El mensaje que llegó en una botella (16 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

—Era una especie de autista, ¿no?

—Sí, supongo que sí, pero una variante suave. La gente con SA suele ser muy, muy inteligente. La mayoría los llamaría frikis. Tipo Bill Gates. Einsteins. Pero Poul tenía también un talento práctico. En realidad, era muy especial en muchas cosas.

Assad sonrió. También él se había fijado en que ella llevaba gafas de concha y moño. Sí, seguro que fue la profesora más adecuada para Poul Holt. Lo más parecido a un friki es otro friki, que se dice.

—Dice que Poul trajo aquí a su hermano pequeño aquel 16 de febrero de 1996, y que ya nadie volvió a verlo. ¿Cómo es que sabe que fue precisamente aquel día? —preguntó Carl.

—Los primeros años pasábamos lista. Simplemente, sabemos cuándo dejó de venir. No volvió después de las vacaciones. Si quieren ver el libro de asistencias, está en el despacho contiguo.

Carl miró a Assad. Tampoco él parecía estar demasiado interesado.

—No, gracias, nos fiaremos de su palabra. Pero después se pondrían en contacto con la familia, ¿no?

—Sí, pero se pusieron muy a la defensiva. Sobre todo cuando les propusimos visitarlos y hablar del asunto con Poul.

—Entonces, ¿habló con él por teléfono?

—No. La última vez que hablé con Poul Holt fue aquí, en la escuela, y eso fue una semana antes de navidades. Cuando más tarde llamé a su casa, su padre dijo que Poul no quería ponerse al teléfono. Y a partir de ahí no hubo nada que hacer. Acababa de cumplir dieciocho años, así que el joven estaba capacitado para decidir qué deseaba hacer con su vida.

—¿Dieciocho? ¿No era mayor?

—No, era muy joven. Terminó el bachillerato con diecisiete, así que iba muy adelantado.

—¿Tienen algún dato sobre él?

La mujer sonrió. Ya los tenía preparados, por supuesto.

Carl leyó en voz alta mientras Assad asomaba la cabeza tras su hombro.

—Poul Holt, nacido el 13 de noviembre de 1977. Bachiller científico en el Instituto de Birkerød. Media: 8.

Luego venía la dirección. No estaba lejos. A lo sumo, tres cuartos de hora en coche.

—Una media bastante modesta para un genio, ¿no? —aventuró Carl.

—Sí, es lo que pasa cuando tienes dieces en las asignaturas de ciencias y cincos en las de humanidades —respondió la profesora.

—Dice que el danés no era lo suyo entonces, ¿verdad? —quiso saber Assad.

Ella sonrió.

—Al menos la ortografía, no. Sus trabajos eran bastante pobres desde el punto de vista gramatical. Pero suele ocurrir. Incluso oralmente se expresaba de forma algo primitiva si el tema no le interesaba lo bastante.

—¿Puedo llevarme esta copia? —preguntó Carl.

Laura Mann asintió con la cabeza. De no ser por sus dedos manchados de nicotina y su piel grasienta, le habría dado un abrazo.

—Fantástico, Carl —declaró Assad cuando se acercaban a la casa—. Teníamos un problema y lo hemos resuelto, o sea, en una semana. Sabemos quién escribió el mensaje. Y ahora estamos ante la casa familiar.

Dio un golpe en el salpicadero para subrayar el éxito.

—Sí —asintió Carl—. Esperemos que todo fuera una broma.

—Si lo fue, vamos a reñir a ese Poul.

—¿Y si no, Assad?

Assad movió la cabeza arriba y abajo. Entonces habría otro problema que resolver.

Aparcaron junto a la verja del jardín y se dieron cuenta enseguida de que el nombre de la placa no era Holt.

Cuando llamaron a la puerta, y tras un buen rato, abrió un hombrecillo en silla de ruedas que les aseguró que en la casa no había vivido nadie aparte de él desde 1996, un sexto sentido hizo que Carl torciera el gesto y se sintiera cabreado.

