El mensaje que llegó en una botella (28 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

Asintió en silencio.

—Sí, ya veo que es por eso. A ti también te gustaría tener el pelo así, ¿verdad? Sacudes la cabeza, pero creo que sí, que es lo que quieres. Escucha, Magdalena. ¿He contado acaso a tus padres que tienes este pequeño secreto? No, no se lo he contado. Entonces no soy tan malo, ¿no?

Retrocedió un poco, sacó la navaja del bolsillo y la abrió. Siempre limpia y afilada.

—Con esta navaja puedo cortarte el pelo en un santiamén.

Cogió un mechón y lo cortó, mientras la chica daba un brinco y su hermano tiraba en vano de la cadena para acudir en su auxilio.

—¿Lo ves? —confirmó.

La chica reaccionó como si le hubiera dado un tajo en la carne. El pelo corto era un auténtico tabú para una chica que había vivido toda su vida con el dogma religioso de que el pelo era sagrado; era algo evidente.

La chica se echó a llorar mientras él volvía a cerrarle la boca con cinta adhesiva. Los pantalones y la hoja de periódico del suelo se mojaron.

El hombre se volvió hacia el hermano y repitió la sesión de la cinta adhesiva y la taza de agua.

—Y también tú tienes tus secretos, Samuel. Miras a las chicas que no son de la comunidad. Te he visto hacerlo cuando volvías de la escuela a casa con tu hermano mayor. ¿Eso te está permitido, Samuel? —preguntó.

—Pongo a Dios por testigo de que te mataré en cuanto pueda —respondió el chico antes de que volviera a taparle la boca con cinta adhesiva. No quedaba mucho por hacer.

Sí. La elección era la correcta. Era la chica la que debía morir.

A pesar de sus sueños, ella era la más devota. La que más dominada estaba por la religión. La que, tal vez, se convirtiera en una nueva Rakel o en una nueva Eva.

¿Qué más necesitaba saber?

Después de tranquilizarlos diciendo que volvería para liberarlos cuando su padre hubiera pagado, volvió al anexo y comprobó que el depósito estaba bien lleno. Luego apagó la bomba, enrolló la manguera, enchufó el serpentín calefactor al generador, introdujo el serpentín en el depósito y encendió. Sabía por experiencia que la lejía funcionaba mucho más rápido cuando la temperatura estaba por encima de veinte grados, y todavía podía haber heladas nocturnas.

Cogió el bidón de lejía del palé del rincón y se dio cuenta de que necesitaría más provisiones para la próxima vez. Luego puso el bidón boca abajo y vació su contenido en el depósito.

Cuando matara a la chica y arrojara su cadáver al depósito, se descompondría en un par de semanas.

Después, únicamente se trataba de meterse veinte metros fiordo adentro con la manguera y vaciar el contenido del depósito.

A poco que soplara algo de viento aquel día, los restos desaparecerían muy rápido.

Enjuagaría un par de veces el depósito, y todas las pistas desaparecerían.

Simple cuestión de química.

24

Era una pareja de lo más variopinta la del despacho de Carl. Yrsa con los labios encarnados, y Assad con una belicosa barba de días, un arma temible en caso de abrazo.

Assad parecía muy descontento. De hecho, Carl no recordaba haberlo visto nunca mostrar tanta reprobación como en aquel momento.

—¡Esperemos, o sea, que no sea verdad lo que dice Yrsa! ¿No vamos a traer a ese Tryggve a Copenhague, Carl? ¿Y el informe, entonces?

Carl guiñó los ojos. La imagen de Mona abriendo la puerta del dormitorio se deslizó por su retina y lo arrancó de la realidad. De hecho, llevaba toda la mañana sin poder pensar en otra cosa. Tryggve y la locura del mundo tendrían que esperar hasta que volviera a estar listo.

