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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

El mensaje que llegó en una botella (44 page)

Carl arrugó el entrecejo. No estaba seguro de haber entendido la imagen.

—Oye, Assad —dijo con voz suave—. ¿Todos tus refranes tienen que ver con el culo?

Assad sonrió.

—También me sé algún otro. Pero son malos.

Vale. Si aquel era el tipo de humor que usaban en Siria, no iba a sonreír mucho si tenía la mala suerte de que lo invitaran al país.

—¿Qué te ha contado, entonces, Martin Holt en el interrogatorio, Carl?

Carl acercó el cuaderno. No había escrito mucho, pero lo que había era útil.

—Martin Holt no es, al contrario de lo que esperaba yo, un hombre nada antipático —aseveró Carl—. Vuestro mensaje ampliado hizo que bajara al mundo real.

—Entonces ¿ha hablado de Poul Holt?

—Sí. Sin parar, durante media hora, y le costaba controlar la voz.

Carl sacó un cigarrillo del bolsillo de la pechera y lo manoseó un rato.

—Joder, vaya necesidad de hablar tenía el tío. Llevaba muchos años sin hablar de su hijo mayor. Del dolor que le provocaba.

—Y ¿qué pone en tu hoja?

Carl encendió el cigarrillo con fruición mientras pensaba en la necesidad de nicotina que tenía Jacobsen sin cubrir. Había veces que podías llegar a tener tanta categoría que ya no te estaba permitido hacer lo que quisieras. Él no deseaba llegar a esas alturas.

—Martin Holt ha dicho que nuestro dibujo se parecía algo, pero que los ojos del secuestrador estaban demasiado juntos. El bigote era demasiado grande, y el pelo sobre las orejas, algo más largo.

—Entonces ¿vamos a rehacerlo, Carl? —preguntó Assad mientras agitaba los brazos para alejar el humo.

Carl sacudió la cabeza. La interpretación de Tryggve podía ser tan acertada como la de su padre. Cada uno ve las cosas a su manera.

—Lo más importante de la declaración de Martin Holt como testigo ha sido que podía decir con exactitud dónde y cómo recibió el dinero el secuestrador. Consistió, sencillamente, en que arrojaron el dinero metido en un saco desde el tren. El hombre hizo unas señales con una luz estroboscópica y…

—¿Qué es una luz estroboscópica?

—¿Que qué es? —Carl dio una honda calada—. Sí, hombre, es una luz intermitente como las de las discotecas. Emiten destellos como
flashes
.

—Aaah… —Assad sonrió—. Ah, sí, que parece que te mueves a sacudidas, como en las pelis antiguas, ya sé, o sea, lo que es.

Carl miró el cigarrillo. ¿Sabía a almíbar, o qué?

—Holt ha podido señalar con precisión dónde se produjo la entrega. Fue en un tramo de carretera que discurría junto a la vía del tren entre Slagelse y Sorø.

Carl sacó su mapa y señaló.

—Justo aquí, en ese tramo entre Vedbysønder y Lindebjerg Lynge.

—Parece un buen sitio —comentó Assad—. Cerca de la vía y no muy lejos de la autopista, para poder marcharse rápido después.

Carl deslizó la vista por la vía del mapa. Sí, Assad tenía razón. Era un sitio perfecto.

—¿Y cómo consiguió el secuestrador llevar hasta allí al padre de Poul? —quiso saber Assad.

Carl cogió el paquete de tabaco y miró dentro. Ostras, era verdad: en el fondo había una especie de engrudo almibarado.

—Le dijo que cogiera un tren determinado entre Copenhague y Korsør, y que esperase el destello. Debía ir en un vagón de primera, en el lado izquierdo, y cuando viera la luz debía arrojar por la ventanilla el saco con el dinero.

—¿Cuándo supo entonces que habían matado a Poul?

—¿Cuándo? Recibió instrucciones por teléfono para recoger a sus hijos. Pero cuando llegaron él y su mujer solo estaba Tryggve, tumbado en el suelo. Le habían dado algo que lo dejó inconsciente, seguramente cloroformo. Fue Tryggve quien contó a sus padres que el secuestrador había matado a Poul y que perderían más hijos si se les ocurría contar algo sobre el secuestro. Aparte de la espantosa noticia de la muerte de Poul, el trauma de Tryggve por lo sucedido causó una impresión imborrable en Martin Holt y su mujer.

Assad alzó los hombros hasta las orejas y un escalofrío pareció recorrerlo.

—Si hubieran sido mis hijos…

Pasó el dedo índice por la garganta y dejó caer la cabeza a un lado.

Carl no dudó que hablaba en serio. Después volvió a mirar al cuaderno.

—Ah, sí, al final Martin Holt me contó una cosa que tal vez podamos aprovechar.

—¿Qué?

—Que en el llavero con las llaves del coche el secuestrador tenía una bolita con un número 1 pintado.

Sonó el teléfono de la mesa de Carl. Sería Mona, para agradecerle su complacencia.

