—¿Hay huellas en él? —preguntó don Alfredo Blázquez
—No.
—¿Ve usted? Es un engendro maligno —remachó Gregorio—. Ha venido hasta aquí por sí mismo.
—Que no encontremos huellas en él no quiere decir que viniese volando; la persona que lo robó pudo usar guantes —contestó el subinspector Ros.
—¡Nunca nos desharemos de él, nunca! —exclamó histérica doña Ana.
—Eso no es verdad, y se lo voy a demostrar —repuso resuelto Víctor—. A ver, Gregorio, encienda esa chimenea.
—Pero ¿qué va a hacer usted? —intervino muy alarmado don Augusto.
—¿No irá a…? —dijo Nuria.
—¡Silencio! Gregorio, haga lo que le he dicho. Esto es una investigación policial, se lo recuerdo a todos ustedes. Desde que don Alfredo y un servidor llegamos a esta casa, sólo nos hemos encontrado con mentiras, medias verdades y obstáculos. ¡Y ya está bien! Me da igual que sean ustedes nobles o plebeyos, ricos o pobres. Van a hacer lo que diga la policía a partir de ahora o me veré obligado a acusarlos de entorpecer la labor de la justicia. Y punto final. ¿No se dan cuenta ustedes de que nos las vemos con alguien que tiene una mente privilegiada? Don Augusto, su hija ha intentado matar a su propio esposo y languidece de fiebre cerebral en su cuarto, aquí no paran de ocurrir cosas raras y ustedes no hacen más que gritar y alarmarse unos a otros con supersticiones de viejas. ¡Se acabaron las tonterías! Mi compañero y yo vamos a resolver este caso, le pese a quien le pese. ¡Gregorio! ¿Cómo va eso?
—Listo.
Víctor se acercó a la chimenea y arrojó el libro al fuego con decisión. Doña Ana lanzó un alarido. Esperaron unos instantes y el maligno volumen comenzó a arder.
—¿Ven? No pasa nada —comentó Víctor.
Parecía indignado. Don Alfredo nunca había visto así a su compañero, siempre tan comedido, tan estirado a veces.
—Pero… —intervino don Augusto—, ¿y si nos enfrentamos a fuerzas de carácter superior?
—Me niego siquiera a aceptar esa posibilidad. En este mundo, todas las maldades son obra del hombre, lo digo por experiencia. Nos enfrentamos a alguien inteligente, y encima nos lleva ventaja; dejen ustedes de ponernos piedras en el camino —conminó Ros.
—¿A qué se refiere? —replicó el conde de Teresillas—. Mi hija Aurora no está en condiciones de hablar.
—Pero su yerno sí. Llevamos muchos días pidiendo que nos dejen entrevistarnos con él.
—Sólo tiene que decir cuándo quiere hacerlo.
—Esta misma tarde, a las seis.
—Así será. Que nadie diga que en esta casa se ponen trabas a la labor policial.
—Muchas gracias, señor, eso era lo que queríamos oír; y ahora, si nos disculpan, tenemos cosas que hacer. Tiren esas cenizas cuando se apague el fuego. Señoras…
Los dos policías salieron de la casa cariacontecidos. No hablaron durante el camino. Parecía que se enfrentaban a alguien o a algo de índole superior. Don Alfredo consideró que, aunque no lo hubiera querido reconocer, su compañero había quedado impresionado vivamente con aquel episodio. ¿Cómo había ido a parar aquel libro maldito a la biblioteca de los Aranda? Prefirió no hacer comentario alguno.
Apenas llegaron a Sol, Víctor se dirigió al despacho y estuvo casi una hora inspeccionando el cajón de su mesa en que había guardado el ejemplar de La Divina Comedia. Aplicó unos extraños polvos, observó con la lupa y al cabo dijo con evidente desesperación:
—Nada, ni una huella. O ha sido un ente espiritual o alguien lo bastante listo como para usar guantes. ¿Qué crees tú, Alfredo?
