Llegaron a Sol y se encontraron con Abenza, que disfrutaba de un descanso en su despacho y hojeaba La Correspondencia de España.
—¿Qué dice la prensa, Aniceto? —preguntó Blázquez.
—Viene bien, viene bien —respondió el inmenso guardia mientras los recién llegados colgaban sus sombreros y bastones—. Se han publicado las cifras de recaudación de los periódicos y, ¿saben? Gana El Imparcial con tres mil trescientas cincuenta y nueve coma cero siete pesetas.
—¡Bien! —exclamó Víctor—. España es liberal.
—Le siguen La Correspondencia de España y El Siglo Futuro.
—¿Y El Constitucional? Lo dirige mi primo Braulio —terció Blázquez.
—Penúltimo.
—Vaya, qué mala pata. ¿Y algún suceso de interés?
—Sí, hombre, ¿recuerdan la imprenta de falsificación de moneda de las Vascongadas? Pues ayer se detuvo en Madrid a diecinueve cómplices, seis de ellos mujeres. En las calles de Alcalá, Preciados y en el barrio de Pozas.
—¡Bien hecho! —alabó Víctor—. ¿Quién ha llevado el caso?
—El teniente Araciles, de la Guardia Civil.
—Ese tipo es bueno, muy bueno. O, al menos, eso me han dicho.
Víctor apenas pudo terminar la frase, y ni siquiera llegó a tomar asiento porque entró corriendo un agente que les comunicó que tenía un aviso para ellos. Debían acudir de inmediato a Chamberí, pues al parecer había aparecido un cadáver. Los dos policías bajaron al punto de coches de alquiler, eligieron una berlina Clarens y ordenaron al cochero que se dirigiera a dicho barrio porque no querían que se les echara encima la noche. El verano era sofocante y el ambiente estaba sobrecargado y demasiado húmedo, costaba trabajo respirar. Los paisanos pasaban por la calle acalorados y las damas se abanicaban sin cesar, bajo la protección de sus acogedoras sombrillas.
Cuando llegaron a la calle Zurbarán, comprobaron que en un solar en el que se realizaba una obra se congregaba una pequeña multitud. Varios agentes uniformados retenían a los curiosos y evitaban que se acercasen a un rincón, donde, según supuso Víctor, debía de hallarse el cuerpo. De inmediato, don Alfredo ordenó a los agentes que dispersaran a aquella gente. Éstos no se anduvieron con remilgos y dando algún que otro porrazo despejaron el solar de miradas indiscretas en un santiamén. Un periodista, con gafas redondas, tocado con bombín y que vestía un corriente traje marrón, permanecía atento a la escena, mirando desde una esquina. Le acompañaba un individuo con una voluminosa caja, que resultó ser un fotógrafo.
—Vigiladme a ese fulano. Que no se acerque —ordenó don Alfredo, autoritario.
Se entrevistaron entonces con el agente que había dado el aviso, alertado por un comerciante de franelas que requirió al policía alarmado por un macabro descubrimiento. Al parecer, dos chiquillos jugaban en el solar dando patadas a una extraña pelota que resultó ser… ¡una calavera! Sin perder un instante, el tendero avisó al guardia más cercano, quien tras interrogar a los niños pudo constatar que el origen del espeluznante hallazgo era un cadáver casi descompuesto que había sido enterrado bajo un montículo de arena al fondo de aquella finca abandonada. Al parecer, las obras habían provocado el hundimiento de aquel promontorio y dejado al descubierto aquellos restos óseos alrededor de los cuales quedaba una especie de mucílago carnoso cubierto de lustrosos gusanos.
—¡Que nadie toque nada, por amor de Dios! —gritó Víctor.
El joven, tras examinar aquellos huesos, reparó de inmediato en que la quinta costilla del costado izquierdo aparecía casi fracturada por un corte limpio y certero. Supo —gracias a sus prácticas con don Alberto— que era de navaja. No había ni rastro de ropa en aquel cuerpo, seguramente se había descompuesto, pero bajo los huesos se adivinaban unas oxidadas monedas que hicieron que Víctor y su compañero cruzaran una mirada cómplice.
—No hace falta contarlas para saber que ahí habrá treinta reales —dijo el inspector Blázquez a Víctor Ros.