—Subcomisario Mørck —dijo el vozarrón que resultó pertenecer a Klaes Thomasen—. Carl Mørck, solo es para decirte que, aprovechando el buen tiempo de la mañana, mi mujer y yo hemos recorrido el resto del itinerario. No nos ha parecido que se viera nada desde el agua, pero en varios sitios había una vegetación bastante espesa en la costa, así que hemos marcado los sitios probables.

No habría estado mal que hubieran tenido algo de auténtica suerte.

—¿En qué zona crees que hay mayor probabilidad? —preguntó Carl, apagando el cigarrillo almibarado en el cenicero.

—Bueno… —Al otro lado de la línea se oía tirar de la pipa. Así que seguro que estaba todavía con traje de agua en el malecón—. Lo mejor será que nos concentremos en el bosque de Østskov a la altura de Sønderby, así como en Bognæs y el bosque de Nordskov. La vegetación espesa llegaba hasta la costa en varios lugares, pero eso, que no hemos encontrado nada con seguridad. De aquí a unas horas iré a hablar con el guarda forestal de Nordskov. A ver si por ahí podemos sacar algo.

Carl apuntó los tres lugares y le dio las gracias. Prometió dar recuerdos a varios antiguos compañeros de Thomasen que hacía años que no estaban en Jefatura, pero tampoco era cosa de decírselo, y así se acabó el intercambio de cortesías.

—Nada —dijo Carl, volviéndose hacia Assad—. Nada concreto de Thomasen, pero sí ha sugerido que podría haber alguna posibilidad en estas tres zonas.

Las señaló en el mapa.

—A ver si Yrsa nos viene con algo que sea más sólido que lo encontrado hasta ahora y podemos comparar los datos. Tú, mientras tanto, sigue con lo tuyo.

Siguió media hora de relajación reconfortante con los pies sobre la mesa, hasta que una sensación de cosquilleo en el puente de la nariz lo devolvió a la realidad. Sacudió la cabeza, abrió los ojos y se vio en el epicentro de una horda de moscones verdeazulados brillantes a la caza de un lugar donde poner huevos que no fuera el adorno azucarado del paquete de tabaco.

—Me cago en la mar —se desfogó, dando manotazos a diestro y siniestro; un par de moscones cayeron al suelo con las seis patas al aire.

Ya estaba bien.

Miró en su papelera. Hacía semanas que había arrojado algo, y todavía seguía allí, pero no había restos orgánicos que pudiera pensarse que tentaran a una mosca parturienta.

Carl miró al pasillo; había otra condenada mosca. A saber si en alguna de las comidas exóticas de Assad había vuelto a generarse vida. ¿Sería su
tahín
, que empezaba a tener vida propia, o sus delicias turcas que apestaban a agua de rosas, que habían parido bichos de importación?

—¿De dónde han salido todas estas moscas? —espetó ya antes de entrar en la caja de cerillas de Assad.

En el interior había un olor penetrante. Nada que ver con el estándar de azúcar habitual. Parecía más bien que hubieran andado jugando con un mechero Zippo.

Assad levantó la mano en el aire. Estaba de lo más concentrado, con el receptor pegado al oído.

—Sí —dijo varias veces por el teléfono. Después continuó con voz más profunda y aire más autoritario de lo normal—. Pues entonces habrá que ir a comprobarlo.

Concertó una cita y colgó.

—Te preguntaba de dónde han salido estas moscas —informó Carl, señalando a un par que se habían posado en un póster precioso con dromedarios y un mogollón de arena.

—Carl, me parece, o sea, que he encontrado una familia —informó Assad. Su rostro expresaba incredulidad. Como alguien que mira un billete de lotería y comprueba que los números coinciden con el ganador de diez millones de coronas. Como el que, casi con dolor, debe reconocer que el sueño de su vida acaba de hacerse realidad en ese momento.

—¿Una qué?

—Una familia que estuvo en manos de nuestro secuestrador, creo.

—¿Son los de la Casa de Cristo de los que hablaste?

Assad asintió en silencio.

—Los ha encontrado Lis. Es otra dirección y otro apellido, pero son ellos. Hizo comprobaciones con los números de registro civil. Cuatro hijos, y el más joven, Fleming, tenía, o sea, catorce años hace cinco.

—¿Has preguntado dónde está el chico actualmente?

—No me ha parecido conveniente, o sea.

—¿Qué es eso que has dicho de que habrá que ir a comprobarlo?

—Bueno, le he dicho a la señora que éramos de Hacienda y que nos parecía extraño que su hijo más joven, que por lo visto es el único de sus hijos que no ha emigrado, no hubiera enviado su declaración de la renta pese a hacer mucho que cumplió los dieciocho.

—Assad, no puede ser. No podemos hacernos pasar por funcionarios que no somos. Y por cierto, ¿de dónde sabes eso de la declaración de renta?

—De ninguna parte. Se me ha ocurrido, sin más —indicó, llevándose el dedo a la nariz.

Carl sacudió la cabeza, pero Assad tenía cierta razón. Si la gente no había cometido un delito de verdad, no había como Hacienda para que fliparan y perdieran la cabeza.

—¿Adónde tenemos que ir, y cuándo?

—Es un pueblo que se llama Tølløse. La mujer me ha dicho que su marido volvería a casa a las cuatro y media.

