El mensaje que llegó en una botella (46 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

El hombre palideció. Toda la energía que había movilizado durante años para mantenerse a flote lo abandonó. La energía para aguantar el dolor, la energía para mentir a sus correligionarios, la energía para huir de todo, para aislarse, para decir adiós a los demás hijos, para perder su riqueza. Y también la energía para poder vivir sabiendo que el asesino de su querido Flemming seguía libre y los vigilaba.

La energía para hacer todo aquello lo abandonó.

Llevaban un rato en silencio en el coche cuando Carl tomó la palabra.

—Creo que no he visto en la vida a gente tan destrozada como esos dos —declaró.

—Ha sido duro para ellos sacar del cajón la foto de Flemming. ¿Crees que no la habían visto desde que se lo llevaron? —preguntó Assad, quitándose el plumífero. Claro, al final le daba demasiado calor.

Carl se encogió de hombros.

—No lo sé. Pero desde luego no querían arriesgarse a que alguien husmeara lo mucho que seguían queriendo al chico. Porque fueron ellos quienes lo expulsaron.

—¿Husmear? No entiendo, entonces, ¿qué quieres decir, Carl?

—Sí, olisquear. Un perro husmea su presa.

—¿Presa?

—Olvídalo, Assad. Mantenían en secreto el amor que sentían por su hijo. Los demás no debían saberlo. No sabían quién era amigo y quién enemigo.

Assad se quedó un rato callado, con la vista dirigida a sembrados marrones que bullían de vida bajo la superficie.

—¿Cuántas veces crees, o sea, que lo ha hecho, Carl?

¿Qué coño iba a responder?
No había
respuesta.

Assad se rascó las mejillas negro azabache.

—Vamos a cogerlo, entonces. ¿Verdad, Carl? Lo cogeremos.

Carl apretó los dientes. Sí, lo cogerían. La pareja de Tølløse les dio otro nombre, para ellos se llamaba Birger Sloth. De ese modo, y por tercera vez, corroboraron más o menos la descripción. Martin Holt tenía razón. Debían buscar a alguien cuyos ojos estuvieran más separados. En cuanto al resto, bigote, aspecto, no podían fiarse. Solo sabían que era un hombre de rasgos marcados que, aun así, parecía algo difuso. Lo único que sabían con total seguridad sobre él era que en dos casos había recibido el dinero en el mismo lugar. En un pequeño tramo recto entre Slagelse y Sorø, ya sabían dónde. Martin Holt lo había descrito con toda precisión.

Podían llegar en menos de veinte minutos, pero estaba demasiado oscuro. Una lástima, joder.

De todas formas, era lo primero que debían hacer a la mañana siguiente.

—¿Qué hacemos con Yrsa y Rose? —preguntó Assad.

—No haremos nada. Intentaremos acostumbrarnos.

Assad hizo un gesto afirmativo.

—Es como un camello de tres jorobas —sentenció.

—Un ¿qué?

—Es lo que decimos en mi tierra. Algo especial, o sea. Difícil de montar, pero gracioso de ver.

—Un camello con tres jorobas; bueno, pues así será. También suena más aceptable que esquizofrénica.

—¿Esquizofrénica? En mi tierra llamamos así al que está sentado en una tribuna sonriendo, mientras te está cagando encima.

Ya estaba otra vez.

38

Sonaba como un murmullo muy vago y muy lejano. Como el final de los sueños que nunca terminan. Como la voz de una madre que cuesta recordar. «Isabel, Isabel Jønsson, ¡despierta!», retumbaba. Como si su cabeza fuera demasiado grande para atrapar las palabras.

Torció un poco el cuerpo y solo sintió el abrazo opresivo del sueño. La sensación somnolienta de estar suspendida entre el antes y el ahora.

Le sacudieron el hombro. Repetidas veces, con suavidad y dulzura.

—¿Estás despierta, Isabel? —preguntó la voz—. Intenta respirar hondo.

Percibió los chasquidos de unos dedos desplazándose frente a su rostro, pero no acertaba a entender la razón.

—Has tenido un accidente, Isabel —dijo alguien.

En cierto modo, ya lo sabía.

¿No acababa de ocurrir? Una sensación vertiginosa y después el monstruo acercándose a ella en la oscuridad. ¿Fue así?

Sintió un pinchazo en el brazo. ¿Era real, o estaba soñando?

De pronto notó que la sangre irrigaba su cerebro. Que su mente se concentraba y que las ideas traían orden al caos. Un orden que Isabel no deseaba.

Entonces se acordó. ¡Él! ¡El hombre! Lo recordó vagamente.

Emitió un grito sofocado. Notó que le picaba la garganta, y que las ganas de toser le provocaban una sensación de ahogo.

—Tranquila, Isabel —la sosegó la voz. Notó que una mano agarraba la suya y la apretaba—. Te hemos dado una inyección para que despiertes un poco. Solo es eso.

Y la mano volvió a apretar la suya.

Sí, decía todo su interior. Aprieta tú también, Isabel. Muestra que estás viva, que todavía estás aquí.

