El misterio de la Casa Aranda (40 page)

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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policíaco

Víctor se quedó boquiabierto. Ahí estaba la solución a todos sus problemas. Era millonario. Podría casarse con Clara y vivir con ella toda una vida de felicidad. Era rico. Ya no lo mirarían por encima del hombro todos los petimetres de Madrid.

—No —se oyó decir a sí mismo.

—¿Cómo dice?

—Es dinero sucio.

—No, no. Le aseguro que no. Todo el dinero del conde es de origen totalmente legítimo, de la venta de sus min…

—Minas de nitratos en Chile, lo sé. Y la respuesta es no. ¿Se puede renunciar a una herencia?

—Sí, claro, es un trámite complejo, porque en tal caso habría que iniciar un procedimiento de declaración de herederos, averiguar si el conde tenía familia en su Francia natal y…

—Hágalo.

—¿Cómo?

—Que lo haga. No quiero saber nada de ese dinero. ¿Es que ese maldito desgraciado no va a dejarme en paz ni después de muerto?

—Joven, no está bien hablar así de un difunto.

Víctor se levantó de pronto y golpeó la mesa con los puños cerrados. Parecía a punto de estallar, por lo que el notario temió que fuera a darle algún sopapo. Por último, con las venas de la frente hinchadas y la cara escarlata de indignación, el joven policía dijo sorprendentemente:

—Tenga usted muy buenos días.

Y dándose la vuelta, tomó su bastón y su sombrero y salió muy digno del despacho del notario. Decididamente, aquel Víctor Ros estaba loco.

Capítulo 27

Cuando pasaba por la Puerta del Sol escuchó que alguien le chistaba y se volvió. El cochero de un carruaje de alquiler desde su pescante le interpeló:

—¿Es usted don Víctor Ros?

Asintió con la cabeza.

—Pues hay alguien ahí detrás que quiere verle —contestó el otro.

Víctor se asomó al habitáculo y exclamó sorprendido:

—¡Doña Ana!

—Hola, Víctor —contestó la viuda de don Augusto Alvear.

—Buenas —dijo él muy serio.

—¿A dónde vas?

—A mi pensión.

—Sube, te llevo. Da las señas al cochero.

Víctor no quería subir al coche, pero no supo decir que no a la dama.

—Esperábamos que vinieras a visitarnos —comenzó ella muy seria.

—He estado enfermo.

—Lo sabemos, y también que no quisiste que nadie te viera.

—No me encuentro bien de ánimo, doña Ana.

—Me consta, hijo, me consta. Bien podías habernos hecho aunque fuera una sola visita; pero no, no has venido.

—He estado muy ocupado —eludió él mirando por la ventanilla a la altura de la Carrera de San Jerónimo.

—Ya; he oído que has pedido el traslado.

—Sí, esta tarde sale mi tren. Vuelvo a Figueras.

—¿Y no vas a despedirte?

—¿De Clara?

—Sí, de Clara.

—Creo que es mejor así.

—¿Sabes, hijo, que hubo un tiempo en que pensé que me pedirías su mano?

—No me extraña. Me comporté como un imbécil.

—Yo no lo veo así; el verdadero amor sólo se encuentra una vez en la vida.

—Eso sólo vale para personas de la misma clase social.

—No estoy de acuerdo —rebatió la señora jugueteando con su sombrilla.

—Mire, doña Ana, si he aprendido algo de estos dos casos que acabo de resolver ha sido eso. Una joven murió por mi culpa y no me lo perdonaré jamás.

—Lo sé, pero me consta que no pudiste hacer nada.

—Eso no es del todo exacto, pero qué más da. ¿Sabe?, esa joven era una prostituta. Ella me dijo que me amaba. Un amor imposible, ¿y sabe por qué? Porque ella era lo que era y yo, un decente funcionario de policía. Yo no la quería, doña Ana, pero ahora sé lo que debió de sufrir. Ella no podía ni soñar en casarse conmigo, porque yo pertenecía a otra clase, a la gente honrada. Y la pobre Lola, en cambio, era sólo un miembro de un submundo habitado por seres que consideramos infrahumanos y que no pueden ni llegar a tocarnos. ¿No le suena eso? Yo era tan inaccesible para ella como Clara lo es para mí. Pertenecemos a mundos distintos, a compartimentos estancos que no tienen relación alguna. Cuando Lola me dijo que me quería, se me partió el corazón por ella y también comprendí que nunca podría acceder a Clara. Fui un idiota e intenté convertirme en lo que no era para conseguirla, sin ver que yo nunca dejaré de ser un pobre emigrante extremeño, mientras que ustedes pertenecen a la más rancia nobleza de este país. ¿En qué estaba pensando?

—Hablas como un resentido, y te entiendo. Te habría gustado salvar a esa joven y no lo conseguiste, de acuerdo, pero ya no puedes hacer nada por cambiar lo sucedido. Eres humano, Víctor, no eres Dios, bienvenido al mundo real pero ahora debes mirar hacia delante y luchar por lo que de verdad anhelas. Muy bien, no pudiste evitarlo o no supiste, deja ya de intentar ser perfecto.

