El misterio del tren azul (6 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

—¿Vestidos?. ¿Qué tienen de malo sus vestidos?. ¡Siempre va muy elegante!.

Mrs. Harrison lanzó una mirada de exasperación a su marido, que se preparaba para ir a visitar a sus enfermos.

—Podrías ir a verla, Polly —sugirió.

—Eso pensaba hacer —contestó ella en el acto.

A las tres ya estaba en casa de Katherine.

—No sabe usted, querida, lo contenta que estoy —dijo al estrecharle la mano—. Todos los del pueblo se alegrarán también muchísimo.

—Es usted muy amable —afirmó Katherine—. Tenía ganas de verla para preguntarle cómo está Johnnie.

—¡Oh!. Johnnie. Pues verá usted...

Johnnie era el hijo menor de Mrs. Harrison, quien comenzó a referir una larga historia acerca de las amígdalas y las vegetaciones de su Johnnie. Katherine la escuchaba comprensiva. La costumbre no muere con facilidad y escuchar a los demás había sido su ocupación durante diez años.

—¿Le he contado alguna vez lo de aquel baile de la marina en Portsmouth, en el que lord Charlie admiró tanto mi vestido?

Muy compuesta y amable, la joven respondió:

—Es posible, pero ya no me acuerdo, Mrs. Harfield. ¿Quiere usted contármelo?.

La anciana señora empezó su relato, plagado de interrupciones y numerosos incisos. De vez en cuando, cuando la anciana hacía una pausa, Katherine decía maquinalmente las palabras correctas mientras pensaba en otra cosa. Ahora, con la misma curiosa sensación de dualidad a la que estaba acostumbrada, escuchaba a Mrs. Harrison.

Después de media hora de charla, la esposa del médico se detuvo.

—¡Por Dios! —exclamó—. Perdóneme usted, Katherine, no he hecho más que hablar de mí todo el rato, cuando he venido dispuesta a hablar de usted y sus planes.

—Todavía no tengo ninguno.

—¡Supongo que no irá usted a quedarse aquí!.

Katherine sonrió ante el tono de horror de su vieja amiga.

—No, pienso viajar. Conozco muy poco mundo.

—Es verdad. Además, durante estos años habrá usted pasado muy malos ratos.

—No lo crea. He tenido mucha libertad.

Oyó la exclamación de sorpresa de Mrs. Harrison y se sonrojó un poco.

—Le parecerá tonto que diga esto, ¿verdad?. En realidad, yo no he tenido mucha libertad en un sentido estrictamente físico.

—Claro que no —suspiró Mrs. Harrison al recordar que Katherine había tenido muy pocas veces lo que se llama un día de fiesta.

—Pero, por otra parte, estar atada físicamente proporciona una ilimitada independencia mental. Se puede pensar con libertad. He disfrutado siempre de una deliciosa sensación de libertad mental.

Mrs. Harrison meneó la cabeza

—Eso sí que no lo entiendo.

—¡Ah!. Lo comprendería usted si hubiese estado en mi lugar. De todas maneras, sí que deseo un cambio. Quiero... bueno, quiero que ocurran cosas. Oh, no me refiero a mí, no quiero decir eso, pero me gustaría vivir momentos emocionantes, aunque sólo fuese como espectadora. Aquí, en St. Mary Mead, no ocurre nunca nada.

—No, realmente nunca pasa nada —afirmó Mrs. Harrison con vehemencia.

—Primero iré a Londres —dijo Katherine—. Tengo que visitar a los abogados. Luego, me iré al extranjero.

—¡Qué estupendo!.

—Pero, claro, ante todo...

-¿Qué?.

—Habré de comprarme alguna ropa.

—¡Eso es precisamente lo que le decía yo esta mañana a Arthur! —exclamó la esposa del doctor—. Si usted se lo propusiese, Katherine, sería una mujer muy bonita.

Miss Grey se rió de la ocurrencia.

