El médico de Nueva York (26 page)

Tonneman quedó estupefacto. Él y Jamie se hallaban ante una encrucijada.

—No quiero. Ésta es mi casa. —Hizo una pausa y añadió—: ¿Nosotros?

—Sí, con el capitán Willard, su encantadora esposa y su hermana, mi futura esposa.

Tonneman echó a reír.

—¡Tú, un hombre casado! Jamie, no puedo creerlo.

Jamison frunció el entrecejo.

—John, he pedido a la encantadora Grace Greenaway que se case conmigo. Ha aceptado. Estamos prometidos.

44

Miércoles 17 de enero. Ultima hora de la mañana

Goldsmith examinó la bandera de la libertad que ondeaba en el Common, en el mismo lugar que sus menos robustas predecesoras. Estaba asegurada con soportes de metal tan sólidos que sólo una explosión habría podido arrancarla. Goldsmith se hallaba en compañía de Ben Mendoza y un grupo de patriotas.

Ben tenía el rostro encendido de ira.

—Ayer por la noche esos malditos
tories
volvieron a arrancar la bandera. Voy a la taberna Fraunces. Hay convocada una reunión para decidir qué hacer al respecto. ¿Vienes?

—No —respondió Goldsmith—, tengo un asunto que resolver.

—¿Más importante que hablar de los
tories?

Goldsmith adoptó un aire de seriedad.

—He de resolverlo.

—No te habrás pasado a los lealistas, ¿verdad, Daniel?

Goldsmith cerró el puño, aunque no amenazó al chico.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Tu esposa y tu suegra limpian la mierda de los ingleses.

—Eso o morir de hambre.

—Habría quien preferiría morir de hambre.

—Muy fácil decirlo para un Mendoza —replicó Goldsmith, furioso.

Sin añadir nada más, se abrió paso entre los hombres y se alejó. Durante todo el mes, movido por lo que Quintin le había contado, Goldsmith se había dedicado a preguntar a todo aquel que encontraba si había visto a un blanco de tez morena, cabello oscuro, no muy alto y con aspecto de soldado. Visitó el campamento Bayard tan a menudo que los soldados le sugirieron que se alistara en el ejército para así cobrar un sueldo y comer gratis. Naturalmente, bromeaban, puesto que los soldados no comían mejor que la población civil.

Goldsmith se detuvo para observar un grupo de soldados que se acercaban. Casi todos tenían la tez blanca. Uno era moreno, pero muy bajo. El aspecto de otro respondía a la descripción de Quintin. Goldsmith lo observó atentamente.

—¿Qué miras? —preguntó el hombre de modo agresivo, con acento irlandés.

—¿Dónde estabas el 26 de noviembre?

—Bailando con Su Majestad la reina —se mofó el irlandés.

—¿Quién pregunta? —preguntó otro soldado.

—El alguacil Goldsmith —respondió con descaro.

—Muy bien, alguacil, todos nosotros llegamos de Connecticut la semana pasada, si esto le sirve de algo.

Llevaban abrigos azules, el color de algunos regimientos de Connecticut; también en Nueva York algunos lucían el mismo uniforme.

Goldsmith meneó la cabeza desesperado. Encontrar a un soldado era una tarea imposible.

—Gracias.

Los militares se alejaron entre risas.

—¿Cómo te llamas, irlandés? —preguntó Goldsmith.

—Sin volverse, el hombre respondió a voz en cuello:

—George Washington.

¿Hacia dónde se dirigía? Goldsmith dio una vuelta tratando de recordar. Molly. Desde que había sido destituido de su cargo, había trabajado esporádicamente en la taberna Fraunces e incluso había pasado unos días ayudando a Quintin con la brea. Sin embargo, había dedicado la mayor parte del tiempo a deambular por la ciudad, formular preguntas y recibir respuestas desalentadoras. Por las noches no lograba conciliar el sueño, pues Gretel se le aparecía en sueños y decía: «Véngame, véngame.» El espíritu de la alemana lo perseguía.

Sólo hallaba descanso en casa de Molly. Decidió pasar antes por la taberna de Sam para conseguir verduras para sus hijas y algo más para Molly. Más tarde la visitaría con el pretexto de obtener información. Después de comer, Molly entonaría una canción o le contaría cualquier historia insignificante. Después, y sólo después de eso, conseguiría dormir tranquilo sentado en su silla.

Golpeó la puerta de Molly, pero no obtuvo respuesta. Insistió.

—Un momento —contestó una voz ronca apenas audible.

Molly abrió la puerta y regresó inmediatamente a la cama.

—¿Hoy no me dices «cariño»? —bromeó Goldsmith.

Molly tosió con violencia; le saltaron algunas lágrimas. Tenía el rostro encendido por la fiebre.

—No me encuentro bien. Me duele la garganta y la cabeza. Tengo la espalda y las piernas como si me hubiese tirado a veinte hombres.

La crudeza de esas palabras estremeció a Goldsmith. Le puso la mano en la frente. Era la primera vez que la tocaba. Vaciló un instante.

—Estás muy caliente.

