Por otra parte, la única víctima decente del asesino de prostitutas había resultado ser alguien que pertenecía al círculo de amistades del engreído don Gerardo. Y no sólo eso. María de los Angeles de Pelayo —al igual que Agapita— había sido enamoriscada, preñada, utilizada y abandonada por aquel malcriado y licencioso individuo. Al igual que Agapita, la pobre María de los Angeles vio su vida arruinada por don Gerardo. Y las dos habían sido víctimas del cruel asesino.
Don Gerardo era zurdo, como el autor de los crímenes. Todo el mundo decía que era un joven aburrido de los placeres de la vida, un señorito malcriado, sádico y cruel, que vivía a expensas del dinero de su padre. Aquel era su hombre, sin duda. Tenía que hablar con Lola «la Valenciana».
Aquella misma tarde, a última hora, Víctor se pasó por casa de las Alvear. Después de charlar un rato con madre e hija, pudo gozar a solas de la compañía de su amada, pues doña Ana Escurza se ausentó para atender unos asuntos domésticos. Habló con ella de sus últimos avances en el caso de las prostitutas muertas. Se sintió aliviado al contarle las últimas informaciones obtenidas sobre don Gerardo de La Calle y respiró tranquilo al comprobar que su amada quedaba avisada sobre el carácter y modo de actuar de aquel canallesco aristócrata. Clara no podía creer que un joven de tan buena familia y que mostraba tan buenos modales fuera capaz de comportarse de aquella manera con dos mujeres indefensas e ingenuas a las que había arruinado la vida.
—Clara, tu consejo ha resultado acertadísimo. Creo que la clave era estudiar con más detalle lo sucedido con la primera víctima.
—La suerte del principiante —comentó la joven riendo—. ¿Y qué vas a hacer ahora?
—Tampoco tengo la certeza de que sea él. Creo que primero voy a provocarlo un poco, ya sabes, para ver cómo reacciona. Luego, quizá intente tenderle una trampa. No me parece un tipo demasiado avispado.
—¿Y cómo le tenderás esa trampa?
—Creo tener a la persona adecuada.
—¿Quién?
—Una joven prostituta.
Ella, con un atisbo de celos asomando a sus ojos, preguntó:
—¿Y de qué la conoces, si puede saberse?
—Es mi profesión, tengo que relacionarme con ese tipo de gente —mintió sintiéndose culpable.
—¿Y qué has averiguado sobre el libro? —preguntó de nuevo la joven, cambiando de tema y de caso.
—Estuve en una librería especializada en localizar los ejemplares más extraños y difíciles de encontrar. Y adivina.
—¿Qué?.
—Hace diez años alguien encargó tres ejemplares exactamente iguales al de la biblioteca de la casa maldita.
—¿Y quién fue?
—El dueño no lo recuerda, un tipo alto, no sabe más; pero eso demuestra a las claras que este caso viene de lejos. Recuerda que hace ahora diez años que Milagros, la anterior propietaria de la casa, intentó matar a su marido.
—¿Casualidad? —dijo Clara sonriendo.
—Demasiada casualidad me parece.
—¿Qué piensas?
—Creo que alguien, por algún motivo y conociendo lo acontecido hace cincuenta años con la filipina, decidió preparar un golpe maestro: la continuación de la leyenda que había surgido tras la muerte de don Diego Vicente Reinosa. No sé muy bien cómo, ese alguien es capaz de sustituir el libro a su antojo de la biblioteca.
—¿Algún pasadizo?
—No, me consta que no —aseguró él sonriendo como quien oculta algo—. Pero considero que se encargó muy mucho de que el libro pareciera el culpable del extraño comportamiento de Milagros y de Aurora.
—¿Y no fue así?
—Hombre, no me atrevo a descartarlo de buenas a primeras, pero me inclino más por algún tipo de droga que altere la conciencia de la víctima. Es evidente que Milagros ha sufrido el mismo proceso que tu hermana, de eso no hay duda.
—¿Y cómo iban a drogarlas a las dos?