—Agente, avisen a don Alberto Aldanza; éstas son las señas —ordenó Víctor a un uniformado tendiéndole la tarjeta de su ahora amigo y mentor.
Cuando el lujoso coche inglés de don Alberto llegó al lugar de los hechos, el revuelo entre los presentes fue considerable. Todos querían ver qué pasaba, así que los agentes de la ley hubieron de emplearse a fondo de nuevo para mantener a los curiosos alejados del ahora concurrido solar. El conde del Rázes era cualquier cosa menos discreto, así que su descenso del coche, acompañado de su criado de color, Lucas, portando un enorme maletón en el que se guardaba el instrumental, llamó muchísimo la atención de las comadres, que inventaban ya rumores, dimes y diretes sobre aquel crimen. Se había organizado un alboroto notable.
—¡Atrás todo el mundo! —conminó el aristócrata arrodillándose ante los restos—. Esto es lo que haremos…, hum…, pero ¿qué veo aquí? ¡Fantástico! ¡Great! Lucas, un frasco y las pinzas, rápido —añadió a la vez que se calzaba unos guantes de cuero.
Todos los agentes quedaron impresionados ante el comportamiento de aquel excéntrico, un tipo macabro y repugnante que se entretuvo en recoger con unas pinzas, uno a uno, todos los gusanos que devoraban el cadáver.
El mismo Víctor se sintió algo cohibido ante sus compañeros por el extraño comportamiento de su amigo, que en aquel momento tendió el frasco a Lucas mientras decía:
—¡Vaya, y eso que vemos ahí deben de ser los treinta reales! ¿Han llamado ya al juez?
Tuvieron que esperar a que llegara el magistrado para poder levantar el cadáver. Don Alberto insistió en que fuera trasladado a su «taller» para poder estudiarlo con tranquilidad. Víctor no tuvo problemas para conseguir el permiso necesario.
Cuando llegaron al palacete del barrio de Salamanca era ya noche cerrada. Don Alfredo parecía turbado.
—Tomemos primero una ligera cena. Los enigmas se resuelven mejor con el estómago lleno —aseveró el conde.
Los dos policías y el aristócrata departieron en animada conversación mientras daban cuenta de unas perdices en escabeche y apuraban en repujadas copas de cristal de Bohemia algunos de los excelentes caldos de Aldanza. El mentor de Víctor los fascinó hablándoles de sus largos viajes y relatando sus mil peripecias en el índico, su agitada vida en Chile o su relajante estancia en Alaska. Les contó mucho de Norteamérica, de Nueva York, según dijo, la más excitante y joven ciudad del mundo. También habló sobre Boston y les contó cosas de París, de Praga, describió con detalle su maravilloso crucero por el Danubio y se emocionó al recordar su añorada Moscú. En fin, una vida de ensueño plena de sensaciones y lúdicas experiencias que habían llevado a aquel caballero a destacar de entre la mayoría como un excéntrico pero atractivobon vívant.
Tomaron una copa de jerez en el salón fumador y pasaron al taller para examinar el cadáver. Mientras Víctor y don Alfredo parecían un tanto nerviosos, mirando con algo de asco y desazón lo que quedaba de aquel cuerpo, don Alberto se entregó a aquella tarea con verdadero entusiasmo y devoción; disfrutaba con la realización del trabajo. El joven subinspector pensó con desagrado que había algo macabro en el comportamiento de su nuevo amigo. Sintió asco y repulsión pero no era el momento para dudas estúpidas. A la luz de las lámparas de gas y pese al frescor de la noche y el relajante canto de los grillos, Víctor sintió allí, en aquel cuarto, una opresión en el pecho, quizá algo de miedo ante la profanación del cuerpo de una persona fallecida. Aquello quizá no estaba bien, pero, ¡demonios!, él era un hombre progresista, racional, y lo hacían por el bien de la finada. Había que capturar al culpable.
—Veamos qué hay por aquí —dijo el conde examinando el cuerpo con atención—. ¡Voilá! Tome notas, mi buen amigo Víctor, porque lo primero que les diré es que estamos ante un cuerpo de mujer.
—¿Y cómo lo puede saber? Si no es molestia, claro —quiso saber el inspector Blázquez.
