Después de la entrevista con el adivino, Víctor se dirigió directamente a Sol para bucear en el archivo y buscar información referente a la primera prostituta muerta. La idea de Clara le parecía buena. Según sus notas, la víctima era Agapita Ridruejo Rullán, asesinada hacía dos años y medio. No tenía la certeza de que fuera la víctima inicial de aquel maníaco, pero al menos era la primera de la veintena de cadáveres que habían aparecido con una puñalada en el costado y treinta reales encima. Pensó entonces en Judas, ¿no había traicionado a Cristo por treinta monedas de plata? Tomó nota de la dirección de la finada: calle Humilladero veinticinco. Salió a comer algo primero. Se encaminó hacia la taberna del conocido Colita, en la calle de Mesonero Romanos. Estaba decorada en el exterior con paneles de color rojo vino y azulejos ilustrados con escenas varias, todas del mundillo del toro. Dentro, se sentó a una de las mesas de mármol con banco corrido y pidió bacalao con tomate. El mostrador era de madera, oscuro, con la parte superior de cinc. Había mucha bulla en el local, pues varios parroquianos estaban enzarzados en una polémica sobre si Lagartijo era o no mejor que Frascuelo. Víctor sonrió divertido ante aquellos grandes dilemas que eran lo que de verdad importaba en el país. Aquello no tenía arreglo.
Pidió la cuenta y reparó en un lema inscrito en azulejos tras la barra, que decía: «La política p'a los políticos, las mujeres a ratos y el vino a toas horas.» Sonrió.
Reconfortado por el intenso aroma del fuerte café salió hacia su destino: la casa de la primera prostituta asesinada. Volvió a pasar por la Cava Baja, algo más tranquila a aquellas horas de la tarde, y en unos minutos llegó a su destino. Se encontró con que los inquilinos del segundo derecha nada sabían de Agapita. Ellos habían ocupado el pequeño piso apenas hacía seis meses. Era el típico edificio de la zona de La Latina dividido en pisos más pequeños por sus ricos propietarios para sacar más beneficio alquilándolos a gente de pocos posibles. Las viviendas interiores como aquella daban al patio central, el lugar donde se juntaban las comadres y jugaban los chiquillos. Había un lavadero comunal para la ropa.
Por fortuna, una mujer que subía la escalera e iba al segundo izquierda, se detuvo antes de abrir la puerta de su casa y miró al policía.
—¿Pregunta usted por Agapita?
—Sí, soy policía —dijo Víctor mirando a la anciana, que llevaba dos barras de pan bajo el brazo.
—Pues pase por aquí, pase, que se me pega el arroz con judías.
Víctor siguió a la mujer hasta el pequeño salón del piso, que reclamaba a gritos una buena capa de pintura. Los muebles eran viejos y destartalados y unas cuantas fotografías de la familia, oscuras y borrosas, decoraban las paredes de aquella estancia inundada por el olor del guiso que preparaba la mujer.
—Mi marido no tardará en llegar, conduce un tranvía —explicó ella encaminándose a la minúscula cocina.
—He oído que pronto serán de vapor —comentó él intentando romper el hielo.
—Dios le oiga. Llega muerto de hambre, el pobre; ya sabe, todo el día luchando con las bestias…
—Tiene usted hijos por lo que veo, ¿no? —dijo el agente señalando una fotografía de la familia.
—Sí, dos varones. Uno es albañil y el otro pasante, ha estudiado leyes —contestó muy orgullosa—. ¿Qué busca de la Agapita?
—Investigo su vida.
La mujer, sin dejar de avivar el carbón de su minúscula cocina, añadió sin mirarle:
—La mataron.
—Lo sé. Hábleme de ella; ¿vivía sola?
—Sí, tenía un hijo pequeño, Javier, una criatura preciosa. Acabó en la inclusa, yo me lo hubiera quedado, pero…
—¿Y de qué vivía? —continuó Víctor adentrándose en terreno escabroso.
