El misterio de la Casa Aranda (32 page)

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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policíaco

—No se puede actuar así, es una persona importante. Necesito pruebas, y he pensado que podrías ayudarme a echarle el guante.

—¡No puedo creerlo! No apareces por aquí en semanas Y ahora te presentas como si nada hubiera pasado para que haga de cebo —se quejó la chica propinando un severo bofetón al policía. Estaba indignada. Víctor se sintió violento. Muy serio, se tocó la zona dolorida. Era evidente que la joven se sentía dolida por su ausencia.

—Creía que nuestra relación era sólo algo estrictamente comercial —contestó.

Lola le dio otra bofetada y se lanzó sobre él con intención de arañarle la cara. El policía reaccionó ágilmente y sujetó a la chica por las muñecas a la vez que sus rostros quedaban muy cerca el uno del otro. Víctor aspiró su perfume y rememoró momentos inolvidables vividos con ella en aquel mismo cuarto.

—Lola, lo siento. No quería haber dicho eso. Sabes que no lo pienso. En absoluto.

Se sintió como un idiota. ¿Por qué había dicho una tontería semejante? Nunca había juzgado a Lola y nunca había pensado siquiera en hacerlo.

Ella se deshizo del abrazo del policía y alisándose el vestido contestó:

—Mejor así.

—Sí.

Entonces, con un tono exageradamente irónico, Lola añadió:

—Hace mucho que no vienes; ¿es que ahora te alivias sólito?

—Supongo que me lo merezco. Soy un idiota absoluto —dijo él sentándose con los antebrazos apoyados en las rodillas y la cabeza gacha—. Sí, Lola, hace tiempo que no vengo.

—¿Has encontrado a otra fulana, vas a otro burdel?

—No, no voy a ninguno. Es sólo que…, que no me apetece. Bueno, sí; me apetece, pero hay alguien especial.

La joven lanzó una escrutadora mirada al policía con sus hermosos y almendrados ojos negros. Quedó pensativa por un instante y de repente lanzó una carcajada.

—¡Acabáramos! Es por la panfila ésa que ibas a rondar al prado…, ja, ja, ja… ¡Ay Víctor, Víctor…! Pero ¿es que te has vuelto loco?

—Clara no es ninguna panfila —rebatió muy serio.

—Ah, Clara. ¡Qué confianzas! ¿De verdad crees que vas a llegar a algún sitio con una chica de su clase? ¡Abre los ojos! Ahora lo entiendo, claro. ¡Una puta es poco para ti! Y pensar que… No seas ingenuo, sólo vas a conseguir hacerte daño; ¿acaso crees que eres el primero en enamorarse de alguien fuera de su alcance? Vas de cabeza al desastre, Víctor, piénsalo. Sé de lo que hablo. Es mi especialidad, enamorarme siempre de la persona equivocada.

—Te agradezco el consejo —dijo él muy serio—. Nunca he pretendido hacerte daño.

—No te preocupes, hijo mío. Así es este oficio —razonó Lola fingiendo indiferencia—. A ver, cuéntame lo de la trampa. A fin de cuentas, fui yo quien te obligó a meterte en este lío. Al menos vengaré a mi amiga Chelito.

Víctor la miró durante unos segundos que a ella le parecieron eternos. Sintió pena por la joven. La vio como la cría que tuvo que salir huyendo de una vida sórdida en Valencia. Por fin habló:

—La cosa es sencilla. Tengo un par de hombres que siguen sus pasos, y sé que cada tarde va a un club de caballeros de la calle Mayor, el Club Lepanto. Allí lee el periódico y fuma un cigarro con algunos contertulios, luego sale y cena en algún restaurante caro; rara es la noche en que no frecuenta algún prostíbulo o se lleva a alguna mujer a unas habitaciones que tiene alquiladas, precisamente, en la Puerta del Sol. Mañana lo esperaremos a la salida de su club, no temas, estaremos vigilando. Tienes que echarle el lazo, ya sabes, intentar llamar su atención, gustarle. Intenta concertar una cita o algo así, lo demás será asunto hecho. Cuando quiera ponerse en contacto contigo para…

—Para matarme.

