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Authors: Michel Houellebecq

El mapa y el territorio (22 page)

—Sé que ahora se dedica a la pintura —dijo Jean-Pierre Pernaut— y que ha pintado un cuadro de mí. A decir verdad, incluso he intentado comprarlo, pero François Pinault ha ofrecido más que yo y no he podido superar su puja.

—¿François Pinault? —Jed estaba sorprendido.
El periodista Jean-Pierre Pernaut animando una conferencia de redacción
era un cuadro discreto, de factura clásica, que no correspondía en absoluto a las elecciones habituales, mucho más
wild
, del hombre de negocios bretón. Sin duda había decidido diversificar—. Quizá debería haber… —dijo—. Lo siento mucho… Quizá debería haber introducido una cláusula de preferencia para las personas retratadas.

—Es el mercado… —dijo Pernaut con una amplia sonrisa, alegre, sin rencor, incluso llegó a darle una palmada en la espalda.

El animador les precedió de nuevo por el pasillo abovedado, con los faldones de su chaqué flotando lentamente a su espalda. Jed lanzó un vistazo a su reloj: era casi medianoche. Cruzaron otra vez las puertas dobles que conducían a las habitaciones de recepción: en los salones, el alboroto estaba ahora en su apogeo; habían llegado nuevos invitados, debía de haber de cuatrocientas a quinientas personas. En medio de un grupito, Patrick Le Lay, muy borracho, peroraba ruidosamente; claramente había birlado una botella de Châteauneuf-du-Pape y bebía grandes tragos a morro. Claire Chazal, visiblemente tensa, le posaba la mano en el brazo, intentando interrumpirle; pero el presidente de cadena había rebasado manifiestamente algunos límites.

—¡TF1, somos los más grandes! —vociferaba—, ¡No le doy ni seis meses a su cadena, a Jean-Pierre! ¡M6 es igual, creían que iban a jodernos con el Loft, doblamos la oferta con Koh Lanta y les hemos dado por el culo hasta el hueso! ¡Hasta el hueso! —repitió, y tiró la botella por encima del hombro; rozando el cráneo de Julien Lepers, la botella fue a estrellarse a los pies de tres hombres de edad madura, con un terno gris medio, que le dirigieron una mirada severa.

Sin vacilar, Jean-Pierre Pernaut se encaminó hacia su antiguo presidente y se le plantó delante.

—Has bebido demasiado, Patrick —dijo, con voz serena; tenía los músculos tirantes bajo la tela del chaqué, se le endureció la cara como si se aprestase al combate.

—Vale, vale… —dijo Le Lay, con un gesto blando de conciliación—. Vale, vale…

En aquel momento, una voz vibrante de tenor, de una potencia increíble, se elevó en el segundo salón. Otras voces de barítono, seguidas por una de bajo, entonaron el mismo tema, sin palabras, en canon. Muchos se volvieron hacia aquella dirección, reconociendo a un famoso grupo corso de polifonía. Doce hombres de todas las edades, con pantalones y blusas negras, tocados con una boina, ejecutaron su actuación vocal durante un poco más de diez minutos; era, en última instancia, música, más bien un grito de guerra, de una ferocidad asombrosa. Luego enmudecieron de golpe. Separando ligeramente las manos, Jean-Pierre Pernaut se colocó delante de los presentes, aguardó a que se hiciera el silencio y luego dijo en voz alta:

—¡Feliz año a todos…!

Saltaron los primeros corchos de champán. El animador se dirigió a continuación hacia los tres hombres vestidos con un terno gris y les estrechó la mano uno detrás de otro.

—Pertenecen a la dirección de Michelin… —le sopló Olga a Jed antes de acercarse al grupo—. Financieramente, TF1, comparado con Michelin, es un cero a la izquierda.

Y parece que Bouygues está harto de compensar sus pérdidas… —tuvo tiempo de añadir antes de que Jean-Pierre Pernaut les presentara a los tres hombres.

—Ya me esperaba que Patrick armase un escándalo… —decía él a los directivos—. Se ha tomado muy mal que me vaya.

—Al menos eso demuestra que nuestro proyecto no suscita indiferencia —respondió el más mayor.