La mujer miró al suelo como eludiendo la pregunta.
—No está bien hablar mal de los muertos.
—Es para cazar al hombre que la mató.
La mujer quedó pensativa de nuevo.
—Era la mantenía de un pez gordo.
—¿Cómo?
—Sí, un hombre muy rico. Pagaba el alquiler y le pasaba una cantidad todos los meses; fíjese, si incluso le pagaba una criada para la casa y para cuidarle el chiquillo. Ella iba siempre como una reina, muy bien vestida.
—¿Y ese hombre era?
—No puedo decírselo. No quiero líos. Además, me consta que la trató muy bien, ella era una tirada, hacía la carrera en los bajos de Atocha, una pena; él la recogió, parece que le cayó en gracia y la retiró. Un señor.
—¿El hijo era suyo?
—No, no, el hijo era de un señorito que tuvo. Agapita siempre fue una buena zagala, vino de Castellón para trabajar como criada, aunque nunca quería hablar de eso. Ni siquiera sé en qué casa sirvió. Una vez me dijo que el señorito la preñó, ya sabe, lo típico, pero ésta era tonta y al parecer se enamoró, ya veusté, ¿en qué cabeza cabe pensar que un amo se case con la criada? Según me contó, al saber que estaba embarazada del hijo del amo la pusieron de patitas en la calle. Ella tenía diecisiete años. Imagínese, una cría, preñá, en la calle y en invierno en Madrid. Acabó de pajillera hasta que tuvo el crío claro, y luego se dedicó a lo que tantas.
—¿Y dice usted que no sabe en qué casa le ocurrió eso?
—No, pero seguro que era rica, eso sí.
—Y después de eso, un hombre poderoso se hizo cargo de ella.
—Sí, la tenía de querida, ya le digo, hecha una reina.
—Ya, ya. Pero, insisto: ¿quién era ese señor? Necesito saberlo. Es importante. Tengo que encontrar al canalla que la mató.
La mujer se lo pensó unos segundos y dijo al fin:
—Pero yo no se lo he dicho.
—Lo juro.
—Es un diputado por Alicante, sé que se llama don Arturo y que tenía casa en la calle de los Desamparados.
—No se preocupe, señora, nadie sabrá que usted me lo ha contado. Me ha sido usted de mucha ayuda, se lo aseguro.
—¿Quiere usted quedarse a comer, don…?
—¡Don Víctor, don Víctor Ros! —contestó el policía que ya corría por el pasillo—. ¡Y mil gracias, señora!
Tras hacer las averiguaciones pertinentes sobre el diputado por Alicante, Víctor se encaminó a casa de doña Patro con intención de dormir una siesta. Durante el camino, que hizo a pie, pensó que debía contar aquellos avances de la investigación a Lola «la Valenciana»; por cierto, ¿cuánto tiempo hacía que no la visitaba? Mucho, sin duda. Sintió deseos de ir al prostíbulo, pero la nueva situación y las expectativas surgidas con Clara lo mantenían como en una nube, ausente y feliz. Pensó en Lola y se sintió excitado; después de todo, ¿qué más daba? Todos los hombres lo hacían. Era lo más normal del mundo. No había un solo varón de posibles que no mantuviera querida oficial. Algunos tenían más de una, y hasta varios hijos con ellas. ¿Por qué iba él a ser diferente?
Pensó en Clara y en la idea de ir al burdel de doña Rosa. No debía. ¿Se estaba volviendo idiota? Se habría sentido culpable de hacerlo, así que de momento pensó en otra cosa. Pensó en el protector de la primera asesinada, el diputado, que resultó ser don Arturo Alcázar Rico, casado, hombre poderoso y acaudalado que vivía en Madrid desde hacía más de diez años. Tenía que hablar con él. ¿Sería su hombre? Al llegar a la pensión se encontró con que un lacayo muy aparatoso había dejado un sobre perfumado para él. Era de la condesa de Archiveles: lo invitaba a su palco del Teatro Real aquella misma noche para asistir a una representación de Rigoletto, de Verdi.
