El misterio del tren azul (26 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

—A mí, la verdad, el ballet ruso no me dice nada, pero a la gente le gusta. Para mí es demasiado culto.

—Conocí en la Riviera a una bailarina, mademoiselle Mirelle.

—¿Mirelle?. Sí, es muy famosa. Siempre hay algún primo que carga con sus gastos. Pero aparte de eso, la chica sabe bailar. La he visto y sé lo que me digo. Nunca he tenido mucho trato con Mirelle, pero he oído decir que es terrorífico trabajar con ella. Pataletas y berrinches continuos.

—Sí —dijo Poirot pensativo—, ya me lo imagino.

—¡Temperamento! —exclamó Mr. Aarons—. ¡Temperamento!. Así es como le llaman ellas. Mi esposa fue bailarina antes de casarse conmigo y doy gracias de que nunca tuvo temperamento. Uno no quiere temperamento en su casa, monsieur Poirot.

—Estoy de acuerdo, amigo mío; allí está fuera de lugar.

—Las mujeres han de ser apacibles, bondadosas y buenas cocineras.

—Hace poco que actúa Mirelle, ¿verdad? —preguntó Poirot.

—Unos dos años y medio, nada más. Fue un duque francés quien la lanzó. Dicen por ahí que ahora está liada con el primer ministro de Grecia. Esos tipos son los que se enriquecen a la chita callando.

—Eso es nuevo para mí —dijo Poirot.

—Mirelle no es de las que esperan sentadas. Dicen que el joven Kettering asesinó a su esposa por ella. No me extrañaría nada. Ahora, él está en la cárcel y ella tuvo que apañárselas, y reconozco que se ha espabilado muy bien. También dicen que lleva un rubí como un huevo de paloma. Nunca he visto un huevo de paloma, pero asi es como los llaman en las novelas.

—¡Un rubí como un huevo de paloma! —exclamó Poirot y sus ojos verdes centellearon—. ¡Qué interesante!.

—Me enteré por una amiga —dijo Aarons—. Pero bien podría ser un trozo de vidrio de colores. Estas mujeres son todas iguales. Siempre inventando historias fantásticas sobre sus joyas. Mirelle va por ahí diciendo que la piedra tiene una maldición. Creo que la llama «Corazón de fuego».

—Si mal no recuerdo, el rubí que llaman «Corazón de fuego» es la piedra mayor de un célebre collar.

—¿Lo ve usted?. Lo que le decía. A las mujeres les encanta mentir sobre sus joyas. Ésta es una sola piedra que lleva colgada al cuello con una cadena de platino. Pero me apuesto doble contra sencillo a que es falsa.

—No —replicó Poirot en voz baja—. No sé por qué me parece que no se trata de una piedra falsa.

Capítulo XXXII
-
Katherine y Poirot cambian impresiones

La encuentro muy cambiada, mademoiselle Grey —dijo Poirot de pronto. Él y Katherine ocupaban una mesa del Hotel Savoy de Londres.

—Sí, ha cambiado —insistió.

—¿En qué sentido?.

—Mademoiselle, estos matices son difíciles de explicar.

—Me he hecho mayor.

—Sí, se ha hecho mayor, pero no quiero decir que ahora tiene arrugas y patas de gallo. Cuando nos conocimos, mademoiselle era una espectadora. Tenía el aire tranquilo y divertido de quien contempla el espectáculo desde la barrera.

—¿Y ahora?.

—Ahora ya no mira. Tal vez diga una cosa absurda, pero tiene el aire alerta de un luchador que se enfrenta a un combate difícil.

—La anciana a quien cuido —comentó Katherine con una sonrisa— a veces se pone difícil, pero le aseguro que no libro combates a muerte con ella. Tiene usted que ir a verla algún día, monsieur Poirot. Creo que usted es de las personas que sabrían admirar su coraje y su espíritu.

