Don Alberto se perdió en medio de un concurrido grupo, al fondo, donde se hallaban situados los músicos. Al momento reapareció acompañado por una bella dama. Era una mujer alta, hermosa, de cara redonda, con hermosos y grandes ojos negros, almendrados y curiosos luceros que examinaron con detalle al subinspector.
—Ésta es mi amiga, la condesa de Archiveles. Aquí mi protegido, don Víctor Ros Menéndez, joven subinspector de policía.
—Vaya, vaya —dijo la dama, que debía rondar los cuarenta—. ¿De dónde ha sacado usted a este joven?
—Encantado —acertó a decir Víctor, algo cortado ante la insistente mirada de la condesa.
—Y es usted policía. Qué emocionante, ¿no?
—No tanto como cree la gente. A menudo es un trabajo rutinario.
—Aquí, don Víctor —explicó don Alberto—, es una de las mentes que más prometen en el panorama europeo. En unos años será el mejor detective de Europa.
—¡Caramba! —exclamó la de Archiveles.
—Y ahora, querida amiga, si nos disculpa, he de presentar a mi pupilo.
Rodeó don Alberto el hombro del policía y fue presentándole uno por uno a todos sus amigos y conocidos. El joven subinspector percibía el interés en las damas y en las madres de éstas al comprobar que el excéntrico conde del Rázes había acudido acompañado por un misterioso desconocido. Era evidente que damas y jovencitas se acercaban con disimulo, fingiendo como que hablaban o escuchaban atentamente en corrillos próximos para hacerse las encontradizas con don Alberto y ser presentadas al recién llegado. También leía Víctor la decepción en sus rostros cuando escuchaban que no era un noble llegado de ultramar ni un misterioso extranjero, sino un simple subinspector de policía a quien apadrinaba el conde.
El detective se sintió un poco decepcionado porque había albergado en secreto la esperanza de poder ver a Clara en el baile, pero el luto y las normas sociales impedían que ella o su madre asistieran. Todo el mundo sabía ya lo de Aurora, y varias señoras preguntaron a Víctor sobre los pormenores del caso, aunque él se negó a hablar acogiéndose al secreto profesional.
Al menos la condesa de Archiveles parecía una mujer amable y directa, sin el aire de desprecio y desdén que caracterizaba a todos los de su clase. Se mantuvo casi toda la noche al lado del joven mientras que don Alberto atendía algunos asuntos, e incluso insinuó a Víctor que la sacara a bailar. El policía, un tanto avergonzado, tuvo que declinar la invitación argumentando que en su barrio no le habían enseñado, aunque al final se atrevió con un vals. Aquella mujer olía como debía de hacerlo el cielo, y se lo dijo.
Doña Helena, la condesa, pareció divertida por el comentario y se entretuvo en informar al joven sobre quién era quién, no sin adornar sus comentarios sobre la concurrencia con chismes y chanzas que hicieron reír al detective. Conoció así Víctor a los Altamira y los Salvatierra, de quienes se decía que estaban endeudados hasta las cejas. También fue presentado a la condesa de Vilches y a la duquesa de Rivas, que le pareció seria y estirada. Lo mejor de la nobleza madrileña se hallaba allí reunido: los Osuna, los Bermejo, el marqués de Alcañices, el conde de Simelas y la marquesa del Condado. A Víctor, doña Helena le pareció una mujer encantadora. Había enviudado a los veintiuno y vivía de las rentas del patrimonio de su marido. Según le contó don Alberto, se rumoreaba que tenía una intensa vida amorosa, y a tenor de lo que chismorreaban las damas de más edad, su palco del Teatro Real era algo así como el Paraíso Terrenal para aquellos afortunados caballeros —un minoritario y exclusivo grupo de elegidos— a los que la bella dama hacía el honor de recibir allí.
En un momento dado, don Alberto hizo desde lejos una seña a su joven pupilo y éste, tras disculparse con la condesa, siguió a su mentor hasta un salón que le pareció decorado con suma elegancia. Conocido como la Sala Flamenca, era una confortable estancia con el suelo cubierto por mullidas alfombras, decorada en sus paredes con multitud de hermosos lienzos de diferentes tamaños y estilos y rematada por un techo profusamente engalanado del que pendía una monumental lámpara que parecía una luminosa araña. Estaba ocupada por varios caballeros que fumaban. Don Alberto se dirigió hacia uno de ellos, algo entrado en carnes, quien se giró y resultó ser el orgulloso pretendiente de Clara al que Víctor había visto pavonearse en el Paseo del Prado.
—Don Víctor —dijo don Alberto, conocedor de los entresijos del caso de las prostitutas—, le presento a don Gerardo de La Calle, recién llegado de su viaje a Francia.
El otro hizo un gesto de fastidio. Pareció reconocer al policía, a quien dijo:
—Le conozco. Del Prado.
—Yo también le conozco. Sabrá que he acudido en dos ocasiones a buscarle a su casa.
—Sí, algo me dijeron los criados. He estado fuera.