Se quedó sorprendido y, sobre todo, confuso. El antepalco de la condesa de Archiveles era algo así como una especie de reducto de Venus en el mismo centro de Madrid. Todo el mundo lo sabía. Tenía miedo de asistir, pues sus sentimientos hacia Clara eran profundos y no deseaba enredarse con la atractiva condesa, pero, por otra parte, él era un don nadie y no se atrevía siquiera a pensar en rechazar la invitación de una mujer tan influyente. Además, la condesa era una mujer apetecible y, al parecer, versada en el arte del amor. En el fondo se sentía halagado. Intentó conformarse pensando que comenzaban a abrírsele las puertas del Madrid aristocrático y eso era lo que él buscaba para poder hacerse un hueco en aquel mundo junto a Clara. Sí, eso era, una oportunidad para progresar en sociedad. ¿Qué podía hacer? Resolvió que nada perdía por asistir, sólo era cuestión de andarse con cuidado y no quedarse a solas con doña Helena. ¿O sí? Se le antojó un negocio sencillo. Iría a la ópera y decidiría sobre la marcha. Debía confiar en su instinto. Además, así podría conocer a don Arturo Alcázar y quizá pudiera vigilar de lejos al bastardo de don Gerardo. Por fortuna, aún tenía en el armario el frac que le había prestado don Alberto.
Tras la siesta aprovechó la tarde para realizar otra gestión que tenía pendiente. Pasó por la casa maldita, en la calle San Nicolás, y pidió a Nuria que le dejara llevarse prestado el ejemplar de La Divina Comedia que «había reaparecido tras arder en la chimenea». Todo el mundo creía que era un ejemplar demoníaco y dotado de misteriosos poderes, pero el joven policía sabía que no era así. Con el oscuro libro en su poder, se dirigió a una pequeña librería que le habían recomendado. Era un minúsculo establecimiento situado en la calle Mayor, regentado por un anciano de aspecto endeble y despistado que, pese a su apariencia de ratón de biblioteca, era capaz de localizar cualquier libro por insólito o antiguo que fuese. Cuando Víctor entró en la desordenada tienda, un tintineo hizo salir al dueño, que debía de encontrarse enfrascado en alguna compleja lectura en la trastienda.
—Usted dirá.
Víctor le tendió el ejemplar que llevaba en la diestra y dijo:
—Quiero conseguir uno exactamente como éste; ¿es posible?
El viejo sonrió mostrando unos dientes podridos y descuidados y tomó el libro, lo sopesó y luego procedió a abrirlo y estudiarlo con mucha atención.
—Sí, puede verse. Es algo antiguo pero creo que podrá hacerse; déjeme sus señas y en cuanto tenga noticias le mando aviso con mi aprendiz.
—¿Será caro?
—Depende de lo difícil que sea de encontrar, pero le diré que hace cosa de unos diez años le conseguí tres como éste a un tipo que vino muy interesado en ello. Por tanto, no es imposible.
—¿Cómo? ¿Recuerda cómo era ese hombre?
No podía creer lo que acababa de escuchar.
El viejo hizo memoria masajeándose las sienes.
—Era alto, delgado. Tenía un algo aristocrático.
—¿Era italiano?
—No, no, era de aquí. No recuerdo su cara. ¡Hace tanto tiempo! Pero no sé, creo recordar que por sus maneras me pareció persona de alta clase social.
—¿Era calvo?
—No, qué va, tenía pelo; moreno, creo.
—¿Guarda usted algún tipo de albarán o factura?
El viejo negó con la cabeza.
—No, éste es un negocio familiar y vendo pocos volúmenes, lo siento.
—Gracias de todos modos. Déjelo, no es menester que me busque el ejemplar. Con éste me basta.
