El mensaje que llegó en una botella (51 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

Assad y él abrieron la puerta y se quedaron mirando el ajetreo del personal sanitario. Al parecer, se había producido una situación de emergencia. Se dio cuenta de que no era el mejor momento para personarse allí.

Enseñó su placa en el mostrador y presentó a Assad.

—Hemos venido a hacer unas preguntas a Isabel Jønsson. Lo siento, pero corre prisa.

—Y yo siento decirle que será imposible por ahora. Lisa Karin Krogh, que está en la misma habitación que Isabel Jønsson, acaba de fallecer, e Isabel Jønsson tampoco está bien. Además, han atacado a una enfermera. Podría tratarse de un hombre que ha intentado asesinar a ambas mujeres, todavía no lo sabemos. La enfermera sigue inconsciente.

42

Llevaban media hora en la sala de espera, mientras el caos reinaba en la Unidad de Cuidados Intensivos.

Entonces Carl se levantó y fue al mostrador. Ya no podían esperar más.

—No tendrás información sobre la fallecida Lisa Karin Krogh, ¿verdad? —preguntó a la secretaria del mostrador, mostrándole la placa de policía—. Necesito el número de teléfono de su casa.

Al cabo de un rato tenía un papel en la mano.

Sacó su móvil y volvió adonde Assad, que tamborileaba el suelo con los pies, nervioso.

—¿Te quedas un rato controlando? —le pidió—. Yo estaré en la zona de ascensores. Cuando nos dejen entrar en la habitación ven a decírmelo, ¿vale?

Luego telefoneó a Rose.

—Quisiera alguna información correspondiente a este número de teléfono. El nombre y número de registro civil de todas las personas que viven en la casa, ¿de acuerdo? Y Rose, a toda velocidad, ¿entendido?

Rose rezongó un poco, pero dijo que vería qué podía hacer.

Carl apretó el botón del ascensor y bajó a la planta baja.

A lo largo del tiempo había pasado por lo menos cincuenta veces junto a la cafetería sin detenerse. Bocadillos con demasiada mantequilla, precios demasiado elevados para su sueldo de funcionario. Esta vez sucedía lo mismo. Tenía hambre, pero tenía otras cosas que hacer.

—¡Karsten Jønsson! —gritó, y vio que el hombre rubio alargaba el cuello para localizar el origen del grito.

Le pidió que lo acompañara, y por el camino le contó lo ocurrido en la habitación desde que le pidieron que saliera a esperar.

Tras oír el relato, el gallardo agente no parecía tan gallardo. La preocupación era patente en su rostro.

—Un momento —dijo Carl cuando llegaron a la tercera planta y sonó su móvil—. Entra tú, Karsten, y ven a buscarme si hay algo.

Se arrodilló junto a la pared, acercó el teléfono a la oreja y dejó el bloc en el suelo.

—Dime, Rose, ¿qué has averiguado?

Rose le dio la dirección, y después siete nombres con sus respectivos números de registro civil. Padre, madre y cinco hijos: Josef, de dieciocho años; Samuel, de dieciséis; Miriam, de catorce; Magdalena, de doce, y Sarah de diez. Carl lo escribió todo.

Que si quería alguna otra cosa.

Carl sacudió la cabeza y apagó el móvil sin haberle respondido.

Era una información atroz.

Cinco niños huérfanos, y dos de ellos seguro que estaban en máximo peligro de muerte. El mismo esquema de otras veces. El secuestrador había golpeado a una familia numerosa relacionada con una secta. La única diferencia era que esta vez no iba a haber la posibilidad de que perdonara la vida a uno de los niños secuestrados, como tenía por costumbre. ¿Por qué había de hacerlo?

Allí estaba Carl, en un caso de vida o muerte, y todos sus instintos se lo decían a gritos. Se trataba de evitar más asesinatos y la ruina de toda una familia. No había tiempo que perder, pero ¿qué podía hacer? Aparte de los hijos de la mujer muerta y la secretaria que había atendido al asesino y que ahora se dirigía a su casa con el móvil apagado, la única persona que podía ayudarlo estaba allí, detrás de la puerta. Ciega, muda y en un estado de peligrosa conmoción.

El asesino había estado allí ese día. Una enfermera lo había visto, pero aún estaba inconsciente. La situación era más que desesperada.

Miró su bloc de notas y marcó el número de teléfono de Frederiks. En momentos como aquel su trabajo era odioso.

—Josef al aparato —dijo una voz. Carl miró el bloc. El mayor de los hijos, gracias a Dios.

—Hola, Josef. Te habla el subcomisario Carl Mørck del Departamento Q de la Jefatura de Policía de Copenhague. Quisiera…

Al otro extremo de la línea colgaron suavemente el receptor.

Carl estuvo un rato pensando en su fallo. No debería haberse dado a conocer de aquella manera. Seguro que la Policía ya había estado allí para contarles lo de la muerte de su padre. Josef y sus hermanos estarían asustados, sin duda.

Miró al suelo. ¿Cómo iba a llegar hasta ese chico en aquel momento?

Luego telefoneó a Rose.