—Ojalá el calor me bajara a los pies; ahí sí lo necesito. —Molly tembló con la misma violencia con que antes había tosido—. Tengo mucho frío.

Goldsmith extendió su abrigo sobre la colcha y se sentó en la cama.

—¿Mejor?

—Sí —respondió ella, y Goldsmith adivinó que mentía.

—Hoy sólo traigo patatas y chirivías. Si te apetece, prepararé un poco de sopa.

—Gracias, Daniel. —Volvió a toser, aunque por suerte el acceso duró poco—. Hay té. Comamos las verduras crudas y bebamos el té.

Goldsmith la ayudó a incorporarse en la cama y le dio de comer. Al terminar, Goldsmith preguntó:

—¿Algo más?

—¿Y tú?

—No, nada.

Molly tosió.

—¿Molly?

—Estoy bien. Lee algo.

—Como quieras. ¿Qué te gustaría?

Molly hurgó bajo la almohada.

—Mary
la Pelirroja
me dio este libro. Un cliente de Filadelfia lo dejó olvidado. Y como ella no sabe leer...

Goldsmith cogió el libro.

—Sentido común
, escrito por un inglés. —Hojeó el libro—. Parece cosa seria.

—Hay algo más que me llamó mucho la atención —comentó Molly, cogiendo el tomo—. Aquí está: «La autoridad de Gran Bretaña sobre este continente es una forma de gobierno que tarde o temprano tendrá que acabar...»

—Se refiere a América.

—Sí. ¿Podría eso ocurrir? ¿Podríamos tener nuestro propio gobierno?

—Creo que sí.

—¿Sin rey?

—¿Por qué no?

—Dice que es una soberana tontería que los americanos sean súbditos de un monarca inglés. —Molly buscó una página concreta—. «Todos los métodos pacíficos han demostrado ser ineficaces.» Eso significa que el autor considera necesaria la lucha.

Goldsmith asintió con la cabeza.

—Hoy han intentado de nuevo arrancar la bandera de la libertad. Si quieren guerra, la tendrán.

—Daniel, me asustas —dijo Molly antes de toser una vez más.

—Ahora he de marcharme, pero volveré...

Molly rompió a llorar.

—No, no te vayas. Quédate un poco...

Tosió con tanta violencia que escupió sangre.

—No soporto verte así —declaró Goldsmith. La ayudó a levantarse del lecho y la vistió—. ¿Dónde tienes las botas?

—Debajo de la cama. ¿Qué haces?

—Voy a llevarte a casa del doctor Tonneman.

45

Martes 18 de enero. A media tarde

Al divisar el establo,
Chaucer
galopó los últimos veinte metros con desesperada energía. Ya en la cuadra, el animal, exhausto, relinchó en agradecimiento. Había sido un día muy largo. Muchos de los nuevos pacientes de Tonneman habían contraído la gripe.

El doctor estaba tan absorto en sus pensamientos que no vio ni oyó a Goldsmith hasta que lo tuvo delante de las narices.

—No descansa en paz.

Tonneman se sobresaltó. Luego, al comprobar que se trataba del ex alguacil, procedió a desensillar a
Chaucer
y secarla.

—Por Dios, Goldsmith —dijo, tendiéndole la silla—, ¿qué te pasa? La enferma es Molly, y no tú.

Después de frotar a la yegua con un poco de heno, la cepilló.

Goldsmith colgó la silla de un travesaño y lanzó un profundo suspiro.

Tonneman, demasiado cansado para atender mejor al animal, echó una manta encima de
Chaucer
y le dio de beber. La montura bebió sin respiro.

—Tranquila, tranquila, o reventarás.

Retiró el cubo de agua y lo sustituyó por el de comida.

Goldsmith lo observó todo el rato.

—No me refiero a Molly, sino a Gretel. No descansa en paz. Se me aparece en sueños —Goldsmith lanzó una carcajada—, y no puedo dormir tranquilo.

—Eres demasiado supersticioso. —Al ver la expresión del alguacil, Tonneman se compadeció de él—. Entra en casa. Tomaremos una copa de oporto y hablaremos de ello.

—¿Cómo se encuentra Molly? —preguntó Goldsmith.

—Esta mañana ya no tenía fiebre. Me alegra decirte que se ha repuesto antes de lo previsto. Podría haber contraído una neumonía. Habría sido peor. Ahora ya se encuentra bien; duerme como un bebé. —Tonneman observó a Goldsmith unos instantes—. Está muy débil, medio muerta de hambre. La recuperación será lenta.

Goldsmith se alegró de oírlo.

—Pero se recuperará.

—Sí.

—Roguemos a Dios que así sea. —Sonrió—. Venga, vayamos a tomar ese oporto.

—Entremos, pues —dijo Tonneman, también sonriente.

Ambos tenían motivos para estar contentos. El motivo principal de Tonneman era la presencia de esa chica en la consulta. Mariana le había despertado de un largo sueño que, después de la terrible muerte de Gretel, había amenazado con sepultarle en vida.

La consulta estaba vacía. Decepcionado, Tonneman entró en el estudio y arrojó el abrigo encima de una de las sillas situadas delante de la chimenea. Goldsmith no se quitó el suyo.

