El misterio de la Casa Aranda (17 page)

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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policíaco

Ansiaba poder entrevistarse con Clara, hablar con ella de tú a tú. Sentía que la joven no lo miraba con malos ojos, pero aquello no eran sino delirios de enamorado; ¿cómo iba siquiera a fijarse en él? Saber algo más sobre ella no le había desilusionado, al contrario. Era una joven moderna, leída, ¡sufragista! De haberla soñado, no habría resultado más atractiva, más apetecible.

También ardía en deseos de que le dejaran hablar con Donato Aranda, el marido agredido, ver a la esposa agresora y, por supuesto, consultar y examinar aquel maldito libro. Al día siguiente podría verlo, eso le había asegurado doña Ana Escurza. Pensó por un momento que en lugar de estar allí, de madrugada, mirando por la ventana y tomando absurdas notas sobre el caso, debería dormir un poco para estar repuesto y descansado a fin de examinar con los cinco sentidos el volumen maldito de La Divina Comedia, pero no podía dormir. Tenía la certeza de que la clave de aquel caso se hallaba en los sucesos acaecidos en época de don Diego Vicente Reinosa, «el Indiano», y su exótica esposa. Doña Remedios insistió en que todo había ido bien entre la pareja hasta la aparición de aquel holandés. Según dijo la ciega, don Diego Vicente habría utilizado sus influencias para que aquel espigado extranjero ingresara en prisión. ¿Habría datos de hacía cincuenta años en el ministerio? ¿Qué oscuro secreto escondía el Indiano? ¿Por qué dijo algo la filipina de «piratas» y «el Rincón del Diablo»? ¿Qué significaba aquello? Según había contado la anciana sirvienta, tanto el Indiano como su mujer seguían extraños ritos de santería filipina; ¿no sería aquella la clave para que la casa se encontrara encantada? Había leído en una enciclopedia que muchos habitantes de las islas Filipinas habían aunado el catolicismo a sus creencias previas. Aquello había originado un extraño revoltijo de supersticiones que desembocaban en la práctica de extraños ritos de santería.

Otra duda le asaltaba: ¿por qué hubieron de dejar su casa allende los mares y trasladarse tan precipitadamente a Madrid? Ésa podía ser la clave del asunto, aunque, ¿qué papel desempeñaba aquel maldito libro en el horrible crimen que se dio a continuación? Doña Remedios había hablado de supuestos pasadizos secretos que recorrían la casa. Víctor tenía ya una opinión formada al respecto, porque había inspeccionado para ello el sótano, la planta baja y el segundo piso. Le había interesado mucho la cocina. ¿Qué habría ocurrido en aquella casa en el pasado? ¿Por qué insistían todos en haber escuchado ruidos de fantasmas en los años en que estaba deshabitada? Curiosamente, ninguno de sus habitantes actuales había visto moverse objetos o que las puertas se abriesen y cerraran solas. Sí, habían oído voces, pero en sueños, claro. Resultaba todo muy extraño.

Por otra parte, el caso de las prostitutas se había complicado con la aparición de lo que parecía el cuerpo de una mujer de familia pudiente. El detective pensó que al día siguiente, hasta que llegara la hora de su entrevista con doña Ana para ver el libro, debía encerrarse en el archivo para intentar identificar a la asesinada. A pesar del entusiasmo que don Alberto Aldanza sentía por aquel caso, el sumario de las prostitutas no le resultaba ya tan atrayente. Era evidente que algún loco degenerado se dedicaba a matar chicas de la calle a las que introducía treinta reales en el bolso, pero no era la primera vez que alguien hacía algo así con las prostitutas de Madrid, ni sería la última. Pensó en Lola y se sintió excitado. Desde que comenzara a investigar el caso de la casa maldita, no había ido a verla. Sintió que necesitaba hacerlo, sentir su cuerpo junto al de la joven y hacer el amor, descargar toda aquella tensión que guardaba dentro. Volvió sus pensamientos hacia las prostitutas asesinadas. El asesino tenía una cómplice, una mujer anciana con una enorme verruga y de acento extranjero que recogía a las chicas por las calles para que aquel degenerado cometiera sus fechorías. Debía atrapar a aquel maníaco. Debía hacerlo por Lola «la Valenciana» y por las miles de jóvenes que, como ella, hacían la calle en Madrid de manera tan indefensa y expuesta.

