—¿Recuerdas, Alfredo, que una vez te dije que cierta tarde había visto a una dama paseando por el Paseo del Prado que me había llamado la atención?
—Sí, claro, una joven en edad de merecer acompañada por su aya y que te pareció muy hermosa. No volviste a hablarme del tema.
—Exacto. Pues me informé sobre ella y su familia y resultó que era…, bueno, hoy la hemos visto con nuestros propios ojos.
—¡Doña Clara!
Víctor asintió como apesadumbrado.
—Pero ¡cómo! Y no me habías contado nada. ¡Qué callado te lo tenías! —Alfredo hizo una pausa y luego añadió con tristeza—: Esa familia es muy notable…
—Lo sé, lo sé, amigo mío. Sé que esa mujer no es para mí.
—Y no has estado muy afortunado con la madre de ella.
—¿Tú también lo has notado?
Alfredo asintió.
—Vaya. A esto le llamo yo empezar con buen pie —masculló Víctor.
—Si es que a veces parece que estés sin civilizar, hijo.
El carruaje frenó en seco. Habían llegado a Sol.
La ciudad entera se paralizó aquella tarde pese a ser día laborable. A las cuatro y media, momento en que Víctor y Blázquez se dirigían hacia la plaza de toros, la nueva, situada cerca de la calle Goya, el gentío atestaba las calles de Madrid por el acontecimiento que había de tener lugar en la Villa y Corte. Nada menos que la reaparición de Frascuelo tras su cogida del 17 de abril. Nadie quería perdérselo. Los jornaleros, los funcionarios, los comerciantes, ricos o pobres, conservadores o liberales, todos se habían puesto de acuerdo para faltar al trabajo. Frascuelo salió de su casa en un coche abierto acompañado de varios vehículos más y seguido por una auténtica multitud. Costaba trabajo incluso caminar en Sol y en la calle de Alcalá. El matador, madrileño de adopción, llegó a la plaza en la que no cabía un alfiler. El entusiasmo embargaba a los parroquianos del torero.
Blázquez llevaba una bota de vino.
—Toma, toma. Endíñale —le dijo a Víctor con entusiasmo—. Es de Cariñena.
Las localidades se habían agotado a las pocas horas de salir a la venta, y es que el pueblo de Madrid se volcaba con Frascuelo, menos simpático que Lagartijo pero más valiente y voluntarioso que el cordobés. A Víctor le llamaba la atención que aquel evento suscitara tantas pasiones y, sobre todo, le sorprendía la vehemencia con que discutían los seguidores de los dos matadores en torno a los que giraba la fiesta nacional. Aquello daba lugar a disputas, debates más encendidos si cabe que las diatribas políticas entre conservadores y liberales. De locos.
Blázquez le presentó a su contrapunto, un comerciante de telas de Chamberí junto al que siempre se sentaba para polemizar. El otro era partidario de Lagartijo, «el Califa», se llamaba Leandro y ambos pasaban más tiempo lanzándose pullas y chinitas que mirando al ruedo realmente.
Sólo se mostraban de acuerdo en que los toros habían de ser buenos, pues eran de Veragua. Junto a Frascuelo toreaban Hermosilla y Currito. La plaza de toros estaba vistosa, colorida, había damas hermosísimas con vestidos de medio paso, faldas de mil colores y peinetas monumentales. Hombres de distinta condición: caballeros a la moda inglesa, paisanos bota en ristre y chulos de los que llamaban chisperos.
A las cinco en punto, las cuadrillas pisaron la arena y el respetable prorrumpió en aplausos, que aumentaron su intensidad cuando Frascuelo saludó al tendido al terminar el paseíllo.
—¡Mira, Leandro, mira cómo le aplaude el todo Madrid! —exclamó Blázquez entusiasmado.
—Bah —repuso el otro—. A Lagartijo sí hay que verlo, es de maneras tan toreras que merece la pena pagar la entrada sólo para verle hacer el paseíllo.
—¡Pero qué dices, chalao! Si no se arrima así lo maten. ¿Qué se puede esperar de un matador que sólo ha sufrido seis cogidas en toda su carrera y ninguna de gravedad?
—Eso es arte, Blázquez, arte. Prefiero ver al Califa con sus requiebros y volatines que a ese matarife al que tú idolatras.
En esto salió el primer toro y los polemistas callaron. Era para Currito.
Víctor aprendió aquella tarde que Frascuelo y Lagartijo eran la antítesis el uno del otro. En todo.
Frascuelo, valiente, suicida, se arrimaba. Lagartijo, «el Califa», más fino, un artista, era hijo de la escuela sevillana y sus donaires y filigranas eran capaces de enardecer al público y llevarlo al paroxismo. Frascuelo seguía la escuela rondeña, más sobria. Lo suyo era más una lucha con el astado, una caza en la que siempre se la jugaba. Sobre todo a la hora de entrar a matar; finiquitaba a los toros de certeros volapiés, jugándosela hasta la temeridad. Y eso a la gente le gustaba.
Además, el madrileño era alfonsino y el Califa abiertamente republicano. De hecho, se negó a brindar un toro a la destronada Isabel II en la Exposición Universal de París porque «él era republicano». ¡Qué genio tenía!
