El mapa y el territorio (7 page)

Read El mapa y el territorio Online

Authors: Michel Houellebecq

—Entonces, ¿es usted? —preguntó finalmente a Jed, mirándole directamente a los ojos con una intensidad inquietante; aquí se parecía de verdad a un héroe de novela rusa, del tipo «Razumikhin, antiguo estudiante», su apariencia engañaba, el brillo de su mirada debía desde luego más a la cocaína que al fervor religioso, pero ¿había una diferencia?, se preguntó Jed—. ¿Es usted el que se la ha levantado? —preguntó de nuevo Beigbeder con una intensidad creciente. Sin saber qué responder, Jed guardó silencio—. ¿Sabe que está con una de las cinco mujeres más bellas de París? —Su tono había vuelto a ser serio, profesional, se veía que conocía a las otras cuatro. Jed tampoco supo qué responder a esto. ¿Qué responder, en general, a las preguntas humanas?

Beigbeder suspiró, de golpe pareció muy cansado y Jed se dijo que la conversación iba a tornarse fácil; que podría, como de costumbre, escuchar y aprobar implícitamente las concepciones y las anécdotas desarrolladas por su interlocutor; pero nada de eso. Beigbeder se interesaba por él, quería saber más cosas de él, lo cual ya era en sí mismo extraordinario, Beigbeder era una de las personalidades más cortejadas de París y los presentes empezaban ya a extrañarse, probablemente sacaban conclusiones, volvían la mirada hacia ellos. Jed se escabulló al principio diciendo que hacía fotografías, pero Beigbeder quiso saber más: ¿
qué clase
de fotografías? La respuesta le dejó cortado: conocía fotógrafos de club, fotógrafos de moda y hasta algunos fotógrafos de guerra (si bien les había conocido más bien ejerciendo de
paparazzi
, actividad practicada, por otra parte, casi a hurtadillas, porque
en la profesión
solía considerarse menos noble fotografiar los pechos de Pamela Anderson que los restos desperdigados de un terrorista suicida libanés, y sin embargo se utilizan los mismos objetivos y los requisitos técnicos son casi similares; es difícil evitar que la mano tiemble en el momento de apretar el disparador, y las aberturas máximas sólo se adaptan a una luminosidad ya fuerte, son problemas que surgen con los teleobjetivos de muy grande aumento), pero no conocía a gente que fotografiase mapas de carreteras: era algo nuevo para él. Jed se embarulló un poco y acabó soltando que sí, en cierto sentido se podía decir que era un
artista
.

—Ja, ja, jaaa! —El escritor lanzó una carcajada excesiva que hizo que una decena de personas se volviese, entre ellas Olga—. ¡Pues claro, por supuesto, hay que ser
artista
! ¡La literatura, como plan, está aviada! ¡Hoy, para acostarse con las más guapas hay que ser
artista
! ¡Yo también quiero ser
ar-tis-ta
!

Y, sorprendentemente, abriendo mucho los brazos, entonó muy alto y casi en el tono justo esta estrofa de
Blues du Businessman
:

¡Yo habría querido ser artista

para crear un mundo solidario

para ejercer de anarquista

y vivir como un millonario!

El vaso de vodka le temblaba entre las manos. Ahora la mitad de la sala se había vuelto hacia ellos. Bajó los brazos y añadió, con una voz extraviada: «Letra de Luc Plamondon, música de Michel Berger», y prorrumpió en sollozos.

«Ha ido bien con Frédéric…», le dijo Olga cuando regresaban andando a lo largo del boulevard Saint-Germain. «Sí…», contestó Jed, perplejo. Entre sus lecturas de adolescencia, en el internado de jesuitas, había leído esas novelas realistas del siglo XIX francés donde sucede que los personajes de jóvenes ambiciosos
triunfan gracias a las mujeres
, pero le admiraba hallarse en una situación parecida, y a decir verdad había olvidado un poco las novelas realistas del XIX francés, hacía años que sólo conseguía leer novelas de Agatha Christie y, más específicamente, aquellas en las que aparecía Hércules Poirot, que poca cosa podían ayudarle en las circunstancias actuales.

En suma, estaba
lanzado
, y Olga casi no tuvo dificultades para convencer a su director de que organizaran la primera exposición de Jed en un local de la empresa situado en la avenue de Breteuil. Visitó el espacio, vasto pero bastante triste, de paredes y suelo de hormigón gris; esta desnudez le pareció más bien propicia. No propuso ninguna modificación, se limitó a pedir que instalasen en la entrada un gran cartel adicional. En cambio, dio instrucciones muy precisas para la iluminación y pasó todas las semanas para comprobar si las habían seguido al pie de la letra.