A la mañana siguiente, y debido a la falta de sueño, Víctor llegó al ministerio atontado y somnoliento, por lo que, tras tomar un par de cafés, se encerró en el archivo para intentar sacar algo en claro sobre el caso de las prostitutas asesinadas. En primer lugar procuró centrarse en la chica de las muelas de oro. Una simple prostituta no podía costearse algo así, de manera que aquello le inducía a pensar que el cadáver correspondía a una chica decente y de familia adinerada. Don Horacio Buendía defendía que un buen archivo policial era un arma muy poderosa en manos de los agentes de la ley, y Víctor comenzaba a comprobar que aquello era muy cierto. En la búsqueda de la identidad de la finada —se centró en los meses de mayo a agosto del año anterior—, halló multitud de denuncias de desaparición de prostitutas, algunas de las cuales aparecían después con el certero navajazo en el costado. Aquello le hizo ponerse en guardia. Decidió enfrascarse en una búsqueda más intensa y efectiva; quería hallar el primer caso de una meretriz asesinada de aquella manera, así que aunque los informes eran exiguos y en la mayoría no se hacía referencia a los objetos que portaban las víctimas, identificó la que él creyó primera víctima de aquel verdugo: Agapita Ridruejo Rullán, una joven que había aparecido asesinada hacía entonces dos años y medio. No encontró ningún caso anterior. Sumó el número de chicas asesinadas de una puñalada en el costado en esos dos años y medio y se encontró con que la cifra alcanzaba la friolera de ¡veintisiete mujeres! Una al mes durante dos años, pensó para sí. Se hallaba ante un asesino peligroso, un pez de los gordos. El número de prostitutas desaparecidas ascendía a setenta y siete, pero aquello no podía atribuirse, evidentemente, a la mano de aquel asesino, pues muchas de ellas volvían a casa, huían de su chulo o eran asesinadas por cuatro perras por algún matón o por su propio proxeneta. Sintió pena y vergüenza al comprobar que nadie se ocupaba de velar por aquellas chicas. Comenzó a pensar que, como decía don Alberto Aldanza, aquel era un caso grande y se centró en la identificación de la chica de posibles, la de las cuatro muelas de oro. Halló una ficha interesante: María de los Ángeles de Pelayo y Diez, hija de un acaudalado comerciante natural de Madrid, había desaparecido el 7 de julio del año anterior. La familia denunció el caso y ofrecía una recompensa a quien pudiera proporcionar información sobre el paradero de la joven, vista por última vez en compañía de una dama de edad avanzada paseando por los jardines situados en la Plaza de Oriente, frente al Palacio Real. Víctor sintió un escalofrío.

En aquel momento entró don Alfredo, quien le dijo:

—Vamos, Ros, tenemos una cita; no querrás perderte lo del libro maldito, ¿no?

En la casa de la calle San Nicolás, Nuria los hizo pasar al saloncito que había junto al recibidor. Allí aguardaba Clara, leyendo.

—Pasen, pasen, mi madre les pide excusas, no tardará en llegar.

Víctor quedó petrificado; había dormido poco, y no estaba como para recibir muchas impresiones. Los últimos acontecimientos lo tenían sumido en una horrible sensación de irrealidad que le ponía nervioso y lo irritaba profundamente.

Don Alfredo sonrió para sus adentros y preguntó por el excusado a la criada. Cuando vino a darse cuenta, Víctor se halló a solas frente a su amada, cara a cara. Estaba de pie, inmóvil y tenso, y notaba que le ardían las mejillas, así que ella con una sonrisa divertida le dijo:

—¿No va a sentarse, don Víctor?

—Sí, gracias, gracias.

Se sentó mirándola embobado. No podía creerlo, él que se sentía tan seguro de sí mismo, tan engreído con su ciencia, su cuerpo de policía y todas aquellas zarandajas, se desmoronaba como un pelele ante una joven de apenas veinte años. Intentó rehacerse y decir algo; ¿cuándo volvería a tener una oportunidad como aquella?

—Le conozco —dijo la chica.

—¿Del Paseo del Prado? —contestó él metiendo la pata.

Ella rió sonoramente.

—No, no, de la prensa. Usted desactivó la célula radical de Oviedo, ¿verdad?

Víctor se quedó helado; ¿cómo podía ella saber aquello?

—¿Y cómo sabe eso usted?

—Leo la prensa, Víctor, El Imparcial, y no olvide que soy aficionada a las novelas de detectives. No me pierdo una sola información referente a sucesos, puede decirse que soy una detective frustrada.

El joven sonrió. Estaba gratamente impresionado por la graciosa naturalidad de aquella damita. No parecía una engreída señorita de la alta sociedad; al contrario, era una joven de trato cordial y buenas maneras, dulce y sencilla a la vez.

—¿Es usted liberal?

—Sí; ¿le extraña?

—Hombre, siendo una dama… y de su clase social…

—¿Qué ocurre? —repuso ella haciendo un mohín—. ¿Una mujer no puede tener ideas políticas?

Entonces Víctor entrevio una oportunidad de utilizar la información que le había dado Nuria, la criada.

—No me malinterprete, Clara, soy hombre de ideas avanzadas. Incluso estoy a favor del voto femenino —y al ver el agrado reflejado en el rostro de la chica, añadió—: Sólo es que al ser usted de clase social alta, pensé que sería de tendencias conservadoras.

—Ése es mi padre.

—Ya. Pues aclarando la pregunta que me hacía, le diré que sí, que yo fui el artífice de la detención de los radicales de Oviedo, pero creo que ya no me siento tan orgulloso de aquello como antes.

—¿Y eso?

—No sé —dijo él, desvelándole sin pensarlo sus más íntimos sentimientos—. Aquello me valió un ascenso, el reconocimiento de mis superiores y los halagos de la prensa, pero en el fondo me siento como un traidor.