—Se nos hacía imprescindible hablar con usted.
—Usted dirá.
—¿No cree que sería mejor hablar en otro lugar y otro momento? —repuso Víctor.
—Soy un hombre ocupado, aproveche ahora que me tiene delante —contestó el orondo aristócrata tras beber un trago de Jerez y atusarse las rizadas y pobladas patillas.
—Bien. Quería hablar con usted respecto a María de los Angeles de Pelayo.
—¿Otra vez con eso? —dijo desdeñoso De La Calle.
—Está muerta. Hemos identificado el cadáver. Apareció en un solar. Fue asesinada.
—¿Y…?
A aquel bon vivant no pareció afectarle en absoluto la muerte de la que había sido su amante.
—Sus familiares dicen que usted había vuelto de nuevo a su vida días antes de su desaparición.
—Esa joven estaba loca. Se fue de su casa. ¿Qué culpa tengo yo de eso?
—Tuvo un hijo suyo.
—Podía ser de cualquiera, era una mujer de costumbres un tanto…, digamos licenciosas.
—Eso no es lo que dicen sus padres. Aseguran que usted jugó con ella y que la arrastró a la desesperación.
—Tonterías. Yo nunca la obligué. Ella se enamoró y se tomó en serio lo que era una simple aventura.
Víctor miró a don Alberto, que permanecía en silencio y observaba impasible a don Gerardo, analizando hasta su último gesto para sacar de él toda la información posible.
El joven policía cambió de tema:
—¿Conoce usted por casualidad a una mujer anciana, bien educada, con acento extranjero y con una enorme verruga en la nariz?
—Conozco a mucha gente.
—Conteste, por favor.
—Pues no, no conozco a nadie tan horripilante.
—¿Vio usted a doña María Angeles después de que se fuera de su casa?
—No, aunque tampoco es que lo recuerde bien, la verdad.
—Ya.
—¿Tiene alguna pregunta mas que hacerme, subinspector?
—No. Al menos de momento.
—Pues entonces me van a disculpar, pero mi copa está vacía. Y, por cierto, le ruego que no me moleste más —zanjó alejándose con parsimonia don Gerardo.
—No me gusta ese hombre, don Alberto. Me parece un tipo despreciable —comentó el subinspector Ros a su mentor.
—Tampoco a mí me gusta, Víctor, tampoco a mí.
El joven policía guardó silencio. Parecía habérsele ocurrido algo.
—Discúlpeme un momento, don Alberto —dijo alejándose hacia donde se hallaba la condesa de Archiveles.
El conde del Rázes observó cómo el detective hacía un aparte con la condesa —que, desde luego, coqueteaba con el joven claramente— y le decía algo al oído.
Al rato volvió junto a don Alberto.
—¿Y bien?
—Es una pequeña treta que he preparado para ese engreído —contestó el subinspector—. Observe.
Los dos caballeros vieron que la condesa se acercaba al orondo y pomposo don Gerardo. La bella mujer cambió varias frases con aquel petimetre y ambos se rieron. Entonces, ella sacó su carnet de baile, y abrió el pequeño libro y tendió un lapicero a don Gerardo para que éste se anotara a sí mismo en la lista de bailes pendientes de la dama.
—Perfecto. Ha picado —dijo Víctor.
—¿Ha picado? ¿En qué? —repuso don Alberto algo intrigado.
—Pero ¿no se da usted cuenta? Ese presuntuoso rufián es zurdo.
—¡Como el asesino de prostitutas!
—Exacto. Interesante, ¿verdad?
Eran cerca de las tres de la madrugada y se anunció el cotillón. Era algo usual en los bailes de la época, un pequeño regalo mezclado con algún juego que precedía al último e interminable baile. Los lacayos salieron con unas bandejas de plata mientras sonaba una marcha militar. En las bandejas había unas bolsas de terciopelo. Verdes para los caballeros, granates para las damas.
El mayordomo de la casa explicó las reglas del juego y todos se entregaron a disfrutar de él. La anfitriona parecía reír divertida.
Los caballeros abrieron sus bolsas; cada una de ellas contenía una llave. Las damas hicieron otro tanto y hallaron un candado con hermosas cintas para colgárselo del cuello. A continuación, el revuelo. Cada caballero debía encontrar a su dama, o mejor, el candado que se abría con su llave.
Algunas porfiaban por que el hombre de sus sueños abriera el suyo, otros luchaban sin desmayo en el intento de abrir el candado de la dama de su preferencia. A veces se leía el desencanto en una pareja al ver que el azar les había unido para el cotillón, otras se notaba que a los bailarines les había satisfecho el emparejamiento. La llave de Víctor abrió el candado de la condesa de Archiveles.
—¡Vaya, qué suerte! —exclamó él.
La dama lo miró condescendiente y dijo:
—Ay, querido don Víctor, es usted una ricura; siendo policía como es, ¿aún cree en las casualidades?
Comenzó el último baile, que había de ser rematadamente largo como mandaban los cánones.