La fecha de la inauguración sería el 28 de enero, una decisión bastante inteligente: dejaba tiempo a los críticos para volver de las vacaciones de invierno y planificar su agenda. El presupuesto asignado al bufé era muy conveniente. La primera auténtica sorpresa de Jed fue la agregada de prensa: imbuido de tópicos, siempre se había imaginado que eran chicas
cañón
, y le asombró encontrarse delante de una cosita achacosa, flaca y casi cheposa, desventuradamente llamada Marylin y seguramente neurótica, por añadidura: durante todo el tiempo de su primera entrevista ella se retorció con angustia su larga melena negra y lacia, haciendo poco a poco nudos indesatables antes de arrancarse el mechón de un tirón seco. La nariz le goteaba continuamente y en el bolso de dimensiones enormes, que más bien era un capazo, transportaba una quincena de paquetes de pañuelos desechables: aproximadamente su consumo diario. Se vieron en el despacho de Olga, y resultaba molesto ver a esta criatura suntuosa, de formas indefinidamente deseables, al lado de aquella pobre mujercita de vagina inexplorada; Jed se preguntó incluso por un instante si Olga no la habría escogido por su fealdad, para evitar alrededor de él toda competencia femenina. Pero no, por supuesto que no, era bien consciente de su propia belleza, y también era demasiado objetiva para sentirse en situación competitiva o de rivalidad, puesto que su supremacía no estaba objetivamente amenazada, y esto no le había sucedido nunca en la vida real, aun cuando hubiera podido envidiar fugitivamente los pómulos de Kate Moss o el culo de Naomi Campbell durante un desfile de moda retransmitido por M6. Olga había elegido a Marylin porque tenía la reputación de ser una excelente encargada de prensa, la mejor sin duda en la esfera del arte contemporáneo, al menos en el mercado francés.

—Estoy feliz trabajando en este proyecto… —anunció Marylin, con voz quejumbrosa—. Profundamente feliz.

Olga se encogía para intentar llegar a su altura, se sentía atrozmente incómoda y acabó indicándoles una salita de reuniones al lado de su despacho. «Os dejo trabajar…», dijo, antes de desaparecer, aliviada. Marylin sacó una libreta grande, de formato 21 x 29,7, y dos cajas de pañuelos de papel antes de continuar:

—Al principio estudié geografía. Luego me bifurqué hacia la geografía humana. Y ahora me dedico a lo humano a secas. Bueno, si a esto se le puede llamar seres humanos —atemperó Marylin.

De entrada quiso saber si él tenía «soportes fetiches» en materia de prensa escrita. No era el caso; en realidad, él no se acordaba de haber comprado un periódico o una revista en toda su vida. Le gustaba la televisión, sobre todo por la mañana, podías relajarte zapeando entre los dibujos animados y las crónicas bursátiles; a veces, cuando un tema le interesaba especialmente se conectaba a Internet, pero la prensa escrita le parecía una superviviente extraña, probablemente condenada a corto plazo, y cuyo interés, en definitiva, se le escapaba por completo.

—De acuerdo… —comentó Marylin con reserva—. Así que supongo que tengo más o menos carta blanca.

V

En efecto, tenía carta blanca y la utilizó del mejor modo posible. La noche de la inauguración, cuando entraron en la sala de la avenue de Breteuil, Olga tuvo un sobresalto. «Hay gente…», dijo finalmente, impresionada. «Sí, ha venido gente», confirmó Marylin, con una satisfacción sorda que extrañamente parecía teñida de una especie de rencor. Había un centenar de personas, pero lo que ella quería decir era que había personas importantes, y ¿cómo saber esto? La única persona a la que Jed conocía de vista era Patrick Forestier, el superior jerárquico inmediato de Olga y director de comunicación de Michelin France, un licenciado corriente de la politécnica que se había pasado tres horas probando a vestirse
artístico
, repasando todo su vestuario para al final decidirse por uno de sus trajes grises habituales, pero sin corbata.

Un gran cartel obstruía la entrada de la sala, dejando al lado aberturas de dos metros donde Jed había colocado juntas una foto satélite tomada en las inmediaciones del globo de Guebwiller y la ampliación de un mapa Michelin «Departamentos» de la misma zona. El contraste era extraordinario: la foto satélite sólo mostraba una sopa de verdes más o menos uniformes sembrados de vagas manchas azules, mientras que el mapa desarrollaba una rejilla fascinante de carreteras departamentales, pintorescas, de vistas panorámicas, bosques, lagos y puertos de montaña. Encima de las dos ampliaciones, en letras mayúsculas negras, estaba el título de la exposición: «EL MAPA ES MÁS INTERESANTE QUE EL TERRITORIO».

En la sala propiamente dicha, sobre grandes bastidores móviles, Jed había colgado una treintena de ampliaciones fotográficas, todas tomadas de los mapas Michelin «Departamentos», pero elegidas en las zonas geográficas más diversas, desde la alta montaña al litoral bretón, de las regiones boscosas de la Manche a las llanuras cerealistas de Eure-et-Loir. Siempre flanqueada por Olga y por Jed, Marylin se detuvo en el umbral y contempló a la multitud de periodistas y críticos como un predador que observa al rebaño de antílopes que se dispone a beber.

—Está Pepita Bourguignon —dijo finalmente, con una risita seca y burlona.

—¿Bourguignon? —inquirió Jed.

—La crítica de arte de
Monde
.