En ese instante, Jed vio aproximarse a un tío de unos cuarenta años, con pantalón de chándal, sudadera con capucha y una gorra de rapero puesta al revés en la cabeza, y reconoció con incredulidad a Patrick Forestier, el director de comunicación de Michelin Francia. «¡Eo!», soltó, hacia los tres directivos antes de golpearles las palmas. «Eo», respondieron los tres, cada uno a su turno, y fue en aquel momento cuando las cosas comenzaron a torcerse, el estruendo de las conversaciones se intensificó de pronto mientras las orquestas vasca y saboyana empezaban a tocar al mismo tiempo, Jed estaba sudoroso, intentó durante unos minutos seguir a Olga que iba de un invitado a otro para felicitarles por el año nuevo, sonriente y efusiva, por la expresión amistosa pero seria que ponían las personas al acercarse ella, Jed comprendió que estaba haciendo la ronda de su
staff
.

Sintió que le entraban arcadas, se precipitó al patio y vomitó sobre una palmera enana. La noche era curiosamente benigna. Algunos invitados abandonaban ya la recepción, entre ellos los tres miembros de la dirección de Michelin, ¿de dónde venían? Avanzaban flexiblemente en formación triangular, pasaron sin decir palabra por delante de los campesinos vendeanos, conscientes de que representaban el poder y la realidad del mundo. Habrían sido un buen tema para un cuadro, se dijo Jed, retirándose discretamente de la recepción mientras detrás de él las estrellas de la televisión francesa se reían y lanzaban gritos, se organizaba un concurso de canciones obscenas bajo la batuta de Julien Lepers. Enigmático con su frac azul noche, Jean-Pierre Pernaut paseaba una mirada impávida sobre todas las cosas, mientras Patrick Le Lay, borracho y derrotado, trastabillaba sobre los adoquines, llamando a los miembros directivos de Michelin, que no se volvieron para dedicarle una mirada.
Una mutación en la historia de la televisión de Europa occidental
podría haberse titulado el cuadro que Jed no pintaría, vomitó de nuevo, tenía aún un residuo de bilis en el estómago, posiblemente había sido un error mezclar el ponche criollo con la absenta.

Patrick Le Lay, con la frente ensangrentada, se arrastraba delante de él por el empedrado, tras haber perdido toda esperanza de alcanzar a los directivos, que doblaban la esquina de la avenue Charles-de-Gaulle. La música se había calmado, de los salones de recepción llegaba la pulsación lenta de un
groove
saboyano. Jed alzó la mirada hacia el cielo, hacia las constelaciones indiferentes. Aparecían configuraciones espirituales de un tipo nuevo, algo, en todo caso, se estaba moviendo duraderamente en la estructura del PAF, es lo que Jed pudo deducir de las conversaciones de los invitados que habían recogido sus abrigos y se dirigían con paso lento hacia las puertas cocheras. Captó de pasada las palabras «sangre nueva» y «examen de ascenso», comprendió que muchas charlas giraban en torno a Olga, que era una novedad en el paisaje de la televisión francesa, ella «venía del mundo institucional», era uno de los comentarios más frecuentes, junto con los relacionados con su belleza. Era difícil de evaluar la temperatura del exterior, le recorrían alternativamente escalofríos y vaharadas de calor. Le asaltó un nuevo espasmo, eructó con dificultad sobre la palmera. Al enderezarse vio a Olga, cubierta con un abrigo de leopardo de las nieves, que lo miraba con cierta inquietud.

—Nos vamos.

—¿Vamos… a tu casa?

Sin responder, ella le tomó del brazo y le llevó hasta su coche.

—Francesito frágil… —dijo con una sonrisa, antes de arrancar.