—Esto… ¿qué? —Carl se enderezó en la silla del despacho. Hacía bastante tiempo que no sentía el cuerpo tan dolorido—. ¿Tryggve? No, sigue en Blekinge. Le pedí que viniera a Copenhague, de hecho le ofrecí traerlo en coche, pero no se veía con fuerzas para ello, me dijo, y tampoco podía obligarlo. Recuerda que vive en Suecia, Assad. Si no quiere venir por propia voluntad no podremos traerlo sin ayuda de la Policía sueca, y estamos en el principio del caso, ¿no?

Había esperado que Assad le hiciera un gesto afirmativo, pero no lo hizo.

—Voy a escribir un informe para Marcus, ¿vale? Después ya veremos. Y aparte de eso, no sé qué podemos hacer en este momento. Se trata de un caso de hace trece años que nunca ha sido investigado. Tenemos que dejar que Marcus Jacobsen decida de quién es el caso.

Assad frunció las cejas e Yrsa hizo lo propio. ¿Iba a llevarse el Departamento A la gloria por el trabajo que habían hecho ellos? ¿Lo decía en serio?

Assad consultó su reloj.

—Podemos subir ahora mismo a aclararlo, entonces. Jacobsen empieza a trabajar temprano los lunes.

—Vale, Assad —concedió Carl, enderezándose—. Pero antes debemos hablar.

Miró a Yrsa, que meneaba las caderas llena de expectación por lo que iba a desvelarse.

—Solo Assad y yo, Yrsa —advirtió Carl—. Tengo que hablar con él a solas.

—Oh…

Parpadeó un par de veces.

—Cosas de hombres —dijo, dejándoles un vaho de perfume.

Miró a Assad con las cejas arqueadas. Tal vez bastara para que el hombre le diera alguna explicación; pero Assad se limitó a mirarlo como si justo después fuera a ofrecerle una pastilla contra la acidez.

—Ayer estuve en tu casa, Assad. En el 62 de Heimdalsgade. No estabas.

En la mejilla de Assad se formó una fina arruga que, de forma prodigiosa, se convirtió al instante en una sonrisa.

—Qué lástima. Deberías haber llamado antes.

—Intenté llamar, pero no cogiste el móvil, Assad.

—Podría haber estado bien. Bueno, otra vez será.

—Ya, pero entonces tendrá que ser en otro sitio, ¿no?

Assad asintió con la cabeza. Trató de alegrar la cara.

—Te refieres a citarnos en el centro, o sea. Podría ser divertido.

—Entonces trae a tu mujer, Assad. Tengo muchas ganas de conocerla. Y a tus hijas.

Uno de los ojos de Assad se entornó un poco. Como si su mujer fuera lo último que quisiera llevar a un lugar público.

—Hablé con algunas personas en Heimdalsgade, Assad.

El otro ojo se entornó también.

—No vives allí, hace tiempo que no lo haces. Y en cuanto a tu familia, nunca ha vivido allí. ¿Dónde vives, entonces?

Assad hizo un amplio gesto con los brazos.

—Era un piso muy pequeño, Carl. No cabíamos allí.

—¿No deberías haberme comunicado la mudanza y cancelar el alquiler del pisito?

Assad pareció reflexionar.

—Sí, tienes razón. Lo haré.

—¿Y dónde vives ahora, entonces?

—Hemos alquilado una casa, ahora es barato. Ahora muchos tienen dos casas a la vez. Ya sabes, el mercado inmobiliario.

—Bien, suena estupendo. Pero ¿dónde, Assad? Me hace falta una dirección.

Assad inclinó la cabeza un poco.

—Oye, Carl, hemos alquilado la casa en negro, si no sale demasiado caro. ¿No podemos guardar la vieja dirección como domicilio postal, entonces?

—¿Dónde está, Assad?

—Pues en Holte. Es una casita de Kongevejen. Pero ¿llamarás antes, Carl? A mi mujer no le gusta que la gente se presente sin más.

Carl asintió en silencio. Ya volverían a tratar de todo aquello otro día.