—¿Compró usted la casa a la familia Holt, quizá? —preguntó.

—No, de hecho se la compré a los Testigos de Jehová. El hombre de la casa era una especie de sacerdote. El salón grande solía ser una sala de reuniones. ¿Quieren entrar a verla?

Carl sacudió la cabeza.

—Así que ¿nunca conoció a la familia que vivía aquí?

—No —repuso el hombre.

Carl y Assad le dieron las gracias y se fueron.

—Assad, ¿a ti no te ha dado de pronto la impresión de que aquí hay algo más que travesuras?

—Bueno, Carl, solo porque se hayan mudado…

Se detuvo en el sendero del jardín.

—Vale, ya sé en qué estás pensando entonces, Carl.

—Sí, ¿verdad? A un chico con la personalidad de Poul ¿se le ocurriría algo así? Y un par de chavales que eran Testigos de Jehová ¿podían pensar en montar ese número? ¿Tú qué dices?

—No lo sé. Lo único que sé es, o sea, que pueden decir mentiras. Aunque no entre ellos.

—¿Conoces a alguien que sea Testigo de Jehová?

—No, pero suele pasar con la gente muy religiosa. Los miembros de la comunidad se defienden unos a otros ante el mundo exterior con lo que haga falta. También con mentiras.

—Exacto. Pero lo del secuestro habría sido una mentira innecesaria. No era de recibo. Creo que todos los Testigos de Jehová dirían lo mismo.

Assad asintió en silencio. En eso estaban de acuerdo.

Y ahora ¿qué?

Yrsa deambulaba como un ejército de hormigas en el sendero que separaba su despacho del de Carl. En aquel momento, el secuestro era su caso, y quería saberlo todo, y a ser posible en pequeños bocados. ¿Qué aspecto tenía la profesora de Poul? ¿Qué decía Laura Mann sobre Poul? ¿Cómo era la casa donde habían vivido? ¿Qué sabían de la familia, aparte de que eran Testigos de Jehová?

—Tómatelo con calma, Assad está investigando en el registro civil. Ya los encontraremos.

—¿Te importa salir al pasillo un momento, Carl? —preguntó Yrsa, y lo arrastró hasta la enorme copia de la pared. Había añadido el nombre de Poul y un par de palabras cortas.

SOCORRO

El 16 de fevrero de 1996 nos sequestraron nos llevaron de la parada de autovus de Lautropvang en Ballerup — El hombre mide 1,8. tiene el pelo corto…………………..…, — Tiene una cicatriz en la…, derrecha c…..…, furgoneta asul Papá y mamá le conocen — Fr. d……, con una B — Nos ha amenazado………, li nos matara — .…, re…………….…, mer…………, hermano — Fuimos en coche casi 1 hora….…, junto al agua……..…, vi…..…, Aquí huele mal —… o……………, s. ry. g.. — …………..…, años

POULHOLT

—Es decir, que lo han secuestrado junto con su hermano —resumió Yrsa—. Se llama Poul Holt y escribe que han ido en coche casi una hora, y también parece que dice que se dirigen a la costa.

Plantó los puños en sus caderas estrechas. Ahora venía su punto de vista.

—Si el chico sufría de Asperger o algo parecido, no creo que se le ocurriera inventar algo así como que se dirigían a la costa —aseveró. Después se volvió hacia él—. ¿No?

—Puede que se le ocurriera a su hermano pequeño. En realidad no sabemos nada de eso.

—No, pero Carl, la verdad: Laursen encontró una escama de pez en el mensaje de la botella. Si el que escribía era el hermano pequeño, ¿metió también la escama para hacer la historia más creíble? ¿Y la mucosidad de pescado?

—Puede que fuera igual de listo que su hermano mayor. Solo que para otras cosas.

