El misterio de la Casa Aranda (31 page)

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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policíaco

Cenó frugalmente a las nueve y partió hacia la casa maldita cuando los relojes daban las diez. Allí se encontró con su adorada Clara, que había pedido permiso a su madre para llevar a cabo aquel experimento, encaminado a averiguar qué mal afligía a su hermana. La joven parecía ilusionada. Don Alfredo, que había sido avisado por Víctor, ya se hallaba presente en la casa, junto con Nuria y su novio, además de Gregorio, el mayordomo de suaves y estudiadas maneras.

El novio de la joven criada, el carbonero, se llamaba Antón y parecía no haber salido en su vida de su pazo natal, allá en la lejana Galicia. Además, daba continuamente la sensación de no entender muy bien lo que se le decía, por lo que Víctor dudó de que el pobre fuera consciente del asunto en que su novia y la señora de ésta lo habían metido. Esperaron a que dieran las doce en la cocina bebiendo aguardiente y café. Todos se sentaron en la inmensa mesa de roble. Sólo faltaba Eugenio, el caballerizo, que se había ausentado unos días para visitar a su anciana madre en Benasque. La iluminación de la estancia era más bien pobre, por lo que las caras de los contertulios aparecían cadavéricas y alargadas a los ojos de los allí reunidos. La conversación fue escasa, y se creó un extraño ambiente entre los presentes, que sentían como si algo irreparable fuera a ocurrir aquella noche. La casa del Indiano parecía ejercer una turbia influencia sobre todo el que ponía los pies en ella.

Excepto Antón, claro, que con la vista perdida, la boca abierta y expresión bobalicona miraba el fuego como hipnotizado, embebido en extrañas cavilaciones. Lo enviaron a dormir a la cama de matrimonio del Indiano y el pobre dio las gracias una y otra vez a sus anfitriones por dejarlo descansar en tan cómodo y elegante lecho. A las dos de la madrugada, Clara, que hacía las veces de dueña de la casa, ordenó que todos se situaran en sus puestos. Nuria y Gregorio comprobaron que el infeliz dormía profundamente y la amada de Víctor ordenó que se procediera según lo dispuesto. Dejaron solos a los dos novios en el cuarto maldito con la esperanza de que el experimento diera algún resultado. Previamente se aseguraron de que no hubiera objeto punzante alguno en la habitación, con la intención de que Nuria, al igual que sus predecesoras, hubiera de bajar a la cocina a buscar un enorme cuchillo. Don Alfredo, Víctor, Clara y Gregorio aguardaron en el vestíbulo por el que se accedía al cuarto, tras la puerta cerrada del dormitorio, intentando escuchar lo que ocurría dentro.

—¿Y si lo asfixia con la almohada? —dijo algo angustiado don Alfredo.

Tétricamente iluminado por una vela, Víctor sonrió diciendo:

—Tranquilos, no va a pasar nada.Escucharon cómo la joven criada leía en voz alta el párrafo maldito. Le costó un buen rato hacerlo, pues era poco menos que analfabeta. Volvió a hacerlo una y otra vez, según le habían indicado.

—Menuda lectora ha escogido usted, señorita —reprochó Gregorio a Clara, quien lo miró con cara de pocos amigos y replicó:

—La que había, Gregorio, la que había.

Pasó una hora y no escucharon sonido alguno que pudiera alarmarles. Oyeron dar las cuatro y el mayordomo y Clara se durmieron sentados en el suelo. Don Alfredo y Víctor aguardaban agazapados, revólver en mano, a que algo ocurriera, pero, al fin, vencidos por el sueño y el aburrimiento, acordaron entre susurros despertar a sus dos colaboradores y hacer algo.

—Esto es muy raro, no se ha oído nada. Vamos a entrar —decidió el inspector Alfredo Blázquez.

El propio Blázquez encabezó la comitiva como agente más veterano. Eran las cinco y media, aproximadamente. La hora en que Aurora atentara contra su esposo por primera vez.