—Eso no ocurrirá, descuida. Te enviará a una mujer con una capa amplia y gris, es una dama de porte aristocrático que tiene una enorme verruga en la cara. No vayas con ella a menos que tengas la certeza de que te seguimos, ¿de acuerdo? —La chica asintió, pero Víctor insistió—: ¿Has entendido esto último? Es muy, muy importante.

—Descuida, sólo me iré con esa mujer cuando tú estés sobre aviso.

—Bien. Mañana entonces pasaré a recogerte a eso de las siete y media. No tengas miedo. Habrá agentes de paisano en toda la zona y, recuerda, si te propone irte con él, en ese mismo momento abre la sombrilla.

—No tengo sombrilla, Víctor. Apenas salgo de día.

—Yo te traeré una. Hasta mañana y gracias por tu ayuda.

—Gracias a ti, Víctor; a pesar de todo, eres el único que se ha tomado interés en este caso.

Lola comprobó que el policía había salido sin oír su último comentario. Se acercó al armario en busca de su botella de coñac. Aquella noche se le iba a hacer muy larga.

Víctor acudió a recoger a Lola a la hora convenida en un coche de alquiler acompañado por don Alfredo. Corrían los primeros días de octubre y el aire fresco era ya bienvenido. No hablaron mucho en el trayecto al Club Lepanto. Apenas unas advertencias de Víctor para que la joven, que parecía nerviosa, tuviese mucho cuidado. Apostados a unos cincuenta metros de la barroca fachada del edificio del prestigioso club, Víctor y don Alfredo observaban desde el interior del coche a Lola. El joven detective se sintió culpable por utilizar a la chica, quien una y otra vez pasó por la puerta del inmueble haciendo como que paseaba. Al fin, Ramírez, un agente de paisano, salió del edificio, se detuvo en las escaleras que daban acceso al mismo, sacó el pañuelo y fingió secarse el sudor de la calva. Era la señal convenida. Un discreto mendigo que pedía limosna junto al club hizo una señal a Lola y ésta se encaminó hacia el lugar acordado. De inmediato, el mofletudo don Gerardo apareció en las escaleras. Miró a uno y otro lado como buscando un coche de alquiler y continuó su camino con prisa. No vio a la joven, que muy hábilmente se interpuso en su recorrido.

—¡Qué bien lo ha hecho! —comentó Víctor a su compañero.

Los dos policías vieron como el supuesto asesino se agachaba para recoger una preciosa sombrilla rosa que Víctor había regalado a Lola para la ocasión. Intercambiaron unas frases y ella continuó su camino. De La Calle subió a un coche de alquiler y Víctor bajó del suyo para que don Alfredo continuara la persecución del sospechoso.

Una vez se cercioró de que los dos coches habían doblado la esquina, el joven subinspector se situó a la altura de Lola y tomándola del brazo caminó a su par:

—¿Qué tal ha ido?

—Ha mordido el anzuelo. ¡Todos los hombres sois iguales!

—Cuéntame.

—¿Lo has visto?

—Sí, de lejos.

—Pues ha sido cosa sencilla. He hecho como que se me caía la sombrilla y él se ha agachado a cogerla. Entonces me he inclinado, asegurándome de que se me veía bien el escote. ¡Tenías que haber visto qué ojos! «Usted es don Gerardo», he dicho yo. «¿Nos conocemos?», ha contestado él. «Sí, de casa de doña Rosa, en Embajadores», le he respondido.

—¿Y qué ha dicho?

—«No te recuerdo.» Y yo he dicho: «Pues no sé por qué no viene a conocerme. No va usted mucho por allí.» «No me llevo bien con la arpía de tu jefa», me ha explicado. «Puede arreglarse en otro sitio; mándeme aviso cuando quiera estar con una mujer de verdad», le he soltado. ¡Se le caía la baba! «Lo haré, doña…» «Lola, llámeme Lola», he dicho, alejándome con coquetería.