—No sé, no tengo ni idea. Por otra parte, te diré que llegué a pensar que ese fragmento del libro fuera algún tipo de conjuro. No me malinterpretes, no me refiero a un conjuro en el sentido mágico, sino una serie de palabras, un sortilegio capaz de hacer entrar en trance a alguien y dominar su voluntad.
—Pero mi madre lo leyó en su dormitorio y no intentó matar a mi padre.
—Eso es.
—Quizá sólo haga efecto en la habitación en que murió el Indiano. No perdemos nada por probar —reflexionó ella.
—¿Por probar qué? Me parece una tontería; además, necesitaríamos a alguna chica que se prestara a ello y tuviera un marido o un novio a quien situar en la misma habitación.
—¡Nuria!
—¿La criada de casa de tu hermana? ¡Estás loca, Clara! Me niego.
—¿Y si ella estuviera de acuerdo? No perdemos nada con intentarlo; además, tú y tus hombres estaríais allí, no correría peligro.
—No sé, supongo que tienes razón, no perdemos nada, pero no me parece buena idea.
Los ojos de la chica brillaban por primera vez en muchos días. Parecía ilusionada con la posibilidad de ayudar a su hermana.
—Por favor… —rogó ella.
—En fin, que sea lo que Dios quiera —aceptó Víctor dándose por vencido—. Habla con ella, a ver qué se puede hacer.
El subinspector salió de casa de las Alvear a eso de las ocho, dió un paseo para hacer tiempo y cuando oyó dar las nueve se dirigió a casa de don Bernabé de La Calle, el padre de don Gerardo. Sabía que aquella era una hora intempestiva, por lo que la eligió a propósito, para causar la máxima molestia posible. Un simple vistazo al exterior de la morada de la familia era suficiente para deducir que allí vivía gente adinerada. La inmensa casona estaba situada en la calle de Villanueva, cerca de Recoletos, era de estilo neoclásico con una imponente fachada jalonada por columnas de estilo dórico y adornada con unas inmensas vidrieras que dotaban al inmueble de una excelente iluminación. El jardín, aunque exiguo, estaba bien cuidado, con un magnífico seto de cipreses que el jardinero había mimado con esmero salpicándolo con figuras vegetales aquí y allá que recordaban al mismísimo Versarles.
Tras tirar del llamador, Víctor fue recibido por una criada de aspecto simplón que se sobresaltó un tanto al ver la placa del agente. De inmediato hizo llegar la tarjeta del subinspector a su señor. Don Bernabé, interrumpiendo la cena íntima con su esposa, apareció sin tardanza en el vestíbulo. Parecía alarmado.
—Perdone si interrumpo su cena, pero me temo que el asunto es urgente —dijo el policía, y mostró su placa con aire intimidatorio.
Don Bernabé era un hombre de mediana estatura, pelo cano, incipiente calvicie y enormes bigotes blancos que se había enriquecido con el negocio del azúcar de Cuba.
—Se trata de mi hijo, ¿verdad?
—En efecto. Necesito hablar con usted.
—No hay problema. ¿Qué ha hecho?; ¿alguna bronca?; ¿está bien?
—Me temo que es algo más grave —dijo muy circunspecto el subinspector.
—Está bien, pase, pase a mi despacho.
—Creo que sería necesaria la presencia de su esposa.
—¿Cómo?
—Sí, tengo que hablar con ustedes de asuntos domésticos.
Don Bernabé mostró sorpresa. Víctor leyó en su rostro que no sabía cómo reaccionar.
—Engracia —requirió el señor a la criada—, acompañe al señor a mi despacho; la señora y yo iremos en un momento. Y sírvale lo que quiera.
La doméstica condujo al detective al amplio despacho de la casa. Víctor se quedó de pie, paseando nerviosamente sobre la mullida alfombra.
Poco después entró el anfitrión acompañado de una dama canosa y entrada en carnes, como su hijo.
—Aquí mi señora, Irene. Tome asiento, don…
—Don Víctor.
—Sabrá que ésta no es una hora muy adecuada… —comenzó diciendo don Bernabé.
—Lo sé y les pido disculpas, pero hoy mismo he realizado unas averiguaciones que me han hecho imprescindible venir —mintió.
—Diga, diga.
—Se trata de una serie de asesinatos que estamos investigando.