—Has sufrido lesiones graves, Isabel. Te encuentras en Cuidados Intensivos del Hospital Central. ¿Entiendes lo que te digo?

Contuvo la respiración y concentró sus fuerzas en asentir con la cabeza. Solo un pequeño movimiento. Solo por notarlo.

—Muy bien, Isabel. Ya lo hemos visto —se oyó, y volvieron a apretarle la mano—. Estás inmovilizada, no puedes moverte aunque lo intentes. Te has roto muchos huesos, pero te pondrás bien, Isabel. En este momento hay mucho trabajo, pero en cuanto tengamos tiempo vendrá una enfermera a prepararte para llevarte a otra unidad. ¿Entiendes lo que digo, Isabel?

Isabel contrajo un poco los músculos del cuello.

—Bien. Ya sabemos que te cuesta comunicar, pero con el paso del tiempo podrás volver a hablar. Te has fracturado la mandíbula, así que también la hemos inmovilizado, por si acaso.

Notó las grapas de la cabeza. Las bolsas colocadas en torno a las caderas, como cuando te enterraban en la arena. Trató de abrir los ojos, pero no obedecían.

—Veo por tus cejas que estás intentando abrir los ojos, pero hemos tenido que vendártelos. Tenías muchos fragmentos de cristal incrustados. Pero ya verás, dentro de un par de semanas el sol volverá a brillar.

¡Un par de semanas! ¿Dónde estaba el problema? ¿Por qué ese hormigueo del cuerpo, que protestaba? ¿Porque tiempo era justo lo que les faltaba?

Venga, Isabel, susurraba su fuero interno. ¿Qué es lo que no debe ocurrir? ¿Qué ha ocurrido? El hombre, sí. Y ¿qué más?

Pensó que la realidad son muchas cosas. El novio que nunca llegó pero que vivía en sus sueños. Las sogas colgadas del techo del viejo gimnasio, que nunca llegó a trepar hasta arriba. Y la realidad era también lo que aún no había sucedido. La presión de las sienes era la misma. La sensación, igual de concreta.

Respiró con lentitud y escuchó aquellos impulsos que conformaban su conciencia. Primero sintió malestar; después, inquietud, y al final un estremecimiento que introdujo rostros, sonidos y palabras en su batiburrillo de ideas.

Volvió a sentir el grito sofocado mecánico que acompañó su conciencia de lo sucedido.

Los niños.

El hombre, que también era un secuestrador.

Y Rakel.

—Hmmmm —oyó que decía tras su dentadura cerrada.

—¡Di, Isabel!

Notó que la mano se soltaba y que una bocanada de aire caliente rozaba su rostro.

—¿Qué dices? —dijo el rostro pegado a ella.

—Aaaaeee.

—¿Entiende alguien lo que dice? —preguntó el rostro a cierta distancia.

—Aaarrglll.

—¿Has dicho Rakel, Isabel?

Emitió un breve sonido. Sí, era lo que había dicho.

—¿Llamas así a la mujer que ha ingresado contigo?

Y el sonido se repitió.

—¡Rakel vive, Isabel! Está en la cama de al lado —dijo otra voz desde los pies de la cama—. Ha salido peor parada que tú. Mucho peor. No sé si saldrá adelante, pero está viva, y parece tener un cuerpo fuerte. Esperemos que lo consiga.

Podía ser una hora o un minuto, pero también podía haber pasado todo un día desde que habían estado con ella, así de elástico sentía el tiempo. A su alrededor se oían máquinas silenciosas y el débil pitido de su corazón. Sentía un sudor frío debajo, y hacía calor en la habitación. A lo mejor era algo que le habían inyectado lo que la hacía sentirse así. A lo mejor era cosa suya.

Fuera, en el pasillo, se oía el traqueteo de carros, y las voces también parecían traquetear. ¿Era la hora de comer, o era de noche? No tenía ni idea.

Gruñó algo, pero no ocurrió nada. Entonces se concentró en el intervalo entre su latido y la palpitación del dedo medio, donde tenía una especie de dedal. No sabía si transcurrían milisegundos o segundos.

Pero sí que sabía una cosa. El pitido de la máquina que oía medir los latidos no medía sus latidos. No coincidían para nada con los suyos, estaba lo suficientemente consciente como para saberlo.

Estuvo un rato conteniendo la respiración. Se oyó el pitido de la máquina. Pi—pi, hacía. Después, de otra máquina salió un ruido quedo como de chapoteo. Una succión que de pronto se interrumpía y volvía a empezar, como la presión de una puerta de autobús.

Aquel sonido lo había oído antes. En horas interminables junto al lecho de su madre, hasta que al final desconectaron la respiración asistida y la dejaron en paz.

Así que la paciente con quien compartía habitación no podía respirar sin ayuda. Y la paciente era Rakel. ¿No es lo que le habían dicho?

Quería darse la vuelta. Abrir los ojos y atravesar la oscuridad. Mirar a aquella persona que luchaba por vivir.

Rakel, le diría si pudiera. Rakel, saldremos adelante, añadiría, aunque sin convicción.

Tal vez Rakel no tuviera nada a lo que despertar. Lo recordó con demasiada nitidez.