Al entrar comprobaron que el dormitorio, entre penumbras, era más tétrico y horripilante aún que a la luz del día.

—¡Dios mío! —gritó Clara señalando al pobre Eugenio, que yacía sobre el lecho en postura antinatural, con la cabeza torcida mientras un reguero de líquido caía por la comisura de sus entreabiertos labios. Parecía inerte.

—¡Está muerto! ¡Está muerto! —gritó alguien.

Sobre la mesa camilla en que había leído el párrafo maldito una y otra vez descansaba la cabeza de Nuria que, entretanto, no cesaba de murmurar incoherencias.

—¡No, no, no es posible! ¡No es posible! —comenzó a gritar el mayordomo totalmente fuera de sí—. ¡Dios nos ha castigado! ¡La maldición se ha hecho realidad! ¡La maldición vendrá ahora por nosotros, vendrá…! —y se lanzó escaleras abajo desquiciado.

Entonces Víctor chistó enérgicamente a sus dos compañeros y dijo:

—¡Silencio! ¡Escuchad!

Un siniestro soniquete, una especie de espeluznante y grave gruñido, sonaba en el aire cada vez que Nuria cesaba de murmurar frases incomprensibles. Era un sonido horrible, demoníaco.

—¿Qué es ese ruido del infierno? —murmuró don Alfredo con aprensión a la vez que tiraba del percutor de su arma.

—Encienda la luz y se lo diré —contestó Víctor, quien aguardó a que su amada encendiera una de las lámparas de gas de la pared—. Señorita Clara, don Alfredo, ahí tienen la respuesta a su pregunta. Ese rugido de ultratumba es… ¡el ronquido de un carbonero de Lugo!

Los tres miraron a Eugenio, que dormía a pierna suelta en aquella cama roncando como una bestia mientras un hilillo de baba resbalaba por su barbilla.

—Pero ¿y Nuria?

Víctor se aproximó a la sirvienta dormida e hizo que sus acompañantes se acercaran a ella:

—No, Eugenio, no, que nos pueden ver; cuando estemos casados… —murmuraba la joven entre sueños.

—¡Nuria! —gritó el detective zarandeando a la joven, que despertó bruscamente.

Después de mirar a los presentes con sorpresa, la criada dijo mirando el libro abierto ante ella:

—Me he debido de quedar dormida, y no me extraña. Con este bodrio que me han hecho leer…

Los tres estallaron en una sonora carcajada.

—¡Vaya par! —exclamó Víctor—. Alfredo, haga el favor de localizar a ese valiente mayordomo mientras yo despierto al bueno de Antón.

—¡Cuánto lo siento, Víctor! El experimento ha sido un fracaso, tal como tú decías —reconoció Clara desanimada mientras Blázquez salía del cuarto.

El joven policía sonrió misteriosamente y contestó:

—No, Clara, no. El equivocado era yo. Esta pequeña aventura ha resultado muchísimo más útil y esclarecedora de lo que pensaba en un principio. Y debo reconocer que todo ha sido, una vez más, gracias a ti. Hoy nos encontrarnos un poco más cerca de salvar a tu hermana, y a ti te lo debemos. No desesperes y ten confianza en mí. Todo se andará. Mi red comienza a rodear a los canallas que han concebido este maléfico plan. Que se preparen para soportar el terrible peso de la ley sobre sus malignas cabezas.

A la mañana siguiente, justo cuando don Alfredo y Víctor regresaban de tomar sendos cafés con leche en el Levante, se encontraron con una inesperada visita en su despacho. Don Gerardo de La Calle esperaba a Víctor sentado en la incómoda silla que éste tenía dispuesta frente a su mesa para los invitados, generalmente delincuentes.

—¡Hombre! —dijo don Gerardo con una falsa sonrisa en los labios.

—Vaya, una inesperada y pestilente visita —contestó Víctor mientras colgaba su sombrero y su bastón de la percha.