—¡Bien, Lola, bien! ¡Bravo! ¿Hacia dónde vas ahora?

—¿Por qué? ¿Vas a llevarme a la ópera con tus nuevos amigos?

Se sintió dolido, pero no por sí mismo, sino por ella. Era evidente que Lola estaba herida. Le disgustaba sentir el desprecio en la mirada de la chica.

—Sólo lo decía para acompañarte. En estos días no debes andar por ahí sola.

—Vaya, ¡qué considerado te has vuelto!

—No hagas bromas con eso. Gerardo de La Calle es un loco peligroso. ¿A dónde vas?

—Al burdel. Trabajo allí. ¿Acaso lo has olvidado?

Capítulo 22

Víctor y don Alfredo se sorprendieron un tanto cuando, a la mañana siguiente, fueron convocados al despacho de don Horacio. Subieron a ver al comisario un tanto intrigados y con la sospecha de que aquella entrevista no les iba a deparar nada bueno. Don Horacio Buendía parecía de un humor de perros, a pesar de lo cual no perdonaba el jerez con bizcochos de media mañana. Una costumbre muy extendida entre la gente de posibles.

—Pasen, pasen, siéntense —dijo sin dejar de leer un memorando que sostenía en la mano mientras devoraba un bizcocho borracho—. Bueno, me parece que esta vez la ha hecho usted buena, don Víctor.

—¿Cómo?

—Sí, perdone, quizá lo mejor será empezar por el principio. Veamos. Acaban de comunicarme una noticia bomba desde Alcalá de Henares. Anoche anduvieron ustedes tras don Gerardo de La Calle, ¿no es así?

—Sí, claro —asintió don Alfredo—. Yo mismo le pedí a usted permiso para montar un discreto operativo.

—Sí, sí. ¿Y estuvieron siguiendo al sospechoso toda la noche?

Don Alfredo volvió a hablar por los dos:

—Lo identificamos a la salida de su club, la chica que usamos como cebo contactó con él con éxito y, luego, mientras don Víctor la acompañaba a su…, su lugar de trabajo, yo seguí al sospechoso en un coche de alquiler. Los otros agentes se fueron a casa. Sabemos que De La Calle tiene alquiladas unas habitaciones aquí enfrente, en la misma Puerta del Sol, así que quedé con don Víctor en vernos en dicho lugar.

—¿Y qué hizo el sospechoso? —preguntó suspicaz el comisario.

—Recogió a una joven que al parecer lo esperaba en una esquina. Subió a su carruaje y vinieron a las habitaciones de don Gerardo. Yo me mantuve a la espera en el coche. Había luz en la casa. A eso de las nueve llegó don Víctor. Esperamos hasta la una, hora en que la joven salió del inmueble y se subió a un coche que la esperaba. Don Gerardo apagó las luces y como pasó más de una hora y no salía, supusimos que se quedaba a dormir en sus habitaciones, muchas veces no pernocta en el palacete de sus padres, así que nos fuimos a descansar pensando que sus correrías habían terminado por aquella noche.

—¿Y qué hicieron entonces?

—Don Víctor me acompañó en el coche a casa y luego se fue a su pensión.

—¿Es eso cierto?

Víctor, que parecía molesto, contestó:

—Claro, puede consultar con el cochero, Adolfo, es amigo mío. Pregúntele y verá que me dejó en casa de doña Patro a eso de las dos y media.

—Ya, ya —aceptó el comisario—. Bueno, alguien en la casa le vería acostarse, ¿no es así?

—No, era tarde, todo el mundo dormía. Comisario, ¿a dónde quiere ir a parar?

—Pues quiero ir a parar a que después de irse ustedes, De La Calle debió de salir de la casa, porque acabó de madrugada en Alcalá de Henares.

—¿Y ha cometido alguna tropelía? No me lo perdonaría —dijo Víctor con la alarma reflejada en el rostro.

—Peor —contestó Buendía—. Lo encontraron muerto en un callejón a eso de las seis y media de la madrugada.