—Coge el bolso —le dijo—. Pide un taxi. Ven al Hospital Central a todo gas.

—Sí, es una situación lamentable —dijo el doctor—. Hasta anteayer hemos tenido un policía destinado en la unidad, porque teníamos ingresadas víctimas de la guerra de bandas. Si hubiera estado también hoy, no habría ocurrido. Porque, por desgracia, podríamos decir, a los dos últimos criminales los enviamos a planta ayer por la noche.

Carl escuchó. El médico tenía una expresión agradable. Nada de aires de superioridad.

—Como es natural, entendemos que la Policía desee establecer la identidad del agresor tan pronto como se pueda, y también nosotros queremos ayudar en la medida de lo posible, pero el estado de la enfermera atacada sigue, por desgracia, siendo tal que, desde el punto de vista médico, debemos anteponer sus intereses a cualquier otra consideración. Lo más probable es que tenga una vértebra cervical fracturada, y se encuentra en estado de conmoción. De modo que tendrán que esperar, por lo menos, hasta mañana por la mañana para interrogarla. También esperamos localizar pronto a la secretaria que ha visto al atacante. Vive en Ishøj, así que llegará a casa dentro de veinte minutos si no se desvía.

—Tenemos ya a un hombre esperando en su casa, para no perder tiempo. Pero ¿qué hay de Isabel Jønsson? —preguntó, mirando inquisitivamente a su hermano, que asintió en silencio. No le importaba que fuera Carl quien preguntara.

—Bien. Como es comprensible, está muy agitada. Su respiración y ritmo cardíaco siguen siendo inestables, pero tenemos la impresión de que tal vez le vendría bien estar con su hermano. Dentro de cinco o diez minutos habremos terminado las exploraciones; entonces su hermano podrá entrar.

Carl oyó estrépito en la puerta de entrada. Era el bolso de Rose, que insistía en llevarse a rastras una cortina.

Vamos fuera, indicó con un gesto a Assad y Rose.

—¿Qué quieres que haga? —quiso saber Rose en el pasillo. Era evidente que el último lugar donde quería estar era en el espacio de ascensor frente a una unidad de cuidados intensivos. Puede que tuviera algún problema con los hospitales.

—Tengo una misión difícil para ti —informó Carl.

—¿Cuál? —preguntó Rose, dispuesta a declinar la oferta.

—Tienes que llamar a un chico y decirle que debe ayudarnos ahora mismo, porque de lo contrario van a morir dos hermanos suyos. Al menos es lo que creo. Se llama Josef y tiene dieciocho años. Su padre murió anteayer, y su madre está ingresada en Cuidados Intensivos, cosa que seguro que ya le ha dicho la Policía de Viborg. Lo que no sabe es que su madre ha muerto hace un momento. Sería una gran falta de ética decirle eso por teléfono, pero tal vez sea necesario. Depende de ti, Rose. Solo tiene que responder a tus preguntas. Pase lo que pase.

Rose se quedó estupefacta. Trató de protestar varias veces, pero las palabras se quedaban atascadas entre la inquietud y la necesidad. Porque veía por la expresión de Carl que corría prisa.

—¿Por qué yo? ¿Por qué no Assad, o tú mismo?

Carl explicó que el chico le había colgado.

—Necesitamos una voz neutra. Una voz dulce de mujer como la tuya.

Si hubiera dicho lo de la voz en otro momento, se habría echado a reír. En aquellas circunstancias, no había razón para reír. Tenía que hacerlo, y punto.

Le explicó qué cosas quería saber, y después pidió a Assad que retrocediese un par de pasos con él.

Era la primera vez que veía temblar las manos de Rose. Puede que Yrsa lo hubiera hecho mejor. Por alguna extraña razón, muchas veces las personas más duras son las más blandas en su interior.

La vieron hablar lentamente. Levantar la mano con cuidado, como para impedir que el joven colgara. Varias veces apretó los labios mirando al techo para no romper a llorar. No se veía bien por la distancia. Muchísimas cosas se estaban derrumbando. Rose acababa de decir al chico que su vida y la de sus hermanos nunca volvería a ser la misma. Carl entendía a la perfección contra qué luchaba.

Después Rose abrió la boca y escuchó concentrada mientras se secaba los ojos. Su respiración se hizo más profunda. Iba formulando las preguntas, dando tiempo al chico para responderlas, y al rato hizo señas a Carl para que se acercara. Tapó el micrófono.

—No quiere hablar contigo, solo conmigo. Está muy, muy agitado. Pero puedes hacerle preguntas.

—Lo habéis hecho muy bien los dos, Rose. ¿Le has preguntado lo que te he dicho?

—Sí.

—¿Tenemos una descripción y un nombre?

—Sí.

—¿Algo que nos conduzca hasta el secuestrador?

Rose sacudió la cabeza.

Carl se llevó la mano a la frente.

—Entonces no creo que tenga nada que preguntarle. Dale tu número y dile que llame si se le ocurre algo.

Rose hizo un gesto afirmativo y Carl se retiró.

—De ahí no va a venir más ayuda —sentenció, apoyándose en la pared—. Esto es muy serio.

