Read El mensaje que llegó en una botella Online
Authors: Jussi Adler-Olsen
Tags: #Intriga, Policíaco
No, las palabras Dios y religión no eran palabras de uso corriente en su villa de piedra caliza roja, a la poderosa sombra de la catedral de Roskilde.
Tras recoger a Benjamin de la guardería y jugar un poco con él, lo sentó ante el televisor. Con tal de que hubiera colores y la imagen no estuviese quieta, se daba por satisfecho.
Subió al primer piso, pero pensó si no sería mejor no seguir adelante. Meter las últimas cajas sin mirar en ellas y dejar en paz la atormentada vida de su marido.
Veinte minutos más tarde se alegraba de no haber seguido el impulso. De hecho, se sentía tan mal que en aquel momento sopesaba seriamente si debería recoger sus cosas, levantar la tapa de la lata con el dinero para la casa y coger el primer tren que partiera.
Seguramente esperaba encontrar en las cajas cosas relacionadas con la época y la vida de la que ella se había convertido en parte, pero no que de pronto se revelara que también ella era uno de sus proyectos.
Le dijo que se había enamorado perdidamente de ella la primera vez que charlaron, y así lo sintió ella también. Ahora sabía que eran falsas apariencias.
Porque ¿cómo podía haber sido casual su primer encuentro en el café cuando veía ahora recortes del concurso hípico de Bernstorffsparken en el que por primera vez subió al podio? Eso fue muchos meses antes de que se conocieran. ¿De dónde había sacado aquellos recortes? Si los hubiera encontrado después, se los habría enseñado, ¿no? Además, tenía programas de torneos en los que participó mucho antes de eso. También tenía fotos de ella sacadas en lugares en los que, desde luego, no había estado con él. Así que la había vigilado de manera sistemática durante un tiempo antes de su supuesto primer encuentro.
Lo único que hizo él fue esperar el momento adecuado para golpear. Ella había sido la elegida, pero no se sentía halagada, a la vista de cómo había ido todo; no se sentía halagada en absoluto.
Le producía escalofríos.
Y también sintió escalofríos cuando abrió después un archivador de madera que estaba en la misma caja de mudanzas. A primera vista no era nada especial. Una simple caja con listas de nombres y direcciones que no le decían nada. Pero cuando examinó los papeles con más detenimiento sintió desagrado.
¿Por qué era tan importante aquella información para su marido? No lo entendía.
A cada nombre de la lista correspondía una página donde se habían anotado, de manera ordenada, datos de la persona y de su correspondiente familia. Primero ponía a qué religión pertenecían. Después cuál era el rango que ocupaban en la comunidad, y luego cuánto tiempo llevaban siendo miembros. Entre las informaciones más personales destacaban las correspondientes a los niños de la familia. Nombre, edad y, lo que era inquietante, también sus rasgos característicos. Por ejemplo, ponía:
«Willers Schou, quince años. No es el favorito de su madre, pero está muy unido al padre. Un chico rebelde que no participa regularmente en las reuniones de la comunidad. Pasa resfriado la mayor parte del invierno y debe guardar cama dos veces.»
¿Para qué quería su marido aquella información? ¿Y qué le importaba a él lo que ganaran al año? ¿Era un espía de la Seguridad Social, o qué? ¿Lo habían destinado a infiltrarse en sectas danesas para poner al descubierto casos de incesto, violencia u otras barbaridades, o qué?
Era aquel «o qué» lo que la atormentaba de forma tan desagradable.
Parecía ser que trabajaba por todo el país, así que era imposible que estuviera empleado en el ayuntamiento. En buena lógica, no podía estar empleado en el sector público, porque ¿quién guarda en su casa, metida en cajas de mudanza, ese tipo de información confidencial?
Pero ¿entonces? ¿Detective privado? ¿Estaba al servicio de algún ricachón para incordiar en los círculos religiosos daneses?
Tal vez.
Y se quedó tranquila con aquel «tal vez» hasta que llegó a un folio donde, bajo la información sobre la familia, ponía: «1,2 millones. Ningún problema».
Estuvo un buen rato con el papel en el regazo. Como en el resto de los apuntes, se trataba de una familia numerosa vinculada a una secta religiosa. Lo único que los hacía diferentes del resto era aquella última línea y otro detalle más: uno de los nombres de los niños estaba marcado. Un chico de dieciséis años, de quien se decía solo que todo el mundo lo quería.
¿Por qué había un asterisco junto a su nombre? ¿Porque todos lo querían?
Se mordió el labio sin saber qué hacer. Lo único que sabía era que su fuero interno le gritaba que se marchara de allí. Pero ¿sería la decisión correcta?
Tal vez todo aquello, bien utilizado contra él, la ayudara a quedarse con Benjamin. Pero no sabía cómo.
Después colocó en su sitio las dos últimas cajas, cajas anodinas con las cosas de él para las que no habían encontrado uso en su hogar común.
Luego puso con cuidado los abrigos encima. El único rastro de su indiscreción era la abolladura que hizo en el cartón de una de las cajas cuando anduvo buscando el cargador del móvil, y apenas se notaba.