La verdad era, aunque Blázquez no quería reconocerlo, que el mismo Frascuelo había dicho de su rival: «El cordobés es el mejor torero que ha parido madre.» Pero eso era otra historia.
A Víctor le llamaron la atención, por su especial truculencia, algunos detalles de la lidia, como por ejemplo que el tercero de la tarde despanzurrara a dos caballos mientras los picadores luchaban por infligirle un duro castigo entre protestas del respetable.
—¿Y no podían poner alguna protección a los caballos durante la suerte de varas? —preguntó sobrado de sentido común.
Don Alfredo y Leandro se miraron sonriendo como si el nuevo hubiera dicho una tontería.
—¡Quiá! —dijo Blázquez.
La gente no parecía alarmarse por la sangre. A Víctor no le agradaba demasiado aquel espectáculo, pero el ambiente, el gentío, el sol caldeando el tendido y el aroma a flores, a vino, formaban un cuadro que estimulaba los sentidos. Era una sensación extraña, se sentía atraído y a disgusto a la vez.
Una ovación cerró la faena de Frascuelo, que, tras dar apenas siete muletazos, estoqueó al tercero de la tarde que murió hecho un ovillo. Flores, cigarros, mantones y botas de vino le llovían del graderío. «¡Qué espectáculo!», pensó para sí el joven subinspector.
En el descanso, el trío se puso a comer. Don Alfredo pidió unos pepitos de lomo y tiraron de la bota. Luego, Víctor adquirió tres aguardientes para Alfredo, Leandro y él mismo. Degustaron unos bartolillos de crema y se dispusieron a presenciar el cuarto toro, cuya lidia ya estaba avanzada.
La gente lanzaba improperios y golpes certeros de ingenio, y se recitaban poemas aquí y allá, chanzas en contra del marqués de San Carlos que preparaba un proyecto de ley para prohibir la fiesta nacional. Un indocumentado, eso era aquel pisaverde, decían las comadres. ¡Prohibir los toros en España! El muy idiota decía que aquel espectáculo era una perniciosa influencia en las costumbres y que no era digno de un pueblo culto y avanzado. Pretendía el cierre de las plazas existentes, que no se construyeran más y la prohibición para siempre de las corridas de toros.
Hermosilla lidiaba como podía y un paisano canturreó chulesco:
—«Créalo usted, Hermosilla:
Usted… no ha dado en el quid.
Y es tan malo usted en Madrid
como en Sevilla.»
Todos rieron la ocurrencia.
Entonces comenzaron a corear consignas contra el marqués de San Carlos entre risas y carcajadas. ¡Qué ambientazo!
Nada hubo que resaltar en el siguiente toro, y, de hecho, Víctor comenzaba a aburrirse; Frascuelo, en el sexto, volvió a acertar con el estoque y salió por la puerta grande. La locura, la apoteosis, el acabóse. Don Alfredo aplaudía como un loco.
Finalizado el festejo, Víctor se despidió con prisas de Blázquez y Leandro agradeciendo la invitación; quería pasar por casa del químico Corcóles.
Le había gustado ir a los toros, decididamente. Era curiosa la relación entre Blázquez y Leandro, mucho chiste, mucha chirigota, pero se notaba que se apreciaban. Se atacaban, se hostigaban, pero se querían y necesitaban.
A la mañana siguiente, al llegar a la oficina, don Alfredo encontró a su joven compañero exultante. Estaba enfrascado leyendo un maremagno de papeles que había desparramado sobre su habitualmente atestada mesa de trabajo; alzó la cabeza sonriente al ver entrar a su compañero.
—Buenos días, Alfredo.
—Buenos días. ¿Has descansado bien esta noche?
—Muy bien.
—¿Y los toros?
—Excitante. Mil gracias otra vez.
—No hay de qué.
—Oye, Blázquez, volviendo al caso que nos ocupa, ayer dejé la «ceniza del libro» a mi amigo Corcóles. Tardará unos días en tener los resultados.
—¿Piensas entonces que el libro no…?
—No creo que el libro desapareciera por sí solo, si es a lo que te refieres.
En aquel momento se abrió la puerta del despacho, y un cochero alto y bien parecido entró tras pedir permiso.
—¡Hombre! Mira, Alfredo, éste es Adolfo, cochero y poeta en ciernes que realiza algunas funciones de espionaje para nuestra causa. ¿La has seguido?
—Sí, ahora es el momento. Está en el mercado de la plaza de la Cebada, comprando para la cocinera —dijo el joven cochero.
—Pues no perdamos un momento. ¡Vamos, Alfredo!
El apocado inspector se vio en un momento siguiendo a su excéntrico compañero y a aquel gallardo cochero a pie por las calles de Madrid. Víctor parecía alegre, casi despreocupado, lejos de su habitual apariencia de afectación. Años después, Blázquez comprobaría que cuando investigaba un caso, Víctor Ros se hallaba en su medio natural, se sentía vivo.
