—Don Arturo.
—Ése. La recogió y le puso casa. Sentí que ardía de celos y rabia. No podía soportarlo. Fui a verla y me humillé. Le pedí de rodillas que volviera conmigo, que me hiciese el amor, que me permitiera ver a mi hijo. Le prometí mi fortuna, dispuesto a sacrificar incluso mi buen nombre. No me importaba ser el hazmerreír de todo Madrid. ¡Y se rió de mí! Me dijo que el crio era de mi hijo y me echó de su casa. Yo no cejé en mi empeño y le pedí una cita una y otra vez, pero ella se negaba. Dejó de contestar a mis notas y amenazó incluso con acudir a la policía. Don Alberto me solucionó el problema, y a través de Helena, caracterizada de vieja, me consiguió una cita. Me la pusieron en bandeja. Yo estaba hecho una furia. Suplicó que la dejara irse, y aquello me excitó aún más. La maté, sí. Y descubrí un mundo de sensaciones que hasta entonces ignoraba. Me sentí joven, omnipotente y poderoso. Puse treinta reales en su bolso como prueba de su traición, y don Alberto y sus sirvientes se encargaron del resto. A partir de ahí quise olvidarlo todo, pero algo había cambiado en mí. Dicen que el perro que prueba la sangre fresca no puede evitar volver a morder, y fue lo que me ocurrió. Cuando volvía de la ópera o de una fiesta, ya de noche, veía a las desgraciadas de Embajadores o de los bajos de Atocha y no podía evitar pensar que eran como ella, ¡unas putas! ¡Putas, putas! —repitió gritando fuera de sí—. Seguro que aquellas furcias habían arruinado la vida de muchos decentes esposos como yo. Tendrían historias como la de Agapita. Oía voces que me decían: «¡Mátalas, mátalas, se lo merecen!»
Tuve que volver a hacerlo. La segunda vez fue aún mejor, y la tercera, y la cuarta… me sentí el hombre más poderoso y feliz del mundo, ¡un Dios!
—¿Y por qué mató usted a María de los Angeles de Pelayo?
—Ah, eso —dijo riendo aquel loco—. Sí, fue una idea brillante de don Alberto. Cuando María de los Angeles de Pelayo se fue de su casa, don Alberto me hizo ver que era la ocasión perfecta para cargar las culpas sobre mi hijo. Así, si alguna vez alguien se interesaba por mis andanzas, concluiría que dos de las víctimas tenían íntima relación con el idiota de Gerardo y eso equivaldría a un veredicto de culpabilidad. Ese don Alberto es un genio, está a mucha distancia de todos nosotros.
—¡Qué estúpido fui! —exclamó el subinspector.
No podía creer que don Alberto estuviera metido en algo como aquello, sentía que el suelo se hundía bajo sus pies.
—Tú lo has dicho, querido Víctor, tú lo has dicho, no yo. Bien, ¿hay algo más que quieras saber?
Un ruido de cerrojos que se abrían interrumpió al asesino.
Empuñó el revólver y dijo:
—Vaya, parece que nuestro anfitrión ha vuelto a casa. ¡Alberto, estoy aquí! —gritó.
Al instante resonaron unos pasos. Alguien subía las escaleras. Una luz iluminó el oscuro pasillo. Don Alberto y su criado mulato hicieron su aparición.
—Pero, ¡Bernabé! ¿Qué es esto? —gritó indignado el conde del Rázes.
—Alberto, espera…, puedo explicártelo…
—¿Estás bien, hijo? —preguntó el aristócrata acercándose a su protegido—. ¡Dios mío, estás herido! Quítale las ataduras, Lucas.
—Espera —dijo don Bernabé—. ¿No irás a desatarlo?
—Pues claro. No hay peligro. ¿Y vosotros dos? ¿Es que no os puedo dejar solos ni un momento?
Víctor se sintió aliviado, aunque no sabía exactamente qué estaba ocurriendo entre aquellos dos hombres.