Al día siguiente, Víctor se levantó temprano para tomar el tren hacia Aranjuez. Se alegraba de que el tórrido estío hubiera finalizado, pues no conseguía adaptarse a las altas temperaturas del Madrid veraniego tras su paso por Oviedo y Figueras. Salió de la estación de Atocha, que con sus dos construcciones era conocida como «el Embarcadero», e hizo el trayecto entre Madrid y Aranjuez embebido en sus pensamientos. No podía evitar volver una y otra vez a los dos casos que le mantenían ocupado. Recordó la fiesta de la noche anterior y sintió una intensa punzada de indignación al recordar a Gerardo de La Calle, un tipo ruin y sin escrúpulos que había destrozado la vida de una joven honrada. Presentía que aquel crápula era su hombre.
En el vagón con asientos corridos de madera, un par de paisanos de los que llamaban trajineros, que acudían a los pueblos a vender quincalla, hilos, cordeles y artículos de mercería, departían con dos mujeres sobre los últimos sucesos. La gente hervía de indignación por el secuestro de don Juán Aurioles y Aurioles, que al parecer había sido liberado en la provincia de Granada tras ser raptado en Cádiz hacía ya seis meses por tres hombres con el rostro oculto con un pañuelo encarnado. Nada menos que seis largos meses había sido retenido por aquellos bandidos en una cueva inmunda, para ser soltado tras el pago realizado por la familia. Los allegados de don Juan negaban haber pagado, claro. Los bandidos le habían dado dinero para el tren y el hombre había emprendido camino a casa, pero al llegar a la estación de ferrocarril de Málaga desfalleció y permanecía como ido por la grave experiencia sufrida.
Víctor se dijo que los caminos de algunas zonas de España no eran ni mucho menos seguros, pues el bandolerismo seguía existiendo y el número de secuestrados comenzaba a alarmar a las autoridades. Eran muchos los que, tras la Guerra de Independencia, se habían acostumbrado a vivir a lo fácil, de la violencia, tirando de navaja o de trabuco para aflojar el bolsillo de los ricos en caminos perdidos. En el norte, algunos de los antiguos guerrilleros habían encontrado acomodo luchando en las filas de don Carlos, pero en el sur el recurso de echarse el monte había resultado lo más fácil para muchos ex combatientes.
Pidió el periódico a los trajineros y le echó un vistazo. Un ladrón había sido detenido en la calle de la Greda número ocho robando ropa blanca. Al verse descubierto atacó con una navaja al portero del inmueble, quien lo redujo a golpes propinados con el palo de su escoba. Después de ser atendido de las contusiones, el detenido había ingresado en prisión. «Cuánto degenerado», pensó Víctor para sus adentros.
Desde luego, su asesino de prostitutas no era el único pervertido de Madrid.
Su mente volvió al caso de los Aranda. Una lucecita en el fondo de su cerebro se negaba a cerrarlo. Don Alfredo decía que, desgraciadamente, el caso de los Aranda estaba cerrado. De alguna manera, el padre, don Augusto, había creado tal estado de ánimo y pesar en su desgraciada hija que ésta había terminado por atentar contra la vida de su marido. Seguramente pensaba heredarla tras su ingreso en el manicomio o su ejecución a garrote vil. Al no conseguir su objetivo y comprobar que, además, había arrastrado a Aurora a la locura más absoluta y atroz, don Augusto se había quitado la vida, agobiado por sus múltiples deudas y atormentado por el más aterrador remordimiento. Así pensaban don Alfredo y don Horacio, y fuerza era reconocer que aquel planteamiento del caso no resultaba ni mucho menos descabellado. Era obvio que el patriarca de los Alvear conocía al dedillo la historia de aquella maldita casa y podía perfectamente haber sustraído el libro del cajón de Víctor a través de algún agente sobornado, para hacerlo llegar luego a la biblioteca de la casa de la calle San Nicolás y acrecentar así la leyenda y exonerar a su hija de culpa. Por eso, después de que Víctor quemara el libro, don Augusto volvió a colocar otra copia del ejemplar maldito en su sitio, para sembrar el pánico entre su familia y la servidumbre.
Víctor ya no sabía qué pensar; lo único cierto era que la pobre Aurora languidecía al cuidado de sus tías en Palencia y que su marido, don Donato, había salido a escape de Madrid con la idea de no volver nunca más a la ciudad en la que a punto había estado de perder la vida por dos veces. Todas estas explicaciones parecían la interpretación más racional de aquel extraño caso —y lo más probable era que así fuera—, pero Víctor no terminaba de creer del todo en aquella teoría. No sabía por qué.
Don Alfredo decía que lo hacía para poder estar cerca de Clara, y en parte no le faltaba razón, porque mientras el caso permaneciera abierto, el joven agente tendría la excusa perfecta para poder seguir frecuentando la casa de su amada. Aunque eso ya era cosa del pasado. A pesar de ello, una multitud de interrogantes bullía en la lúcida mente del detective.