Salieron de Sol y atravesaron la calle Carretas para dirigirse a través de la calle Concepción al bullicioso mercado de la plaza de la Cebada. Aquel espacio debía su nombre a que desde hacía mucho tiempo era el lugar indicado para la compraventa de cereales, legumbres y grano en general, y era allí donde históricamente se separaba la cebada de los caballos del rey de la de los regimientos de caballería.
Al principio los puestos estaban todos al aire libre o cubiertos por un inmenso toldo, pero desde hacía apenas un año se había construido un moderno y enorme edificio de hierro que albergaba al mercado. Era como un inmenso quiosco, construido con piezas traídas desde París. Al parecer estaba inspirado en el mercado de Les Halles, sito en la ciudad del Sena. El ambiente era colorista y los fardos con los géneros descansaban sobre el suelo, delante de sus vendedores. Las moscas revoloteaban alrededor de las enormes piezas de carne que colgaban de ganchos aquí y allá y el cacareo de las gallinas, que se vendían vivas, como los conejos y las palomas, contribuía a acrecentar el bullicio general que caracterizaba la plaza donde se había ejecutado al general Riego y dado garrote a Luis Candelas.
Había multitud de carretas vacías alineadas esperando el fin de la jornada, y muchos pregonaban su mercancía a voz en grito:
—¡Arrope de La Mancha! —gritaba una mujer con la cabeza cubierta con un pañuelo negro.
—¡Melón de Torre Pachecho a la cata! —ofrecía un paisano vestido con gorra y amplio blusón negro.
Todas aquellas figuras confluían, como las hormigas de un inmenso hormiguero, en el enorme edificio que alojaba el mercado, el centro de aquel colorido y popular universo.
—Vamos a hablar con una de las criadas de los Aranda —aclaró Víctor a Alfredo sin frenar el paso—. Los sirvientes hablan con más tranquilidad fuera de la casa y lejos de sus señores.
Al llegar a aquel bullicioso mercado comprobaron que el ir y venir de la gente era constante: caballeros, mujeres de negro, alguna que otra chulapa, pilludos y carretas llenas de fruta apenas dejaban avanzar a los tres hombres apresurados que pretendían llegar al lugar al que les llevaba Adolfo. Al fin, el cochero se detuvo en un puesto de verdura y miró de soslayo a una menuda mujer que cubría el uniforme de servicio con un chal que parecía fino y de buena calidad.
—¿Nuria? —dijo Víctor dirigiéndose a ella.
La chica se volvió con un respingo. Miró a los tres hombres con asombro y dijo:
—Les conozco. Ustedes son los policías.
—En efecto —asintió Alfredo Blázquez.
—Queríamos hablar contigo, Nuria. Ya sabes, fuera de la casa de tus señores. No queremos que sepan que hemos hablado contigo, puedes estar tranquila al respecto —añadió Víctor.
—Pero ¿se me acusa de algo? —inquirió la chica muy asustada.
Los tres hombres rieron.
—¡Qué va, qué va! Adolfo, ¿hay por aquí algún mesón o café donde podamos hablar con calma con esta chica? —quiso saber el apuesto subinspector.
—Sí, ahí cerca, junto a la Cava Alta —contestó el cochero.
Tomando a la chica por el brazo, Víctor siguió entre el gentío a sus dos compañeros. Adolfo los llevó a una pequeña tasca con unos grandes tableros rojos en la puerta, en la que se leía: Vinos el 13.
Entraron y tomaron asiento en una mesa junto a la puerta.
—¿Qué quieres tomar, hija? —preguntó Alfredo.
—Agua.
Pidieron un vaso de agua, dos cafés y aguardiente para el cochero poeta. Esperaron a que les sirvieran y entonces Víctor comenzó a hablar a la chica con voz amigable y queda.
—Mira, Nuria, estoy muy interesado en hablar contigo sobre lo que está ocurriendo en esa casa, pero me hago cargo de que para un sirviente resulta difícil hablar de sus señores, porque es algo que os puede colocar en una situación… digamos algo difícil. Quiero que sepas que nadie, absolutamente nadie, sabrá que has hablado con nosotros, ¿entendido? —la chica asintió—. Bien, entonces, comencemos. Tengo mucho interés en saber lo que ocurrió el día de ayer. ¿A qué hora limpiaste la biblioteca y sus estanterías?
La chica miró asustada al policía, se santiguó y dijo:
—¿Cómo sabe usted eso, señor? ¿Acaso me vio?
El joven policía rió y dijo:
—No, no es eso; simplemente, miré las impresiones que había en la alfombra. Vi unas huellas grandes, los pies del mayordomo, y, junto a ellas, otras más pequeñas, de unos botines. Curiosamente observé que tú llevabas unos. Además, el olor a aceite y la ausencia de huellas me hizo pensar que habían limpiado la estantería aquella misma mañana. ¿Me equivoco?
—Parece cosa de brujas, pero no, no se equivoca usted, don Víctor. Yo limpié las estanterías y quité el polvo a los libros.
—¿Te fijaste si faltaba alguno?
—Claro. Estaban todos.
—Bien, bien —murmuró Víctor con expresión pensativa—. ¿Cuándo se suele limpiar la biblioteca?