—No ha sido culpa nuestra. Vinieron a buscarte y este entrometido irrumpió por la cocina. No sé cómo lo supo. Ha matado a Helena.
—Ya lo he visto. ¡Qué pena! —espetó irónicamente el dueño de la casa.
—Las cortinas están echadas y la casa a oscuras, tal como ordenaste, Alberto.
—Inútiles —dijo el conde de Rázes—. Lucas, ¿cómo está esa herida?
—No morirá de ésta —contestó el criado con un exótico acento.
—Bien, véndasela otra vez.
—Pero ¿no vamos a matarle? —preguntó don Bernabé muy alterado.
Don Alberto lo miró con aire divertido y dijo:
—Claro que sí.
Entonces, el conde de Rázes dirigió unas palabras a su criado en un idioma incomprensible para el detective, y luego añadió:
—Pero, antes, tomemos una copa.
Se dirigió a un mueble repujado que abrió y, con parsimonia, sirvió dos copas de Jerez.
—Toma, Bernabé, a tu salud —dijo tendiéndole la bebida.
Los dos hombres apuraron de un trago el contenido de sus copas y se miraron sonriendo.
—Y ahora, mátalo —ordenó don Alberto.
Don Bernabé fue a buscar la pistola de encima de la mesa y comprobó sorprendido que no estaba.
—¡No te lo decía a ti, imbécil! —gritó don Alberto a la vez que Lucas descerrajaba un tiro entre los ojos a De La Calle que le voló la cabeza. El cuerpo cayó al suelo con un ruido sordo.
—No pensarías que iba a dejar que te matase, ¿verdad, Víctor?
El joven policía permanecía mudo y con la boca abierta. Hacía verdaderos esfuerzos para mantenerse consciente.
—¿Quieres beber algo, hijo? —preguntó solícito el conde.
—Agua.
El criado tendió un vaso al detective que éste apuró sediento. Luego quiso saber:
—¿Y Lola?
Le agobiaba pensar que la joven pudiera estar herida. El tiempo debía correr en su contra.
—¡Y yo qué sé! —replicó con hastío don Alberto—. Tenemos asuntos más importantes de que hablar. Hemos de arreglar esto y dar una explicación a lo ocurrido aquí, porque habrás pedido refuerzos, ¿verdad?
Víctor asintió.
—Bien hecho, hijo. Eres un buen policía.
—Don Alberto…
—¿Sí?
El noble se acercó a la ventana y descorrió las cortinas.
La cegadora luz del sol hirió los cansados ojos del subinspector.
—Ese hombre, don Bernabé, ha hecho afirmaciones muy graves acerca de usted, y yo, la verdad…
—Quieres saber si son ciertas, claro. Ay, hijo, nunca aprenderás. Tú eres mi obra maestra, tú y sólo tú. ¿Dónde está el bien y dónde el mal? ¿Quién lo sabe? ¿Quiénes somos para juzgar a nadie? Podemos contar que Helena y Bernabé se colaron aquí aprovechando que yo estaba de viaje y tú, que habías venido a verme a casa, entraste… para descubrir a los asesinos de prostitutas.
—Eso no es verdad. Además, no ha contestado usted a mi pregunta.
—Sí he contestado a tu pregunta, hijo —respondió el conde mirándole con ternura—. Las cosas no tenían que haber sucedido de este modo; primero lo estropeó don Gerardo de La Calle, que casi nos descubre, y ahora tú. Esto se me ha escapado de las manos. Te has adelantado, hijo, eres mejor incluso de lo que yo pensaba. La culpa ha sido mía. Me he visto obligado a ausentarme unos días y…, en fin, ya sabes lo que dicen, que si quieres estar seguro de que algo se hace bien, debes hacerlo tú mismo. Y es cierto.
—Parece que era usted el jefe de estos despiadados asesinos.
—Se puede decir así. Pero no es tiempo de acusaciones, aún se pueden arreglar las cosas. Tú serás el héroe, habrás resuelto un caso muy difícil.
—¿Va a matarme? No le servirá de nada. Vienen de camino.