—No creo que nadie sea capaz de convertirme en una belleza —dijo con sinceridad—. Pero, eso sí, me gustaría tener algunos vestidos bonitos. Creo que estoy hablando demasiado de mí misma.

Mrs. Harrison la miró con astucia.

—Eso será para usted una verdadera novedad —dijo en tono seco.

Katherine fue a despedirse de la anciana miss Viner antes de marcharse del pueblo. Miss Viner tenía dos años más que Mrs. Harfield y estaba muy orgullosa de haber sobrevivido a su difunta amiga.

—Nunca hubiese usted pensado que yo sobreviviría a Jane Harfield, ¿verdad? —le comentó a Katherine triunfalmente—. Las dos fuimos juntas al colegio y, ya ve, ella se ha ido y yo todavía estoy en el mundo. ¡Quién iba a decirlo!.

—Pero es que usted siempre ha comido pan integral para cenar —respondió maquinalmente miss Grey.

—Es curioso que recuerde usted ese detalle. Si Jane Harfield hubiese tomado una rebanadita de pan integral cada noche y un pequeño estimulante en las comidas, todavía hoy se encontraría entre nosotros.

La anciana hizo una pausa asintiendo complacida; entonces añadió como si le asaltase un súbito recuerdo:

—De manera que ha heredado un montón de dinero, ¿verdad?. Bien, bien. Vaya usted con mucho cuidado al gastarlo. ¿Y ahora va a Londres a divertirse?. No crea que se casará querida, porque no es así; usted no es el tipo de mujer que entusiasma a los hombres. Además, ya es mayorcita. ¿Cuántos años tiene?.

—Treinta y tres —contestó Katherine.

—Bueno —señaló miss Viner—, tampoco está tan mal. Pero de todos modos, ha perdido ya lozanía.

—Creo que tiene usted razón —afirmó miss Grey divertida.

—De todas maneras, es usted una muchacha muy bonita —añadió miss Viner con amabilidad—. Y estoy segura de que más de un hombre la preferiría a usted en lugar de a una de esas chicas que lo único que saben hacer es enseñar las piernas hasta la rodilla y algo más de lo que Dios les dio para que lo ocultasen. Bueno, adiós, hija mía, deseo que se divierta usted mucho; pero recuerde que en esta vida las cosas no son casi nunca lo que parecen.

Reconfortada con estas profecías, Katherine se marchó.

Medio pueblo fue a la estación a despedirla. Entre la multitud estaba también Alice, la criada que le trajo un ramillete de flores y lloró a moco tendido.

—¡Hay muy pocas personas como ella! —lloriqueó Alice mientras se alejaba el tren—. Cuando Charlie me abandonó por aquella muchacha de la granja, nadie se hubiera portado conmigo tan bondadosamente como lo hizo miss Grey. Aun-que era muy severa con la limpieza, cuando una se había deshecho las manos fregando, sabía apreciarlo. Yo me dejaría hacer pedacitos por ella. Es una verdadera señora, sí, una verdadera señora.

Así se marchó Katherine Grey de St. Mary Mead.

Capítulo VIII
-
Lady Tamplin escribe una carta

Bien —dijo lady Tamplin—. ¡Bien!. Dejó caer el
Daily Mail
y miró hacia las azules aguas del Mediterráneo. Una rama de dorada mimosa se inclinaba sobre su cabeza, creando el marco para un cuadro encantador. Lady Tamplin era una mujer rubia oro y ojos azules, con un salto de cama muy favorecedor. Que el oro de su cabellera y lo rosado de su cutis tenían una parte artificial se advertía enseguida, pero el azul de los ojos era un regalo de la naturaleza, y Lady Tamplin, a los cuarenta y cuatro años, todavía era una verdadera belleza.

A pesar de estar tan encantadora, lady Tamplin por una vez no pensaba en ella misma, lo que equivale a decir que no pensaba en su apariencia. Pensaba en asuntos muy serios.

