa reputación; tal vez pudiera intervenir. Pero sólo tenía un número antiguo de móvil y de todos modos Beigbeder seguramente no respondería un día de Navidad.

Respondió, no obstante.

—Estoy con mi hija —dijo, con un tono irritado—. Pero ahora mismo se la llevo a su madre —añadió, para atenuar el reproche.

—Tengo que pedirle un favor.

—¡Ja, ja, ja! —se carcajeó Beigbeder, con una alegría forzada—. ¿Sabe que es usted un tío fantástico? No me llama durante diez años y de pronto me telefonea el día de Navidad para pedirme un favor. Usted es un genio, probablemente. Sólo un genio puede ser tan egocéntrico, rayando en autista… De acuerdo, nos vemos en el Flore a las siete —concluyó, inesperadamente, el autor de
Una novela francesa
.

Jed llegó con cinco minutos de retraso, vio enseguida al escritor en una mesa del fondo. A su alrededor las mesas vecinas estaban desocupadas y formaban una especie de perímetro de seguridad de un radio de dos metros. Unos provincianos que entraban en el café e incluso algunos turistas se daban codazos señalando a Beigbeder con un dedo, encantados. A veces un amigo penetraba en el interior de este perímetro y le besaba antes de marcharse. Sin duda había en aquello una ligera pérdida de ganancias para el establecimiento (del mismo modo, el ilustre Philippe Soliere tenía en vida, al parecer, una mesa reservada en la Closerie des Lilas que no podía ocupar nadie más que él, decidiera o no Sollers ir a comer allí). Compensaba ampliamente esta ínfima pérdida de ingresos la atracción turística que representaba para el café la presencia asidua, verificable, del autor de
13,99 euros
, presencia, por lo demás, plenamente en consonancia con la vocación histórica del local. Por sus valientes posiciones en favor de la legalización de la droga y de la creación de un estatuto de prostitutas de ambos sexos, y por las más convencionales sobre los indocumentados y las condiciones de vida de los presos, Frédéric Beigbeder se había ido convirtiendo en una especie de Sartre de la década de 2010, para sorpresa general y un poco para la suya propia, ya que su pasado le predisponía más bien a asumir el papel de un Jean-Edern Hallier y hasta de un Gonzague Saint-Bris. Exigente compañero de ruta del Nouveau Parti Anticapitaliste de Olivier Besancenot, del que recientemente había denunciado los riesgos de tendencias antisemitas en una entrevista en el
Spiegel
, había logrado hacer olvidar los orígenes —semiburgueses, semiaristocráticos— de su familia, y hasta la presencia de su hermano en las instancias dirigentes de la patronal francesa. Cierto es que el propio Sartre distaba mucho de haber nacido en una familia indigente.

Sentado ante un
mauresque
[10]
, el escritor examinaba con melancolía un pastillero metálico casi vacío, que ya sólo contenía un vago residuo de cocaína. Al ver a Jed le hizo una señal de que se sentara a su mesa. Un camarero se acercó rápidamente para tomar el pedido.

—Pues no sé. ¿Un Viandox? ¿Todavía existe?

—Un Viandox —repitió Beigbeder, pensativamente—. La verdad es que es usted un bicho raro…

—Me ha sorprendido que se acordara de mí.

—Oh, sí… —respondió el escritor con un tono extrañamente triste—. Oh, sí, me acuerdo de usted…

Jed expuso su petición. Advirtió que Beigbeder, al oír el nombre de Houellebecq, tuvo una ligera crispación.

—No le pido su número de teléfono —se apresuró a añadir Jed—, sólo le pregunto si puede llamarle para hablarle de mi propuesta.

El camarero trajo el Viandox. Beigbeder callaba, reflexionaba.

—De acuerdo —dijo finalmente—. De acuerdo, le llamaré. Con él nunca se sabe muy bien cómo va a reaccionar, pero en este caso quizá le aporte un provecho a él también.

—¿Cree que aceptará?

—No tengo ni la menor idea.

—Según usted, ¿qué podría convencerle?

—Bueno… Quizá le sorprenda lo que voy a decirle, porque no tiene esta fama en absoluto: el dinero. En principio pasa del dinero, vive como un monje, pero su divorcio le ha dejado sin blanca. Además, había comprado unos apartamentos en España a la orilla del mar y van a expropiárselos sin indemnización, debido a una ley de protección del litoral con efecto retroactivo, una historia de locos. En realidad, creo que en este momento está un poco apurado, es increíble, ¿no?, con todo lo que habrá ganado. Así que mire: si le ofrece una buena cantidad, creo que hay posibilidades

Enmudeció, terminó de un trago su cóctel, pidió otro, miró a Jed con una mezcla de reprobación y melancolía.

—¿Sabe usted?… —dijo al cabo—. Olga. Le amaba.

Jed se encogió levemente en la silla.

—Quiero decir… —continuó Beigbeder—. Le amaba
de verdad
. —Se calló, le miró moviendo la cabeza con incredulidad—. Y usted la ha dejado volver a Rusia… Y nunca más le ha dado señales de vida… El amor… El amor es
raro
. ¿No lo sabía? ¿No se lo habían dicho nunca?

»Le hablo de esto, a pesar de que evidentemente no es de mi incumbencia —prosiguió—, porque ella pronto va a volver a Francia. Tengo todavía amigos en la televisión y sé que Michelin va a crear una nueva cadena en la TNT, Michelin TV, centrada en la gastronomía, la tierra, el patrimonio, los paisajes franceses, etc. La va a dirigir Olga. Bueno, sobre el papel el director general será Jean-Pierre Pernaut, pero en la práctica será ella la que tendrá toda la autoridad sobre los programas. Ya ve… —concluyó, con un tono que indicaba claramente que la entrevista había terminado—, usted ha venido a pedirme un pequeño favor y yo le hago uno grande.

Lanzó una mirada acerada a Jed, que se levantaba para irse.

—A no ser que lo más importante para usted sea la exposición… —Movió de nuevo la cabeza y añadió con disgusto, rezongando con una voz casi inaudible—: Putos artistas…

II

El Sushi Warehouse de Roissy 2E ofrecía un surtido excepcional de aguas minerales noruegas. Jed se decidió por la Husqvarna, más bien un agua del centro de Noruega, que burbujeaba discretamente. Era sumamente pura, aunque en realidad no más que las otras. Todas estas aguas minerales se distinguían sólo por un burbujeo, una textura en la boca ligeramente diferentes; ninguna de ellas era en lo más mínimo salada ni ferruginosa; el punto común entre las aguas minerales noruegas parecía ser la moderación. Kedonistas sutiles, estos noruegos, se dijo Jed al pagar su Husqvarna; era agradable, se dijo además, que existan tantas formas distintas de pureza.

El techo nuboso llegó muy deprisa, y con él esa nada que caracteriza a un viaje aéreo por encima del techo nuboso. Brevemente, a mitad del recorrido, divisó la superficie gigantesca y arrugada del mar, como la piel de un viejo en fase terminal.

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