—¿Para ser una mujer?
—Para ser tan joven.
—No es cuestión de edad o sexo, sino de carácter. Yo no pienso dejar que me traten como una posesión más de la familia. No soy un cerdo que se vende en el mercado de los jueves.
—Daría lo que fuera por ser ese joven del que usted hablaba —se escuchó el policía decir a sí mismo.
¡Hacía falta ser estúpido!
Ella pareció halagada.
Los dos se quedaron mirándose a los ojos por unos instantes que se hacían eternos. Estaban sentados el uno frente al otro y sus rodillas casi se tocaban. Víctor sintió como si una fuerza lo acercara al rostro de Clara. Era una fuerza invisible pero intensa que lo controlaba como si fuera un muñeco. Justo cuando los labios de ambos se iban a encontrar se abrió la puerta y los dos saltaron hacia atrás en sus asientos. Entró una criada joven, que con una sonrisa pícara anunció:
—Doña Ana dice que se queda usted a cenar.
—No, no…
Clara miró a la sirvienta y decidió:
—Consuelo, dile a mi madre que Víctor acepta encantado.
El subinspector no supo qué contestar. Los dos jóvenes quedaron a solas de nuevo.
—Sobre lo que ha ocurrido hace un instante… —empezó Víctor.
—Lo lamenta, ¿verdad?
—Sí; bueno, ¡no, no! No lo lamento, en absoluto. No me malinterprete, pero yo…, mis intenciones con respecto a usted…
—¿Le parece que nos tuteemos, Víctor?
—Sí, claro —asintió él tragando saliva. Aquello iba muy rápido y sentía que estaba perdiendo el control de la situación. Siempre que estaba en presencia de Clara le ocurría lo mismo—. Yo, Clara…
—¿Sí?
—Sobre lo que pasó antes quiero que sepa…
—Que sepas.
—Eso, eso, perdone; digo, perdona, Clara. Me gustaría que supieras que mis intenciones en relación a ti son honestas. Yo, en fin, sólo soy un pobre policía y no debería ni siquiera decirte que…
—¿Qué?
El joven se armó de valor y dijo de carrerilla:
—Que te conozco desde hace tiempo y te miraba paseando por el Prado cada tarde. Te veía como se ve a una estrella lejana que ni sabe de nuestra existencia, pero soñaba con conocerte y gracias a este caso desgraciado pude hacerlo.
—Ya lo sé.
—¿Que ya lo sabes?
—Sí, sabía que me pretendías; mi aya, Magdalena, me hizo notar tu presencia una tarde y desde entonces siempre te veía paseando cerca de mí y de mi familia.
Víctor no salía de su asombro. Sintió que hasta se ruborizaba.
—Por eso el primer día que te vi en casa de Aurora, hiciste un gesto.
—Sí, claro, te reconocí al instante, pero no sabía que eras policía.
—Ya. A veces quisiera ser millonario para…
—Estás muy bien así, créeme. Las cosas no son tan sencillas.
—Clara, yo haría lo que fuera por ti.
—Lo sé, Víctor, lo sé.
—Siento tanto lo que ha pasado con tu familia… ¡Si pudiera hacer algo para que todas estas desgracias no hubieran ocurrido…!
—Nadie ha podido evitarlo. No te negaré que a veces me siento desfallecer, pero debo ser fuerte por mi madre. Estamos solas, Víctor, y eso resulta duro, muy duro.
—Me tienes a mí.
En ese momento se volvió a abrir la puerta y entró doña Ana Escurza.
—La cena está servida —dijo para que la siguieran.
En contra de lo que temía, Víctor se sintió cómodo a la mesa de las Alvear. La cena fue sencilla y el ambiente distendido. Clara le preguntó sobre el caso y él les contó todo lo que sabía sobre el Indiano y su extraña historia, les narró lo sucedido con el holandés y les explicó, en general, todo lo que había averiguado sobre el asunto. Las dos mujeres parecían fascinadas. ¿Podría aquel joven sacar a Aurora del estado en que se hallaba? Ambas se mostraban ilusionadas al respecto. Demasiado quizá.
Luego le preguntaron más cosas acerca de su trabajo. Cómo todos los profanos en la materia, se interesaban principalmente por las situaciones de peligro que había vivido, por las aventuras y hazañas del joven policía.
Clara resultó ser muy aficionada a todo lo policíaco y lo interrogó a fondo sobre el caso de las prostitutas asesinadas. Llevado por la confianza, les contó por encima lo que había averiguado y ambas mujeres se mostraron consternadas al conocer la historia de María de los Angeles de Pelayo. Les pareció abominable la actuación de don Gerardo, así que el detective pensó que podía sentirse tranquilo respecto a aquel petimetre engreído. No podía creer en su suerte, la historia de aquel mezquino barrigón le salió así, de manera natural. Tomaron café y desgranaron en la sobremesa las claves de aquel caso. Fue entonces cuando Clara lo sorprendió diciendo:
—¿Y no piensas que quizá te has equivocado centrándote en la única víctima decente de ese desalmado?
