El mensaje que llegó en una botella (25 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

Abrió los ojos en la habitación negra.

Esto me ha pasado antes, pensó, y recordó el ataque mientras el sudor le pegaba la camiseta al cuerpo.

Lo que lo provocó la vez anterior fue el tiroteo a que los sometieron a él, a Anker y a Hardy en Amager.

¿Podría ser lo mismo?

«Trata de recordar el episodio para poder distanciarte», solía decirle Mona durante el tratamiento.

Apretó los puños y recordó los temblores del suelo cuando alcanzaron a Hardy y la bala que le rozó la frente a él. La sensación de cuerpo contra cuerpo cuando Hardy lo arrastró en su caída y lo pringó de sangre. El intento heroico de Anker por detener a los atacantes pese a estar herido de gravedad. Y el último disparo mortal que dejó impresa para siempre la sangre del corazón de Anker en las sucias tablas del suelo.

Lo repasó todo varias veces. Recordó su vergüenza por no haber hecho nada, y el asombro de Hardy ante lo sucedido.

Y el corazón de Carl seguía martilleando.

—Me cago en la puta —dijo entre dientes varias veces mientras encendía la luz y un cigarrillo. Mañana mismo iba a telefonear a Mona para decirle que volvía a tener problemas. La llamaría y se lo diría del modo más encantador posible, añadiendo una pizca de impotencia. Puede que así ella correspondiera con más de una consulta. La esperanza es lo último que se pierde.

Sonrió al pensar en ello y se metió el humo hasta el fondo de los pulmones. Luego cerró los ojos y volvió a sentir el corazón percutiendo como un taladro. ¿Estaba enfermo grave, o qué?

Se levantó con dificultad y bajó las escaleras tambaleándose. Mierda, no iba a quedarse solo allí arriba con un ataque al corazón.

Entonces se desplomó, y despertó en el mismo sitio para ver a Morten zarandeándolo con restos de una bandera iraquí pintada en la frente.

Las cejas del médico de guardia expresaban que Carl le había hecho perder el tiempo. El comunicado era breve: exceso de trabajo.

¡Exceso de trabajo! Una ofensa poco habitual, a la que siguieron unas observaciones tópicas del doctor sobre el estrés, y después un par de pastillas que noquearon a Carl y lo enviaron al país de los sueños.

Cuando despertó el domingo a la una y media tenía la cabeza pesada, llena de imágenes horribles, pero el corazón latía normal.

—Que llames a Jesper —dijo Hardy desde su camilla cuando finalmente Carl consiguió bajar del dormitorio—. ¿Estás bien?

Carl se encogió de hombros.

—Me rondan por la cabeza cosas que no puedo controlar —respondió.

Hardy trató de sonreír, y Carl se podía haber mordido la lengua. Era lo jodido de tener a Hardy tan cerca. Había que pensar las cosas antes de abrir la boca.

—He estado pensando en lo de Assad ayer —comentó Hardy—. ¿Qué sabes realmente de él? ¿No deberías conocer a su familia? ¿No es hora de que le hagas una visita?

—¿Por qué lo dices?

—Es normal que uno se interese por los colegas, ¿no?

¿Colegas? ¿Ahora iba a resultar que Assad era su colega?

—Te conozco, Hardy —dijo—. Algo te traes entre manos. ¿En qué estás pensando?

Hardy torció los labios hacia abajo en una especie de sonrisa. Desde luego, estaba bien que te entendieran.

—Bueno, es que de pronto lo vi diferente en la tele. Como si no lo conociera. ¿Tú conoces a Assad?

—Podrías preguntarme si conozco a alguien por completo. ¿Quién conoce a quién en realidad?

—¿Dónde vive? ¿Lo
sabes
?

—En Heimdalsgade, por lo visto.

—¿Por lo visto?

