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Authors: Michel Houellebecq

El mapa y el territorio (27 page)

En efecto, al llegar al rellano del tercer piso, le recibió el olor característico de un conejo a la mostaza y los ladridos alegres de Michou, que había reconocido sus pisadas. Giró la llave en la cerradura; eran una pareja de viejos, se dijo, una pareja tradicional, de un modelo bastante extendido en la década de 2010 entre las personas de su edad, pero que al parecer constituía de nuevo para los jóvenes un ideal esperado, aunque en general inaccesible. Era consciente de que vivía en un islote de felicidad y paz, tenía conciencia de que se habían creado una especie de nicho apacible, alejado de los ruidos del mundo, de una benignidad casi infantil, en oposición absoluta a la barbarie y la violencia a las que él se enfrentaba todos los días en su trabajo. Habían sido felices juntos; todavía lo seguían siendo y lo serían aún probablemente
hasta que la muerte les separase
.

Cogió a Michou, que daba brincos y ladraba de contento entre sus manos, y lo levantó hasta la altura de la cara; el cuerpecito se inmovilizó, paralizado en un júbilo estático. Si bien el origen de los bichones se remonta a la antigüedad (se han encontrado estatuas de estos perros en la tumba del faraón Ramsés II), la introducción del bichón boloñés en la corte de Francisco I se debe a un regalo del duque de Ferrara; el envío, acompañado de dos miniaturas de Correggio, fue apreciado enormemente por el soberano francés, que juzgó al animal «más amable que cien doncellas» y prestó al duque una ayuda militar decisiva en su conquista del principado de Mantua. Esta raza canina se convirtió después en la favorita de varios reyes de Francia, entre ellos Enrique II, antes de ser destronado por el carlino y el caniche. Contrariamente a otros perros tomo el Shetland o el terrier tibetano, el bichón, debido a que accedió tardíamente a la categoría de
perro de compañía
, y teniendo a su espalda un duro pasado de
perro de trabajo
, parece no haber tenido desde su origen otra razón de ser que la de proporcionar alegría y dicha a los seres humanos. Cumple esta tarea con constancia, es paciente con los niños, dulce con los ancianos desde hace innumerables generaciones. Sufre enormemente si está solo, y hay que tenerlo en cuenta a la hora de comprar uno de estos perros: considera un abandono cualquier ausencia de sus amos, y todo su mundo, la estructura y la esencia de su mundo, se vendrá abajo, padecerá accesos de depresión severa, frecuentemente se negará a alimentarse, en realidad es totalmente desaconsejable dejar solo a un bichón, aunque sólo sea durante unas horas. La universidad francesa había acabado comprendiendo esto y Héléne podía llevar a Michou a sus clases, al menos había adquirido esta costumbre, a falta de una autorización formal. El animal permanecía tranquilo en el bolso de su ama, a veces se agitaba un poco y quería salir. Héléne lo ponía entonces encima de su mesa, para regocijo de los estudiantes. Michou se paseaba por la superficie del tablero durante unos minutos y de vez en cuando miraba a su ama, y en ocasiones reaccionaba bostezando o con un ladrido breve a tal o cual cita de Schumpeter o Keynes; después volvía a meterse en el bolso flexible. Por el contrario, las compañías aéreas, organizaciones intrínsecamente fascistas, se negaban a mostrar la misma tolerancia y habían tenido que renunciar de mala gana a todo proyecto de viaje lejano. Partían en coche todos los veranos en el mes de agosto y se limitaban a descubrir Francia y países limítrofes. Con su estatuto clásicamente asimilado por la jurisprudencia al del domicilio conyugal, el automóvil seguía siendo, tanto para los propietarios de animales domésticos como para los fumadores, uno de los últimos espacios de libertad, una de las últimas
zonas de autonomía temporal
ofrecida a los humanos en aquel comienzo del tercer milenio.

No era el primer bichón que tenían; habían comprado a su antecesor y padre, Michel, poco después de que los médicos hubiesen informado a Jasselin del carácter probablemente incurable de su esterilidad. Habían sido muy felices juntos, tan felices que sufrieron una verdadera conmoción cuando Michel contrajo una dirofilariosis a la edad de ocho años. La dirofilariosis es una enfermedad parasitaria; el parásito es un nemátodo que se aloja en el ventrículo derecho del corazón y en la arteria pulmonar. Los síntomas son una mayor propensión a fatigarse, seguida de una tos y trastornos cardíacos que pueden provocar secundariamente síncopes. El tratamiento no carece de riesgos: varias decenas de gusanos, algunos de los cuales alcanzan treinta centímetros, coexisten a veces en el corazón del perro. Durante varios días temieron por su vida. El perro es una clase de niño definitivo, más dócil y dulce, un niño que se hubiese detenido en la edad de la razón, pero además es un niño al que sobrevivimos: aceptar amar a un perro es aceptar amar a un ser que ineluctablemente te van a arrebatar y de esto, curiosamente, nunca habían sido conscientes hasta la enfermedad de Michel. Al día siguiente de su curación, decidieron darle descendencia. Los criadores a los que consultaron manifestaron ciertas reticencias: habían esperado demasiado, su perro estaba ya un poco viejo, la calidad de sus espermatozoides corría el riesgo de haberse degradado. Al final accedió uno de ellos que residía cerca de Fontainebleau, y de la unión de Michel con una hembra joven llamada Lizzy Lady de Heurtebise nacieron dos cachorros, un macho y una hembra. Como propietarios del semental (según la expresión acuñada), la costumbre les otorgaba la elección del primer cachorro. Escogieron el macho y lo llamaron Michou. No presentaba ninguna tara aparente, y al contrario de lo que se temían, el padre aceptó muy bien su llegada y no manifestó particulares celos.

