El misterio del cuarto amarillo (14 page)

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Authors: Gastón Leroux

Tags: #Intriga, #Policiaco

Y el gran Stangerson se echó a llorar como un niño.

Lo rodeamos en silencio, conmovidos ante aquel inmenso desamparo. El señor Robert Darzac, acodado en el sillón en el que el profesor se había desmoronado, intentaba en vano disimular sus lágrimas, lo que por un instante casi hizo que me pareciera simpático, a pesar de la instintiva repulsión que la actitud extraña de aquel enigmático personaje y su emoción, a menudo inexplicable, me habían inspirado.

Joseph Rouletabille, por su parte, como si su precioso tiempo y su misión en la tierra no le permitieran detenerse en la desgracia ajena, se había acercado con mucha tranquilidad al mueble vacío y, mostrándoselo al jefe de la Sûreté, pronto rompió el religioso silencio con el que honrábamos la desesperación del gran Stangerson. Nos dio algunas explicaciones, que poco nos importaban, sobre la forma en que había llegado a pensar en un robo, a raíz del descubrimiento simultáneo de las huellas -de las que ya hablé más arriba- en el baño y de la presencia de aquel valioso mueble en el laboratorio. No hizo más que pasar por el laboratorio, nos decía, y lo sorprendió la extraña forma del mueble, su solidez, su estructura de hierro, que lo resguardaba de cualquier posible incendio, y el hecho de que un mueble como ese, destinado a conservar objetos cuyo valor estaba por encima de todo, tuviera en la puerta de hierro, la llave puesta. "No es habitual tener una caja fuerte y dejarla abierta..." En fin, esa llavecita con cabeza de cobre, de las más elaboradas, al parecer había llamado la atención de Joseph Rouletabille, mientras para nosotros había pasado inadvertida. Para nosotros, que no somos unos niños, la presencia de una llave en un mueble despierta más bien una idea de seguridad, pero para Joseph Rouletabille, que evidentemente es un genio -como dice José Dupuy en Los quinientos millones de Gladiator: "¡Qué genio! ¡Qué dentista!"- la presencia de una llave en un mueble despierta la idea del robo. Pronto supimos la razón.

Pero, antes de darla a conocer a ustedes, debo decir que el señor de Marquet me pareció muy perplejo, sin saber si tenía que alegrarse por el nuevo paso que el insignificante reportero había hecho dar a la instrucción o si debía desanimarse por no haber sido él quien lo hiciera. Nuestra profesión conlleva esos sinsabores, pero no tenemos derecho a ser pusilánimes y debemos dejar de lado nuestro amor propio cuando se trata del bien común. Así que el señor de Marquet triunfó sobre sí mismo y tuvo a bien unir al fin sus cumplidos a los del señor Dax, quien no los escatimaba al señor Rouletabille. El muchachito se encogió de hombros diciendo: "¡No hay de qué!". Con gusto le habría dado una cachetada, sobre todo en el momento en que añadió:

–¡Sería bueno, señor, que le preguntara al señor Stangerson quién se ocupaba normalmente de guardar esa llave!

–Mi hija -respondió el señor Stangerson. Y nunca se separaba de esa llave.

–¡Ah! Pero esto cambia el aspecto de las cosas y ya no corresponde a la idea del señor Rouletabille -exclamó el señor de Marquet. Si la señorita Stangerson nunca se separaba de esa llave, entonces el asesino habría esperado a la señorita Stangerson aquella noche en su cuarto para robarle esa llave, ¡y el robo se habría llevado a cabo después del asesinato! Pero, después del asesinato, había cuatro personas en el laboratorio... Decididamente, ¡ya no entiendo nada!...

Y el señor de Marquet, con una rabia desesperada, que para él debía ser el colmo de la embriaguez -porque no sé si ya he dicho que nunca estaba más feliz que cuando no entendía algo- exclamó:

–... ¡Nada de nada!

–El robo -replicó el reportero-, sólo pudo llevarse a cabo antes del asesinato. Es indudable, por la razón que usted cree, y por otras razones que yo creo. Y, cuando el asesino entró en el pabellón, ya estaba en posesión de la llave con cabeza de cobre.