Guardaron silencio mientras el camarero les servía pollo
en casserole
. En cuanto se retiró, Poirot dijo:

—¿Me ha oído usted hablar alguna vez de mi amigo Hastings?. Él dice que soy una ostra humana.
Eh bien
, en usted, Mademoiselle, he encontrado a mi semejante. Usted, mucho más que yo, va por libre.

—Tonterías —replicó Katherine con un tono despreocupado.

—Hercule Poirot nunca dice tonterías. Es como yo digo.

Hubo un silencio que Poirot rompió con una pregunta.

—¿Ha visto usted a alguno de nuestros amigos de la Riviera desde su regreso, mademoiselle?.

—Sí, he visto al comandante Knighton.

—¡Aja! Knighton, ¿eh?.

Algo en los ojos chispeantes del detective hizo que la joven bajara la mirada.

—¿Entonces Mr. Van Aldin permanece en Londres?.

—Sí.

—Debo visitarlo mañana o pasado.

—¿Tiene alguna noticia para él?.

—¿Por qué lo pregunta?.

—No, por nada.

Él la miró con atención.

—Me parece que desea preguntarme muchas cosas. ¿Y por qué no?. ¿No es el misterio del Tren Azul nuestro
román policier
?.

—Sí, me gustaría hacerle algunas preguntas.


Eh bien
.

Katherine le miró con un súbito aire de decisión.

—¿Qué ha estado haciendo en París, monsieur Poirot?.

El detective esbozó una sonrisa.

—Pues... visitar la embajada rusa.

—¡Oh!.

—Ya sé que eso no le dice a usted nada. Pero no seré la ostra humana. Pondré mis cartas sobre la mesa, algo que nunca harían las ostras. Supongo que sospecha que no estoy satisfecho con el caso contra Derek Kettering.

—Eso es lo que me estaba preguntando. En Niza, creía que había acabado con el caso.

—No me está diciendo todo lo que piensa, mademoiselle. Pero lo admito todo, fueron mis investigaciones las que llevaron a Derek Kettering donde está ahora. De no haber sido por mí, el juez estaría todavía esforzándose inútilmente en achacarle el crimen al conde de la Roche.
Eh bien
, mademoiselle, no me arre-piento de lo que he hecho. Mi obligación es la de descubrir la verdad y ella me ha llevado hasta Mr. Kettering. ¿Pero se acaba allí?. La policía cree que sí, pero yo, Hercule Poirot, no estoy satisfecho. —Se interrumpió bruscamente y después preguntó—: ¿Ha tenido usted noticias de Lenox Tamplin?.

—Sólo una breve carta. Creo que está disgustada conmigo por haber regresado a Inglaterra.

Poirot asintió.

—Tuve una entrevista con ella la noche que arrestaron a monsieur Kettering. Fue una conversación muy interesante en más de un aspecto.

De nuevo guardó silencio y Katherine le dejó pensar.

—Mademoiselle —dijo al fin—, tengo que decirle a usted algo de índole muy delicada. Creo que hay alguien que ama a Derek Kettering. corríjame si me equivoco, y por el bien de esa persona, espero tener razón y que la policía está en un error. ¿Sabe usted quién es esa persona?.

Se hizo un silencio y entonces ella contestó:

—Sí, la conozco.

Poirot se inclinó hacia ella por encima de la mesa.

—No estoy satisfecho, mademoiselle, no, no estoy satisfecho. Los hechos, los hechos principales, apuntan directamente a monsieur Kettering. Sin embargo, hay un detalle que no han tenido en cuenta.

—¿Y cuál es ese detalle?.

—El rostro desfigurado de la víctima. Me lo he preguntado a mí mismo un centenar de veces. ¿Es Derek Kettering un hombre capaz de destrozar el rostro de su esposa después de asesinarla?. ¿Qué fin podía perseguir?. ¿Es propio de Mr. Kettering un acto así?. Y la respuesta a todas estas preguntas es profundamente insatisfactoria. Una y otra vez vuelvo al mismo punto: «¿Por qué». Y las cosas que tengo para ayudarme a la solución del problema son éstas.