Que su marido había muerto.

Que en alguna parte había dos niños esperando. Y que el secuestrador ya no tenía razones para no matarlos.

Era espantoso, y ella no podía hacer nada.

Notó que manaba un líquido del rabillo del ojo. Más denso que las lágrimas, aunque fluía con facilidad. Notó que la gasa que le cubría la cabeza de pronto se hacía pesada en sus párpados.

¿Estaré llorando sangre?, pensó, y trató de no ceder a su dolor e impotencia. Porque ¿de qué le valían los sollozos? No, aquello le provocaba un dolor que todo lo que le habían dado no era capaz de aliviar.

Oyó que la puerta se abría con suavidad y notó que el aire y los sonidos del pasillo se colaban en la estancia silenciosa.

Unos pasos avanzaron por el duro suelo. Mesurados y vacilantes. Casi demasiado vacilantes.

¿Sería algún médico preocupado observando el ritmo cardíaco de Rakel? ¿Alguna enfermera viendo cuándo dejaba de cumplir su función la respiración asistida?

—¿Estás despierta, Isabel? —susurró una voz atravesando el bombeo constante de la máquina.

Sintió un sobresalto. No sabía por qué.

Entonces asintió en silencio de forma imperceptible pero suficiente.

Notó que le cogían la mano. Como cuando de pequeña se sentía marginada en el patio de la escuela. Como la vez que estuvo frente a la escuela de danza sin atreverse a traspasar el umbral.

La mano que le daba consuelo entonces era la misma de ahora. Una mano cálida, amorosa y generosa. La de su hermano. La de su hermano mayor, tan maravilloso y protector.

Y justo en el momento en que supo que por fin se podía sentir segura, sintió la necesidad de gritar.

—Eso es —dijo su hermano—. Llora, Isabel. Llora sin miedo. Todo va a arreglarse. Las dos saldréis adelante, tú y tu amiga.

¿Saldremos adelante?, pensó ella, mientras intentaba controlar su voz, su lengua, su respiración.

«Ayúdanos», quería decir. «Registra mi coche. Encontrarás la dirección de él en la guantera. Podrás ver por el GPS dónde hemos estado. Podrás conseguir la detención más sonada de tu vida.»

Quería arrodillarse ante el Dios de Rakel en el cielo para que le diera el don de la palabra solo un momento. El tiempo de una sola aspiración.

Pero yacía muda, escuchando sus propios estertores. Palabras que se disolvían en consonantes, consonantes que se disolvían en silbidos y espumarajos de saliva entre los dientes.

¿Por qué no llamó a su hermano mientras pudo hacerlo? ¿Por qué no hizo lo que debería haber hecho? ¿Creía acaso que era un ser superior, que podía detener al mismísimo Diablo?

—Menos mal que no conducías tú, Isabel. Pero no podrás evitar las consecuencias judiciales, aunque no creo que te consideren culpable de colaboración en la conducción temeraria que provocó el accidente. Eso sí, tendrás que comprarte otro coche —trató de bromear su hermano entre risas tenues.

Pero no había nada de qué reír.

—¿Qué ha pasado, Isabel? —preguntó su hermano, sin mostrarse afectado por que ella no hubiera dicho nada aún.

Isabel puso los labios ligeramente en punta. Quizá su hermano pudiera entender algo.

Entonces se oyó una voz grave procedente de la cama de Rakel.

—Lo siento, pero no puede seguir en la habitación, señor Jønsson. Vamos a trasladar a Isabel. Mientras tanto, puede bajar a la cafetería. Ya le diremos adónde la hemos trasladado cuando vuelva. ¿Puede volver dentro de media hora?

A Isabel le pareció que la voz no era de nadie de los que habían pasado antes.

Pero cuando la voz repitió la solicitud y su hermano se levantó y con un apretón en el brazo le hizo saber que volvería algo más tarde, Isabel supo que no serviría de nada.

Porque la voz, la única que se oía ahora en la habitación, le era conocida.

Sí, la conocía demasiado bien.

Por un instante, creyó que aquella voz le daría algo por lo que vivir.

Ahora ya sabía que no podía haber estado más equivocada.

39

Carl había pasado la noche en casa de Mona y todavía notaba todo su cuerpo descoyuntando. Esta vez ella no esperó palabras dulces ni declaraciones de que para él era la única. Sencillamente, lo sabía, mientras se sacaba la blusa por la cabeza y se quitaba las bragas haciendo equilibrismos incomprensibles.

Después, tardó media hora en comprender dónde estaba, y otra media hora en sopesar si sobreviviría a otro intento.

Era una mujer diferente de la que se fue a África. De golpe, tan visible y cercana. Finas patas de gallo que lo dejaban sin respiración al contraerse. Pequeños pliegues en el borde del labio superior, que pronto se desplegarían en una sonrisa que vaciaba su cerebro de ideas.

Si había una mujer para él, entonces era aquella, pensó cuando ella volvió a acercarse con su cálido aliento y lo arañó con suavidad.

Cuando lo despertó a la mañana siguiente, ya estaba vestida y preparada para el día. Sensual, sonriente y como flotando.

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