—Los radicales no hacen ningún bien a este país.

Aquella joven pensaba exactamente como él. No podía ser tan perfecta. A punto estuvo de pellizcarse para asegurarse de que no soñaba. Era bella, dulce y liberal.

—Vaya, señorita Clara, pienso lo mismo que usted. Yo estoy con Sagasta. Creo firmemente que en este atrasado país hay que hacer los cambios poco a poco, desde dentro. Es un político brillante, que tuvo la suficiente visión de Estado como para moderarse.

—Yo no lo hubiera expresado mejor —afirmó ella mirándole a los ojos.

Se sintió azorado. Entonces, intentando adoptar un aire lo más profesional posible, cambió de tema:

—Por cierto, Clara, ya que estamos a solas, querría hacerle unas preguntas sobre su hermana, si usted me permite.

—Sí, claro, claro —dijo la chica solícita—. Si puedo ayudar en algo, me sentiré muy satisfecha de hacerlo.

—Bien, bien. Hábleme de su hermana. ¿Qué tal era? Perdón, es…

—Un encanto, agradable, siempre de buen humor y con ganas de ayudar a los demás. Una joya; ya sé, usted dirá «habla así porque es su hermana», pero de veras le resultaría difícil conocer a una chica con mejor corazón que ella aunque revolviera todo Madrid.

—Su hermana tiene…

—Veintidós años.

—Ya, y usted dieci…

—Veinte recién cumplidos.

—Perdone que le pregunte la edad, no quería ser descortés, sólo pretendía hacerme una idea de la diferencia de edad que hay entre ustedes dos. Parece que mantienen una buena relación.

—Si, claro, estuvimos juntas en el internado, en Suiza. Me resultó duro al principio, no en vano yo era muy joven cuando llegué, mi hermana ya llevaba dos años en aquella escuela cuando yo me incorporé y me ayudó mucho a adaptarme.

—¿Cómo es la relación de su hermana con don Donato, su marido?

—Sólo llevaban unos días casados, así que no sé cómo les resultaba la vida matrimonial, pero debo decir que su noviazgo fue absolutamente normal.

—Ya. ¿Piensa que su hermana se casó enamorada?

Clara miró al joven detective como recriminándole aquella pregunta, por lo que él aclaró:

—Perdone, hágase cargo, debo obtener toda la información posible, aunque a veces no agraden mis preguntas, ya sabe, la búsqueda de la verdad; nada me disgustaría más en este mundo que importunarla a usted, Clara.

La chica pareció ruborizarse ante este último comentario de Víctor y contestó:

—Supongo que lo que le diga quedará entre nosotros.

—No tema.

—Bien. Donato es un joven bien parecido.

—Eso dicen.

—Y adinerado. Abogado, de buenos modales, apuesto…, lo que se dice un partidazo.

—Pero…

—Mi hermana entregó su corazón a otro hombre hace ya cosa de un año.

—¡Qué me dice!

—Lo que oye. Mis padres le pusieron un profesor de piano a su regreso de Suiza. No crea, era joven, pero no parecía gran cosa, más bien esmirriado, con barba y perilla, en fin, un artista de pocos posibles.

—Vaya…

—El caso es que no sé qué vio mi hermana en él, bueno, sí, que aun no siendo bien parecido le escribía versos, se consumía por ella y la trataba con extrema dulzura. Vamos, que se enamoraron.

—¿Y usted lo sabía?

—Sí, mi hermana me lo contaba todo.

—¿Y sus padres?

—No tenían ni idea, por eso cuando le comunicaron que le habían encontrado un pretendiente de postín, mi hermana se enfureció, no sé si debería decirlo, pero usted me parece un hombre honrado. Es usted un gran detective, me impresionó cómo descubrió la añagaza de mi madre con el libro. Sé que si alguien puede aclarar este maldito embrollo, ése es usted.

—Clara, confíe en mí, sólo quiero ayudar a su hermana.

—Mi hermana… En fin, se lo diré: Aurora llegó a intentar suicidarse.

—¡Qué barbaridad!

—Fue muy desagradable.

—¿Y qué hicieron sus padres?

—La internaron unas semanas en una clínica de reposo en San Sebastián, pero cuando volvió insistieron en que la boda se celebrase.

—¿Y el profesor de música?

—Despedido y expulsado de casa.

—¿Se llamaba?

—Fernando Hernández.

—Un amante despechado. Interesante, muy interesante. ¿Sabía don Donato de la existencia del músico?

—No, no. Donato no sabe nada de esto. Ya se encargó mi padre de ello. Eso hubiera podido dar al traste con tan interesante casamiento.

—Y en cuanto a su hermana…

—¿Sí…?

—Es difícil de preguntar, pero ¿cree que odia por ello a su marido?

—¿Hasta el punto de intentar asesinarlo? ¡Qué va! Mi hermana odia a mi padre por haberla obligado a casarse con Donato, pero sabe que su marido es una buena persona y no lo culpa de su desgracia. Mi cuñado se muere por los huesos de Aurora.

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