—Muy sencillo —dijo el otro como quien cuenta una evidencia—. La pelvis. En los varones, el hueco que queda en este hueso tiene forma ovoidea, mientras que en las mujeres es acorazonado. Este hueco es lo que llamamos canal del parto, por ahí debe pasar el feto al nacer. Es más, por el grado de apertura —miren, miren la sínfisis púbica—, me atrevería a afirmar que esta mujer fue madre.
—¿Cómo? —casi gritó Víctor.
—Sí, además estaba en edad de ello; mire los huesos de la muñeca, ¿qué edad estima usted que tenía?
—Pasó la adolescencia hace tiempo.
—Exacto, calcule usted entre veinte y treinta. Aproximadamente.
—¡Vaya! —exclamó Blázquez.
—Miren la costilla. Navajazo —continuó el aristócrata—. Bien, bien. ¿Y las monedas? Cuéntelas, don Alfredo.
Éste hizo lo que el conde le pidió y dijo al momento:
—Treinta.
—Como Judas. Treinta monedas de plata —dijo Aldanza.
—¿Qué querrá decir con ello el asesino? —preguntó Don Alfredo.
—Alguna traición que esta pobre puta ha pagado caro —contestó Víctor.
—Esta mujer sufrió una fractura en el brazo cuando era niña, miren el radio, cerca de la muñeca —prosiguió el conde—. Es un dato a tener en cuenta. Ahora veamos el cráneo.
Don Alberto inspeccionó minuciosamente aquella maltratada calavera. Miró las cuencas que antaño contuvieron unos ojos de mujer, quizá hermosos, quizá no. Al mirar la boca exclamó:
—¡Vaya, vaya! Acérqueme ese punzón, por favor, don Alfredo.
El aristócrata tomó el estilete al instante y tras introducirlo en la boca de la calavera, hizo palanca con fuerza y, luchando contra la oposición que ofrecía el hueso, consiguió que tras un crujido algo saliera de la cavidad.
—Miren, una muela de oro. Y tiene tres más, esperen. Están pegadas al barro seco y a restos de mucílago y cuesta un poco sacarlas.
Repitió la operación tres veces. Allí había cuatro muelas de oro macizo.
—Interesante —comentó Víctor pensativo.
—¿Qué nos dice esto, mi querido pupilo?
—Que esta mujer no era una puta como las otras, era una dama de posibles —contestó muy seguro el joven.
—Eso es —aseveró Aldanza—. Además, miren el interior de la boca. Dos muelas rotas por el golpe de un objeto romo, quizá el mango de un bastón o algo así. Es un golpe propinado por un zurdo, ojo con eso. Esta dama fue maltratada antes de su muerte, de eso no cabe duda. Y ahora, miremos las larvas. ¿Podremos datar la fecha del deceso? Espero que si tenemos suerte, así sea.
Los tres se encaminaron hacia una mesa de roble en la que don Alberto tenía situada una especie de lupa que descansaba en un soporte. Contaba con dos grandes anillos con sus respectivas lentes. La llamó «lupa binocular». Tomó un libro de una estantería y se lo tendió a Víctor.
Guía de Artrópodos se titulaba.
—¿Artrópodos? —dijo extrañado don Alfredo.
—Sí, mi querido amigo. Ustedes, la policía, ven a diario que los cadáveres que levantan se encuentran plagados de cientos de gusanos que, por desgracia, ignoran. Esos repugnantes animalillos no son otra cosa que el estado larvario de diferentes tipos de moscas, unos necrófagos que han de proporcionar al entendido una información valiosísima a la hora de determinar la fecha de la muerte del finado. El estudio de la fauna cadavérica es tenido en cuenta cada vez por más y más policías de todo el mundo, por ejemplo, Scotland Yard en el Reino Unido o la propia Securité francesa. Esas moscas son…
—¿Insectos? —preguntó tímidamente Víctor.