Sacó algo de su cartera que sostuvo entre el índice y el pulgar..

—¿Lo recuerda, mademoiselle?. Usted me vio coger estos cabellos de la manta en el compartimiento.

Katherine se inclinó hacia delante para observar los cabellos con mucha atención.

Poirot asintió varias veces lentamente.

—Veo que no le sugieren nada, mademoiselle. Y, sin embargo, creo que usted ve muchísimo.

—He tenido ideas —respondió Katherine lentamente—, ideas muy fantásticas. Por eso le pregunté qué estaba haciendo en París, monsieur Poirot.

—Cuando le escribí...

—¿Desde el Ritz?.

Una extraña sonrisa iluminó el rostro del detective.

—Sí, desde el Ritz, como usted dice. Soy una persona aficionada a los lujos cuando paga un millonario.

—¿Y lo de la embajada rusa? —preguntó Katherine que frunció el entrecejo—. No comprendo qué relación puede tener.

—No tiene ninguna relación directa. Fui allí para obtener cierta información... Hablé con una persona en particular y la amenacé. Sí, mademoiselle, yo, Hercule Poirot, la amenacé.

—¿Con denunciarla a la policía?.

—No —contestó Poirot en tono seco—. La amenacé con un arma mucho mas mortífera: la prensa.

Miró a Katherine y ella meneó la cabeza con una sonrisa.

—¿No se está usted volviendo otra vez ostra, monsieur Poirot?.

—No, no quiero inventarme misterios. Voy a decirle la verdad. Sospechaba que ese hombre había jugado un papel muy importante en la venta de las joyas de Van Aldin. Me enfrenté a él y, al final, conseguí arrancarle toda la historia.. Me explicó dónde efectuó la entrega. También me enteré del hombre que había estado paseando frente a la casa: un hombre de venerables cabellos blancos, pero que caminaba con el paso elástico y ágil de un joven. A ese hombre le di un nombre en mi mente: el de El Marqués.

—¿Y ahora ha venido usted a Londres para entrevistarse con Mr. Van Aldin?.

—No sólo por esa razón. Tenía otros trabajos que hacer. Desde que estoy en Londres he visitado ya a dos personas: a un agente teatral y a un médico de Harley Street. De cada uno de ellos he conseguido cierta información. Reúna todas esas cosas, mademoiselle, y veamos si puede deducir lo mismo que yo.

-¿Yo?.

—Sí, usted. Le diré una cosa, mademoiselle: Siempre he dudado si el robo y el asesinato los cometió la misma persona. Durante mucho tiempo no estuve seguro.

—¿Y ahora ya lo sabe?.

—Ahora lo sé.

Hubo un silencio. Después Katherine levantó la cabeza: Le brillaban los ojos.

—Yo no soy tan lista como usted, monsieur Poirot. La mitad de las cosas que me ha contado, no tienen para mí ningún sentido. Las ideas que tengo provienen de un ángulo completamente distinto.

—Ah, pero siempre es así —señaló Poirot en voz baja—. Un espejo refleja la verdad, pero todos nos situamos en lugares distintos para mirar el espejo.

—Mis ideas quizá sean absurdas. Pueden ser totalmente distintas a las suyas, pero...

—¿Pero qué?.

—Óigame, ¿esto le puede ayudar?.

Poirot cogió el recorte que le ofrecía. Lo leyó, miró a Katherine y asintió.

—Como ya le he dicho, mademoiselle, todos nos colocamos delante del espejo desde distintos ángulos, pero es el mismo espejo y se reflejan las mismas cosas.

Katherine se puso de pie.

—Tengo que marcharme —dijo—. Tengo el tiempo justo para tomar el tren, monsieur Poirot.