Lady Tamplin era conocidísima en la Riviera y las fiestas que daba en Villa Marguerite tenían fama en toda la Costa Azul. Era una mujer de gran experiencia que se había casado cuatro veces. El primer matrimonio había sido una mera indiscreción, por lo que la hermosa dama casi nunca lo mencionaba. El marido tuvo la buena ocurrencia de morirse muy pronto, y la viuda se casó con un rico fabricante de botones. Éste también se marchó al otro mundo a los tres años de matrimonio, después de una noche de juerga con varios amigos. La siguió el vizconde Tamplin, que llevó a Rosalie a las altas esferas sociales en que ella deseaba reinar. Al casarse por cuarta vez, conservó el título. La cuarta boda fue por puro capricho. Charlie Evans era un joven guapísimo de veintisiete años, con unos modales encantadores, gran amante del deporte, que sabía apreciar debidamente cuanto hay de grato en la vida, pero que no poseía ni un céntimo. Lady Tamplin se sentía muy satisfecha y complacida con la vida en general, aunque a veces le preocupaba el dinero. El fabricante de botones había dejado a su viuda una considerable fortuna, pero, como decía lady Tamplin, «entre unas cosas y otras»... (Una de las cosas era la bajada de las acciones debido a la guerra y la otra las extravagancias de lord Tamplin). Disponía de dinero más que de sobra para vivir confortablemente, pero esto era poco satisfactorio para una mujer del temperamento de Rosalie Tamplin.

Por eso, en esta mañana de enero, abrió desmesuradamente los ojos al leer cierta noticia del periódico y lanzó aquella exclamación. En la terraza, la acompañaba únicamente su hija, la honorable Lenox Tamplin. Una hija como Lenox era una dolorosa espina clavada en el corazón de lady Tamplin. Una muchacha que no poseía el menor tacto social, que parecía más vieja que su madre y cuyo sarcástico humor era, como decía ésta, desesperante.

—Querida —dijo lady Tamplin—, fíjate en esto.

—¿De qué se trata?.

Lady Tamplin recogió el periódico, se lo tendió a su hija y le indicó con un dedo tembloroso el interesante artículo.

Lenox lo leyó sin ninguna de las muestras de emoción que revelaba su madre. Al terminar la lectura, se lo devolvió diciendo:

—¿Y qué? —preguntó ella—. Es una de esas cosas que ocurren frecuentemente. Viejas avaras que mueren en algún villorrio y dejan fortunas de millones a sus humildes servidores.

—Sí, querida, ya lo sé —dijo la madre—, y estoy también segura de que la fortuna no es tan importante como dicen; los periódicos siempre exageran. De todos modos, aunque solo fuese la mitad...

—La cuestión es que nosotras no somos los herederos —señaló Lenox.

—Así es, pero da la casualidad de que esa muchacha, esa Katherine Grey, es prima mía, una de los Grey de Worcesterhire, de la rama de los Edgeworth. Mi propia prima. ¡Imagínate!.

—¡Aja! —exclamó Lenox.

—Y me pregunto... —comenzó la madre.

—Lo que podemos conseguir nosotras —terminó Lenox, con aquella media sonrisa de lado que su madre nunca comprendía.

—¡Querida! —dijo lady Tamplin con un leve tono de reproche.

Era muy débil, porque Rosalie Tamplin estaba acostumbrada ya a las salidas de su hija, y a lo que ella llamaba su desagradable manera de decir las cosas.

—Me preguntaba... —prosiguió lady Tamplin arqueando sus cejas, artísticamente dibujadas— si... —Se detuvo al ver venir hacia ella a un joven—. ¡Oh! Buenos días, Chubby... ¡Qué elegante!. ¿Vas a jugar a tenis?. ¡Qué bien!.

Chubby le sonrió amablemente y respondió por compromiso:

—¡Qué bonita estás con ese salto de cama color melocotón!. —Y pasó junta a ella para desaparecer por la escalera.

—¡Es un encanto! —comentó lady Tamplin viendo pasar a su marido—. ¿De qué estaba hablando?. ¡Ah! —Su mente volvió a los negocios—. Sí. Me preguntaba...