Don Alberto se sentó como agotado, dejándose caer en una butaca frente a Víctor.
—Insobornable, ¿verdad?
—Verdad. ¿Va a matarme o no?
—No digas tonterías. ¿Qué artista destroza su obra maestra?
—¿Va usted a contarme qué está sucediendo aquí, don Alberto?
—Es una larga historia, hijo.
—Me gusta escuchar. Por otra parte, cuando lo detengan tendrá tiempo de sobra para hablar conmigo.
—A mí no va a detenerme nadie —negó el aristócrata mirando a su criado—. En fin, sea como dices. Te contaré una historia. No temas, es breve. Yo no nací en España y mi nombre no es Alberto Aldanza. Me llamo Pierre, Pierre-Marie Bertrand y nací en París hace ahora cincuenta y un años. Mi padre murió antes de que yo viniera al mundo, en un duelo por el honor de mi madre. ¡Ya ves, qué ironía! Debía de ser un auténtico idiota. Dejarse matar defendiendo la virtud de la puta más viciosa de París. Mi madre tenía más dinero del que podía gastar, y digamos que la vida de la aristocracia parisiense ofrece muchos placeres y deleites. Vamos, que crecí en un ambiente decadente y frívolo, hedonista, diría yo. En fin, ella se encargó de iniciarme en el arte del amor cuando tenía once años. Repugnante, ¿verdad? Hace unos años me hice visitar en Boston por un psiquiatra eminente, Fergusson se llamaba. Yo creía que aún tenía salvación. Él situaba la causa de mi «desequilibrio» en esta primera experiencia incestuosa. Psicópata me llamó según creo. En definitiva, que a los quince estaba ya asqueado del mundo de la carne. Sabía lo que era estar con un hombre, con una mujer, con…, bueno, te ahorraré los detalles de mis primeros años. Ya se sabe, Víctor, que a veces huimos de lo que nos imponen nuestros padres, así que a los veinte me fui a Chile. No creas, llegué allí con lo puesto. No quería recordar nada de mi vida anterior y adquirí un nuevo nombre: Alberto Aldanza. Conocí allí, sírveme vino, Lucas, a un geólogo alemán con el que me asocié. Localizamos dos yacimientos de nitratos que parecían vírgenes. Fue un juego de niños comprar aquellas tierras a dos campesinos analfabetos que no sabían lo que valían. Así que explotamos dos minas que nos hicieron ricos y a los cinco años las vendimos por un dineral. Tenía veinticinco años y más dinero del que podría gastar en varias vidas. Por cierto, senté la cabeza y me casé con una joven perteneciente a la nobleza criolla de aquel país: era una belleza y una dama ardiente, muy ardiente. Yo, por mi parte, iba a la iglesia, pagaba mis impuestos y llevaba una vida totalmente normal.
Una noche, lo recuerdo bien, haciendo el amor con mi esposa, Inmaculada, salió la bestia que llevaba dentro. Ella tenía los senos al aire, la blusa abierta y jadeaba. Comencé a golpearla suavemente con una fusta. Ella disfrutaba y me pidió más. Parecía excitada con aquello. Me sentí muy exaltado. En fin, supongo que me dejé llevar por la pasión, tomé un abrecartas de su mesita de noche y… Te ahorraré detalles una vez más. Después de aquello tuve que salir por piernas de Chile, porque su familia era poderosa. Pasé a Argentina, luego a Brasil, Perú, conocí toda Sudamérica. Luego fui a Estados Unidos y Canadá. Deberías visitar Alaska, un lugar indómito e inexplorado. Por cierto, recordando pasadas fechorías, te diré que me hace mucha gracia cuando te veo convertido en tan convencido defensor de la justicia y la ley. Eso no existe. No hay justicia en este mundo, Víctor. Si las víctimas son pobres, nadie se interesa por ellas, y en aquellos países casi no hay policía. Tampoco creas que hay mucha diferencia en ello con el Viejo Continente; aquí todas las policías son ineptas, ineficaces y, en la mayoría de los casos, corruptas. El caso es que un par de veces estuvieron a punto de capturarme: una en Brasil y otra en Bolivia. Pude salir con bien aflojando la bolsa. Luego, mis gustos fueron variando. Comencé con las jovencitas, ya sabes, sexo y dolor (según mister Fergusson, soy lo que se dice un sádico). Luego continué con los jovencitos, niños, viejas, grupos, en fin…
—Me ahorrará detalles, ¿verdad?