El policía salió del comercio algo aturdido. Hacía diez años que alguien había buscado ejemplares del libro maldito. Hacía diez años. Justo cuando Milagros intentó matar a su marido. Aquélla era la prueba de que se hallaba frente a una trama planeada con paciencia y a muy largo plazo. Se las veía con uno o varios individuos de mente privilegiada. Debía andar con cuidado.
Víctor cenó temprano en casa de doña Patro y, tras engalanarse con el frac que le prestara don Alberto, tomó un coche de alquiler y partió hacia el Teatro Real. Una vez más se maravilló ante el incesante trasiego de los carruajes dela nobleza, que acudía siempre presta a este tipo de acontecimiento social. ¡Qué pena, qué derroche! El Teatro Real siempre le había fascinado, estratégicamente situado entre la plaza de Isabel II y la majestuosa plaza de Oriente, aquella clásica aunque moderna construcción ofrecía siempre los más selectos eventos de la vida social madrileña. Y él estaba allí, como uno más.
Tras bajar del coche de caballos, Víctor se cruzó a la entrada con don Gerardo. Este le provocó esbozando una sonrisa irónica que ignoró mirando hacia otro lado con desdén. Decididamente, aquel individuo escondía algo y lo iba a averiguar.
Precedido por un acomodador al que dio una generosa propina, el policía llegó en un momento al palco de la condesa de Archiveles, donde comprobó con un suspiro de alivio que allí ya esperaban don Alberto Aldanza, dos señoras de edad y un espigado individuo que debía rondar los setenta y a quien todos llamaban «coronel». Al menos, aquello no era una emboscada amorosa.
La condesa insistió en que el joven se sentara junto a ella, justo delante de don Alberto. Era aquel un palco estratégicamente situado, desde el cual los invitados de doña Helena podían observar con detalle al todo Madrid que ya tomaba asiento en las butacas del patio o iba y venía a los palcos mientras cumplimentaba a las amistades y chismorreaba acerca de unos y de otros. El espectáculo parecía hasta cosa secundaria.
Don Alberto dio un golpecito en el hombro del detective, le tendió sus binoculares y señaló hacia don Gerardo, que ocupaba su palco junto a dos jovencitas casaderas acompañadas por sus madres.
—Ese hombre no descansa —susurró el conde del Rázes.
Doña Helena, que había observado que De La Calle era objeto de interés de sus invitados, dijo con desdén:
—Ese don Gerardo es un impresentable. Menudo sarpullido le ha salido al padre con un hijo de tamaña catadura. Sé de buena tinta que no gana para pagar los desmanes de ese cerdo barrigudo.
Doña Helena y don Alberto ayudaron al detective a identificar a don Arturo, el amante de la fallecida Agapita, que parecía feliz sentado en la platea junto a su esposa. Era un hombre de estatura mediana, de porte altivo y gallardo, barba, bigote y pelo negro. Parecía desenvolverse con soltura en aquel sofisticado ambiente.
Los últimos acordes y escalas de afinación de la orquesta indicaron al público que el comienzo de la obra era inminente. Se apagaron las luces y todo el mundo ocupó su localidad ante el soniquete de la campana indicadora de que los presentes debían tomar asiento cuanto antes. Víctor quedó impresionado por el espectáculo, pese a que la fama del barítono Graziani le precedía. El público se mostró algo reservado al principio, quizá expectante ante lo que el artista podía dar de sí, aunque al final del segundo acto hubo de volver a salir a escena entre una nutrida salva de aplausos. La señora Armendi, en el papel de Gilda, y el señor Gayarre, el tenor, también fueron objeto del reconocimiento de los asistentes. Las luces, el lujo, el cotilleo y la sensación de agradable displicencia con que aquellos aristócratas contemplaban la vida, comenzaban a tentar al joven liberal, quien, aunque en el fondo deseaba terminar con todo aquello, debía reconocer para sus adentros que anhelaba poder vivir como sus nuevos amigos, a lo grande.