—¿Cómo?
—Sí; ¿no crees que hubiera sido más efectivo fijarte en la víctima que más información podría darte sobre el asesino?
—¿Y cuál es ésa, si puede saberse?
—La primera —afirmó resuelta la joven—. Creo que es de lógica pensar que la primera víctima te dará la clave. Supongo que los asesinos cometen más errores cuando son novatos y, además, seguro que empezó por alguien a quien conocía. Investiga a la primera asesinada y tendrás a tu hombre.
Víctor se quedó pensativo y boquiabierto. Claro, era obvio. ¿Cómo no se le había ocurrido? Pensó que aquella joven era el ser más maravilloso que había conocido. Su razonamiento era de lo más lógico, y no perdía nada por investigar a fondo las circunstancias de la primera muerta. Al parecer se había enamorado de una joven de armas tomar, y aquello le gustaba. Ella sonreía divertida. A veces le daba la sensación de que jugaba con él, que se anticipaba a sus pensamientos. Clara Alvear no era una joven casadera al uso, una chica bien educada en el extranjero que ansiaba casarse, bordar y tener hijos. Era inteligente, despierta, le gustaba leer como a él y su espíritu parecía indómito. Decididamente le gustaba Clara.
Cuando salió de casa de los Alvear era medianoche. Le parecía estar flotando.
Víctor fue a visitar al vidente al que acudiera Aurora el día del primer ataque, sin poder quitarse de la cabeza lo acontecido la noche anterior. Doña Ana Escurza lo había invitado a cenar y compartió la tarde y la velada con su amada, Clara. El corazón no le cabía en el pecho, se sentía ilusionado y percibía que el reto de resolver aquel caso se le presentaba como un imponente murallón que debía salvar para terminar de ganarse la voluntad de doña Ana y conseguir la mano de Clara. Parecía evidente que la joven compartía sus sentimientos. ¡Aquello parecía un sueño! ¿O sólo era una sensación suya?
Caminó desde su pensión hasta la Cava Baja, donde el adivino ejercía su oficio en el primer piso del número dieciséis. Víctor conocía la zona a la perfección, pues fue el escenario de sus primeros e inocentes juegos y, luego, el de sus posteriores fechorías de golfillo. Tanto la Cava Alta como la Baja surgieron extramuros de la ciudad medieval como fosos destinados a evitar posibles ataques. Por ellas se podía acceder a la ciudad incluso cuando estaban cerradas las puertas de la misma. La Cava Baja en especial, que se extendía desde la plaza de Puerta Cerrada hasta la del Humilladero, era el área en que más habían proliferado las fondas, tabernas y posadas donde recalaban los vendedores que venían de Toledo y Segovia a vender sus mercancías en el mercado de la Cebada o en el de San Miguel. Además, aquello había incrementado el número de talleres artesanos que vendían manufacturas a los comerciantes, como latoneros, cordeleros y boteros. Por allí pululaban intermediarios y trajineros, chulapas, viajantes,mozos y carreteros en espera de que surgiera el porte que les solucionase el día. Había en la zona buenos lugares en los que comer o beber unos chatos: El León de Oro, las posadas de San Pedro y de la Villa… Víctor observó que, como siempre, las calles estaban muy concurridas, con un incesante ir y venir de paisanos. El ambiente siempre colorista de La Latina le infundía optimismo. Brillaba el sol, y los rapaces correteaban por las calles intentando distraer una cartera, arrancar un real a algún señoritingo por algún recado de amores o, simplemente, buscando perros a los que apedrear.
Los sonidos eran los de su infancia: el traqueteo de las carretas, el ruido de las fichas de dominó al impactar en las mesas de las tabernas o los gritos de las comadres que hablaban de balcón a balcón. Balcones de repujado hierro, amplios ventanales y cuidadas macetas que con sus vivos colores distraían la vista de las manchas de humedad, de los desconchones de las paredes de las viviendas que los caseros, malditos usureros, no reparaban ni a la de tres. Olía a vino, a canela y a estiércol de las caballerizas; olía bien, a su barrio. Aquellos no eran los aromas del Palacio de Liria ni siquiera los de la casa del marqués de Salamanca, ni los de las lujosas mansiones de tantos y tantos nobles a los que había comenzado a conocer y de los que en momentos como aquellos se sentía muy, pero que muy lejano. Era su barrio.
La gente estaba preocupada por los desastres que habían producido las inundaciones en muchos puntos de España. La fuerza de las aguas había arrasado zonas de lugares tan distantes como Guadalajara o Ciudad Real. En la misma capital, más de cien familias humildes se habían visto en la calle, ya que sus viviendas se habían anegado. Las cañerías habían terminado por reventar y había que traer las aguas directamente del Henares para abastecer algunos puntos de la capital.