—Creo, mi querido amigo, que empiezo a considerar de otra manera los chismes y cuentos de viejas. No te diré más.
—Eso nunca, mi admirado Blázquez.
—¿Estás seguro de que el libro era el mismo?
—Sin duda, pero ya he tendido un anzuelo al quemar el libro con tanta pompa y espectáculo.
—¿Cómo?
—Ya lo verás, Alfredo, ya lo verás. Si esta treta mía no sale bien, me temo que los de la casa habrán de llamar un cura para que limpie aquella horrible morada. Y ahora, si me disculpas, he de ver al detenido, don Fernando Hernández.
A pesar de que era casi la hora de comer, el joven detective bajó a los calabozos para hablar con el desesperado enamorado de doña Aurora. Antes de entrar en la celda se topó con don Braulio, el médico, quien, tras saludar a Víctor, le dijo:
—Ya he atendido a su hombre. Le he puesto un fuerte vendaje en el torso, porque tiene dos costillas fisuradas, le he suturado el labio inferior y le he vendado dos dedos que tiene rotos. Le han dado de lo lindo, ¿con quién se ha metido ese joven?
—Me temo que con quien no debía. Muchas gracias, doctor.
El detective entró en la celda y cerró la puerta tras él. Allí le esperaba el detenido.
—Bueno, bueno… ¿Ha comido usted algo?
El otro negó con la cabeza. El policía volvió a salir y ordenó que le trajeran un tazón de café con leche. Esperó a que el prisionero bebiera algo, lo que éste hacía con dificultad debido al labio roto y a las contusiones de su rostro y barbilla. Después de que el músico sorbiera el café con ansia, Víctor comenzó diciendo:
—Bueno, don Fernando, ¿se encuentra mejor?
—Gracias, don…
—Don Víctor Ros Menéndez, subinspector de policía. ¿Por qué hizo usted una locura como esa?
—Gracias, don Víctor; no es usted como sus compañeros.
—Ya, ya. Conteste a la pregunta si es tan amable.
—Estaba furioso. Don Augusto es el único culpable de la situación de Aurora.
—¿Del ataque a su marido?
—No, no. Me refiero a su infelicidad.
—Por cierto, ahora que lo menciona, es sólo un pequeño detalle, pero ¿cómo sabe usted lo del ataque? Nada de ello ha trascendido a la opinión pública.
—Ah, ya sé por dónde va usted —dijo el joven músico—. Sí, seguro que don Augusto y su familia pretenderán que yo cargue con la responsabilidad de lo que hizo la pobre Aurora. Ya me lo imagino: «El músico rumiando rencor por su situación indujo a la pobre chica a…».
—Conteste, por favor. Insisto.
—No vea usted fantasmas donde no los hay. Me lo contó su doncella. Nos pasábamos notas a través de ella.
—Parece razonable. ¿Esperaba algo así de Aurora?
—No, nunca.
—Intentó suicidarse.
—Eso fue diferente.
—¿Es Aurora una joven nerviosa, digamos que con propensión a la histeria? —preguntó Víctor tras una pausa.
—¡Qué va! Es una mujer templada. Sabe lo que quiere. No parece una aristócrata.
—Como su hermana, Clara.
—Exacto. Parece mentira que dos jóvenes tan sencillas hayan sido educadas en esa casa pomposa y falsa.
—Sí, no le falta razón —asintió Víctor—. Por cierto, ¿vio usted a Aurora en las últimas fechas?
—Sí, dos veces, la última, el día del ataque.
—¡Cómo! ¿La vio usted?
—Sí, dio una excusa en su casa. Salió con su doncella para «hacer unas compras» y la chica nos dejó a solas en un café.
—¿De qué hablaron?
—De nosotros. Se sentía desgraciada. Lloraba sin cesar.
—¿La vio usted excitada en exceso?