¿Dónde vive? ¿Cómo es su familia? Aquello parecía un interrogatorio a fondo. Y por desgracia, Hardy tenía razón. Seguía sin saber un carajo sobre Assad.

—¿Dices que llame a Jesper? —cambió de tema.

Hardy asintió ligeramente con la cabeza. Estaba claro que no había terminado con el asunto de Assad. Sirviera para lo que sirviese.

—¿Has llamado? —preguntó a Jesper por el móvil justo después.

—Ya puedes ir aflojando la pasta, Charlie.

Un parpadeo reflejo se apoderó de Carl. Ostras, el chaval parecía seguro.

—¡Carl! Me llamo Carl, Jesper. Si vuelves a llamarme Charlie, voy a quedarme temporalmente sordo en momentos decisivos; estás avisado.

—Vale, Charlie —rio de forma casi visible—. Pues a ver si puedes oír esto. He encontrado a un pavo para Vigga.

—Vaya. ¿Y vale los dos mil, o lo va a echar a la calle mañana como al poeta rechoncho? Porque entonces no vas a oler la guita.

—Tiene cuarenta años. Conduce un Ford Vectra, tiene una tienda de ultramarinos y una hija de diecinueve años.

—Bueno, bueno. ¿De dónde lo has sacado?

—Puse un anuncio en su tienda. Era el primero que ponía.

¡Joder! Desde luego, no le había costado nada ganar el dinero.

—¿Y por qué crees que el tendero mercachifle va a ganarse a Vigga? ¿Se parece a Brad Pitt?

—Tú lo flipas, Charlie. Para eso Pitt tendría que quedarse roncando bajo el sol durante una semana.

—¿Me estás diciendo que es negro?

—Negro no, pero poco le falta.

Carl contuvo el aliento mientras le contaban el resto de la historia con todo lujo de detalles. El hombre era viudo y tenía unos tímidos ojos castaños. Justo lo que Vigga necesitaba. Jesper lo había llevado a la cabaña con huerta, y el tipo alabó los cuadros de Vigga y exclamó embelesado que la cabaña con huerta era el lugar más acogedor que había visto en toda su vida. No hizo falta más. En aquel momento, al menos, estaban almorzando en un restaurante del centro.

Carl sacudió la cabeza. Debería estar más contento que unas pascuas, pero en su lugar volvía a notar una molesta sensación en el estómago.

Cuando Jesper terminó, Carl apagó el móvil a cámara lenta y dirigió la vista hacia Morten y Hardy, que lo miraron como un par de chuchos callejeros esperando las sobras de la comida.

—Toquemos madera, puede que nos hayamos salvado en última instancia. Jesper ha conseguido aparear a Vigga con el hombre ideal, así que tal vez podamos seguir viviendo aquí.

Morten abrió la boca, entusiasmado, y juntó las manos con cuidado.

—¡No me digas…! —exclamó—. Y ¿quién es el príncipe azul?

—¿Azul? —Carl trató de sonreír, pero era como si tuviera agarrotados los músculos faciales—. Por lo que dice Jesper, Gurkamal Singh Pannu es el indio con la tez más oscura al norte del Ecuador.

¿Había oído un estremecimiento sofocado de ambos?

Aquel día el azul, el blanco y las caras tristes dominaban en la periferia de Nørrebro. Carl nunca había visto tantos forofos del Copenhague F. C. esparcidos por las aceras con una pinta tan alicaída. Las banderolas estaban en el suelo, las latas de cerveza parecían pesar demasiado para llevarlas a la boca, los himnos combativos habían enmudecido, solo de vez en cuando surgía algún rugido frustrado que pendía sobre la ciudad como el grito de dolor de los antílopes de la sabana tras el ataque de una manada de leones.

Su equipo favorito había perdido 0-2 contra el Esbjerg. Catorce victorias en casa seguidas de una derrota contra un equipo que no había ganado ni un solo partido a domicilio en todo el año.

La ciudad estaba noqueada.

