El misterio del tren azul (24 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

—¿Quieres verle? —preguntó Katherine.—Sí, me ha robado el corazón. Nunca había encontrado un hombre con ojos verdes como los de un gato.

—¡Ah! No lo sabía —contestó Katherine.

Hablaba distraída. Los últimos días habían sido un calvario. El arresto de Derek Kettering había sido el tema de todas las conversaciones y el misterio del Tren Azul había sido analizado del derecho y del revés.

—He pedido un coche —dijo Lenox— y a mamá le he dicho una mentira, aunque desgraciadamente no recuerdo cuál. Pero no importa, ella no se acordará tampoco. Si supiera adonde vamos, se vendría con nosotras para sonsacar a monsieur Poirot.

Las dos muchachas llegaron al Negresco, donde encontraron a Poirot esperándolas. Se mostró tan cortes y les dedicó tantas zalamerías que al poco rato se tronchaban de risa. Sin embargo, la comida no fue alegre. Katherine estaba distraída y Lenox soltaba largas parrafadas entre enormes pausas.

Cuando estaban en la terraza tomando el café, Lennox se encaró a Poirot bruscamente.

—¿Cómo van las cosas?. ¿Sabe usted a qué me refiero?.

Poirot se encogió de hombros.

—Siguen su curso.

—¿Y usted les permite seguir su curso?.

Poirot miró a Lenox algo triste.

—Es usted joven, mademoiselle, pero hay tres cosas a las que no se les puede dar prisa:
le bon Dieu
, la naturaleza y los ancianos.

—¡Tonterías! —dijo Lenox—. Usted no es un anciano.

—¡Ah!, es muy bonito que a uno le digan estas cosas.

—Allí viene el comandante Knighton —anunció Lennox.

Katherine se volvió rápidamente y enseguida volvió a quedar en su posición anterior.

—Está con Mr. Van Aldin —añadió Lenox—. Quiero preguntarle algo al comandante Knighton. Voy a verlo un momento.

Al quedarse solos, Poirot se inclinó hacia Katherine y le murmuró:

—Está usted
distralte
, mademoiselle. Sus pensamientos andan muy lejos de aquí, ¿verdad?.

—Tan lejos como Inglaterra, nada más.

Movida por un súbito impulso, cogió la carta que había recibido aquella mañana y se la tendió al detective para que la leyese.

—Es la primera noticia que recibo de mi antigua vida. ¿Creerá usted que me duele?.

Poirot leyó la carta y luego se la devolvió.

—¿Asique volverá usted a St. Mary Mead?.

—Claro que no. ¿Por qué habría de hacerlo?.

—Por lo visto, me he equivocado. ¿Me permite usted un momento?.

Se dirigió hacia donde estaba Lenox Tamplin hablando con Van Aldin y Knighton. El millonario parecía viejo y cansado. Saludó a Poirot con un gesto, pero sin la menor animación.

Cuando Van Aldin se volvió para contestar a una pregunta de Lenox, Poirot se llevó a Knighton a un lado.

—Mr. Van Aldin parece enfermo —dijo.

—¿Le extraña? —preguntó Knighton—. El escándalo de la detención de Derek Kettering ha sido el golpe final. Incluso lamenta haberle encargado a usted descubrir la verdad.

—Debería regresar a Inglaterra —opinó Poirot.

—Nos vamos pasado mañana.

—¡Esa es una buena noticia. —Vaciló un momento mientras miraba a Katherine y después murmuró—: Me gustaría que se lo comunicara a miss Grey.

—¿Comunicarle qué?.

—Que usted... mejor dicho, que Mr. Van Aldin regresa a Inglaterra.

Knighton le miró un poco extrañado, pero cruzó la terraza para hablar con Katherine.

Poirot asintió satisfecho mientras el joven se alejaba y fue a reunirse con Lenox y el norteamericano. Al cabo de unos momentos se reunieron con los demás. Durante un rato, la conversación fue general. Luego, el millonario y su secretario se marcharon. Poirot también se dispuso a retirarse.

