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Authors: Michel Houellebecq

El mapa y el territorio (26 page)

—¿Christian? Soy Jean-Pierre. Tengo que pedirte un favor.

—Te escucho.

—Tendrías que venir a buscar a los dos tíos de la científica, que están por ahora fuera de servicio, además hay un detalle especial con respecto a las fotos de este caso. Que no saquen las de costumbre, sólo primeros planos, necesito vistas de conjunto de las zonas de la habitación, y si es posible de la habitación entera. Pero no se les pueden dar instrucciones ahora mismo, hay que esperar a que se repongan un poco.

—Yo me encargo… De hecho, el equipo llegará pronto. Me han llamado desde la salida de Montargis, estarán ahí dentro de diez minutos.

Colgó, pensativo; aquel chico seguía sorprendiéndole. Su equipo llegaba completo, unas horas después de los hechos, y probablemente a bordo de vehículos personales; sus apariencias etéreas, evanescentes, eran patentemente engañosas, él tenía autoridad sobre su equipo, era sin duda el mejor jefe de grupo que había tenido nunca bajo sus órdenes. Dos minutos más tarde le vio entrar discretamente por el fondo de la sala, dar una palmada en el hombro de los dos técnicos de la científica para conducirles cortésmente hacia la salida. Jasselin estaba muy cerca de su jubilación; apenas le faltaba un año, que quizá pudiese prolongar dos o tres más, como máximo cuatro. Sabía implícitamente, y en sus entrevistas bimensuales el comisario jefe era en ocasiones explícito, que lo que se esperaba de él ahora no era esencialmente que
resolviese
casos, sino más bien que designara a sus sucesores, que nombrase a los que, después de él, deberían resolverlos.

Ferber y los dos técnicos salieron; Jasselin se quedó solo en la sala. La luminosidad disminuía aún pero no tenía ganas de encender la luz, sentía sin poder explicarlo que el asesinato había sido cometido en pleno día. El silencio era casi irreal. ¿Por qué la sensación de que en aquel caso había algo que le concernía muy especialmente, de forma personal? Pensó una vez más en el complejo motivo formado por los jirones de carne dispersos por el suelo de la sala. Más que repugnancia, experimentaba una especie de piedad general por toda la tierra, por la humanidad que era capaz de originar tantos horrores. A decir verdad, le asombraba un poco haber conseguido soportar el espectáculo que había descompuesto a los técnicos de la científica, en principio lo bastante aguerridos para aguantar lo peor. Un año antes, sintiendo que empezaba a tener dificultades para soportar las escenas del crimen, había ido al centro budista de Vincennes para preguntarles si era posible practicar allí el
Asubhá
, la meditación sobre el cadáver. El lama de guardia primero intentó disuadirle: juzgaba que esta meditación era difícil, no adaptada a la mentalidad occidental. Cuando él le informó de su profesión cambió de opinión y le pidió que le dejara pensárselo. Unos días más tarde le telefoneó para decirle que sí, que en su caso el
Asubhá
indudablemente podía ser apropiado. No se practicaba en Europa, donde era incompatible con las normas sanitarias; pero podía darle una dirección de un monasterio en Sri Lanka que en ocasiones recibía a occidentales. Jasselin había dedicado a este proyecto dos semanas de sus vacaciones, después de haber encontrado (esto fue lo más arduo) una compañía aérea que aceptaba transportar a su perro. Cada mañana, mientras su mujer se iba a la playa, él iba a un osario donde depositaban a los muertos recientes, sin tomar ninguna precaución contra los predadores ni los insectos. De este modo, concentrando al máximo sus facultades mentales para tratar de seguir los preceptos enunciados por Buda en el sermón sobre la atención, había podido observar atentamente al cadáver macilento, observar atentamente al cadáver supurante, observar atentamente al cadáver desmembrado y al cadáver comido por los gusanos. En cada estadio, tenía que repetir cuarenta y ocho veces: «Éste es mi destino, el destino de toda la humanidad, no puedo eludirlo.»

Ahora se daba cuenta de que el
Asubhá
había sido un rotundo éxito, hasta el punto de que se lo habría recomendado sin vacilar a cualquier policía. Sin embargo, a pesar de ello no se había hecho budista, y aunque sus sentimientos de repulsión instintiva al ver un cadáver se habían atenuado en proporciones notables, persistía en él el
odio
al asesino, odio y temor, deseaba verle aniquilado, erradicado de la faz del planeta. Al franquear la puerta, envuelto en los rayos del sol poniente que iluminaban el prado, se felicitó de la persistencia de este odio necesario, a su juicio, para realizar un eficiente trabajo judicial. La motivación racional, la de la búsqueda de la verdad, en general no era suficiente; no obstante, en este caso era insólitamente fuerte. Se sentía en presencia de una personalidad compleja, monstruosa pero racional, probablemente la de un esquizofrénico. En cuanto volviera a París, tendría que consultar los ficheros de los
serial killers
, y seguramente solicitar que le enviasen datos de los archivos extranjeros, no recordaba que hubiese sucedido en Francia un caso semejante.