Está bien así, pensó.
Entonces llamaron a la puerta.
Kenneth estaba en la penumbra con la mirada risueña. Igual que las veces anteriores, hizo justo lo convenido. Se plantó con un periódico del día arrugado, dispuesto a preguntar si les faltaba el periódico en la casa. Solía decir que lo había encontrado en medio de la carretera, y que los repartidores de periódicos eran cada vez más descuidados. Todo ello por si la expresión del rostro de ella indicaba que había moros en la costa, o si, en contra de lo esperado, era su marido quien abría la puerta.
Aquella vez le costó decidir qué debía expresar su rostro.
—Entra, pero solo un rato —se limitó a decir.
Miró a la calle. Estaba bastante oscuro y llevaba tiempo así. Todo estaba en calma.
—¿Qué ocurre? ¿Va a volver a casa? —preguntó Kenneth.
—No, no creo; habría llamado.
—¿Entonces…? ¿No te sientes bien?
—No.
Se mordió el labio. ¿De qué iba a servirle contárselo todo? ¿No sería mejor que lo dejaran durante una temporada para que él no se viera envuelto en lo que por fuerza iba a ocurrir? ¿Quién iba a poder probar ninguna relación entre ellos si interrumpían el contacto una temporada?
Asintió en silencio para sí.
—No, Kenneth, en este momento estoy confusa.
Se quedó mirándola en silencio. Bajo las cejas rubias había unos ojos vigilantes que habían aprendido a calibrar el peligro. Enseguida se habían dado cuenta de que aquello no era normal. Habían observado que eso podría tener consecuencias en unos sentimientos que ya no deseaba refrenar. Y el instinto de defensa estaba alerta.
—Vamos, dime qué te pasa, Mia.
Ella lo llevó de la puerta a la sala, donde Benjamin estaba sentado tranquilamente frente al televisor como solo los niños pequeños pueden estarlo. Era en aquel pequeño ser en quien debía concentrar sus energías.
Iba a volverse hacia él para decirle que no se pusiera nervioso, pero que tenía que estar fuera un tiempo.
En aquel preciso instante el brillo de los faros del Mercedes de su marido se deslizó por el jardín delantero.
—Tienes que marcharte, Kenneth. Por la puerta de atrás. ¡Ya!
—¿No podemos…?
—¡AHORA, Kenneth!
—Vale, pero tengo la bici en el camino de entrada. ¿Qué hago?
Empezó a sudar. ¿Debía marcharse con él ahora? ¿Salir sin más por la puerta principal con Benjamin en brazos? No, no se atrevía. No se atrevía en absoluto.
—Ya le contaré una historia, vete. Sal por la cocina, ¡que no te vea Benjamin!
Y la puerta de atrás se cerró un milisegundo antes de que la llave girase en la puerta de entrada y esta se abriera.
Ya estaba sentada en el suelo ante el televisor con las piernas a un lado y abrazaba afectuosa a su hijo.
—¡Mira, Benjamin! —exclamó—. Ya ha llegado papá. Ahora sí que lo vamos a pasar bien, ¿a que sí?
En un viernes brumoso de marzo como aquel no hay gran cosa que decir de la carretera E-22, que atraviesa la región sueca de Escania. Aparte de las casas y los postes indicadores, podría haber sido un tramo entre Ringsted y Slagelse, en Dinamarca. Bastante llano, sobrecultivado, totalmente falto de interés.
Pero aun así había al menos cincuenta de sus compañeros de Jefatura a quienes les brillaban los ojos en cuanto la ese de Suecia pasaba por sus labios. Según ellos, todas las necesidades podían satisfacerse en cuanto la bandera azul y amarilla ondeaba en el paisaje. Carl miró por el parabrisas y sacudió la cabeza. Debía de faltarle un sentido, sería eso. Aquel gen especial que llevaba al júbilo en cuanto las palabras arándano, albóndigas y arenque salían a relucir.
El paisaje empezó a ser más variado y desigual cuando llegó a Blekinge. Algunos decían que a los dioses les temblaban las manos cuando separaron las piedras de la tierra y al fin llegaron a Blekinge. El paisaje era mucho más bonito a la vista, pero aun así… Muchos árboles, muchas piedras, mucho tiempo entre diversión y diversión. La Suecia de siempre.
No hay muchas tumbonas ni vermús, pensó cuando llegó a Hallabro y dio una vuelta por la habitual combinación de quiosco, estación de servicio y taller mecánico especializado en trabajos de chapa, antes de seguir por Gamla Kongavägen.
La casa lucía bien al crepúsculo, alzada sobre la ciudad. Una cerca de piedra marcaba los límites del terreno, y tres luces encendidas señalaban que la familia Holt no se había alarmado ni mucho menos por la llamada de Assad.
Llamó a la puerta con un aldabón maltrecho y no oyó ninguna actividad especial en el interior.