—Correcto, insectos. El hombre, en su infinita arrogancia y prepotencia, cree haber dominado el planeta, pero no sabemos que este minúsculo trozo de roca perdido en el Universo está dominado por un tipo de ser vivo, por unos seres que habitan todos los lugares por recónditos que éstos sean y que, en número, superan a los humanos en proporciones considerables: me refiero a los artrópodos. Y dentro de los artrópodos, mis queridos amigos —prosiguió a la vez que miraba por la lupa—, tenemos varias familias o grupos: los arácnidos, como la araña o el escorpión, los miriápodos, como el ciempiés o la temida escolopendra y, los más numerosos, los insectos. Por eso, si abre usted, mi querido amigo Víctor —dijo sin dejar de mirar por los binoculares—, ese extenso tratado de artrópodos de mi querido amigo el doctor Willbrought por la página 678, comprobará que en segundo lugar se cita una especie de mosca llamada Calyphora octopunctata.¿Es así, Víctor?
—En efecto.
—Bien, hemos tenido suerte de poder observar las larvas pero también algunos adultos que no han podido abandonar el cadáver. Vea, vea, este tipo de mosca se caracteriza porque en el estado larvario presenta ocho puntitos de color escarlata en los segmentos del voraz gusano, puntos que apenas se observan en tenue color verdoso en el tórax del ejemplar adulto. —Los dos policías miraron con la boca abierta por la potente e iluminada lupa—. Y ahora, Víctor, lea en la guía la época de puesta de huevos y eclosión de las larvas.
El joven policía tomó el pesado volumen y leyó en voz alta:
—«La Calyphora de ocho puntos suele poner sus huevos siempre en cadáveres recientes y en las primeras semanas del mes de julio.»
—Un momento. Obviando otras especies que se encuentran presentes en el cadáver y que estudiaré con más detalle en los próximos días y teniendo en cuenta que observo, por su tamaño, al menos dos oleadas de Calyphora en la muerta, puedo afirmar, por esta primera impresión, que esta mujer falleció en las primeras semanas de julio del año pasado. En suma, señores, y por no hacerme pesado, pues supongo que querrán retirarse a descansar, puedo afirmar que nos hallamos ante una mujer de entre veinte y treinta años de edad que fue asesinada en julio del pasado año, que sufrió una fractura en el brazo de niña, de buena familia, que fue madre en su momento y fue maltratada por un hombre zurdo que la mató de un certero navajazo en el costado izquierdo.
Los dos policías quedaron boquiabiertos.
—Me temo que tenemos mucho trabajo que hacer —dijo don Alfredo.
—Y que lo diga, don Alfredo —convino Víctor.
Estaba deslumbrado por las posibilidades que apuntaba la medicina forense. Era obvio que la ciencia podía ayudar a resolver multitud de casos, y pese a las objeciones de los más conservadores, él estaba decidido a incorporar esos métodos en su rutina diaria.
Cuando Víctor volvió, ya de madrugada, a su habitación de la pensión de doña Patro, se metió en la cama de inmediato. Necesitaba descansar. Después de dar mil vueltas en el lecho, decidió sentarse a su mesa y tomar algunas notas. No podía dormir, pensaba en Clara, en Lola. Hacía calor y necesitaba sentirse cerca de una mujer. No eran horas de acudir a casa de Rosa. Se sentía excitado en todos los sentidos, palpitante, despierto. Su mente comenzaba a funcionar como la perfecta maquinaria de un reloj. Ya no se sentía triste o perdido, tenía dos asuntos difíciles que resolver y eso lo estimulaba, le hacía sentirse vivo. No en vano se había metido en dos casos que se antojaban peliagudos y le comenzaban a quitar el sueño. El primero, el del libro maldito, lo tenía algo desconcertado. ¿Era posible que una casa estuviera encantada? ¿Existían los fantasmas? ¿Podía un libro influir sobre las personas hasta el punto de inducir al asesinato? Él creía que las respuestas a todas aquellas preguntas eran «no», pero, en el fondo, una pequeña lucecita hacía que despertara ese atávico miedo a lo desconocido que todo ser humano lleva dentro. Se hacía evidente que, en aquel caso, casi todos mentían o al menos, decían verdades a medias; ¿por qué? Doña Ana Escurza había llevado a cabo un auténtico número de circo para simular que el libro era un verdadero poder del más allá en un intento desesperado por exculpar a su hija, cargando las tintas en los aspectos más ultraterrenos de aquel extraño caso. Aun así, Víctor se hizo cargo del comportamiento de aquella dama porque pensó que él mismo, si se viera en una situación similar, haría cualquier cosa por exculpar de asesinato a un hijo.