—Otra cosa. ¿Por qué has dicho en Heimdalsgade que eras musulmán chiita? ¿No decías que eras sirio?

El asistente sacó hacia abajo su labio carnoso.

—Sí. ¿Y…?

—¿En Siria hay musulmanes chiitas?

Las cejas pobladas de Assad dieron un salto hasta media frente.

—Oye, Carl —dijo sonriendo—, musulmanes chiitas los hay en todas partes.

Media hora más tarde estaban en la sala de reuniones con quince compañeros malhumorados por ser lunes, con Lars Bjørn y Marcus Jacobsen, el jefe de Homicidios, en medio del círculo.

Era evidente que nadie estaba allí por diversión.

Fue Marcus Jacobsen quien reprodujo lo que Carl había contado, porque así funcionaban las cosas en el Departamento A. Si había alguna duda, no había más que preguntar.

—El hermano pequeño del asesinado Poul Holt, Tryggve Holt, ha contado a Carl Mørck que la familia conocía al secuestrador, o quizá debiéramos decir al asesino —dijo Marcus Jacobsen algo más adelante en su presentación del caso—. El asesino frecuentó en una época las sesiones de rezos que el padre, Martin Holt, celebraba para los miembros locales de los Testigos de Jehová, y todos esperaban que aquel hombre pidiera ingresar en la comunidad.

—¿Tenemos fotografías del hombre? —preguntó la subcomisaria Bente Hansen, una de las viejas compañeras de grupo de Carl. El subinspector Bjørn sacudió la cabeza.

—No, pero tenemos una descripción de su aspecto, y tenemos un nombre: Freddy Brink. Seguramente falso, el Departamento A ya lo ha mirado, y en la pantalla no aparece nadie que se ajuste a la edad descrita. Hemos logrado que unos compañeros de Karlshamn enviaran un dibujante de la Policía donde Tryggve Holt; veremos qué sale de ahí.

El inspector jefe de Homicidios se colocó frente a la pizarra blanca y escribió las palabras clave.

—O sea, que secuestra a los niños el 16 de febrero de 1996. Es viernes, el día que Poul ha invitado a su hermano pequeño Tryggve a visitar la Escuela de Ingenieros de Ballerup. El supuesto Freddy Brink pasa junto a ellos en su furgoneta azul celeste y bromea porque se hayan encontrado tan lejos de Græsted. Les ofrece llevarlos a casa. Por desgracia, Tryggve no pudo dar más detalles del coche, aparte de que era redondo por delante y cuadrado por detrás.

»Los jóvenes se sientan en el asiento delantero, y algo más tarde el hombre se detiene en un área de descanso vacía y los paraliza con una descarga eléctrica. No tenemos ninguna descripción de cómo lo hace, pero probablemente con algún tipo de arma de electrochoque. Después los mete en la parte trasera y les restriega la cara con un trapo, lo más seguro empapado con cloroformo o éter.

—Déjame añadir que Tryggve Holt no estaba seguro del curso de los acontecimientos —intercaló Carl—. Estaba semiinconsciente por la descarga eléctrica, y después su hermano mayor no pudo decirle gran cosa, ya que tenían la boca tapada con cinta adhesiva.

—Eso es —continuó Marcus Jacobsen—. Pero si he entendido bien, Poul dio a su hermano pequeño la impresión de que habían conducido una hora más o menos, claro que no es un dato fiable al cien por cien. Poul padecía un tipo de autismo y no captaba bien la realidad, pese a ser un superdotado.

—¿Síndrome de Asperger, tal vez? Lo digo por el texto del mensaje, y porque Poul llegó a escribir la fecha exacta en aquella situación espantosa. Eso ¿no es sintomático? —preguntó Bente Hansen con el rotulador preparado.

—Sí, tal vez.

El inspector jefe asintió en silencio.