Yrsa dio una patada en el suelo y el eco resonó desde la rotonda de la escalera, al otro extremo del pasillo.

—Diablos, Carl, escucha. Pon en marcha tus células grises. ¿Dónde los secuestraron?

Le cepilló el hombro con la mano, como para suavizar un poco la dureza del tono.

Carl observó que el movimiento levantaba algo de caspa.

—En Ballerup —contestó.

—Sí, y ¿en qué piensas si los secuestraron en Ballerup y necesitaron casi una hora para llegar hasta el agua? Si iban a Hundested, no pudieron tardar una hora ni por el forro para llegar desde Ballerup. ¿En cuánto tiempo se llega a Jyllinge desde Ballerup? Como mucho media hora, te lo digo yo.

—Pero, por ejemplo, podrían haber ido hasta Stevns, al sur, ¿no?

Gruñó un poco para sí. A nadie le gustaba que arrastrasen por el fango su capacidad intelectual. Tampoco a él.

—¡SÍ! —Yrsa volvió a dar un pisotón en el suelo. Si hubiera habido ratas en el subsuelo, habrían desaparecido. Después continuó—. Pero si el mensaje de la botella es pura invención, ¿por qué ponerlo tan difícil? ¿Por qué no escribir sin más que tras un trayecto de media hora llegaron al agua? Eso es lo que escribiría un chaval que se inventa una buena historia. Por eso estoy convencida de que no es una invención. Tómate el mensaje en serio, Carl.

Carl hizo una inspiración profunda. No quería hacerla partícipe de su punto de vista sobre la gravedad del caso. Tal vez a Rose sí, pero no a Yrsa.

—Vale, vale —dijo bajando la voz—. Bueno, veremos cómo va todo cuando encontremos a la familia.

—¿Qué pasa aquí?

La cabeza de Assad asomó por la puerta de su diminuto despacho. Era obvio que deseaba sondear el ambiente. ¿Estaban discutiendo, o qué?

—Ya tengo la dirección, Carl —dijo, y le puso un papel en la mano—. Se han mudado cuatro veces desde 1996. Cuatro veces en trece años, y ahora, o sea, viven en Suecia.

Mierda, pensó Carl. Suecia, el país con los mosquitos más grandes y la comida más aburrida del mundo.

—¡Santo cielo! —exclamó—. Así que se han mudado adonde se pierden los renos. ¿A Luleå, a Kebnekaise o algo así?

—A Hallabro. Se llama Hallabro y está en Blekinge. A unos doscientos cincuenta kilómetros de aquí.

Doscientos cincuenta kilómetros. Por desgracia, bastante accesible. Otro fin de semana al carajo.

Trató de quitarse el marrón de encima.

—Bien. Pero no van a estar en casa cuando vayamos. Y si llamamos antes, seguro que no están en casa. Y si están en casa, seguro que hablan en sueco, ¿y quién coño entiende eso cuando eres de Jutlandia?

Assad entornó un poco los ojos. Demasiada palabrería para su gusto.

—Los he llamado. Y
estaban
en casa.

—Ah, ¿sí? Bueno, pues desde luego no van a estar mañana.

—Sí, porque no he dicho quién era, entonces. He colgado enseguida.

Desde luego, aquellos dos tenían un talento especial para dar cortes.

Carl se arrastró hasta su despacho y llamó a casa. Dio unas breves instrucciones a Morten acerca de qué hacer si aparecía Vigga mientras él estaba fuera. A saber qué se le podría ocurrir.

Después dio instrucciones a Assad sobre la investigación posterior del caso de los incendios y para que controlara a Yrsa en su trabajo.

—Dale una buena lista de sectas religiosas, para empezar. Y luego sube donde Laursen y dile que llame al Instituto Forense y les meta prisa con las pruebas de ADN, ¿me harás el favor? —solicitó.

Después metió la pistola reglamentaria en el bolso. Con los suecos nunca se sabe.

No, al menos, cuando son daneses emigrados.