XIII

Los primeros resplandores del día se filtraban por el intersticio de espesas cortinas dobles, enguatadas, con motivos escarlatas y amarillos. Olga, a su lado, respiraba regularmente, con su camisón corto remangado hasta la cintura. Jed le acarició suavemente las nalgas, blancas y redondas, sin despertarla. Su cuerpo casi no había cambiado en diez años, pero los pechos habían ganado peso. Aquella magnífica flor de carne había empezado a marchitarse; y la degradación, ahora, iba a acelerarse. Tenía dos años más que él; cobró entonces conciencia de que iba a cumplir cuarenta años el mes siguiente. Estaban más o menos en la mitad de la vida; las cosas habían transcurrido deprisa. Se incorporó, recogió su ropa desperdigada por el suelo. No se acordaba de haberse desvestido la víspera por la noche, sin duda era ella la que lo había hecho; tenía la sensación de haberse dormido en cuanto su cabeza tocó la almohada. ¿Habían hecho el amor? Probablemente no, y este simple hecho era ya grave, porque al cabo de tantos años de separación deberían haberlo hecho, como mínimo haberlo intentado, su previsible ausencia de erección inmediata se habría podido imputar muy fácilmente a la ingestión excesiva de bebidas alcohólicas, pero ella debería haber tratado de chupársela, no se acordaba de que lo hubiese hecho, ¿quizá tendría que habérselo pedido? Esta vacilación, también, sobre sus derechos sexuales, sobre lo que parecía natural y normal en el marco de su relación, era inquietante, y un probable anuncio del fin. La sexualidad es una cosa frágil, es difícil entrar en ella y tan fácil salir…

Cerró tras él la puerta del dormitorio, acolchada y tapizada en cuero blanco, enfiló un largo pasillo que a la derecha daba a otras habitaciones y a un despacho, y a la izquierda a los cuartos de recibir: saloncitos con molduras Luis XVI y parqué de espiga. En la penumbra iluminada en diversos lugares por grandes lámparas de pantalla, el apartamento la pareció inmenso. Atravesó uno de los salones, entreabrió una cortina: la avenue Foch se extendía hasta el infinito, su anchura era anormal, recubierta de una ligera capa de escarcha. El único signo de vida era el tubo de escape de un Jaguar XJ negro cuyo motor giraba al ralentí en la bocacalle. Después, una mujer con vestido de noche salió titubeando ligeramente de un edificio y se instaló al lado del conductor; el coche arrancó rumbo al Arco de Triunfo. Un silencio total envolvió el paisaje urbano. Todo le parecía de una limpidez infrecuente a medida que un sol invernal y débil ascendía entre las torres de la Défense y hacía centellear el suelo inmaculado de la avenida. Al fondo del pasillo desembocó en una espaciosa cocina amueblada con armarios de aluminio cepillado que rodeaban una isla de basalto. La nevera estaba vacía, exceptuando una caja de bombones Debauve & Galláis y un envase pequeño de zumo de naranja Leader Price empezado. Lanzando una mirada circular vio una cafetera y se preparó un Nespresso. Olga era dulce, era dulce y amante, Olga le amaba, se repitió con una tristeza creciente al mismo tiempo que comprendía que ya nunca habría nada entre ellos, que nunca podría haber nada entre ellos, la vida te ofrece una oportunidad a veces, se dijo, pero cuando eres demasiado cobarde o indeciso para aprovecharla, la vida recoge sus cartas, hay un momento para hacer las cosas y para abrazar una felicidad posible, ese momento dura algunos días, a veces unas semanas e incluso unos meses, pero sólo se presenta una única vez, y si quieres rectificar más tarde es simplemente imposible, ya no queda sitio para la esperanza, la creencia y la fe, subsiste una resignación suave, una piedad recíproca y entristecida, la sensación inútil y justa de que podría haber ocurrido algo, de que sencillamente uno se ha mostrado indigno del don que le acaban de hacer. Se preparó un segundo café que disipó definitivamente las brumas del sueño, y luego pensó en dejarle una nota a Olga. «Debemos reflexionar», escribió, y luego tachó la fórmula y escribió: «Mereces algo mejor que yo.» Tachó también esta frase, escribió en su lugar: «Mi padre se está muriendo»; entonces se dio cuenta de que nunca había hablado de su padre con Olga y arrugó la hoja antes de tirarla al cubo de la basura. Pronto tendría la edad que su padre tenía cuando nació él; para su padre, tener un hijo había significado el final de toda ambición artística y más en general la aceptación de la muerte, como para muchas personas, sin duda, pero más especialmente en el caso de su padre. Volvió por el pasillo hasta la habitación; Olga seguía durmiendo, ovillada sobre sí misma. Se quedó allí más de un minuto, atento a su respiración regular, incapacitado para llegar a una síntesis, y de repente volvió a pensar en Houellebecq. Un escritor debe tener cierto conocimiento de la vida, o al menos permitir que lo crean. De una forma u otra, Houellebecq debía formar parte de la síntesis.