–Eso no es posible -dijo en voz baja el señor Stangerson.

–Es tan posible, señor, que aquí tiene la prueba.

Ese mocoso endemoniado sacó entonces, de su bolsillo, un número de L´Époque con fecha del 21 de octubre (les recuerdo que el crimen ocurrió en la noche del 24 al 25) y, mostrándonos un aviso, leyó:

Ayer se perdió un bolso de satén negro en las grandes tiendas de la Louve. Este bolso contenía diversos objetos y, entre ellos, una llavecita con cabeza de cobre. Se ofrecerá una importante recompensa a la persona que lo haya encontrado. Esta persona deberá escribir a poste restante, oficina 40, a la siguiente dirección: M.A.T.H.S.N.

–¿Acaso estas letras no designan a la señorita Stangerson? – prosiguió el reportero. ¿Acaso esa llave con cabeza de cobre no es esta misma llave?... Siempre leo los avisos. En mi profesión, como en la suya, señor juez de instrucción, siempre hay que leer los avisos personales... ¡Se descubren tantas intrigas!... ¡Y tantas llaves que abren intrigas..., que no siempre tienen cabeza de cobre y por ello no son menos interesantes! Este aviso me sorprendió particularmente por el tipo de misterio que rodeaba a la mujer que había perdido una llave, objeto poco comprometedor. ¡Cuánto interés por esa llave! ¡Y esa importante recompensa prometida! Y pensaba en estas seis letras: M.A.T.H.S.N. Las cuatro primeras me indicaban enseguida su nombre. "Claro", pensé, "Math, Mathilde..." La persona que perdió la llave con cabeza de cobre en un bolso se llamaba Mathilde... Pero no supe qué hacer con las últimas dos letras. Así que, dejando el periódico de lado, me ocupé de otra cosa... Cuando, cuatro días después, los diarios vespertinos aparecieron con enormes titulares que anunciaban el asesinato de la señorita Mathilde Stangerson, el nombre Mathilde me recordó, sin ningún esfuerzo, maquinalmente, las letras del anuncio. Un poco intrigado, pedí el número de aquel día a la administración. Había olvidado las últimas dos letras: S.N. Cuando las volví a ver, no pude contener una exclamación: "¡Stangerson!... Salté a un simón
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y me precipité a la oficina 40. Pregunté: "¿Tiene una carta con esta dirección: M.A.T.H.S.N.?". El empleado me respondió: "¡No!". Y, como yo insistía, rogándole y suplicándole que siguiera buscando, me dijo: "¡Ah, señor, esto parece una broma!... Sí, tuve una carta con las iniciales M.A.T.H.S.N.; pero la entregué hace tres días a una dama que me la reclamó. Y ahora viene usted a reclamarme también esa carta. Ahora bien, antes de ayer, un señor, con la misma insistencia descortés, también me la pidió... ¡Ya estoy harto de esta historia!". Quise interrogar al empleado sobre los dos personajes que ya habían reclamado la carta, pero, ya sea porque quería escudarse detrás del secreto profesional -sin duda, estimaba que ya había dicho demasiado-, ya sea porque realmente estaba cansado de lo que creía una posible broma, no quiso seguir respondiendo...Rouletabille se calló. Todos nos callamos. Cada uno sacaba las conclusiones que podía de esta extraña historia del poste restante. De hecho, ahora parecía que había un hilo firme por el cual íbamos a poder tomar este caso inasible.

El señor Stangerson dijo:

–Al parecer, entonces, mi hija debió perder esa llave. No quiso mencionármelo para evitarme cualquier preocupación y pidió a la persona que la encontrara que escribiera al poste restante. Evidentemente temía que, si daba nuestra dirección, este hecho ocasionara diligencias que me habrían puesto al tanto de la pérdida de la llave. Es muy lógico y natural, ¡porque, señor, a mí ya me han robado!

–¿Dónde? ¿Cuándo? – preguntó el director de la Sûreté.