—Lo atraparemos, o sea —replicó Assad. Pero seguro que temía lo mismo que Carl. No iban a lograrlo antes de que los niños murieran.

—Disculpadme un momento —indicó Rose cuando terminó de hablar por teléfono.

Miró sin ver frente a sí, como si fuera la primera vez que veía el reverso del mundo y no quisiera ver más.

Estuvo en esa posición, ausente, un buen rato, con las lágrimas al borde de los ojos, y Carl trató de hacer que el segundero de su reloj se desplazara más lento a base de fuerza de voluntad.

Rose tragó saliva un par de veces.

—Vale, ya estoy lista —hizo saber por fin—. El secuestrador tiene en su poder a dos hermanos de Josef: Samuel, de dieciséis años, y Magdalena, de doce. Los secuestró el sábado, y sus padres intentaron reunir el dinero del rescate. Isabel Jønsson quiso ayudarlos; Josef ignoraba qué relación tenía con la familia, ella no fue a su casa hasta el lunes. No sabía más de aquello. Sus padres no contaron gran cosa.

—¿Y el secuestrador?

—La descripción de Josef coincide con el hombre del dibujo. Tiene más de cuarenta años y puede que sea algo más alto que la media. No tiene un modo de caminar especial, y Josef cree que se tiñe el pelo y las cejas, y que sabe mucho de cuestiones teológicas.

Rose miró al frente.

—Como agarre a esa bestia… —No dijo más, pero su rostro era lo bastante expresivo.

—¿Quién cuida de los niños? —preguntó Carl.

—Alguien de su iglesia.

—¿Cómo lo ha tomado Josef?

Rose sacudió la mano frente a su rostro. No quería hablar de ello. Al menos por ahora.

—Y luego ha dicho que el hombre desafinaba al cantar —continuó, mientras sus labios oscuros como la noche se ponían a temblar—. Lo había oído cantar en las reuniones, y no sonaba bien. Conducía una furgoneta. No una de gasoil, ya se lo he preguntado. Al menos ha dicho que no sonaba como un coche a gasoil. Una furgoneta azul claro sin distintivos. No sabía cuál era la matrícula ni el modelo de coche. Los coches no le interesan gran cosa.

—¿Eso ha sido todo?

—El secuestrador se hacía llamar Lars Sørensen, pero Josef lo llamó por su nombre una vez y no reaccionó inmediatamente, así que el chico cree que no es su verdadero nombre.

Carl apuntó el nombre en el cuaderno de notas.

—¿Y la cicatriz?

—Josef no había reparado en ella —contestó, volviendo a apretar los labios—. Así que no podía ser muy visible.

—¿Nada más?

Rose sacudió la cabeza con semblante triste.

—Gracias, Rose. Puedes irte a casa. Hasta mañana.

Rose asintió en silencio, pero se quedó quieta. Lo más probable era que necesitara algo de tiempo para recuperarse.

Carl se volvió hacia Assad.

—El único apoyo que nos queda está ahí dentro, Assad.

Entraron sin hacer ruido, mientras Karsten Jønsson hablaba en voz baja con su hermana. Una enfermera tomaba el pulso de Isabel Jønsson. En el monitor su ritmo cardíaco era normal, así que se había sosegado.

Carl dirigió la vista a la cama de al lado. Solo una sábana blanca con una figura debajo. No una madre de cinco hijos o una mujer que murió con una gran pena en su interior. Solo una figura bajo la sábana. Una fracción de segundo en un coche, y ahora yacía allí. Todo había terminado.

—¿Podemos acercarnos? —preguntó a Karsten Jønsson.

Este asintió con la cabeza.

—Isabel quiere hablar con nosotros, pero tenemos problemas para entender lo que dice. No podemos usar una alfombrilla táctil, así que la enfermera está intentando liberar de vendajes los dedos de la mano derecha. Isabel tiene fracturas en ambos antebrazos y en varios dedos, así que habrá que ver si puede asir un lápiz.

Carl miró a la mujer de la cama. Se le veía parte del mentón, parecido al de su hermano; por lo demás, era difícil hacerse una idea de qué aspecto tenía aquella persona magullada.

—Hola, Isabel Jønsson. Soy el subcomisario Carl Mørck, del Departamento Q de la Jefatura de Policía de Copenhague. ¿Entiendes lo que te digo?

—Hmmmm —dijo ella, y la enfermera asintió con la cabeza.

—Voy a decirte en pocas palabras por qué estoy aquí —anunció Carl, y le habló del mensaje en la botella y del resto de secuestros, diciéndole que estaba trabajando en ese caso. Todos notaron que los aparatos reflejaban el efecto de sus palabras en ella—. Siento que tengas que oír esto, Isabel. Ya sé que estás fatigada, pero es necesario. ¿No es cierto que tú y Lisa Karin Krogh estáis muy metidas en un caso parecido al del mensaje en la botella del que te he hablado?

La mujer hizo un vago gesto afirmativo, y luego murmuró algo que tuvo que repetir varias veces, hasta que habló su hermano.

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