—De haber tenido en cuenta que Clara estaba fuera de mi alcance, no hubiera ocurrido todo esto.

—No hablas con el corazón sino con el cerebro.

—Sí, exacto. Y eso es lo que tenía que haber hecho desde un principio. Mire, doña Ana, siempre he tenido a gala ser un hombre racional, frío, moderno. Y con este asunto no sé qué me ocurrió. Me dejé llevar por el corazón, y debo añadir que con desastrosos resultados.

—Has resuelto dos casos muy complejos, lo publican todos los periódicos.

—Eso ya no me importa.

—Entonces, vas a huir, ¿no?

—Puede decirlo así, sí.

—Ella te quiere, Víctor.

—Tiene veinte años y yo veintisiete, eso que ella siente puede ser fruto de la admiración que profesa por un atrevido detective que ha salvado a su hermana.

—Las cosas han cambiado, Víctor. ¿No te has enterado?

—¿De qué? He estado alejado de todo durante tres semanas.

—De lo del dinero; tú has salvado a la familia.

El coche se detuvo frente a la pensión de doña Patro.

—Siga hasta el Prado —ordenó la dama al cochero—. Mira, Víctor, tú dijiste que el tesoro del Indiano tenía que estar oculto en la casa y si una cosa vi con claridad en todo este asunto era la de que había que hacerte caso en todo lo referente a la investigación. La casa era de mi propiedad, porque don Donato pidió la nulidad matrimonial y revocó el contrato que había suscrito con mi marido para la cesión del título nobiliario. No creía poder vender a buen precio la mansión, dado que, aunque se sabe que todo era una maquinación de Psíquicus, la gente no ignora que allí se cometió un crimen de verdad, el de la filipina. Así que ordené a una cuadrilla de albañiles que empezaran a derribar paredes. No fue difícil: en la primera mañana de trabajo apareció el tesoro. ¿Sabes?, el conducto que sale de la cocina, el que usaba Gregorio, tenía varias ramificaciones. La que iba a la biblioteca estaba rellena con unos cilindros de acero que contenían el tesoro del Indiano en libras esterlinas. ¡Una fortuna, Víctor, una fortuna!

El brillo de los ojos de don Víctor reapareció por un momento. El sabueso se sentía interesado por el suceso.

—Claro, debí intuirlo, el tubo no sonaba a hueco en la biblioteca; ¿cómo no me di cuenta? —se preguntó con la mirada perdida de nuevo.

—¿Comprendes lo que eso supone? Mi marido arruinó a la familia y casi la destroza intentando recuperar el esplendor de épocas pasadas, pero tú nos has hecho ricos de nuevo y nos has devuelto a Aurora para siempre. No debemos temer a la ruina, hijo. Estamos en deuda contigo, Víctor.

—No hay deuda ninguna —rechazó cortante el subinspector.

—¿No has pensado en Clara?

—Yo no podría hacerla feliz. Su hija creció en una mansión con criados, institutriz, piano y salones de baile. Yo sólo podría ofrecerle una vida modesta de madre de familia y esposa de policía. Eso no es para ella. No la han educado para vivir así. No la veo haciendo las tareas del hogar.

—Ya no hay problemas económicos, Víctor. He dividido el dinero en tres partes y las he invertido, así que tanto Aurora, como Clara y yo misma disfrutaremos de unas rentas que nos permitirán vivir con holgura toda la vida. Aurora se «fugó» con Fernando y están en Estoril esperando que algún día le sea concedida la nulidad. Tienen mi bendición. El padre de don Donato es hombre adinerado, de modo que la cosa será más rápida de lo que esperamos. Así funciona la Iglesia Católica. Mi Clara tiene el futuro asegurado. Podríais vivir juntos y felices para siempre. Lo hemos hablado, ella sabe que has salido escamado de tus relaciones con la alta sociedad, y estaría dispuesta a compartir contigo una casa de tamaño… digamos mediano. Tú aportarías tu salario y ella el suyo, el de sus rentas. Tan sólo llevaría consigo una cocinera y una criada. Piénsalo, una vida sencilla. No estarías obligado a acudir a fiestas de ningún tipo, ella sólo te quiere a ti. No quiero ver sufrir a otra hija por un amor imposible. Piénsalo, Víctor, vivirías con holgura sí, pero con sencillez, tenéis mi beneplácito. No traicionarías por ello a nada ni a nadie.

El detective quedó pensativo por un instante. El carruaje se paró al final del Paseo del Prado.

Doña Ana Escurza miró por la ventanilla y dijo al joven detective:

—Baja un momento, Víctor. Habla con ella.

El detective vio a Clara sentada de espaldas en un banco. Parecía tomar el sol pensativa. Víctor bajó del coche y se dirigió caminando muy despacio hacia la joven. Parecía dudar. Ella debió de intuir su llegada, pues se levantó de repente y se giró viéndolo llegar. Se lanzó a sus brazos.

—¡Clara! —suspiró Víctor lloroso.

Sintió un inmenso dolor en aquel instante.

Pensó en su madre, Ignacia, en don Armando, en Lola, y siguió con el llanto.