Cuando salía de la casa vio a Ferber en medio de su equipo, dándoles instrucciones; sumido en sus pensamientos, Jasselin no había oído llegar los coches. Había también un tipo grande, con traje y corbata, al que no conocía: probablemente el sustituto del fiscal de Montargis. Aguardó a que Ferber hubiera terminado de asignar las tareas para volver a explicarle lo que quería: fotos generales del lugar de los hechos, planos de conjunto.

—Vuelvo a París —anunció acto seguido—. ¿Me acompañas, Christian?

—Sí, creo que todo está en orden. ¿Nos reunimos mañana por la mañana?

—No demasiado pronto. Hacia mediodía, pongamos.

Sabía que tendrían que trabajar hasta tarde, hasta el amanecer, sin duda.

IV

Anochecía cuando entraron en la autopista A10. Ferber reguló el limitador de velocidad y lo dejó en 130, le preguntó si le molestaba que pusiera música; Jasselin respondió que no.

No hay quizá ninguna música que exprese tan bien como los últimos fragmentos de música de cámara compuestos por Franz Liszt ese sentimiento fúnebre y suave del viejo al que ya se le han muerto todos sus amigos, cuya vida está fundamentalmente terminada, pertenece ya en cierto modo al pasado, y que siente a su vez que la muerte se aproxima y la ve como a una amiga, como la promesa del regreso a la casa natal. En medio de
Oración a los ángeles custodios
, se puso a rememorar su juventud, sus años de estudiante.

Era bastante irónico que Jasselin hubiera interrumpido sus estudios de medicina entre el primer y el segundo curso porque ya no aguantaba las disecciones ni tampoco la visión de cadáveres. Enseguida le interesó mucho el Derecho, y más o menos como todos sus condiscípulos proyectaba seguir una carrera de abogado, pero el divorcio de sus padres le haría cambiar de idea. Era un divorcio de viejos, él tenía ya veintitrés años y era hijo único. En los divorcios de jóvenes, la presencia de los hijos, de los que hay que compartir la custodia, y a los que se ama más o menos a pesar de todo, amortigua a menudo la violencia del enfrentamiento; pero en los divorcios de viejos, en el que sólo subsisten los intereses económicos o patrimoniales, la ferocidad del combate no conoce ya ninguna clase de límite. Había visto entonces exactamente lo que era un abogado, había podido apreciar en su justa medida esa mezcla de picardía y de pereza a que se reduce el comportamiento profesional de un abogado, y muy particularmente de uno especializado en divorcios. El procedimiento había durado dos años, dos años de lucha incesante al término de la cual sus padres sentían el uno por el otro un odio tan virulento que nunca habrían de volver a verse y ni siquiera telefonearse hasta el día de sus respectivas muertes, y todo ello para firmar un convenio de divorcio de una banalidad asquerosa, que cualquier cretino podría haber redactado en un cuarto de hora después de la lectura de
Le Divorce pour les nuls
[15]
. En varias ocasiones se había dicho que era sorprendente que los cónyuges en trámite de divorcio no llegasen con mayor frecuencia a asesinar a su consorte, directamente, por mediación de un profesional. Había acabado comprendiendo que el miedo al gendarme era realmente la propia base de la sociedad humana, y se había inscrito, en cierto modo como si fuese la cosa más natural del mundo, para la oposición externa de comisario de policía. Había obtenido un buen puesto y, como había nacido en París, cumplió su año de prácticas en la comisaría del distrito XIII. Era una formación exigente. En todos los casos que posteriormente le fueron asignados, nada sobrepasaría en complejidad e impenetrabilidad los ajustes de cuentas dentro de la mafia china que había investigado desde el comienzo de su carrera.

Entre los alumnos de la escuela de comisarios de Saint-Cyr-au-Mont-d'Or, muchos soñaban con una carrera en el Quai des Orfevres, a veces desde su infancia, algunos habían entrado en la policía sólo para eso, la competencia era ruda, por eso le había sorprendido que hubieran aceptado su petición de traslado a la brigada criminal, al cabo de cinco años de servicio en las comisarías de barrio. Por entonces acababa de
formar pareja
con una mujer a la que había conocido mientras ella cursaba sus estudios de economía y que se había orientado hacia la docencia, acababan de nombrarla profesora auxiliar en la Universidad de París-Dauphine; pero nunca pensó en casarse con ella, ni siquiera en suscribir un PACS
[16]
, la huella dejada por el divorcio de sus padres sería imborrable.