En el domicilio del adivino fue recibido por una mujer delgada y de aspecto cadavérico que, tras hacerle esperar unos segundos en un salita horriblemente decorada, lo hizo pasar. Según le dijo, había tenido que despertar a Renato Minardi, alias «Psíquicus», el conocido y admirado vidente de la Cava Baja. Cuando se vio en el despacho de aquel timador, Víctor pudo comprobar que la descripción que Clara le había hecho del vidente que visitaba su hermana era bastante exacta. Sonrió al pensar que su amada hubiera sido un excelente policía. Renato Minardi resultó ser un tipo vulgar, de unos sesenta años, que ocultaba su prominente barriga bajo una inmensa túnica adamascada y su calva con un turbante de seda en el que llevaba engarzado un enorme rubí, a todas luces falso.
—¿Y qué desea la policía de este pobre adivino? —dijo a modo de presentación aquel indeseable con marcado acento extranjero.
—Quería hablar con usted en relación con una de sus clientes. Aunque supongo que eso debía de saberlo antes de que llamase siquiera a su puerta —contestó el detective con retintín.
El otro le lanzó una mirada maligna con sus ojos de color azul, hermosos y gélidos a la vez, cortantes y fríos como el acero.
—No se ría de las artes adivinatorias —contestó el adivino—. No es conveniente jugar con poderes que escapan al control de la mayoría de los mortales.
—Ya, claro —contestó impertérrito Víctor—. No me he presentado, soy el subinspector Ros y quiero hablar con usted de Aurora Alvear.
—No sé quién es.
—Haga un esfuerzo.
Psíquicus parecía molesto, hizo una larga pausa y tras suspirar dijo:
—No puedo hablar de mis clientes: secreto profesional.
—¿Dice que es usted italiano?
—Sí, de la Toscana.
—Ya —contestó el policía recordando a Ruggero, un milanés radical a quien conoció en Oviedo. Tomó nota de que el acento de Psíquicus en nada se parecía al de su compañero de célula revolucionaria—. Y antes de venir aquí, ¿dónde ejerció?
—En Barcelona.
—¿Y le iba bien?
—Sí, muy bien.
—¿Y por qué se vino aquí entonces?
El orondo adivino volvió a mirarle con odio. Había dado en el blanco. Aquel tipo no era trigo limpio.
—Ay, ay, Psíquicus. No hace falta que disimule conmigo. He conocido cientos de timadores como usted y no, por favor, ahórrese todo eso de las maldiciones o le atizaré un bastonazo de campeonato —amenazó Víctor alzando la mano derecha—. ¿De verdad me va a obligar a telegrafiar a Barcelona pidiendo a la policía de allí informe acerca de usted?
La intimidación quedó flotando en el aire y el adivino pareció molesto de veras. El policía comenzó a juguetear sin miedo con una calavera que Psíquicus tenía sobre la mesa a modo de pisapapeles. Era auténtica.
—¿Aurora Alvear dice, agente? Algo creo recordar…
—Pues empiece.
—Vino hace cosa de un año. Sufría de mal de amores. Estaba enamorada de un pobre profesor de piano y su padre había decidido casarla con otro hombre.
—Sabe usted lo que hizo, ¿verdad?
—Todo Madrid lo sabe. Es un secreto a voces.
—El día en que apuñaló a su marido estuvo aquí por la tarde; ¿qué quería?
—Estaba peor que nunca. Muy nerviosa. Quería que las cartas dijeran que podría casarse con el músico, que se produciría un giro del destino que la dejaría libre.
—¿Y qué dijeron las cartas? —inquirió el policía con una sonrisa irónica.
—Intenté que le dieran un poco la razón, para calmarla. Estaba fuera de sí. Le dije… —El adivino se echó las manos a la cara, emitió un sollozo y gimió—: ¡Que el cielo me perdone algún día!
Era un pésimo actor, así que Víctor exigió con fastidio:
—¿Qué le dijo? ¡Hable!
—Le dije, más por quitármela de encima que por otra cosa, que las cartas decían que su marido moriría joven.
—Ya.
—¿Cree que pude influir en aquella pobre trastornada?
—No. Ni en broma. No sea usted majadero, por amor de Dios.
—¿Cómo? Yo nunca me lo perdonaría, cuando me enteré de lo sucedido, me sentí culpable.
—Sí, sí, seguro. ¿Dijo algo que le llamara la atención, ya sabe, si iba después a algún sitio?
—No tengo ni idea. No teníamos demasiada confianza.
—De acuerdo. Volveré a visitarle. No le oculto que no me agradan todas estas majaderías, así que tenga cuidado con lo que dice a la gente impresionable si no quiere volver a verme por aquí con una orden de arresto. Ahora, si me disculpa…
—Descuide, descuide, se hará como usted dice —asintió aquel mezquino estafador mientras acompañaba a Víctor por el oscuro y estrecho pasillo lleno de manchas de humedad.
Ya en la calle, el joven policía sintió que le invadía una creciente sensación de desagrado; no le gustaba aquel tipo. Había intentado mostrarle a Aurora como una mujer desquiciada e irascible, cuando todos los informes coincidían en que era un modelo de persona centrada y educada. ¿Por qué mentía así el tal Psíquicus? Algo ocultaba, sin duda.