—Sí, lo sé —dijo el aristócrata con entonación de fastidio—, el asunto de María de los Angeles. Me enteré. Era como una hija para nosotros.
—Sí, pero hay algo más.
—¿Y bien? —intervino la señora de la casa.
—Miren, es verdad que María de los Angeles de Pelayo murió asesinada por el hombre al que buscamos que, por cierto, es zurdo —añadió, y la frase hizo aparecer un extraño rictus en el rostro de doña Irene—. Y lo cierto es que don Gerardo no se portó demasiado bien con la hija de su amigo, don Cosme de Pelayo.
—Nunca aprobé la conducta de mi hijo en aquel asunto, pero eso no le hace culpable de asesinato —bufó don Bernabé.
—Ya, ya, claro, pero el caso es que hay más.
—¿Sí?
— Tenemos informaciones que apuntan a que su hijo dejó embarazada a una criada suya, Agapita. Esa chica fue expulsada de esta casa y terminó prostituyéndose. Pero eso no es todo; fue asesinada también. Por el mismo hombre.
Doña Irene se persignó. Se quedó blanca. Don Bernabé, lejos de estallar de ira como esperaba Víctor, tomó aire, con calma, y empezó a hablar pausadamente a la vez que miraba al policía con ojos inteligentes y penetrantes.
—Mire, joven, reconozco que no sabía que Agapita había sido asesinada por el mismo hombre que nuestra querida María de los Angeles y es un dato que tendré que valorar con más calma, pero ¿qué quiere que haga yo ahora? ¿Qué tenemos que ver con ello aquí, mi santa esposa, y un servidor? Investigue usted, hombre de Dios, que para eso le pagan, y venga luego con sus conclusiones. ¿Qué pretendía molestándonos así, que montáramos un numerito? No le ocultaré que mi hijo no ha resultado ser precisamente un miembro honorable de nuestra sociedad, pero no le creo capaz de algo así, de manera que si insinúa que ha tenido algo que ver con esas muertes, tiene dos posibilidades ante usted. Le diré la primera: lo demuestra y todo el peso de la ley cae sobre Gerardo. Y también le avanzo la segunda: no lo demuestra. Tendría usted problemas por haber sembrado la duda sobre familia tan influyente. Y no me malinterprete, no le estoy amenazando, al contrario, le muestro en panorámica las posibilidades que se abren ante usted, y es usted, y solamente usted, quien debe resolver cómo actuar. De cualquier manera, ninguna de esas dos posibilidades pasa por venir a interrumpir la cena de dos ancianos decentes e importunarles acerca del comportamiento de su único hijo que, dicho sea de paso, les está costando la salud. Así que ahora le ruego que abandone esta mi casa, y que en lo sucesivo haga lo que ha de hacer: su trabajo. Vamos, querida. Engracia le acompañará a la salida.
Dicho esto, don Bernabé y su esposa salieron del despacho dejando a Víctor boquiabierto, perplejo y con la sensación de haber hecho el más espantoso de los ridículos. Acudió a aquella casa con el propósito de presionar a su máximo sospechoso y sólo había conseguido quedar como un imbécil. A veces pensaba que aún tenía mucho que aprender. Decidió tomar un coche de alquiler para darse prisa, pues tenía localidad para el Teatro de la Zarzuela. Esta noche daban Tocar el violón, La voz pública y Para una modista, un sastre. Necesitaba relajarse.
Víctor miraba embelesado por la ventana de su despacho. El ir y venir de carruajes y transeúntes por la calle Carretas lo mantenía sumido en una especie de relajante sopor, al menos de cara a don Alfredo, pues la inquieta mente del joven y ambicioso subinspector no dejaba de cavilar e iba una y otra vez de un caso a otro.