—¡Dios mío! —exclamó don Alfredo pasándose la mano por la frente con gesto apesadumbrado.

—Lamento no haberlo podido detener. Habría disfrutado viéndolo en el garrote vil.

Víctor lo había dicho muy serio. No se reflejaba expresión alguna en su rostro. Su mirada era fría e inmisericorde. Don Alfredo reparó en ello.

—Quizá esas ansias suyas le hicieron adelantarse. De hecho, no le veo muy afectado —insinuó el comisario.

—¿Qué pretende decir con eso? —exclamó Víctor.

—¡Don Horacio! —terció don Alfredo.

—Tranquilos, tranquilos. Sólo hacía de abogado del diablo. A don Gerardo le descerrajaron un tiro en pleno rostro. Lo identificaron por la ropa y unos papeles de una finca que acababa de comprar a su nombre. Y, ¿saben?, el casquillo que había junto al cadáver nos pone en una situación difícil.

—¿Sí? —preguntaron los dos compañeros al unísono.

—Era del calibre treinta y ocho, como el revólver de don Víctor.

—Pero ¡don Horacio! —casi gritó Víctor indignado. Su rostro se estaba poniendo de color púrpura.

—Tranquilo, joven. No digo que lo hiciera, pero piense, piense usted. ¿No se da cuenta de la delicada situación en que se encuentra y en la que, de paso, me ha dejado a mí y al cuerpo de policía? Hágase cargo, ¡válgame Dios! Encuentra usted a un sospechoso sobre el cual se supone tiene usted ciertos prejuicios.

—¿Cómo?

—Sí, sé que cortejaba a una joven que es de su agrado. La del otro caso que les encargué a ustedes. La pequeña de los Alvear.

—Pero ¿cómo…?; ¿de dónde…?

—No se esfuerce, joven —le interrumpió don Horacio alzando la mano—. Yo también sé hacer mi trabajo y es mi deber enterarme de todo lo que se cuece en mi departamento. Imaginen que soy un abogado a sueldo de la familia De La Calle. Ya me imagino lo que dirán: «Usted sentía una manifiesta animadversión hacia el sospechoso;usted lo consideraba culpable de una serie de truculentos asesinatos; usted importunó a sus padres acudiendo a su casa a acusar a su propio hijo; usted llegó a golpearle en este mismo edificio; usted intentó tenderle una trampa con una prostituta amiga suya, y usted lo siguió hasta sus habitaciones de Sol. No tiene usted coartada para después de que abandonaran la vigilancia y, para más inri, lo asesinaron con un arma de idéntico calibre al de la suya.» —Víctor y don Alfredo miraban a su superior boquiabiertos, así que éste continuó hablando—: Sí, don Víctor, sí. Hace una semana recibí una queja que provenía de muy altas instancias. Al parecer, don Bernabé de La Calle se había mostrado muy molesto con su comportamiento y, ahora, ¡mire en qué berenjenal nos ha metido! No quiero que siga usted en este caso o, mejor dicho, en lo poco que queda de él. Usted decía que De La Calle era el hombre, ¿no?; pues listo, muerto el perro se acabó la rabia. ¡No quiero volver a oír hablar del tema! Don Alfredo se encargará de los últimos flecos y, ¡por Dios, don Víctor!, no se acerque a nada ni a nadie que tenga relación con este caso, se lo ordeno. Don Bernabé es hombre poderoso y tiene buenos abogados, es capaz de intentar cargarle a usted la muerte de su hijo.

—Pero ¿se sospecha de alguien? —preguntó don Alfredo.

—¡Qué se yo! —repuso el otro—. Era un mal bicho. Pudo ser cualquiera: un chulo a cuya puta estafara, un marido cornudo e incluso alguna joven a la que hubiera engatusado. Ese es otro asunto y ya lo llevan en Alcalá, así que, expediente resuelto, ¿de acuerdo?

Don Alfredo asintió, pero Víctor quedó pensativo. El joven subinspector parecía no estar del todo satisfecho.

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