—No; excitada, no. Triste por su… nuestro destino.
—¿Como para cometer una locura?
—No, no, en absoluto. Aurora no es capaz de algo así.
—Pues lo hizo. ¿Qué cree que la pudo empujar a hacer algo como eso?
—No lo sé. Repito que ella sería incapaz de hacer daño a nadie.
—¿Pudo ser inducida por alguien?
—No, no. Es incapaz.
—¿Le habló en los últimos tiempos de alguien que usted considere sospechoso?
—No. Que yo sepa, no.
—¿Sabe si habló con alguien, además de usted, aquella tarde, antes de volver a casa?
—No, con nadie. Bueno, antes de verme a mí, sí. Había ido a su vidente.
—¿Su vidente? —dijo Víctor alzando las cejas. Aquello le interesaba.
—Sí, un papanatas de esos que echan las cartas. Iba a menudo desde hacía un año. Le obsesionaba saber si podríamos casarnos y vivir felices.
—¿Podía ejercer ese vidente una gran influencia en Aurora?
Fernando rió.
—No, hombre, no. Eso es imposible; simplemente, le echaba las cartas. Tampoco ella le daba mucha importancia.
—¿La notó usted rara? Al hablar, al expresarse…
—No, totalmente normal.
—¿No hablaba como si hubiera ingerido alguna droga o algo similar?
—No, no, seguro que no.
—Ya. —Víctor hizo una pausa para liar un cigarrillo. Mientras sus ágiles dedos daban forma al pequeño cilindro blanco, dijo—: ¿Y qué piensa usted hacer?
—Si me dejan, salir de aquí.
—No creo que haya cargos de gravedad. Total, tirar un poco de pintura no es un delito de importancia. Saldrá, buen hombre, saldrá, pero no haga más tonterías, por amor de Dios.
—Me gustaría verla, pero me es imposible.
—Ni yo he podido hacerlo.
—Creo que está mal: fiebre cerebral.
—Sí, eso me han dicho. Pero no me trago que tres mujeres se hayan vuelto locas de esa manera en cincuenta años. Creo que aquí hay gato encerrado y pienso atrapar al culpable.
—Hágalo, don Víctor, hágalo. ¡Y devuélvame a Aurora!
—Lo intentaré, no le quepa duda. Todo depende de hasta dónde haya llegado el criminal que la indujo a actuar así. Me temo que le hicieron ingerir alguna droga. No sé si los efectos serán permanentes.
—¿Cree que podrá solucionar el caso?
—He empeñado mi palabra en ello. Y mucho más —añadió pensando en Clara—. Ahora debo irme. No se meta en más líos, por favor.
—Descuide.
—Mejor así —concluyó Víctor saliendo de aquella mugrienta celda.
Después de su entrevista con don Fernando, el músico enamorado, Víctor acudió a la pensión de doña Patro donde comió con fruición un gazpacho y unos filetes que la mujer había preparado con mimo para sus huéspedes. Durmió una breve siesta y a eso de las cinco y cuarto salió hacia la calle San Nicolás dando un paseo. El verano estaba resultando tórrido, por lo que el joven policía buscó las callejuelas más angostas y sombreadas en el trayecto a la casa maldita. Aquel caso comenzaba a preocuparle, pues aunque se tenía por hombre racional, los últimos acontecimientos le habían causado una extraña sensación, algo que provocaba que las dudas comenzaran a asaltar a su hasta ahora lúcida mente. ¿Cómo podía aquel maldito libro haber vuelto a su destino? ¿Habría —como él pensaba— una mano humana tras todos aquellos acontecimientos? Pero, de ser así, ¿cómo podía nadie inducir a tres damas a cometer el mismo crimen una y otra vez? ¿Y a lo largo de cincuenta años? ¿Qué papel desempeñaba el misterioso libro? ¿Estaría maldito aquel volumen?