Estuvo a punto de repetir estúpidamente: «¿Del mundo?», pero se acordó de que se trataba del periódico de la tarde y resolvió callarse, en la medida de lo posible, durante el resto de la velada. En cuanto se separó de Marylin no tuvo problemas para deambular tranquilamente entre sus fotos sin que nadie le reconociese como
el artista
, y sin pretender siquiera oír los comentarios. Le pareció que, comparada con otras inauguraciones, el alboroto era allí bastante menos vivo; el ambiente estaba concentrado, casi recogido, muchos miraban las obras, posiblemente era una buena señal. Patrick Forestier era uno de los pocos invitados que se mostraba exuberante: con una copa de champán en la mano, giraba sobre sí mismo para ampliar su auditorio felicitándose ruidosamente del «fin del malentendido entre Michelin y el mundo del arte».

Tres días después, Marylin irrumpió en la sala de reuniones donde Jed se había instalado, cerca del despacho de Olga, para aguardar las reacciones. Sacó de su capazo una caja de pañuelos de papel y el
Monde
del día.

—¿No lo ha leído? —exclamó con lo que, en ella, podía tomarse por una sobreexcitación—. Entonces he hecho bien en venir.

Firmado por Patrick Kéchichian, el artículo —una página entera, con una reproducción en colores muy hermosa de su fotografía del mapa de Dordoña, Lot— era ditirámbico. Desde las primeras líneas, asociaba el punto de vista del mapa —o de la imagen satélite— con el punto de vista de Dios. «Con la profunda tranquilidad de los grandes revolucionarios», escribía, «el artista —un hombre muy joven— se aparta, desde la pieza inaugural, en que nos da acceso a su mundo, de esa visión naturalista y neopagana en la que nuestros contemporáneos se extenúan buscando la imagen del Ausente. No sin una valerosa audacia, adopta el punto de vista de un Dios que coparticipa al lado del hombre en la (re)construcción del mundo.» A continuación hablaba largamente de las obras, demostrando un conocimiento asombroso de la técnica fotográfica, y concluía: «Jed Martin ha escogido entre la unión mística con el mundo y la teología racional. Ha sido quizá el primero en el arte occidental, después de los grandes renacentistas, que a las seducciones nocturnas de un Hildegarde de Bingen ha preferido las construcciones difíciles y claras del "buey mudo", como sus condiscípulos de la Universidad de Colonia acostumbraban llamar a Aquino. Si esta elección es, por supuesto, discutible, lo es apenas la altura de miras que entraña. He aquí un año artístico que se anuncia con los auspicios más prometedores.»

—No dice tonterías… —comentó Jed.

Ella le miró indignada.

—¡Es un artículo sensacional! —respondió, con severidad—. Bueno, es bastante curioso que sea Kéchichian el que lo ha escrito, normalmente sólo se ocupa de libros. Sin embargo, estaba allí Pepita Bourguignon… —concluyó, categórica, tras unos segundos de perplejidad—: En fin, prefiero una página entera de Kéchichian que una apostilla de Bourguignon.

—¿Y qué va a pasar ahora?

—Van a llover. Van a llover cada vez más artículos.

Celebraron el acontecimiento esa misma noche, en Chez Anthony et Georges. «Se habla mucho de usted…», le deslizó al oído Georges a Jed mientras ayudaba a Olga a quitarse el abrigo. A los restaurantes les gustan los famosos, siguen con la mayor atención la actualidad cultural y mundana, saben que la presencia de famosos en su local puede ejercer un auténtico poder de atracción sobre el segmento de población de ricos embrutecidos que prioritariamente desean como clientes; y a los famosos, por lo general, les gustan los restaurantes, se establece entre ellos una especie de simbiosis. Minifamoso muy joven, Jed adoptó sin dificultad la actitud de desapego modesto que convenía a su nuevo estatuto y Georges, experto en intermediarios de famosos, la aprobó con un vistazo apreciativo. No había mucha gente aquella noche en el restaurante, sólo una pareja de coreanos que se marcharon enseguida. Olga se decidió por un gazpacho a la rúcula y un bogavante a medio cocer con su puré de ñame, y Jed por unas vieiras a la sartén simplemente soasadas y un souflé de rodaballo a la alcaravea con nieve de pera Passa Crassana. A los postres se presentó Anthony, con su delantal ceñido, empuñando una botella de Castaré de Bas Armagnac 1905. «Obsequio de la casa…», dijo, sofocado, antes de escanciarlo. Según el Rothenstein y Bowles, esta añada cautivaba por su amplitud, su nobleza y su brillo. El final de ciruela y rancio era el ejemplo típico de un aguardiente posado, largo en boca, con un último regusto de cuero viejo. Anthony había engordado un poco desde su última visita, era sin duda inevitable, la secreción de testosterona disminuye con la edad, el índice de masa adiposa aumenta, afrontaba una edad crítica.

Other books

Die for the Flame by William Gehler
October Skies by Alex Scarrow
CHIP OFF THE OLD BLOCK by Sahara Foley