Carl miró la hora.

—Vale, iremos juntos. Buen trabajo, Assad, muy bien por tu parte.

Carl sonrió un milisegundo y luego señaló el festival de moscas pegadas al póster.

—Assad, venga: ¿tienes aquí algo que esos putos bichos puedan llamar su casa?

Assad abrió sus cortos brazos.

—No sé de dónde vienen.

Su rostro se paralizó un instante.

—Pero ese sí que sé de dónde viene —dijo, señalando un diminuto insecto solitario bastante más pequeño que los moscones. Un ser frágil e ingenuo que murió de repente al entrar en contacto con las nervudas manos morenas de Assad.

—¡Te agarré! —gritó Assad, triunfante, mientras barría la polilla con el cuaderno—. De esos he encontrado un montón ahí.

Señaló su alfombra de orar y miró arrepentido la sentencia de muerte de la alfombra, escrita en la mirada de Carl.

—Pero ya no quedan tantos insectos en la alfombra, y era de mi padre, le tengo mucho cariño. La he sacudido esta mañana, antes de que vinieras. Junto a la puerta del amianto.

Carl levantó las esquinas de la alfombra. La operación de salvamento se había producido justo a tiempo. Lo cierto es que apenas quedaban más que los flecos.

Durante un sugerente segundo se imaginó los archivos policiales en el país del amianto. A saber si la reputación de uno o dos delincuentes se salvaría gracias a aquellas polillas codiciosas, si es que les gustaba el papel amarillento.

—¿Has echado algo a la alfombra? —preguntó—. Esto apesta.

Assad sonrió.

—Petróleo, es efectivo.

El hedor no parecía molestarlo. Tal vez una de las ventajas involuntarias de crecer con petróleo burbujeando en el subsuelo. En caso de que hubiera algo así en Siria.

Carl sacudió la cabeza y dejó el tufo atrás. Así que dentro de dos horas en Tølløse. Aún quedaba tiempo para desentrañar el misterio de las moscas.

Se quedó un rato quieto en el pasillo. Un leve zumbido se plantó en la tubería bajo el techo. Alzó la vista y volvió a vislumbrar su mosca preferida, decorada con tippex líquido. Joder, estaba en todas partes.

—¿Qué haces, Carl? —oyó el gorjeo de Yrsa por detrás. Después lo cogió del brazo y le dijo—: ven un momento.

Arrastró hasta el borde de la mesa un montón de frascos de esmalte de uñas, reblandecedor de cutícula, quitaesmalte, laca para el pelo y muchos otros productos disolventes que había en el escritorio.

—Mira —indicó—. Aquí tienes tus fotos aéreas, pero ha sido una pérdida de tiempo, para que lo sepas.

Yrsa arqueó las cejas y, por un momento, le recordó a su anciana tía Adda, la avinagrada.

—Es todo igual a lo largo de la costa, nada nuevo bajo el sol.

Carl vio que un moscón entraba zumbando por la abertura de la puerta y maniobraba por el techo.

—Lo mismo pasa con los molinos de viento —continuó Yrsa, empujando a un lado una taza de café medio llena con graciosos cercos—. Si dices que las ondas sonoras de baja frecuencia pueden oírse en un radio de veinte kilómetros, entonces esto no nos vale para nada.

Señaló la serie de cruces marcadas en el mapa.

Carl comprendió a qué se refería. Aquello era el país de los molinos de viento. Había demasiados para poder ayudarlos a simplificar la búsqueda.

Un destello rápido ante los ojos de Carl, y la mosca se posó en el borde de la taza de café de Yrsa. Era la descarada del tippex. Desde luego, vaya garbeos se daba.

—Largo de aquí —ordenó Yrsa. Y casi mirando a otra parte, aplastó la mosca contra la taza con sus largas uñas pintadas de un rojo vivo. Después siguió como si nada—. Lis ha estado llamando a muchos ayuntamientos, y por lo visto no se han concedido licencias de construcción para casetas de botes en las zonas en que nos hemos concentrado. Ya sabes, medidas para proteger el medio ambiente y esas cosas.

—¿Desde cuándo llevan sin concederlas? —quiso saber Carl, mientras observaba a la mosca nadando de espaldas en el infierno de cafeína. Desde luego, era increíble lo eficaz que podía ser Yrsa. Y él, que llevaba todo el día…

—Desde la reforma municipal de 1970.

¡1970! Hacía siglos de eso. Así que ya podía irse olvidando de buscar proveedores de madera de cedro.

Se quedó observando con cierta melancolía los espasmos agónicos de la mosca y llegó a la conclusión de que el problema estaba resuelto.

Entonces Yrsa dio un fuerte manotazo contra una de las fotos aéreas de la mesa.

—¡Yo creo que hay que buscar ahí!

Carl miró el círculo que había trazado Yrsa en torno a una casa de Nordskoven. Vibegården, ponía. Una casa bonita en apariencia, próxima al camino que atravesaba el bosque, pero allí no veía ninguna caseta de botes. Tenía una localización perfecta, rodeada de setos y pegada a la costa, pero… No había caseta de botes.

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