—Sí, mademoiselle.

—Esto no pude continuar mucho más. No lo resistiría.

Y su voz se quebró.

El detective le palmeó cariñosamente la mano.

—Valor, mademoiselle. ahora no debe flaquear. El final está cerca.

Capítulo XXXIII
-
Una nueva teoría

Monsieur Poirot desea verle, señor. —¡Que se vaya al diablo! —exclamó Van Aldin. Knighton esperó en silencio.

El millonario dejó el sillón y empezó a caminar arriba y abajo por la habitación.

—Supongo que habrá usted leído los malditos periódicos esta mañana —dijo.

—Les he echado una ojeada, señor.

—¿No habrá manera de hacerlos callar?.

—Creo que no.

El millonario volvió a sentarse y se llevó las manos a las sienes.

—¡Si llego a figurarme esto —gimió—, no le hubiera encargado nunca a ese belga el esclarecimiento de la verdad.!. Entonces sólo me preocupaba descubrir al asesino de Ruth.

—Pero usted no hubiese querido que su yerno quedara impune.

Van Aldin suspiró.

—Yo hubiera preferido tomarme la justicia por mi mano.

—No creo que hubiera sido un procedimiento muy sabio, señor.

—Al fin, a lo nuestro. —Se detuvo y, después de una breve vacilación, añadió—: ¿Está seguro de que ese tipo desea verme?.

—Sí, señor. Dijo que es muy urgente.

—Entonces tendré que verle. Dígale que puede venir esta misma mañana si quiere.

Poirot se presentó en las habitaciones de Van Aldin con un aspecto descansado y alegre. No pareció molestarse por la frialdad de la acogida y charló plácidamente de cosas sin importancia. Explicó que estaba en Londres para ver a su médico y citó el nombre de un eminente cirujano.

—No, no,
pas la guerre
, es un recuerdo de mis tiempos de policía. La bala de un enfurecido ladrón.

Se tocó el hombro izquierdo e hizo un gesto expresivo.

—Yo siempre le he considerado un hombre de suerte, Mr. Van Aldin. Usted no responde a la idea que tenemos de los millonarios norteamericanos, víctimas de la dispepsia.

—Sí, estoy fuerte es gracias a la vida sencilla y ordenada que llevo.

Poirot se volvió hacia Knighton.

—Ha visitado usted a miss Grey, ¿verdad? —preguntó Poirot, con un tono inocente.

—Sí, un par de veces —contestó el secretario.

Se sonrojó un poco y Van Aldin exclamó sorprendido: —Es raro que no me haya dicho usted nada, Knighton.

—Creí que no le interesaría a usted, señor.

—Me gusta mucho esa muchacha —afirmó el millonario.

—Es una lástima que haya vuelto a enterrarse en St. Mary Mead —comentó Poirot.

—Es una acción admirable —protestó Knighton calurosamente—. Poquísimas personas en su situación se hubieran prestado a ir a cuidar a una vieja achacosa que no tiene ningún parentesco con ella.

—Soy una tumba —añadió Poirot con una chispa de picardía en los ojos—, pero de todas maneras, es una lástima. Y ahora, señores, vamos a trabajar.

Van Aldin y Knighton le miraron sorprendidos.

—No se alarmen ni se extrañen de lo que voy a decir. Supongamos, monsieur Van Aldin, que después de todo, monsieur Derek Kettering no mató a su esposa.

-¿Qué?.

Los dos hombres se miraron estupefactos.

—Supongamos, repito, que Derek Kettering no mató a su esposa.

—¿Está usted loco, monsieur Poirot? —gritó Van Aldin.

—No, no estoy loco. Quizá sea algo excéntrico, algunas lo dicen, pero respecto a mi profesión, soy la cordura personificada. Ahora le pregunto, monsieur Van Aldin: ¿Se alegraría usted de que su yerno no fuera un asesino?.

Van Aldin le miro con fijeza.

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