Una cosa era segura: lo iba a averiguar. Al haber quemado el libro había lanzado un ordago que podía resultar definitivo: si el libro no volvía a aparecer podría afirmar que aquello no era en absoluto un negocio del otro mundo; y en caso de que volviera a su lugar en la biblioteca, el joven había ideado la manera de saber si aquel era un trabajo de manos humanas o supraterrenales.
Llegó a casa de los Aranda deseoso de entrevistarse con don Donato. Tras saludar a Nuria —que, como siempre, le abrió la puerta solícita— se dio de bruces con Clara, que al parecer lo esperaba.
—Buenas tardes, Clara —saludó muy atento a la vez que entregaba el bastón y el sombrero a la criada.
—Viene usted a ver a Donato, ¿verdad?
—En efecto.
—Es un buen hombre. Creo que todo esto le ha superado.
—Me temo que esto nos está superando a más de uno.
—Pues a usted se le ve desenvolverse bien.
—Hago lo que puedo. ¿Y sus padres?
—Ahora vendrán. Han ido a merendar con unos amigos. Si me sigue, lo acompañaré a la habitación donde se recupera Donato.
Los dos jóvenes subieron lentamente la escalera.
—¿Y su compañero? —preguntó ella buscando un tema de conversación.
—No ha podido venir. El cumpleaños de una nieta es una causa de fuerza mayor.
Al oírle, Clara sonrió como dándole la razón. Llegados al primer piso, giraron a la izquierda. Alcanzaron una puerta al final del largo pasillo. Ella llamó y se escuchó una voz grave que decía: «adelante».
—¿Puedo entrar con usted?
—¿Como espía al servicio de sus padres?
Ella volvió a sonreír.
—No. Me preocupa mi hermana. También Donato. Y el pobre Fernando. Además, me gusta verle trabajar, ver cómo juega con los demás para llevarlos a donde usted quiere.
Él sintió que se azoraba. La joven lo advirtió y le miró divertida.
—Bueno, Clara, me temo que después de tanta lisonja no me queda más remedio que dejarla pasar conmigo, sea o no una espía. Pero eso de que yo juego con la gente no es del todo cierto. —Una nueva sonrisa iluminó el corazón del policía—. Bien, vamos —añadió.
El joven se hizo a un lado para dejar paso franco a su amada. Enseguida vio al convaleciente don Donato, incorporado en el lecho gracias a una montaña de almohadas. Parecía estar leyendo la prensa en el momento de la llegada del detective. Era Aranda un joven bien parecido, llevaba un costoso batín de seda roja sobre el pijama y tenía un rostro despejado y resuelto, lo que, junto con sus ojos plenos de determinación, daba a su dueño el aspecto de un hombre decidido y ambicioso. Era de cabello moreno, tez oscura y barbilla poderosa, marcada, de hombre acostumbrado a ganar.
—Don Víctor —comenzó muy serio—, perdone que no le haya recibido antes, pero…
—No se excuse, no se excuse. Lo importante es que se ponga bien.
—Estoy en ello —contestó con un halo de tristeza en la mirada.
El detective y Clara tomaron asiento en dos sillas junto al lecho del doliente. Donato Aranda llevaba un brazo en cabestrillo, pero por lo demás tenía buen aspecto. Era un joven de fuerte complexión.
—¿Leyendo la prensa?
—Compruebo el valor de mis acciones. Me ayuda a distraerme.
—¿Y cómo se da la cosa? —inquirió Víctor para ir ganándose la confianza del testigo.
—Bien, como casi siempre. Los Fondos Públicos cerraron bien ayer, los Pequeños a 12,35 y los Bonos del tesoro a 60,70. Me ha ido peor con las sociedades; Agosto 2000 cerró ayer al 0,003.
—Como si me hablara usted en chino —reconoció Víctor, lo cual arrancó una carcajada en la joven y en Aranda.
—No es tan difícil como parece. El secreto es invertir un poco en todos los valores. Así nunca se pierde.