–¡Oh! Hace muchos años, en los Estados Unidos, en Filadelfia. Me robaron, de mi laboratorio, el secreto de dos invenciones que habrían podido enriquecer a todo un pueblo... No sólo no supe nunca quién fue el ladrón, sino que jamás oí hablar del objeto robado, quizás porque, para frustrar los planes de la persona que me había robado, yo mismo di a conocer al público estas dos invenciones, y así el hurto resultó inútil. Desde entonces, me he vuelto muy desconfiado y, cuando trabajo, me encierro herméticamente. Todos los barrotes de esas ventanas, el aislamiento del pabellón, ese mueble que yo mismo mandé construir, esa cerradura especial, esa llave que no tiene copia, todo ello es el resultado de mis temores, inspirados por esa triste experiencia.

El señor Dax declaró:

–¡Muy interesante!

Y Joseph Rouletabille pidió noticias del bolso. Ni el señor Stangerson ni el tío Jacques habían visto, desde hacía unos días, el bolso de la señorita Stangerson. Algunas horas más tarde nos enteraríamos, por boca de la señorita Stangerson, de que le habían robado el bolso -o lo había perdido-, y de que las cosas habían ocurrido tal como su padre nos las había explicado. El 23 de octubre había ido a la oficina postal 40, donde le habían entregado una carta que era, según afirmó, la de un chistoso. La había quemado inmediatamente.

Volviendo a nuestro interrogatorio o, mejor dicho, a nuestra conversación, debo señalar que el jefe de la Sûreté, cuando le preguntó al señor Stangerson en qué circunstancias su hija había viajado a París el 20 de octubre, día de la pérdida del bolso, este nos informó que había ido a la capital acompañada por Robert Darzac, quien no volvió a aparecer por el castillo desde ese instante hasta el día siguiente al crimen.

El hecho de que Robert Darzac estuviera con la señorita Stangerson en las grandes tiendas de la Louve, cuando el bolso desapareció, no podía pasar inadvertido, y reconozco que nos llamó mucho la atención.

Esta conversación entre magistrados, acusados, testigos y periodistas estaba a punto de concluir, cuando se produjo un verdadero golpe teatral, cosa que nunca disgusta al señor de Marquet. El cabo de la gendarmería vino a anunciarnos que Frédéric Larsan pedía ingresar, lo cual le fue inmediatamente concedido. Llevaba en la mano un par de zapatos toscos llenos de barro, que arrojó dentro del laboratorio.

–¡Aquí están -dijo- los zapatos que llevaba el asesino! ¿Los reconoce, tío Jacques?

El tío Jacques se inclinó sobre aquel cuero infecto y, estupefacto, reconoció unos viejos zapatos suyos que había arrinconado en el desván hacía ya bastante tiempo. Estaba tan aturdido, que tuvo que sonarse la nariz para disimular su emoción.

Entonces, señalando el pañuelo que usaba el tío Jacques, Frédéric Larsan dijo:

–Aquí tenemos un pañuelo que se parece asombrosamente al que se encontró en el "cuarto amarillo".

–¡Ah! Ya lo sé -dijo el tío Jacques temblando-, son casi iguales.

–Además -continuó Frédéric Larsan-, la vieja boina vasca que también se encontró en el "cuarto amarillo" habría podido cubrir en otra época la cabeza del tío Jacques. Todo esto, señor jefe de la Sûreté y señor juez de instrucción, prueba, a mi parecer... ¡Tranquilo, buen hombre! – le dijo al tío Jacques, que estaba desfalleciendo-, esto prueba, a mi parecer, que el asesino quiso disfrazar su verdadera personalidad. Lo ha hecho de un modo bastante burdo, o al menos así nos parece, porque estamos seguros de que el asesino no es el tío Jacques, que no se separó de la señorita Stangerson. Pero imaginen que el señor Stangerson, aquella noche, no hubiera prolongado su velada; que después de despedirse de su hija hubiera regresado al castillo, que la señorita Stangerson hubiera sido asesinada cuando ya no quedaba nadie en el laboratorio y mientras el tío Jacques dormía en el desván:

¡Nadie hubiera dudado de que el tío Jacques era el asesino! Debe su salvación tan sólo a que el drama estalló demasiado pronto, sin duda porque el asesino creyó, por el silencio que reinaba al lado, que el laboratorio estaba vacío y que había llegado el momento de actuar. El hombre que pudo introducirse aquí tan misteriosamente y tomar tales precauciones contra el tío Jacques era, sin lugar a dudas, alguien familiar en la casa. ¿A qué hora exactamente entró aquí? ¿Durante la tarde? ¿Durante la noche? No sabría decirlo... Una persona tan familiarizada con las cosas y la gente de este pabellón tuvo que entrar en el "cuarto amarillo" en el momento indicado.