¿Qué tenía que ver lo ocurrido con el Indiano con los sucesos acaecidos con Aurora y don Donato? ¿Qué era aquello de El Rincón del Diablo? Allí había una historia de piratas, al menos de contrabandistas, y eso le hacía intuir que existía dinero detrás, o un tesoro, tal vez. Parecía haber una conspiración en torno a los recién casados, aunque todo el mundo prefirió creer que aquel asunto había sido obra de don Augusto Alvear. ¿Quién o quiénes estaban detrás de aquel turbio asunto? ¿Quién había ido a comprar, hacía diez años, tres ejemplares de La Divina Comedia idénticos al maldito de la casa de la calle San Nicolás? Parecía como si alguien hubiera decidido proveerse de una buena reserva de volúmenes exactamente iguales al maldito libro. ¿Para qué? Para nada bueno, eso seguro.
El otro caso parecía asunto resuelto. Todo apuntaba a aquel imbécil de don Gerardo, un inútil que se había dedicado a cometer tropelías durante toda su vida, sin que éstas le reportaran el merecido castigo. Lógicamente, el nivel de sus fechorías había ido en aumento hasta llegar a donde ni siquiera su padre podría salvarle: el asesinato múltiple. Sintió lástima por los padres de Gerardo de La Calle; aunque don Bernabé le había hecho sentirse como un auténtico y rematado imbécil la noche anterior.
Aquel hombre rezumaba clase, buenas maneras y, sobre todo, inteligencia, mucha inteligencia. Era un caballero. Captó el propósito del policía, leyó sus intenciones y, por último, lo había colocado en su sitio sin una sola voz, sin una mala palabra. Lo amenazó veladamente, cierto, pero sólo le dijo algo que el subinspector ya sabía: es peligroso molestar a las familias influyentes.
Y quizás él estaba molestando a demasiadas.
Eran las doce de la mañana cuando el mozo de los recados sacó de sus ensoñaciones a Víctor. Una nota de Clara le informaba de que aquella misma noche realizarían una prueba con el libro maldito gracias a la colaboración de la criada de su hermana, Nuria, y su novio, un carbonero de Lugo. A Víctor no le gustaba la idea, pues pensaba que no iban a sacar nada en claro de aquel experimento, pero, a pesar de ello, no ignoraba que debía aprovechar cualquier oportunidad de ver a su amada. No tenía la certeza de que la joven lo amara, pues, aunque parecía mirarlo con buenos ojos, tampoco él se había atrevido a declararse oficialmente.
¿No correría la misma suerte que don Fernando Hernández, el músico? Desechó el pensamiento al instante; él no era un artista apocado y pusilánime, iba a conseguir lo que quería. Estaba seguro.
O al menos no iba a rendirse a las primeras de cambio.
Envió a su vez otra nota a la joven contestándole que asistiría a la prueba y, tras terminar con unos papeleos que tenía pendientes, volvió a casa de doña Patro a paso vivo. Comió y durmió luego una larga y reparadora siesta. Despertó más tarde de las seis y se dedicó a leer un poco para distraer la mente de los dos casos que estaba intentando resolver. La prensa venía densa. Los periódicos liberales y los conservadores polemizaban por el hecho de que el ministro de Hacienda, señor Orovio, hubiera abandonado el último Consejo de Ministros antes de que éste concluyera. Según unos, era un indicio de que había disensiones en el ejecutivo y se anunciaba una crisis de Gobierno. Según los otros, los miembros del ejecutivo habían mostrado su apoyo unánime a las inminentes reformas del señor ministro de Hacienda. Así era el país. Hasta el más mínimo detalle se interpretaba en clave política. Al menos en aquellos momentos. Por su parte, El Parlamento denunciaba la injusta detención de uno de sus redactores, quien, tras presenciar una riña en plena calle San Agustín, había acudido a la inspección de orden público más cercana a reclamar a los agentes de la autoridad su intervención para evitar una desgracia. Ante la negativa del agente a personarse en el lugar de los hechos, el periodista lo amenazó con denunciar públicamente en su periódico aquel comportamiento, por lo que el plumilla fue detenido al instante. El pobre periodista había pasado toda la noche en el calabozo entre maleantes. Víctor se indignó. Le molestaba que el poder establecido atacara a la prensa libre, quizá la única institución de aquel atrasado país que se hallaba en condiciones de denunciar el sistema caciquil que todo lo dominaba. Por supuesto, había unos cuantos periódicos que molestaban a los poderosos y por eso intentaban silenciarlos. España no cambiaba.