—¿Te dejo en tu casa? —le preguntó suavemente Ferber. Habían llegado a la Porte d'Orléans. Se percató de que no habían intercambiado una palabra durante todo el viaje; enfrascado en sus pensamientos, ni siquiera se había dado cuenta de las paradas en el peaje. De todas formas, era demasiado pronto para decir algo del caso; una noche les permitiría aclarar, amortiguar un poco el choque. Pero no se hacía ilusiones: teniendo en cuenta el horror del crimen, y el hecho de que además la víctima era una
personalidad
, las cosas irían muy deprisa, la presión sería enseguida enorme. La prensa todavía no estaba al corriente, pero este respiro sólo duraría una noche: a partir de esa noche tendría que llamar a su superior por el móvil. Y el comisario jefe, probablemente, llamaría al prefecto de policía.

Jasselin vivía en la rue Geoffroy-Saint-Hilaire, casi en la esquina de la rue Poliveau, a dos pasos del Jardín des Plantes. Por la noche, durante sus paseos nocturnos, oían a veces el barrito de los elefantes, los rugidos impresionantes de las fieras: ¿leones, panteras, pumas? Eran incapaces de distinguirlas por el ruido. Oían también, sobre todo las noches de luna llena, el aullido prolongado de los lobos, que sumía a Michou, su bichón boloñés, en accesos de terror atávicos, invencibles. No tenían hijos. Unos años después de que hubieran decidido vivir juntos, y como su vida sexual era —según la expresión acuñada— «totalmente satisfactoria», y Héléne no tomaba «ninguna precaución especial», decidieron consultar a un médico. Exámenes un poco humillantes pero rápidos mostraron que él era
oligospermático
. El nombre de la enfermedad parecía, en este caso, bastante eufemístico: sus eyaculaciones, cuya abundancia, por otra parte, era moderada, no contenían una
cantidad
insuficiente de espermatozoides, sino que no contenían
ningún
espermatozoide. Una oligospermia puede tener orígenes diversos: varicocele testicular, atrofia testicular, déficit hormonal, infección crónica de la próstata, gripe, otras causas. La mayoría de las veces no tiene nada que ver con la potencia viril. A algunos hombres que sólo producen muy pocos o ningún espermatozoide, se les empina
como a los ciervos
, mientras que otros, casi impotentes, tienen eyaculaciones tan abundantes y fértiles que bastarían para repoblar Europa occidental; la conjunción de estas dos cualidades basta para caracterizar el ideal masculino promovido por las producciones pornográficas. Jasselin no poseía esta configuración perfecta: aunque a los cincuenta años largos aún podía gratificar a su mujer con erecciones firmes y duraderas, desde luego no habría estado en condiciones de ofrecerle una
ducha de esperma
en el caso de que ella hubiera experimentado ese deseo; sus eyaculaciones, cuando acontecían, no rebasaban la capacidad de una cucharilla de café.

La oligospermia, causa principal de la esterilidad masculina, es siempre difícil y a menudo imposible de tratar. Sólo quedaban dos soluciones: recurrir a los espermatozoides de un donante masculino o a la adopción, pura y simplemente. Tras haberlo hablado varias veces, optaron por desistir. Héléne, a decir verdad, no tenía una necesidad tan imperiosa de tener un hijo, y unos años más tarde fue ella la que propuso que compraran un perro. En un pasaje en que se lamenta de la decadencia y la caída de la natalidad francesas (ya de actualidad en la década de 1930), el autor fascista Drieu La Rochelle imita para fustigarlo el discurso de una decadente pareja francesa de su época, lo que resulta más o menos en lo siguiente: «Y además Kiki, el perro, ya es suficiente para divertirnos…» Héléne terminó confesando a su marido que en el fondo era de esta misma opinión: un perro también era divertido, y hasta mucho más que un niño, y si alguna vez había proyectado tenerlo era sobre todo por conformismo, y un poco también por complacer a su madre, pero en realidad no le gustaban realmente los niños, nunca le habían gustado de verdad, y a él tampoco le gustaban, si se paraba a pensarlo, no le gustaba su egoísmo natural y sistemático, su desconocimiento original de la ley, su inmoralidad absoluta que obligaba a una educación agotadora y casi siempre infructuosa. No, decididamente no le gustaban los niños, los cachorros humanos.

Oyó un chirrido a su derecha y comprendió de pronto que estaban parados delante de su casa, quizá desde hacía mucho. La rue Poliveau estaba desierta bajo la hilera de farolas.

—Perdona, Christian… —dijo, molesto—. Estaba… distraído.

—No pasa nada.

Sólo eran las nueve, se dijo al subir la escalera, era probable que Héléne le hubiese esperado para cenar. A ella le gustaba cocinar, a veces él la acompañaba el domingo por la mañana a hacer las compras en el mercado Mouffetard, siempre que iba le encantaba aquel rincón de París, la iglesia Saint-Médard al lado de su plazuela, con un gallo que coronaba el campanario, como en una iglesia de pueblo.

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