El orondo aristócrata se puso en pie y se encaró directamente con el joven subinspector.

—¡Es usted un cobarde, yendo de esa manera a mi casa a molestar a mis padres!

—No diga cosas que luego no podrá mantener. Está usted muy cerca del garrote, amigo. Ándese con cuidado.

—¡Es usted un miserable! —gritó furibundo De La Calle—. ¡Usted no va a probar nada!

—Eso lo veremos —repuso Víctor sin inmutarse.

En ese momento, don Gerardo alzó la mano para golpear al policía, pero éste, más ágil y rápido, paró el golpe con la mano izquierda, dirigió la derecha al cuello de su rival y comenzó a presionar con fuerza su nuez con el índice y el pulgar.

—¡Mire lo que le voy a decir, escoria! Tiene un minuto para abandonar este edificio; si transcurrido ese tiempo lo veo aquí dentro, le detendré por intento de agresión a un funcionario público. ¿Entendido?

Don Gerardo no podía hablar; empezaba a sentir asfixia y su rostro estaba adquiriendo un preocupante tono purpúreo.  

—¿Entendido? —repitió el policía.

El otro asintió, por lo que Víctor soltó su presa, se hizo a un lado y lo dejó caer fuera del despacho a la vez que le propinaba un puntapié en el trasero para ayudarle a abandonar la estancia. Pareció disfrutar haciendo aquello.

Don Alfredo cerró la puerta sonriente y dijo:

—Bien hecho, amigo.

Víctor, sonriente también, comentó:

—Bueno, al menos he conseguido ponerlo nervioso.

—Sí, parece que su visita a los De La Calle le ha molestado sobremanera.

—Eso me compensa, porque sus padres me parecieron un auténtico caballero y una verdadera dama. Me hicieron sentir mal, la verdad, aunque ahora veo que este tipejo se siente acosado y ésa es la mejor situación para que cometa un error.

—¿Qué va usted a hacer ahora?

—Tenderle una trampa; seguro que pica el anzuelo.

Cuando salía de su despacho en Sol y encaminaba sus pasos hacia la pensión de doña Patro, Víctor oyó que alguien lo llamaba por su nombre. Al volverse, comprobó que don Alberto Aldanza le hacía señas desde su lujoso coche.

—Ven, hijo, te llevo a casa —dijo el conde del Rázes.

El joven policía no quiso rechazar la invitación y subió al carruaje.

—Últimamente eres muy caro de ver —manifestó el noble.

—He estado muy ocupado con los dos casos —contestó el detective.

—¿Cómo? ¿Aún sigues con esa tontería de la casa de la calle San Nicolás?

—Sí; todos piensan que era asunto de don Augusto, pero yo no opino igual, y creo que estoy más cerca que nunca de la solución.

—¿Y el otro asunto, el de las prostitutas?

—Eso es asunto resuelto.

—¿Tienes un culpable?

—En efecto, creo que así es.

—¡Vaya, vaya! Eso hay que celebrarlo. Te invito a comer y me cuentas.

—No, don Alberto, estoy muy ocupado.

—Ya… Es por esa tontería que ocurrió en el palco, ¿no?

—No me agradó aquel incidente, la verdad.

—No fue lo que parecía; en realidad, te hice un favor. A pesar de ello, quiero pedirte disculpas por aquella escena. Pero te diré una cosa: tú no conoces a Helena, se lo he visto hacer cientos de veces, se encapricha con facilidad, engatusa a un joven y luego se olvida de él. Más de uno se ha arruinado y alguno que otro ha llegado incluso a suicidarse. Es una arpía, ahora todo son lisonjas y luego habrías sentido su desprecio. Además, no te hubiera interesado que todo Madrid supiese lo ocurrido en el palco, a ella le gusta contarlo, ¿sabes? Hubieras estropeado lo tuyo con la hija de los Alvear.

—Quizá eso debía haberlo decidido yo, ¿no?