—¡Un millón de gracias por su hospitalidad, mademoiselle! —exclamó—. Ha sido una comida deliciosa.
Ma foi
, la necesitaba. —Abombó el pecho y se lo golpeó con el puño—: ¡Soy un león! ¡Un gigante! ¡Ah, mademoiselle Katherine, usted no ha visto en qué puedo convertirme!. Sólo conoce usted al amable y pacífico Hercule Poirot, pero hay otro Hercule Poirot a quien no ha visto aún. Ahora voy a acosar, a amenazar, a infundir terror en el corazón de aquellos que me escuchen.

Las miró satisfecho de sí mismo y las muchachas se mostraron impresionadas, aunque Lenox se mordía el labio inferior y las comisuras de los labios de Katherine se movían de una manera muy sospechosa.

—Y lo haré —dijo gravemente—. Oh, sí, triunfaré.

Había dado ya unos cuantos pasos cuando la voz de Katherine le hizo volverse.

—Monsieur Poirot, quiero decirle una cosa. Creo que tenía usted razón en lo que dijo. Regresaré a Inglaterra inmediatamente.

Poirot le dirigió una mirada penetrante que hizo enrojecer a Katherine.

—Lo comprendo —dijo gravemente.

—Me parece que no —replicó Katherine.

—Yo sé mucho más de lo que usted supone, mademoiselle —señaló Poirot en voz baja.

Se separó de ella con una extraña sonrisa en los labios. Subió al coche que le esperaba y se dirigió a Antibes.

Hipolyte, el impasible criado del conde de la Roche, estaba muy atareado en Villa Marina limpiando la magnífica cristalería de su dueño. El conde de la Roche había ido a Montecarlo a pasar el día. Al mirar por una de las ventanas, Hipolyte observó a un visitante que caminaba con paso enérgico hacia la puerta principal, un visitante curioso que, a pesar de su experiencia, no supo clasificar. Llamó a Marie, su esposa, que estaba ocupada en la cocina, para que viese lo que él llamaba
ce type la
.

—¿No será otra vez la policía? —preguntó Marie con inquietud.

—Míralo tú misma —dijo Hipolyte.

Marie miró.

—No, no es policía —declaró la mujer—. Me alegro.

—Realmente no nos han molestado mucho —comentó Hipolyte—. De no haberme avisado el conde, nunca hubiera sospechado que aquel desconocido de la bodega no era lo que parecía ser..

Sonó el timbre e Hipolyte, con un porte grave y decoroso, fue a abrir la puerta.

—Lo siento mucho, pero el señor conde no está en casa.

El hombrecillo de grandes mostachos asintió plácidamente.

—Ya lo sabía —replicó—. Usted es Hipolyte Fravelle, ¿verdad?.

—Sí, señor, ése es mi nombre.

—Y está casado con una mujer llamada Marie.

—Sí, señor, pero...

—Deseo verles a los dos —dijo el visitante y entró en el vestíbulo—. Su esposa debe de estar en la cocina —añadió—, iré allí.

Antes de que el criado pudiera recuperar el aliento, el otro ya había abierto la puerta correcta y había recorrido el pasillo hasta la cocina, donde Marie se quedó con la boca abierta al verle entrar.


Voila
—dijo el desconocido que se dejó caer en una silla—. Yo soy Hercule Poirot .

—Bien, señor.

—¿No conocen ustedes mi nombre?.

—Nunca lo he oído —respondió Hipolyte.

—Pues perdonen que les diga que les han educado muy mal. Es el nombre de uno de los hombres más célebres del mundo.

Exhaló un profundo suspiro a la vez que cruzaba los brazos.

Hipolyte y Marie le miraban con inquietud; no sabían qué pensar de este insospechado y muy extraño visitante.

—¿El señor desea...? —murmuró Hipolyte mecánicamente.