–¡Sin embargo, no pudo entrar cuando había gente en el pabellón! – exclamó el señor de Marquet.

–¿Y qué sabemos? – replicó Larsan. Hubo una cena en el laboratorio, las idas y venidas del servicio... Hubo un experimento de química que debió de mantener, entre las diez y las once, al señor Stangerson, a su hija y al tío Jacques al lado de los hornos..., en ese rincón de la chimenea... ¿Quién me dice que el asesino..., ¡alguien conocido!..., no aprovechó ese momento para deslizarse en el "cuarto amarillo", después de haberse quitado los zapatos en el baño?

–¡Es altamente improbable! – dijo el señor Stangerson.

–Sin duda, pero no imposible... Sobre eso, no afirmo nada. En cuanto a su salida, la cosa es distinta. ¿Cómo pudo huir? ¡De la forma más natural del mundo!

Frédéric Larsan se calló un instante. Ese instante nos pareció eterno. Esperamos que siguiera hablando con una ansiedad muy comprensible.

–No entré en el "cuarto amarillo" -prosiguió Frédéric Larsan-, pero me imagino que tienen la prueba de que no se podía salir sino por la puerta. Es decir, que el asesino salió por la puerta. Como resulta imposible que sea de otro modo, tiene que ser así. ¡Cometió el crimen y salió por la puerta! ¿En qué momento? Cuando le resultó más fácil: en el momento en que todo se vuelve más explicable, tan explicable que no podría haber otra explicación. Así pues, examinemos los "momentos" que siguieron al crimen. Tenemos el primer momento, cuando el señor Stangerson y el tío Jacques se encuentran ante la puerta, cerrándole el paso. Tenemos el segundo momento, cuando el tío Jacques se ausenta un instante y el señor Stangerson se encuentra solo ante la puerta. Tenemos el tercer momento, cuando el casero se reúne con el señor Stangerson. Tenemos el cuarto momento, cuando se encuentran ante la puerta el señor Stangerson, el casero, su mujer y el tío Jacques. Tenemos el quinto momento, cuando la puerta es derribada y se invade el "cuarto amarillo". El momento en el que la huida es más explicable es el momento en el que hay menos personas ante la puerta. Hay un momento cuando no hay más que una: cuando el señor Stangerson se queda solo ante la puerta. A menos que admitamos la complicidad del silencio del tío Jacques, y no lo creo, porque el tío Jacques no habría salido del pabellón para ir a examinar la ventana del "cuarto amarillo" si hubiera visto que se abría la puerta y salía el asesino. Por lo tanto, la puerta no se abrió sino ante el señor Stangerson solo, y el hombre salió. En este punto, debemos admitir que el señor Stangerson tenía poderosas razones para no detener o para no hacer detener al asesino, ya que lo dejó llegar hasta la ventana del vestíbulo, ¡y la cerró tras él!... Hecho esto, como el tío Jacques iba a regresar y tenía que encontrar las cosas como antes, la señorita Stangerson, terriblemente herida, pudo encontrar la fuerza, sin duda ante las advertencias de su padre, para cerrar de nuevo la puerta del "cuarto amarillo" con llave y con cerrojo antes de derrumbarse, moribunda, sobre el parqué... No sabemos quien cometió el crimen; no sabemos de qué miserable son víctimas el señor y la señorita Stangerson; ¡pero no caben dudas de que ellos sí lo saben! Debe ser un secreto terrible para que el padre no haya dudado en dejar a su hija agonizante detrás de la puerta que ella misma volvía a cerrar, terrible para que haya dejado escapar al asesino... ¡Pero no hay otra forma humana de explicar la huida del asesino del "cuarto amarillo"!

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