Ahora el día ya había despuntado totalmente, pero la avenue Foch seguía desierta. Nunca le había hablado a Olga de su padre ni a su padre de Olga, tampoco le había hablado de ellos a Houellebecq ni a Franz, había mantenido ciertamente un residuo de vida social, pero ésta no recordaba en nada a una red o a un tejido orgánico ni a ninguna cosa viva, tenía que ver con una gráfica elemental y mínima, no ramificada, con ramas independientes y secas. Al volver a su casa metió el retrato del escritor dentro de un embalaje de titanio que sujetó a la baca de su Audi Shooting Brake. En la Porte d'Italie tomó la dirección de la autopista A10.

Apenas rebasados los últimos arrabales, los últimos depósitos de almacenamiento, advirtió que la nieve había cuajado. La temperatura exterior era de tres grados bajo cero, pero la climatización funcionaba perfectamente, una tibieza uniforme poblaba el habitáculo. Los Audi se caracterizan por un nivel de acabado particularmente alto, con el que sólo pueden rivalizar algunos Lexus, según el
Auto-Journal
; aquel automóvil era lo primero que había comprado desde que había accedido a un nueva situación de riqueza, desde la primera visita al concesionario le habían seducido el rigor y la precisión de los ensamblajes metálicos, el chasquido suave de las portezuelas cuando las cerrabas, todo estaba fabricado como una caja fuerte. Girando la rueda del regulador, optó por una velocidad de crucero de 105 kilómetros por hora. Muescas ligeras, distribuidas cada 5 kilómetros por hora, facilitaban la manipulación del mecanismo; era un automóvil realmente perfecto. Una película de nieve intacta cubría la llanura horizontal; el sol brillaba valientemente, casi con alegría, sobre la Beauce dormida. Un poco antes de llegar a Orléans tomó la E60 en dirección a Courtenay. Unas semillas aguardaban la germinación, el despertar, unos centímetros por debajo de la superficie del suelo. Se dijo que el viaje sería demasiado corto, habría necesitado horas, días enteros en la autopista, a velocidad constante, para poder empezar a elaborar el bosquejo de un pensamiento claro. Se forzó, sin embargo, a parar en una gasolinera, y al volver a arrancar pensó que debía telefonear a Houellebecq para avisarle de su llegada.

Salió en Montargis Oeste, aparcó unos cincuenta metros antes del peaje, marcó el número del escritor, dejó que sonara una decena de veces y luego colgó. El sol había desaparecido, el cielo era de un blanco lechoso por encima del paisaje nevado. Las cabinas blanco hueso del puesto de peaje completaban esta discreta sinfonía de tonos claros. Se apeó y le azotó el frío, más vivo que en zona urbana, deambuló unos minutos sobre el macadán del área de servicio. Al ver el embalaje de titanio sujeto en la baca, se acordó bruscamente del motivo de su viaje y se dijo que podría leer a Houellebecq ahora que todo había terminado. Ahora que estaba terminado
¿qué?
Al mismo tiempo que se hacía la pregunta respondió a ella y comprendió que Franz había estado en lo cierto:
Michel Houellebecq, escritor
sería su último cuadro. Sin duda tendría todavía ideas de un cuadro, ensueños de un cuadro, pero nunca más juntaría la energía ni la motivación necesarias para darle forma. Houellebecq le había dicho, al rememorar su carrera narrativa, que siempre se puede tomar notas, tratar de llenar renglones de frases, pero para emprender la escritura de una novela hay que esperar a que todo se vuelva compacto, irrefutable, hay que esperar a que aparezca un auténtico núcleo de necesidad. Había añadido que uno mismo nunca decide la escritura de un libro; un libro, según él, era como un bloque de hormigón que se decide a cuajar, y las posibilidades de acción del autor se limitaban al hecho de estar allí y esperar, en una inacción angustiosa, que el proceso arrancase por sí solo. En aquel momento Jed comprendió que la inacción nunca más le produciría angustia, y la imagen de Olga volvió a flotar en su memoria como el fantasma de una felicidad frustrada, si hubiera podido habría rezado por ella. Montó en el coche, arrancó suavemente hacia las cabinas, sacó para pagar su tarjeta de crédito.

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