—Deseo saber por qué mintieron ustedes a la policía.

—¡Monsieur! —gritó Hipolyte—. ¿Mentir yo a la policía?. Nunca he hecho una cosa así.

Poirot meneó la cabeza.

—Se equivoca usted: Lo ha hecho en varias ocasiones. Déjeme ver. —Sacó una libretita del bolsillo y la consultó—. ¡Ah, sí! Al menos en siete ocasiones. Se las voy a recordar.

Con voz indiferente le recitó las siete ocasiones.

Hipolyte estaba asombradísimo.

—¡No he venido a hablar de antiguos pecados! —añadió Poirot—, pero, amigo mío, no caiga en la costumbre de considerarse demasiado listo. Y ahora hablaremos de la mentira que me interesa: la declaración según la cual el conde de la Roche llegó a esta villa la mañana del día catorce de enero.

—Pero eso no es una mentira, monsieur, es la pura verdad. El señor conde llegó aquí la mañana del martes, día catorce, ¿verdad, Marie?.

Ella se apresuró a confirmarlo.

—Sí, eso es, me acuerdo perfectamente.

—Muy bien —dijo Poirot—. ¿Quiere usted decirme qué le dio a su señor de
déjeuner
aquel día?.

—Le... —la mujer hizo una pausa e intentó recordar.

—Es curioso —dijo Poirot— cómo uno recuerda ciertas cosas y olvida otras.

Se inclinó hacia delante y descargó un puñetazo contra la mesa. Sus ojos brillaban iracundos.

—Sí, sí, es como yo digo. Ustedes dicen mentiras y creen que nadie se da cuenta. Pero hay dos personas que lo saben todo. Sí dos personas. Una es
le bon Dieu
—levantó una mano al cielo y luego, recostándose en su silla y con los ojos cerrados, murmuró complacido—: y la otra Hercule Poirot.

—Le aseguro a usted que está completamente equivocado. El señor conde salió de París el lunes por la noche...

—Es verdad —dijo Poirot—, salió en el
rapide
. Lo que no sé es dónde interrumpió el viaje. Quizás ustedes tampoco lo saben. Pero sí sé que llegó aquí el miércoles por la mañana, en lugar del martes.

—El señor está en un error —insistió la mujer.

Poirot se puso de pie.

—Bien, entonces tendrá que intervenir la justicia —murmuró—. Es una lástima..

—¿Qué quiere usted decir, monsieur? —preguntó ella con una sombra de inquietud.

—Que serán arrestados como cómplices del asesinato de Mrs. Kettering, la dama inglesa que mataron.

—¡Un crimen!.

El criado palideció intensamente y le temblaron las rodillas. Marie soltó el rodillo de amasar y se echó a llorar.

—¡Eso es imposible! Yo creía...

—Ya que insisten ustedes en su historia, no hay más que decir. Pero conste que son ustedes muy tontos.

Se dirigía hacia la puerta cuando una voz agitada le detuvo.

—Monsieur, monsieur, un momento. Yo nunca imaginé que se tratara de una cosa así. Creía que sólo era un asunto relacionado con alguna dama. Ya hemos tenido algunos pequeños problemas con la policía por asunto de señoras. Pero un asesinato, eso es muy diferente.

—¡Ya se me ha agotado la paciencia y no pienso seguir discutiendo! —Se volvió hacia la pareja y agitó furioso el puño ante el rostro de Hipolyte—. ¿Es que voy a pasarme el día discutiendo con un par de idiotas?. Yo quiero saber la verdad. Sino me la quieren decir, peor para ustedes.
Por última vez-¿Cuándo llegó el conde a Villa Marina, el martes o el miércoles por la mañana?.

—El miércoles —murmuró el criado, y su esposa lo confirmó.

Poirot les miró unos instantes. Después asintió severo

—Son muy sabios, hijos míos —dijo en voz baja—. Se han librado de una situación muy grave.

Salió de Villa Marina con una sonrisa en el rostro.