—Ya. Estás enfadado. No será por esa tontería que dijo Helena.

—¿Qué, lo de «los jóvenes de su cuadra»? —recordó Víctor con retintín—. A mí me importa un comino lo que cada cual haga en su dormitorio.

—¡Por Dios, Víctor! Sabes que te he tratado como a un hijo.

—Nunca lo he negado.

—La invitación a comer sigue en pie.

—No tengo tiempo, don Alberto. Lo siento, de veras —dijo en tono cortante; era evidente que el joven estaba indignado con su mentor.

—Tenía interés en hablar contigo porque voy a estar fuera de Madrid unos días, tengo unos asuntos pendientes en Segovia, pero el caso es que me intriga saber quién es ese despreciable asesino. ¿Me avisarás cuando lo hayas capturado?

—Claro, tengo motivos más que sobrados para pensar que es Gerardo de La Calle.

—No me sorprende —admitió el conde sacando un poco de rapé para aspirar—. ¿Y cómo vas a capturarlo?

—Por eso estoy tan ocupado. Esta noche voy a hablar con una amiga prostituta para tenderle una trampa.

—La Valenciana.

—La misma. Quiero que me ayude a capturar a ese desgraciado.

El coche llegó a la puerta de la pensión de Víctor.

—Ten cuidado, hijo —añadió don Alberto—. Tienes que andar con mucho tiento, este asunto es complejo.

—Descuide, don Alberto. Actuaré con prudencia.

Efectivamente, aquella misma noche, Víctor se personó en el burdel de la Ronda de Embajadores en que ejercía Lola «la Valenciana». Rosa, la dueña que daba nombre a aquel prostíbulo, lo recibió con muchos parabienes.

—¡Vaya, don Víctor, dichosos los ojos!

—Buenas noches, Rosa.

—Ya no viene usted mucho por aquí, no —comentó la meretriz mientras tomaba el sombrero y el bastón del policía.

—He estado muy ocupado. Venía a ver a Lola. ¿Está ocupada?

—Voy a ver un momento, usted espere aquí y, si desea tomar algo, pídalo sin dudarlo, ¿eh? —contestó Rosa alejándose por el pasillo.

Víctor saludó con la cabeza a dos caballeros que, como él, esperaban sentados en la lujosa antesala de aquel prostíbulo. Al poco apareció la propia Lola y le hizo una seña.La siguió sin decir palabra. Entraron en el cuarto que ocupaba la chica, una estancia excesivamente recargada en la que Rosa se había excedido en el uso del terciopelo y el raso de color rosado.

—Bueno —dijo ella cortante—. Al fin tienes una necesidad. Me temía que te hubieras metido a monje.

—He estado ocupado.

—Pues debes de haberlo estado mucho, porque has pasado de ser un cliente demasiado asiduo a algo así como un ermitaño —repuso la joven, acercándose a él y aflojándole el nudo de la corbata.

—No, Lola, no. Sólo he venido a hablar contigo.

—¿A hablar? ¿Qué te pasa? ¿Te has vuelto «raro» a la vejez?

—Es sobre las jóvenes asesinadas; creo que tengo al hombre que lo hizo.

—¡Hombre, al menos tienes palabra!

—Sí, seguí con el caso hasta el final.

—¿Habéis detenido a ese cerdo?

—No, no es tan fácil. Por eso venía a verte.

—Por eso. Ya —murmuró la joven, quien parecía sentirse rechazada.

—Sí, es un joven de familia influyente, un tal don Gerardo de La Calle.

—¡Vaya, hombre!

—¿Lo conoces?

—Sólo de vista. Hace dos años, Rosa lo echó de esta casa por atizarle a una chica. Creo que le gustan las cosas raras.

—Sí, por ahí van los tiros, creo yo. Quiero tenderle una trampa.

—¿Y por qué no lo detenéis sin más? Me consta que hay compañeros tuyos que lo harían confesar, los muy cabestros.

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