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Authors: Delphine Bertholon

Tags: #Drama, romántico

Nunca olvides que te quiero

 

Madison tenía 11 años cuando fue secuestrada. Es una niña viva, alegre y divertida que desde muy pequeña ha desarrollado una fuerte personalidad, repleta de imaginación y creatividad, y que incluso en esta situación dramática, encerrada en la casa de su secuestrador no pierde el optimismo.

Durante los casi 5 años que dura su encierro, se desahoga escribiendo sin censura en un cuaderno que es su gran vía de escape y la única posibilidad de sentirse libre; describe al detalle sus sensaciones, la añoranza de sus seres queridos, su sorpresa por el gradual paso a la adolescencia… y todas las mil y una extravagancias que se le ocurren.

Léonore, la madre de Madison, intenta sobrellevar la ausencia de su hija escribiéndole cartas diariamente en las que le cuenta todo lo que pasa en la familia: sus esperanzas y penas, la muerte del abuelo, cómo su gato la echa de menos y algunas novedades acerca de Stanislas, el profesor de tenis de quien Madison estaba enamorada. Un joven que busca ser amado a cualquier precio aunque en realidad no sabe disfrutar de su libertad.

Una novela magistralmente narrada a tres voces que convierte un trágico suceso en una historia cargada de humor y emoción, que atrapa al lector y le invita a una reflexión sobre el amor, la libertad y la esperanza. Una novela que nos recuerda que la capacidad de ser feliz es también un estado del alma

Delphine Bertholon

Nunca olvides que te quiero

ePUB v1.1

Mística
16.02.12

Título original:
Twist

Traducción: Carme Geronès

Hacía tanto tiempo que no nos habíamos dicho nada.

LIBRO I

Guéthary, 9 de septiembre

tiempo despejado, 18°, suave oleaje

Cariño:

Larry ha vuelto a hacer sus necesidades en el baño. Ha dejado rastros por todas partes, una verdadera «asquerosidad», como dirías tú. He leído en una revista que el vinagre blanco le haría huir de la bañera y que la lejía lo llevaría de vuelta a su caja. ¡Y qué más! Le gusta tanto beber del grifo que no hay forma de sacarlo de allí, sobre todo ahora que acaba de aprender cómo se abre la puerta. En fin, por probar que no quede.

No hago más que hablarte del gato, es una ridiculez. Soy ridícula. Pero el ridículo no mata, al contrario que la desdicha, de modo que, ¿qué voy a hacer?, pues hablar del gato.

Estos últimos días parece deprimido.

Esta mañana he pasado un buen rato mirando afuera. Hace unos días que brilla el sol, y lo hago tan a menudo que la nariz se me ha puesto roja. Al parecer esto me da buen aspecto, eso dice tu padre. Tiro del sillón de rejilla hasta colocarlo delante de la ventana del salón, en el lado sur, para tener una vista despejada. Intento interesarme por las cosas más pequeñas para pensar menos en las grandes, así que me siento y miro. El cielo, sobre todo. Es increíble lo que pasa en él, a veces las nubes adoptan la forma de tu cara, de una ballena o de una camelia. Y otras el viento las hace avanzar tan deprisa que parecen aviones. Hoy tienen el aspecto de la nata.

¡Ah!, no te lo había dicho: he cambiado las cortinas. El sol las había atacado tanto que el rojo de las flores se veía pardusco. Cada vez que las corría, puede que por lo del defecto de Papy, me ponía triste. Así que el sábado nos fuimos con Amélie al centro a escoger una tela. Como el curso ya ha empezado, aquello parecía un hormiguero, hasta tal punto que tuve que salir; menos mal que tu tía hizo cola por mí. Las nuevas son muy sencillas, de algodón gris perla, pero cambian la luz de la estancia. El salón se ve más grande y no sé si eso es bueno. En estos momentos cualquier cosa me ahoga.

«¿Sabes qué pareces ahí sentada sin hacer nada?»