Joder, pensó. Es viernes. Los Testigos de Jehová ¿celebraban el sabbath? Sí, los judíos celebraban el sabbath los viernes, seguro que lo ponía en la Biblia, y los Testigos de Jehová seguían al pie de la letra lo que ponía en la Biblia.
Volvió a llamar. A lo mejor no le abrían porque lo tenían prohibido. El día de fiesta ¿estaría prohibido moverse? Y en tal caso, ¿qué podía hacer? ¿Echar la puerta abajo a patadas? No era una idea muy buena, allí todo el mundo tenía una escopeta de caza bajo el colchón.
Miró un rato alrededor. La ciudad estaba silenciosa y adormecida a aquella hora gris en que lo mejor que podía hacerse era poner los pies encima de la mesa sin pensar en el día que había pasado.
¿Dónde diablos habrá un sitio para dormir en este rincón del mundo?, estaba pensando cuando se encendió la luz del pasillo tras el cristal de la puerta.
Un chico de quince o dieciséis años asomó su rostro serio y pálido por la puerta entreabierta y lo miró sin decir palabra.
—Hola —saludó Carl—. ¿Están tu padre o tu madre en casa?
Entonces el chico se limitó a cerrar la puerta y echar el pestillo. Su rostro estaba en calma. Por lo visto ya sabía lo que debía hacer, y no estaba entre sus obligaciones invitar a pasar a gente desconocida.
Después transcurrieron unos minutos en los que Carl miró fijamente a la puerta. Algunas veces solía funcionar cuando eras lo bastante obstinado.
Un par de vecinos que paseaban bajo las farolas de la calle clavaron en él una mirada que decía «¿quién eres tú?». Sabuesos leales de la ciudad provinciana, siempre hay gente así.
Por fin apareció un rostro de hombre tras el cristal de la puerta, así que la táctica de quedarse esperando había vuelto a funcionar.
Era un rostro inexpresivo el que escudriñaba a Carl, como si hubiera estado esperando a una persona concreta.
Abrió la puerta.
—¿Sí…? —dijo en sueco, y se quedó esperando a que Carl tomara la iniciativa.
Carl sacó la placa.
—Carl Mørck, del Departamento Q de Copenhague —se presentó—. ¿Es usted Martin Holt?
El hombre miró la placa con cara de pocos amigos y asintió con la cabeza.
—¿Puedo pasar?
—¿De qué se trata? —replicó el hombre con voz queda, en un danés impecable.
—¿No podemos hablar de ello dentro?
—No creo —dijo el hombre. Retrocedió e hizo ademán de cerrar la puerta, pero Carl asió el pomo.
—Martin Holt, ¿puedo hablar un rato con su hijo Poul?
El hombre vaciló.
—No —dijo después—. No está aquí, así que es imposible.
—¿Sabe dónde puedo encontrarlo?
—No lo sé.
Miró con fijeza a Carl. Con demasiada fijeza para no saberlo.
—¿No tiene ninguna dirección de su hijo Poul?
—No. Y ahora me gustaría que nos dejara en paz. Tenemos clase de catequesis.
Carl enseñó su papel.
—Tengo aquí la lista del registro civil de los que habitaban en su casa de Græsted el 16 de febrero de 1996, cuando Poul dejó de asistir a la Escuela de Ingenieros. Como ve, aparecen usted, su mujer Laila y sus hijos Poul, Mikkeline y Tryggve, Ellen y Henrik.
Miró en la parte inferior de la hoja.
—Por los números de registro deduzco que sus hijos tendrán hoy, respectivamente, treinta y uno, veintiséis, veinticuatro, dieciséis y quince, ¿estoy en lo cierto?
[1]
Martin Holt asintió en silencio y ahuyentó a un chico que miraba con curiosidad a Carl por encima de su hombro. El mismo chico de antes. Seguro que era el que se llamaba Henrik.
Carl siguió al chico con la vista. Tenía en la mirada esa expresión apagada de la gente a la que solo se le permite decidir cuándo hacer de vientre.
Carl levantó la vista hacia el hombre que parecía llevar con firmeza las riendas de la familia.
—Sabemos que Tryggve y Poul estuvieron juntos aquel día en la Escuela de Ingenieros, donde Poul fue visto por última vez —informó—. O sea que si Poul no vive en casa, ¿quizá pudiera hablar con Tryggve? ¿Solo un momento?
—No, no nos hablamos con él.
Lo dijo con total frialdad y voz neutra, si bien la lámpara de la puerta de entrada desveló la piel grisácea característica de quienes cargan con muchas responsabilidades. Demasiado que hacer, demasiadas decisiones y demasiadas pocas vivencias positivas. Tenía la piel grisácea y los ojos sin brillo. Y aquellos ojos fueron lo último que vio Carl antes de que el hombre cerrara dando un portazo.
Pasó un segundo, se apagó la luz de encima de la puerta y la del recibidor, pero Carl sabía que el hombre estaba al otro lado, esperando a que se marchara.
Carl dio unos pasos sin moverse, para que pareciera que estaba bajando los escalones.
En el mismo instante se oyó con claridad que el hombre del otro lado de la puerta empezaba a rezar.