Pensó que en cierto modo era culpable de la muerte de Lola. Ella le amaba y él, en cambio, ni siquiera había podido salvarla. Notó que le afloraban las lágrimas y pensó en las chicas asesinadas y en Milagros, que había perdido diez años de su vida sin ver crecer a sus hijos. Se sintió invadido por un gran desconsuelo que le desbordaba y experimentó en un momento el dolor de todas las víctimas que había visto a lo largo de su carrera profesional. Las imágenes se agolparon en su mente haciéndole la realidad insoportable. ¿Cuántas escenas del crimen había visitado? Miles de rostros pasaron frente a sus ojos en aquel instante, anónimos, fríos y lejanos, muy lejanos.

Se lamentó en silencio y maldijo para sus adentros percibiendo con toda su crudeza el daño que causa el peor mal de este mundo, el hombre. Se preguntó por qué.

Entonces pensó en todas las Lolas del mundo y lloró amargamente por ellas en los brazos de Clara Alvear en el mismo lugar en que la vio por primera vez.

Epílogo

San Sebastián, agosto de 1878

Se levantó temprano y, tras vestirse con cuidado para no despertar a Clara, salió a caminar un rato.

Fue al paseo de La Concha, a admirar una vez más la hermosa playa bañada por el frío Cantábrico. No podía sustraerse a su hipnótico sonido arrullando aquella ciudad mimada por el océano, donde la lluvia y el viento creaban una verde y fértil tierra donde el verano era fresco y agradable. Permanecía sentado una hora en el mismo banco cada mañana, absorto en la contemplación de las olas que rompían en la orilla, hasta que Clara pasaba a recogerle y acudían a tomar café y charlar con las amistades.

Pensó que aquel otoño haría un año exacto de la resolución de los dos casos que lo habían convertido en un detective famoso. Un escalofrío le recorrió la espalda. A veces tenía la sensación de no haberse recuperado del todo de aquellas tortuosas vivencias.

—¿Don Víctor? —preguntó un botones del hotel, portador de una bandejita en la mano con un sobre.

—Sí, soy yo.

—Ha llegado esto para usted. Es urgente.

El policía dio una generosa propina al joven y quiso saber antes de despedirle:

—¿Qué hora es, hijo?

—Deben de ser las nueve y media, señor.

—Gracias —contestó abriendo el sobre.

Leyó el telegrama y sonrió. Vio cómo Clara se acercaba por el paseo. En un instante, la joven llegó a su lado y tomó asiento mientras preguntaba:

—¿Eso es un telegrama?

Él asintió, dejándose acunar por la brisa marina.

—No requerirán tu presencia por algún caso…

—No, tranquila, no es nada, sólo que estás casada con el inspector más joven de la historia de la policía española.

Ella sonrió abrazándolo con ternura:

—¡Te han ascendido! —exclamó jubilosa a la vez que lo besaba y le susurraba al oído—: Pues te diré que ésa no va a ser la única buena noticia del verano.

Él la miró sorprendido.

—¡Estás embarazada!

Clara asintió confirmando la noticia:

—Vaya, qué perspicaz. ¡Menudo detective!

—Pero ¿estás segura? —preguntó él incrédulo.

Clara abrazó a su marido y lo besó por toda respuesta.

RESEÑA BIBLIOGRÁFICA

Jerónimo Tristante

Jerónimo Tristante nace en Murcia en 1969. Se dedica a la docencia, es profesor de Biología-Geología de Enseñanza Secundaria. Poco a poco, su afición por la narrativa se ha ido convirtiendo en una profesión con la que disfruta creando novelas entretenidas, que atrapan al lector desde la primera a la última página en las que los diálogos fluyen, nadie es como parece y los finales son inesperados.

En 2001 publicó su primera novela, Crónica de Jufré en la que narra las aventuras de un joven de nuestros días que viaja en el tiempo a la España del siglo XIII. Posteriormente, en 2004, vio la luz El Rojo en el Azul, una novela de espías que cuenta la historia de un comunista, Javier Goyena, que se infiltra en la División Azul. En 2007, alcanzó el favor del gran público con El Misterio de la Casa Aranda, primera novela de una saga que recogerá las aventuras de Víctor Ros, un detective que por su carácter ha despertado la simpatía de los lectores que demandan más aventuras.

El misterio de la Casa Aranda

Víctor Ros es un joven comisario dotado de una astucia adquirida tras años de delincuencia en las calles del Madrid de finales del siglo XIX. Tras una estancia en la ciudad de Oviedo, durante la cual desarticulará una célula radical, vuelve a Madrid para convertirse en comisario de una nueva brigada creada para luchar contra el crimen.

De la mano de Alberto Aldanza, un excéntrico dandy que le inicia en los métodos de investigación científica, ha de enfrentarse a dos casos: por un lado una casa que al parecer provoca, en épocas diferentes, que tres mujeres maten o intenten matar a sus maridos tras la lectura de un ejemplar de La Divina Comedia; por otro, los asesinatos de varias prostitutas a las que nadie da importancia pero que Víctor decide investigar.

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