Aparcó hacia la mitad de Heimdalsgade y miró alrededor. Desde los tiempos en que patrullaba allí, las tiendas de inmigrantes habían crecido como setas. Había ambiente incluso en domingo.

Encontró el nombre de Assad en el letrero de la puerta y apretó el timbre. Más valía que le pusiera mala cara que un «no, gracias» por teléfono. Si Assad no estaba en casa, iría a casa de Vigga para indagar qué le rondaba por la cabeza.

Pasados veinte segundos seguían sin abrir la puerta.

Dio un paso atrás y miró a los balcones. No era un edificio característico de los guetos, como había esperado. De hecho, había muy pocas antenas parabólicas, y tampoco había ropa tendida.

—¿Quieres entrar? —preguntó una voz desenfadada por detrás, y una chica rubia de las que te dejan sin habla con solo una mirada abrió el portal.

—Gracias —murmuró, y entró con ella en la caja de hormigón.

Encontró la vivienda en el segundo piso y observó que, a diferencia de sus dos vecinos árabes, cuyos letreros rebosaban de nombres, en la puerta de Assad solo había uno.

Carl apretó el timbre un par de veces, pero para entonces ya sabía que había hecho el viaje en balde. Luego se agachó y abrió del todo el buzón de la puerta.

El piso parecía vacío. Aparte de propaganda y un par de sobres de ventanilla, no se veía nada más que un par de sillones de cuero gastados a lo lejos.

—Eh, tío, ¿qué haces?

Carl enderezó la nuca y se encontró frente a un par de pantalones de entrenamiento blancos con rayas en las costuras.

Se levantó hacia el culturista, que tenía sendas mazas marrones por brazos.

—Quería visitar a Assad. ¿Sabes si ha estado hoy en casa?

—¿El chiita? No ha estado.

—¿Y su familia?

El tipo ladeó un poco la cabeza.

—¿Estás seguro de que lo conoces? No serás el cabronazo que anda robando en esta casa, ¿verdad? ¿Para qué mirabas por la rendija del buzón?

Golpeó con su pecho de roca el costado de Carl.

—Eh, un momento, Rambo.

Apretó la mano contra el trenzado de abdominales y rebuscó en su bolsillo interior.

—Assad es amigo mío, y tú también lo serás si respondes aquí y ahora a mis preguntas.

El tipo se quedó mirando la placa de policía que Carl sostenía ante él.

—¿Quién crees que quiere ser amigo de alguien con una placa tan jodidamente fea? —lo amonestó torciendo el gesto.

Iba a darse la vuelta, pero Carl lo agarró de la manga.

—Igual te dignas responder a mis preguntas. Eso estaría…

—Ya puedes limpiarte ese culo blanco con tus estúpidas preguntas, gilipollas.

Carl asintió con la cabeza. Dentro de tres segundos y medio iba a enseñar a aquel fulano sobrecrecido tragapolvos proteínicos quién era el gilipollas. Puede que fuera ancho, pero desde luego no lo bastante como para un par de presas en el cuello seguidas de amenazas de arresto por obstruir la acción policial.

Entonces se oyó una voz por detrás.

—¡Eh, Bilal!, ¿de qué vas? ¿No has visto la placa del señor?

Carl giró y se topó con un tipo aún más ancho, que a ojos vista se dedicaba también al levantamiento de pesas. Una auténtica exhibición de ropa de deporte por todas partes. Desde luego, si aquella camiseta enorme la había comprado en una tienda normal, la tienda aquella estaba bien surtida.

—Sí, perdone a mi hermano, toma demasiados esteroides —se disculpó y tendió una manaza del tamaño de una pequeña capital de provincia—. No conocemos a Hafez el-Assad. De hecho, solo lo he visto dos veces. Un tipo curioso de cara redonda y ojos saltones, ¿verdad?

Carl asintió en silencio y soltó la manaza.