—¡Por Dios!. Suelta ya lo que te preguntas, porque es la tercera vez que repites la frase.

—Pues verás, estaba pensando en escribir a mi querida Katherine y sugerirle que venga a visitarnos. Seguramente querrá alternar con la alta sociedad y sería muy agradable para ella que la presentara a su propia familia. Una ventaja para ella y a la vez para nosotros.

—¿Cuánto crees que podrás sacarle? —preguntó Lenox.

Su madre la miró disgustada.

—Podríamos llegar a un acuerdo financiero. Porque lo cierto es que, entre unas cosas y otras, la guerra, tu pobre padre...

—Y ahora Chubby —dijo Lenox—. ¡Es un lujo que te cuesta muy caro!.

—Creo recordar que Katherine era una muchacha muy simpática —murmuro lady Tamplin, firme en su idea—. Discreta, poco ambiciosa. Tampoco es ninguna belleza ni una cazadora de hombres.

—Así no te quitará a Chubby, ¿verdad?.

Lady Tamplin la miró con disgusto.

—Chubby nunca... —empezó.

—Claro que no —afirmo Lenox—. Sabe demasiado bien quién le da de comer.

—Querida —dijo su madre—, tienes una manera muy grosera de decir las cosas.

—Perdóname —exclamó Lenox.

Lady Tamplin recogió el
Daily Mail
, su bolsa de labor y varias cartas.

—Voy a escribir enseguida a mi querida Katherine recordándole los hermosos días pasados en Edgeworth.

Entró en la casa con el aire decidido de quien va a cumplir una misión importante.

Al contrario de Mrs. Harfield, las palabras brotaban fluidamente de la pluma de lady Tamplin. Llenó cuatro hojas de papel sin el menor esfuerzo y, cuando las releyó, no tuvo que añadir ni quitar ni una coma.

Katherine recibió esta carta la misma mañana en que llegó a Londres. Si supo o no leer entre líneas es otra cuestión. La metió en el bolso y salió para cumplir su cita con los abogados de Mrs. Harfield.

El bufete, uno de los más antiguos de Londres, estaba en Lincoln's Inn Fields. Tras unos minutos de espera, Katherine fue recibida por el socio principal, un anciano y bondadoso caballero de astutos ojos azules y un trato paternal. Durante un rato se ocuparon del testamento de Mrs. Harfield. Luego Katherine le dio al abogado la carta que había recibido de Mrs. Samuel

—Creo que debo enseñarle esta carta —dijo—, aunque a mí me parece un tanto ridícula.

El abogado la leyó con una sonrisa burlona.

—Esto es una burda maniobra, miss Grey. Creo que no será necesario que le diga a usted que esa gente no tiene el menor derecho a la herencia y que, si intentasen como insinúan anular el testamento, ningún tribunal les haría caso.

—Ya me lo figuraba.

—Hay personas que carecen en absoluto de inteligencia. Yo, en el caso de Mrs. Samuel Harfield, hubiese procurado ante todo apelar a su generosidad.

—Precisamente ésta es una de las cosas de las cuales quiero hablar con usted. Quisiera dar algo a esa gente.

—No tiene usted ninguna obligación.

—Ya lo sé.

—Además, no se lo tomarían como generosidad. Más bien creerán que trata usted de comprar su silencio, aunque no es fácil que lo rechacen.

—Ya lo sé, pero no se puede evitar.

—Yo le aconsejaría que desechase usted esa idea.

Katherine meneó la cabeza.

—Sé que tiene razón, pero de todos modos me gustaría hacerlo.

—Cogerán el dinero y después hablarán todavía peor de usted.

—Bueno —replicó Katherine—, que hablen si quieren.

—Cada uno es como Dios le ha hecho. Después de todo, son los únicos parientes de Mrs. Harfield. Aunque nunca se preocuparon de ella en vida, me sabe mal de veras que no reciban nada de lo que ella poseía.

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