—Después del viaje en coche metió a los chicos en una caseta de botes que apestaba a alquitrán y agua podrida. Era una caseta bastante pequeña donde se podía estar justo de pie con la espalda muy encorvada. No era para botes de remo o veleros, sino más bien para canoas y kayaks. Y estuvieron encerrados allí cuatro o cinco días antes de que Poul fuera asesinado. Las indicaciones temporales son de Tryggve, pero no olvidemos que en aquella época tenía trece años y mucho miedo. Por eso pasó casi todo el tiempo dormido.

—¿Tenemos alguna pista para reconocer el lugar? —preguntó Peter Vestervig, uno de los chicos del grupo de Viggo.

—No —respondió el inspector jefe de Homicidios—. Los chicos tenían los ojos vendados al entrar en la casa. Pero, aunque no vieron nada del exterior, Tryggve dijo que oían un ronroneo grave, que sonaba como los molinos de viento. Oían el sonido a menudo, pero otras veces no tan alto. Seguramente dependía de la dirección del viento y de las condiciones meteorológicas.

El inspector jefe fijó la vista un momento en el paquete de cigarrillos que tenía en la mesa. Últimamente le bastaba con eso para recuperar la energía. Suerte que tenía.

—Sabemos —continuó— que la caseta estaba al borde del agua, puede que estuviera construida sobre estacas, porque se oía el chapoteo de las olas justo debajo del suelo de tablas. La puerta debía de estar a medio metro por encima del suelo, así que había que trepar para entrar a la estancia de techo bajo. Tryggve es de la opinión de que debieron de construirla para guardar kayaks o canoas, porque dentro había pagayas. Y también cree que no estaba hecha con un tipo de madera que se asocia normalmente con la tradición escandinava, porque era de color marrón más claro y de diferente veta, pero luego sabremos más sobre eso. Laursen, nuestro viejo amigo de la Científica, encontró en el papel del mensaje una astilla, procedente del pedazo de madera que usó Poul a modo de pizarrín. En estos momentos está en manos de los expertos. Tal vez pueda ayudarnos a identificar de qué clase de madera estaba hecha la caseta.

—¿Cómo mataron a Poul? —preguntó alguien en la parte de atrás.

—Tryggve no lo sabe. El secuestrador le había cubierto la cabeza con un saco de tela. Oyó algo de alboroto, y cuando le quitaron el saco su hermano había desaparecido.

—¿Cómo sabe, entonces, que su hermano está muerto? —insistió el que había hecho la pregunta.

Marcus aspiró hondo.

—Los sonidos no dejaban lugar a dudas.

—¿Qué sonidos?

—Jadeos, alboroto, un golpe sordo y nada más.

—¿Un golpe con un objeto romo?

—Es posible, sí. ¿Te importa seguir, Carl?

Todos lo miraron. Aquello fue un gesto por parte del inspector jefe de Homicidios, que no aprobaban muchos de los reunidos. Si de ellos dependiera, Carl debería salir de la sala sin hacer ruido y perderse en algún rincón lejano.

Llevaban años bastante hartos de él.

A Carl le daba igual. En medio de su hipófisis aún bullía el oleaje hormonal de una noche salvaje. Eran sensaciones placenteras que, a juzgar por la expresión amuermada de los reunidos, era el único en experimentar.

Se aclaró la garganta.

—Tras el asesinato de su hermano mayor, Tryggve recibió instrucciones sobre lo que debía decir a sus padres: que Poul estaba muerto y que el hombre no dudaría en golpear de nuevo si contaban a alguien lo que había ocurrido.

Captó la mirada de Bente Hansen. Fue la única de la sala que reaccionó. La saludó con la cabeza. Siempre había sido una tía legal.

—Debió de ser un trauma terrible para un chico de trece años —dijo Carl dirigiéndose directamente a ella—. Después, cuando Tryggve volvió a casa, le dijeron que el asesino se había puesto en contacto con los padres antes del asesinato, exigiendo un millón de rescate. Dinero que de hecho pagaron.

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