—No, en serio —continuó el tipo—. Creo que no vive aquí. Y desde luego que no con ninguna familia.

Sonrió.

—Tampoco sería muy cómodo en un piso de una habitación, ¿verdad?

Tras haber marcado en vano el número del móvil de Assad varias veces, Carl salió del coche y aspiró hondo antes de avanzar a paso rápido por el sendero del huerto hacia la cabaña de Vigga.

—Hola, cielo —canturreó ella, mientras salía a su encuentro.

De los minúsculos altavoces que tenía en la sala surgía una música que no se parecía a nada que hubiera oído en su vida. Aquello que se oía ¿era el sonido de sitares o algún pobre animal atormentado?

—¿Qué ocurre? —preguntó, sintiendo un deseo irresistible de taparse los oídos con las manos.

—¿A que es bonita? —aseguró, dando un par de pasos de baile que ningún indio con un mínimo de respeto hacia sí mismo llamaría apropiados—. Gurkamal me ha regalado el CD, y va a darme más.

—¿Está aquí?

Pregunta idiota en una casa con dos habitaciones.

Vigga exhibió una sonrisa espléndida.

—Está en la tienda. Su hija tenía
curling
y ha ido a sustituirla.

—¿
Curling
? Vaya. Desde luego, hay que buscar bien para encontrar un deporte indio más típico.

Ella le dio un golpecito.

—Indio, dices. Yo digo que de Punjab, porque él es de allí.

—No me digas. O sea que es pakistaní, no indio.

—No, es indio; pero no te preocupes por eso.

Se dejó caer sobre una butaca gastada.

—Vigga, esto es insoportable. Jesper anda de un lado a otro, y tú amenazas con esto y aquello. No sé a qué santo encomendarme en la casa donde vivo.

—Sí, es lo que pasa cuando sigues casado con la que es dueña de media casa.

—A eso me refiero. ¿No podríamos llegar a un acuerdo razonable para que te pague tu parte poco a poco?

—¿Razonable?

Alargó la palabra hasta que llegó a sonar odiosa.

—Sí. Si tú y yo pidiéramos un préstamo hipotecario de, digamos, doscientas mil, podría pagarte dos mil coronas al mes. No te vendría mal, ¿no?

Se podía ver su maquinaria interna haciendo sumas y restas. Cuando se trataba de cantidades pequeñas podía equivocarse, pero en el caso de sumas con muchos ceros por detrás era una auténtica eminencia.

—Cariño —empezó, y con ello Carl perdió la batalla—, una cosa así no se decide en el té de media tarde. Tal vez más adelante, y quizá por una cantidad bastante superior. Pero ¿quién sabe lo que nos depara la vida?

Después echó a reír sin motivo, y la confusión volvió a su cauce habitual.

A Carl le habría gustado hacer acopio de fuerzas para decir que en ese caso tendrían que contratar a un abogado que se ocupara del asunto, pero no se atrevió.

—Pero mira, Carl. Somos familia y debemos ayudarnos entre nosotros. Ya sé que tú y Hardy, Morten y Jesper estáis contentos de vivir en Rønneholtparken, así que sería una lástima daros un disgusto. Lo comprendo.

Mirándola, vio que dentro de nada haría una propuesta como un puñetazo que iba a dejarlo sin aliento.

—Y por eso he decidido dejaros en paz a ti y a los demás.

Bien podía decirlo. Pero ¿qué iba a suceder cuando Carcamal se cansara de su parloteo interminable y sus calcetines de punto?

—Pero, a cambio, has de hacerme un favor.

Una declaración así, procediendo de quien procedía, podía significar problemas del todo insuperables.

—Creo… —alcanzó a decir antes de que lo interrumpieran.

—Mi madre quiere que la visites. Habla mucho de ti, Carl, sigues siendo su gran favorito. Por eso he decidido que la visites una vez por semana. ¿Te parece bien? Pues empiezas mañana.

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