«Una suposición confirmada —murmuró para sí—. ¿Tendré suerte con la otra?».

Eran las seis cuando le presentaron a Mirelle la tarjeta de monsieur Hercule Poirot. Ella la miró preocupada durante un momento y después asintió.

Cuando el detective entró, la encontró paseando por la habitación como una fiera enjaulada. Ella se volvió furiosa.

—¡Bueno! —gritó—. ¿Qué pasa ahora?. ¿No me han torturado ya bastante todos ustedes?. ¿No me han hecho traicionar a mi pobre Derek?. ¿Qué más quiere de mí?.

—Sólo quiero hacerle una pequeña pregunta, mademoiselle. Cuando el tren salió de Lyon y entró usted en el compartimiento de Mrs. Kettering...

—¿Qué está usted diciendo?.

Poirot la miró con un aire de ligero reproche y empezó otra vez.

—Que cuando usted entró en el compartimiento de Mrs. Kettering...

—¡Yo no entré!.

—Y la encontró...

—¡Yo no entré!


Ah sacre!.

Él se volvió airado y la increpó con tanta violencia que ella retrocedió acobardada.

—¿Es que quiere usted engañarme?. Le aseguro que sé lo que ocurrió aquella noche tan bien como si lo hubiese presenciado. Entró usted en el compartimiento y la encontró muerta. ¡Me consta!. Mentirme a mí es peligroso. Tenga cuidado, mademoiselle Mirelle.

La bailarina bajó la mirada, vencida.

—Yo... no... —comentó a decir vacilante y se interrumpió.

—Sólo hay una cosa que me intriga, mademoiselle. Me pregunto si encontró lo que buscaba o bien...

—O bien, ¿qué?.

—0 bien si alguien se le había adelantado ya.

—¡No responderé a más preguntas! —chilló la bailarina.

Apartó la mano de Poirot, se tiró al suelo y dio rienda suelta a su pataleta. Los chillidos eran tan agudos que acudió una doncella.

Poirot se encogió de hombros, enarcó las cejas y salió de la habitación con mucha discreción.

Parecía muy satisfecho.

Capítulo XXX
-
Los consejos de Miss Viner

Katherine miró a través de la ventana del dormitorio de miss Viner. Llovía, no violenta pero sí persistentemente. Desde la ventana se veía una parta del jardín cruzado por un sendero que conducía a la verja de la calle, y bonitos parterres donde crecerían las rosas tardías y los jacintos rosas y azules.

Miss Viner reposaba en un amplio lecho Victoriano. Había apartado la bandeja con los restos del desayuno y ahora estaba muy ocupada abriendo su co-rrespondencia, sin dejar de hacer comentarios a cual más cáustico.

Katherine tenía en la mano una carta abierta y la leía por segunda vez. estaba fechada en París y llevaba el membrete del hotel Ritz.

Decía así:

Chére mademoiselle Katherine:

Espero que esté usted en perfecto estado de salud y que su vuelta al invierno inglés no la haya resultado muy deprimente. Yo continúo mis investigaciones con la mayor diligencia. No crea usted que estoy en París de vacaciones. Dentro de muy poco estaré en Inglaterra y espero tener el placer de verla otra vez- Ya le escribiré desde Londres. ¿Recuerda usted que somos colegas en este asunto?. Yo creo que no lo habrá olvidado.

Le reitero mis más respetuosos y devotos sentimientos.

Hercule Poirot

Katherine frunció el ceño. Había algo en aquella carta que le intrigaba.

—Sí, sí, un picnic de los niños del coro, ya se pueden apañar —dijo miss Viner—, pero si no excluyen a Tommy Saunders y a Albert Dykes, no daré ni un penique. No sé para qué van esos muchachos los domingos a la iglesia. Tommy cantó las primeras estrofas del salmo y no volvió a abrir la boca. Y si Albert no estaba chupando una pastilla de menta, es que no tengo nariz.

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