Al cabo de unas semanas comprobaron, sin embargo, que los testículos de Michou no le habían bajado todavía, lo que empezaba a ser anormal. Consultaron con un veterinario, después con otro: los dos coincidieron en atribuirlo a la edad avanzada del progenitor. El segundo veterinario aventuró la posibilidad de una intervención quirúrgica y luego cambió de parecer, declarándola peligrosa y casi imposible. Fue para ellos un golpe terrible, mucho más de lo que había sido la esterilidad de Jasselin. Aquel pobre perrito no sólo no tendría descendencia sino que tampoco conocería ninguna pulsión ni satisfacción sexual. Sería un perro disminuido, incapaz de transmitir la vida, excluido de la llamada elemental de la raza, limitado en el tiempo de forma definitiva.

Gradualmente se fueron haciendo a la idea, al mismo tiempo que se daban cuenta de que su perrito no echaría en falta la vida sexual de la que se vería privado. El perro, de todos modos, apenas es hedonista ni libertino, desconoce cualquier clase de refinamiento erótico, la satisfacción que experimenta en el momento del coito no supone mucho más que un alivio breve y mecánico de los instintos de vida de la especie. En todo caso, la voluntad de poder en el bichón es muy débil; pero Michou, liberado de las últimas amarras de la transmisión del genoma, parecía todavía más sumiso, más tierno, más alegre y puro de lo que había sido su padre. Era una mascota perfecta, inocente e intachable, cuya vida dependía por entero de la de sus amos adorados, una fuente de júbilo continua y sin altibajos. Jasselin frisaba ya los cincuenta. Al observar cómo jugaba aquella criatura con sus peluches en la alfombra del salón, a veces, a su pesar, le invadían pensamientos sombríos. Marcado sin duda por las ideas en boga de su generación, hasta entonces había considerado que la sexualidad era una fuerza positiva, una fuente de unión que aumentaba la concordia entre los humanos a través de las vías inocentes del placer compartido. Ahora, por el contrario, cada vez más a menudo, veía la lucha, el combate brutal por la dominación, la eliminación del rival y la multiplicación arriesgada de los coitos sin otra razón de ser que garantizar la propagación máxima de los genes. Veía en ello el origen de todo conflicto, de toda carnicería, de todo sufrimiento. La sexualidad le parecía cada vez más la manifestación del mal más directa y evidente. Y no era su carrera policial lo que podría haberle inducido a cambiar de opinión: los crímenes cuyo móvil no era el dinero tenían por móvil el sexo, era el uno o el otro, la humanidad parecía incapaz de imaginar algo más en materia criminal. El caso que acababa de tocarles en suerte parecía original a primera vista, pero era el primero desde hacía por lo menos tres años, la uniformidad de las motivaciones criminales era en su conjunto abrumadora. Como la mayoría de sus colegas, Jasselin leía pocas novelas policíacas; sin embargo, el año anterior había caído en sus manos un libro que no era una novela propiamente dicha, sino los recuerdos de un antiguo detective privado que había ejercido en Bangkok y que había optado por rememorar su carrera en forma de una treintena de relatos breves. En casi todos los casos, sus clientes eran occidentales que se habían enamorado locamente de una joven tailandesa y que querían saber si era verdad que, como ella aseguraba, les era fiel en su ausencia. Y en casi todos los casos la chica tenía uno o varios amantes con los que gastaba alegremente el dinero del ausente, y a menudo un hijo nacido de una unión precedente. En un sentido era ciertamente un libro malo, una mala novela policíaca en todo caso: el autor no hacía el menor esfuerzo de imaginación, no trataba en absoluto de variar los motivos ni las intrigas: pero precisamente esta monotonía aplastante era lo que le daba un perfume único de autenticidad, de realismo.

«¡Jean-Pierre!» La voz de Héléne le llegó como ensordecida, recobró la plena conciencia y se dio cuenta de que su mujer estaba delante de él, a un metro de distancia, con el pelo suelto, en bata de casa. El mantenía a Michou entre las manos apretadas, los brazos levantados hasta la mitad del pecho, desde hacía un tiempo difícil de calcular; el perrito le miraba con sorpresa, pero sin miedo.

—¿Estás bien? Tienes un aspecto raro…

—Me ha tocado un caso extraño.