—Sí.
—Se lo agradezco.
—No hay de qué. Fui perdiendo interés, ¿sabes? Y tiene gracia, Víctor, porque resulta que una de esas jovencitas, a la que yo creía virgen e inexperta, me contagió nada menos que la sífilis. Se vengó de mí, rediez. Me la diagnosticaron en América del Norte. Me muero, Víctor. Por eso voy tanto a Segovia. Hay allí un curandero que entre purgas, tisanas, infusiones y sangrías me mantiene medio en pie. No me quedan ni tres meses. El mal ha llegado al cerebro y no pienso acabar medio lelo, te lo aseguro. Cuando supe que me moría, perdí el interés por matar. Ya no disfrutaba como antes. Si pudiera sentir remordimientos, el doctor Fergusson decía que no, diría que comencé a sentirlos. O algo parecido. Pensé que, en efecto, en este mundo no había justicia. ¿Sabes la de gente que muere quedando impunes sus asesinatos? ¿Sabes cuántos pervertidos como yo he conocido en los cinco continentes? Pensé que no era justo que todas esas pobres criaturas de los arrabales de Río, Lima o Nueva York no tuvieran defensor alguno y decidí legar a la humanidad algo especial: el detective más preparado del mundo. Mi obra maestra. Y ése eres tú. Simplemente quise nivelar la balanza en la lucha entre el bien y el mal. Jugué a Dios desarrollando un escenario más justo para el futuro. Yo lo tuve demasiado fácil, ojalá hubiera tenido que vérmelas con alguien como tú. Todo habría sido menos aburrido. Vamos, que decidí hacer una buena obra. Por aquel entonces recalé en Madrid y conocí a don Armando.
—¿Don Armando sabía que usted…?
—¡No, hombre, no! El bueno del sargento me tenía por un noble excéntrico pero de buenas intenciones que disfrutaba cazando criminales en lugar de faisanes. Hablaba de ti como de un hijo. Te describió a la perfección y supe que eras mi hombre. Tenías la capacidad intelectual, la perspicacia, el talento, y yo, la sabiduría y el dominio de las más modernas técnicas. No podía fallar. Pero un gran detective necesita un gran caso que le haga famoso y yo te lo fabriqué. Don Bernabé se puso en mis manos y pensé que era el medio ideal. Lo preparé todo concienzudamente. Hice que todo apuntara hacia Gerardo de La Calle. Helena me ayudó. Se caracterizaba muy bien, y el detalle del acento extranjero ayudaba a disimular que era española. Tú lo hiciste bien, aunque es cierto que yo te iba enseñando lo que necesitabas: dactiloscopia, antropología forense, discriminar fibras y conocimientos de botánica. Te fui modelando como se hace con un trozo de barro. Un pegote de tierra mojada que el alfarero, el artista, puede convertir en algo sublime.
—¿Y permitió que cometieran los crímenes sólo para darme un gran caso?
Don Alberto se echó a reír golpeándose la parte superior de los muslos.
—Para hacer una tortilla hay que romper algunos huevos, hijo; además, ¿de dónde crees que salieron los hígados, los ríñones, los pulmones y los huesos que utilizábamos en nuestros estudios? ¿De verdad crees que me los daban en el cementerio? ¿En un país tan profundamente católico como éste? Si no fuera por esas pobres chicas, no sabrías distinguir el hígado de un envenenado de una morcilla.
Víctor comenzó a sentir arcadas.
Se sintió morir. Aquel era el precio para convertirse en un gran investigador, un detective a la última, de los nuevos tiempos. Sólo había un problema: que él no quería pagarlo y llevar sobre la conciencia tanta muerte.