15

Por la noche del día siguiente, se encargó de que su patrona y amante provisional no llegara al orgasmo. En los segundos previos a que ella echara la cabeza hacia atrás y aspirase hondo hasta el diafragma, retiró sus hábiles dedos de su entrepierna y la dejó tumbada con la tensión chisporroteando en su interior y la mirada a la deriva.

Se levantó rápido y dejó a Isabel Jønsson a solas para que decidiera la mejor manera de descargar el cuerpo. Parecía confusa, y eso era justo lo que él quería.

Sobre la casita adosada de Viborg, la luz de la luna intentaba abrirse paso entre las densas nubes aborregadas. Se quedó desnudo en la terraza mirándolas, mientras el humo del cigarrillo surgía de sus fosas nasales.

A partir de ahora todo iba a seguir un patrón conocido.

Primero, la riña. Luego la amante querría una explicación de por qué había terminado lo suyo, y por qué entonces. Suplicaría, discutiría y volvería a suplicar, y él respondería, y después ella le pediría que recogiera sus cosas, y entonces saldría de la vida de la mujer.

Mañana a las diez de la mañana dejaría las colinas de Dollerup con los niños a su lado en el asiento delantero, y cuando se extrañaran porque se desviaba demasiado pronto, los anestesiaría. Sabía con exactitud dónde podía hacerlo sin problemas, lo había pensado bien. Entre unos árboles frondosos, que esconderían el coche y sus propósitos durante los escasos minutos que necesitara para neutralizarlos y esconderlos en la parte trasera de la furgoneta.

Cuatro horas y media después, incluyendo una visita para almorzar con su hermana, que vivía en Fionia, habría llegado a la caseta de botes junto a Nordskoven, en Jægerspris. Ese era el plan. Solo quedarían veinte pasos a través de matorrales hasta el local de techo bajo con las cadenas. Veinte pasos con las dos figuras tambaleantes a su lado.

Antes ya había oído gritos de súplica durante el paseíto. Ahora volvería a oírlos.

Después empezarían las negociaciones con los padres.

Vació de humo los pulmones y arrojó el cigarrillo al pequeño trozo de césped. En suma, lo aguardaban una noche y un día atareados.

Las terribles sospechas de que en su casa ocurría algo que podía poner toda su vida patas arriba tendrían que esperar. Si su mujer le era infiel, peor para ella.

Oyó un chirrido en la puerta de la terraza y se volvió hacia el rostro perplejo de Isabel. La bata apenas cubría su tembloroso cuerpo desnudo. Dentro de un par de segundos iba a decirle que la dejaba porque era demasiado vieja, aunque no era verdad. Su cuerpo era excitante y sabroso, irradiaba algo que apelaba a lo insaciable que había en él. Era una pena, por varias razones, que la relación tuviera que terminar, pero había pensado lo mismo muchas veces antes.

—Estás aquí sin ropa con este frío, ¿estás loco? Hace un frío que pela —dijo ella ladeando la cabeza, pero sin mirarlo—. Dime, ¿qué diablos pasa?

Él se colocó ante ella y asió el cuello de la bata.

—Eres demasiado vieja para mí —dijo con frialdad mientras cerraba la bata en torno al cuello desnudo.

Por un instante pareció quedarse paralizada. Dispuesta a pegarle o gritarle a la cara el cabreo y la frustración que le producía. Las maldiciones se apelotonaban en su lengua, pero él sabía que no diría nada. Las mujeres educadas, divorciadas y empleadas del ayuntamiento no montan escenas cuando tienen ante sí en la terraza a un hombre desnudo.

La gente pensaría mal. Ambos lo sabían.

Cuando despertó temprano, a la mañana siguiente, ella ya le había recogido sus cosas y se las había metido en la bolsa. No había mesa puesta para el desayuno, solo una serie de preguntas certeras, prueba de que la mujer aún no estaba hundida.

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