Héléne se calló, esperando a que siguiera. Desde hacía veinticinco años, el tiempo que llevaban juntos, su marido prácticamente nunca le había hablado de sus jornadas de trabajo. Enfrentados diariamente a horrores que sobrepasan la medida de una sensibilidad normal, la cuasi totalidad de los policías optan por guardar silencio cuando vuelven a su hogar. La mejor profilaxis para ellos consiste en hacer el vacío, en intentar hacerlo, durante las horas de descanso que se les concede. Algunos se dan a la bebida y terminan la cena en un estado de embrutecimiento etílico que no les deja otro recurso que arrastrarse hasta la cama. Otros, entre los más jóvenes, se entregan al placer, y la visión de los cadáveres mutilados, torturados, termina por borrarse en medio de los retozos. Casi ninguno opta por hablar, y aquella noche también Jasselin, después de haber depositado a Michou, se dirigió hacia la mesa, ocupó su lugar habitual, aguardó a que su mujer le sirviese el apio rallado con salsa remoulade: siempre le había encantado aquel plato.

V

A la mañana siguiente fue al trabajo a pie, giró por la rue des Fossés-Saint-Bernard y luego callejeó a lo largo de los muelles. Se detuvo un largo rato en el puente del Archevéché: desde allí se tiene, en su opinión, la vista más hermosa de Notre-Dame. Era una bella mañana de octubre, de aire fresco y límpido. Se detuvo otros instantes en el Square Jean-XXIII, observando a los turistas y a los homosexuales que se paseaban, en general por parejas, se besaban o caminaban cogidos de la mano.

Ferber llegó al despacho casi al mismo tiempo que él y se reunieron en la escalera, a la altura del puesto de control del tercer piso. No instalarían nunca un ascensor en el Quai des Orfevres, se dijo con resignación; observó que Ferber acortaba sus zancadas para evitar rebasarle en la última parte de la subida.

Lartigue fue el primero en reunirse con ellos en el despacho del equipo. No tenía en absoluto buen aspecto, su cara mate y lisa de Meridional estaba tensa, inquieta, aun cuando normalmente era un tipo bastante jovial; Ferber le había encargado que recogiese testimonios in situ.

—Un fracaso total —anunció, de entrada—. No tengo nada de nada. Nadie ha visto nada, nadie ha oído nada. Nadie recuerda siquiera un coche que no fuera del pueblo desde hace semanas…

Messier llegó unos minutos más tarde, depositó encima de la mesa la mochila que llevaba colgada del hombro derecho. Sólo tenía veintitrés años; incorporado a la brigada criminal seis meses antes, era el benjamín del equipo. Ferber le apreciaba, toleraba su ropa informal, que solía ser un pantalón de chándal, una camiseta y un chaquetón de tela, que además casaban bastante mal con su rostro anguloso, austero, casi nunca surcado por una sonrisa: y aunque le aconsejaba a veces que revisara la concepción general de su atuendo, lo hacía más bien de una forma amistosa. Fue a buscar una Coca-Cola Light a la máquina de bebidas antes de comunicarles el resultado de sus investigaciones. Sus rasgos estaban más tensos que de costumbre, daba la impresión de que se había pasado la noche en blanco.

—Con el móvil no ha habido ningún problema… —anunció—. Ni siquiera tenía código. Pero tampoco había cosas de gran interés. Conversaciones con su editora, con el tío que tenía que llevarle fueloil, con otro que debía colocarle cristales dobles…, sólo conversaciones prácticas o profesionales. Se diría que ese tipo no tenía vida privada.

El asombro de Messier era, en un sentido, incoherente: una lista de sus propias conversaciones telefónicas habría dado resultados más o menos idénticos. Pero ciertamente no tenía intención de hacerse asesinar; y siempre se supone que en la vida de la víctima de un asesinato hay algo que lo justifica, lo explica; que ocurre, o habrá ocurrido, al menos en un recoveco de su vida, algo
interesante
.

—El ordenador ya es otra cosa —continuó—. Para empezar había dos contraseñas consecutivas, y no de las sencillas, contraseñas con minúsculas, caracteres de puntuación poco usados… Además, todos los archivos estaban codificados; un código serio, SSL Double Layer, 128 bits. Resumiendo, no he podido hacer nada, lo he enviado a la brigada de delitos informáticos. ¿Qué era ese tío, un paranoico?

—Era un escritor… —señaló Ferber—. Quizá quería proteger sus textos, impedir que se los pirateasen.

—Sí… —Messier no parecía convencido—. Ese nivel de protección más bien hace pensar en alguien que intercambia vídeos pedófilos.

—No es incompatible… —señaló Jasselin con sentido común. Este simple comentario, hecho sin mala intención, acabó hundiendo el ambiente de la reunión al hacer hincapié en la deplorable incertidumbre que reinaba sobre aquel asesinato. Había que reconocer que no tenían absolutamente nada: ningún móvil evidente, ningún testimonio, ninguna pista. Amenazaba con ser uno de esos casos penosos que se caracterizan por un expediente vacío, que a veces tardan años en resolverse —cuando se resuelven— y sólo por puro azar: un asesino reincidente detenido por otro crimen y que confiesa, en el curso de su declaración, un asesinato adicional.

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