De la cocina salía un aroma a estofado de pollo que se mezclaba con el olor a humo de mazorca de maíz; Quintin debía haber fumado esa bazofia otra vez. Tonneman se estremeció. La chimenea de la cocina estaba encendida, de modo que la habitación estaba caldeada.

El africano, que se peleaba con el mortero y la mano de mortero, no levantó la mirada para saludar. Por el fuerte olor que impregnaba la estancia, el doctor dedujo que el almirez contenía ajo.

—La señorita Mariana está arriba, dando de comer a la otra.

—Siéntate, Goldsmith.

Tonneman se sintió feliz al enterarse de que Mariana se hallaba en la casa. Quintin era un buen hombre; siempre decía lo que él quería oír. Tonneman se preguntó si le habría leído el pensamiento. Pensó que tal vez los negros tenían un sexto sentido. De todos modos, no creía en esa clase de supersticiones.

Se dirigió al comedor en busca de la botella de oporto, la última que quedaba. Estaba medio vacía. Llenó dos vasos.

—¿Queda alguna otra botella?

—Ni idea, doctor Tonneman —respondió Quintin muy serio—. Nunca tomo alcohol.

—Tienes razón; lo había olvidado.

Tonneman sabía que si quería encontrar alguna botella de oporto en la casa, tendría que buscarla él solo. Seguro que no podría adquirir ninguna en la ciudad; con los barcos ingleses sitiando Nueva York, tardarían mucho tiempo en poder comprar productos europeos. Bebió despacio para saborear el vino tinto de Portugal.

Goldsmith lo tragó como si se tratara de agua.

—El esquema falla.

—¿Cómo?

—Gretel no era joven.

Tonneman también lo había pensado; lo reconsideró.

—Tienes razón, claro. Quizá no la asesinaron por el mismo motivo que a las demás, e incluso es posible que no lo hiciera el mismo hombre.

Goldsmith parecía a punto de llorar.

—Pero ¿por qué querría alguien matar a Gretel?

—Porque sabía algo.

Los dos hombres miraron a Quintin sorprendidos. Tonneman asintió con la cabeza. Era evidente. Profundamente afectado por la muerte de Gretel, no había sido capaz de pensar en esa posibilidad. Quintin estaba en lo cierto.

—¿Algo más?

—Que se trata del mismo soldado.

Goldsmith asintió con la cabeza y añadió:

—Tal vez la mató porque vio algo.

Tonneman apuró el vino.

—Vayamos a ver a la paciente.

Subió por las escaleras a toda prisa, seguido por Goldsmith. Tonneman pensó que había algo entre ellos dos que los unía, pero no acertó a adivinar qué. No tardó mucho en averiguarlo: Mariana y Molly.

Llamó a la puerta con suavidad y la abrió. El fuerte olor a brea los saludó al entrar. Mariana vertía agua caliente en una tela impregnada de brea mientras Molly inhalaba el vapor.

—Basta ya —exclamó Molly—. Apesta.

—Tranquila —dijo Goldsmith—, es por tu bien.

A Molly se le encendió el rostro de alegría al ver a Goldsmith. Se mesó la larga cabellera negra que Mariana había lavado y peinado antes. Ésta guardó la tela, se sentó en la cama y empezó a darle la sopa con una cuchara.

—¿Qué tal se encuentra mi paciente? —preguntó Tonneman mientras le tomaba el pulso. Quedó un tanto alarmado hasta que descubrió que la causa del aceleramiento era Goldsmith.

—Estoy mejor, doctor Tonneman.

Mariana se sonrojó ante la penetrante mirada de Tonneman. Al levantarse, advirtió que el fondo de la taza de sopa estaba lleno de ajo.

—No te has comido el ajo —comentó Tonneman.

—Si lo hubiese hecho, olería peor que esa brea.

—Yo en tu lugar me lo pensaría mejor. Quintin afirma que el ajo cura todo.

Sin pensarlo, Goldsmith añadió:

—Según el Talmud, el ajo aumenta el amor conyugal. —Acto seguido se ruborizó.

—Dámelo, entonces —exclamó Molly mientras cogía la cuchara y se la llevaba a la boca.

Todos echaron a reír. Goldsmith clavó la mirada en el suelo y se acercó al pie de la cama de Molly.

Tonneman hizo señas a Mariana, y ambos se encaminaron hacia la puerta.

—Señor Tonneman.

Tonneman se volvió.

—Dime, Molly.

—¿Cuándo podré regresar a mi casa?

—¡Molly!

—No te metas, Daniel. He de ganarme la vida.

—Estás recuperándote de la gripe; hay quien todavía la padece y tiene menos suerte que tú. Si vuelves a trabajar como antes, contraerás una neumonía, y es posible que mueras.

Goldsmith alzó la vista.

—Que Dios me proteja de las mujeres testarudas. —Mirando a Molly fijamente, agregó—: Escucha su consejo.

—Si Goldsmith no te hubiese encontrado y traído aquí, habrías muerto.

—Ay, ay —se quejó Molly—. ¿Qué será de mí? Moriré de todos modos.

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