Pierdo con facilidad la noción del tiempo cuando estoy mirando por la ventana, de modo que tuve un sobresalto. Raphaël estaba apoyado en la jamba de la puerta, con los brazos cruzados y los pulgares metidos bajo las axilas, como suele hacer. No sé cuánto tiempo llevaba allí pero un dolor brusco me atravesó la nuca, como si su insistente mirada me hubiera herido. No respondí y él se puso a rebuscar en la biblioteca. Tu padre escoge un cuadro cada vez que no sabe qué decir; lo ha hecho siempre, claro… es su forma de confesar «te quiero». Pero después de ello tengo la sensación de que solo dialogo con obras de arte.

Se acercó con una monografía de Hopper en las manos. La hojeó un instante, su dedo se detuvo en una página y me la pasó. Miré el cuadro,
Eleven AM
.

«Pero está desnuda —objeté—. Además, apenas son las nueve.»

Creo que quiso darme un beso pero, al final, nada. Solo sonrió, esa sonrisa que tú no conoces de él y que significa nostalgia. Se puso la americana, se arregló el nudo de la corbata —la de las miosotas— y se fue a trabajar. Me quedé sola, con el libro en el regazo. Comparé el color de mi pelo con el de la mujer sentada en la butaca azul; Raphaël tenía razón: caoba, como el tuyo. Miré mis pies, y llevábamos los mismos zapatos. Por las manos cruzadas en una postura inquieta, asomada a la ventana, se adivina que espera a alguien; a alguien que, sin duda, no volverá. De pronto me entraron ganas de llorar, pero me mordí el labio inferior, levanté la cabeza hacia el techo, solté un suspiro y se me pasó.

Tu padre me mira siempre, en cambio yo ya no lo consigo. Dice: «Una mariposa nocturna, tu mirada». Lo repite cuando estamos en la cama, cuando ha bebido demasiado, cuando intenta abrazarme y yo tampoco lo consigo. A ti puedo decírtelo, mira por dónde.

Cariño, llaman a la puerta. Será Amélie: me acompaña a la consulta del doctor Lastiri por mis ataques de pánico, ya sabes, cuando el corazón empieza a latirme tan deprisa que me dan sacudidas y ya ni soy capaz de ir a comprar unas cortinas sola.

Nunca olvides que te quiero.

MAMÁ

Al principio

Cuando se fueron, me sentí tan mal que tuve que sentarme en el suelo: no tenía fuerzas ni para llegar a una silla. No sé cómo aguanté lo suficiente para no desplomarme en sus brazos, y en cuestión de abrazos debo decir que aquellos no eran nada del otro mundo. El «otro mundo» estaba formado justamente por la nube de espectros que acababan de despertar, pero claro, ellos no lo sabían. Desde su punto de vista, simplemente me traían una noticia… extraordinaria.

¡Un año y medio borrando su rostro! Milímetro cuadrado a milímetro cuadrado, a fuerza de negación, de borracheras, de libros leídos, de películas vistas y de ansiolíticos; un año y medio en el silencio, haciendo ver que… y de golpe Louison reaparecía bajo los rasgos fatigados de una pareja de inspectores arrastrando tras ellos la sombra de una niña a la que todos habíamos dado por muerta hacía años. Sonó mi móvil, no pude responder. Sentado sobre las baldosas esperé a que mis piernas se recuperaran, con la espantosa sensación de que los pelos de mi torso se convertían en espinas. Exactamente como el alma se apodera de un cuerpo en las películas de terror, los recuerdos me golpearon en el plexo solar, como un bumerán y a toda velocidad. El aire en mi estudio parecía haberse enrarecido, tenía que salir, costara lo que costase, cuanto antes mejor. Al cabo de un momento mis piernas se recuperaron. El resto, no.

Di un portazo: la carta que me habían traído se quedó allí, en la mesa de la cocina, aún cerrada.

En aquel momento no tuve valor para abrirla.

Delante del restaurante chino que linda con mi edificio, la hija de los dueños pasaba un trapo por los asientos de plástico. Como de costumbre, llevaba una falda tejana, una blusa de cuello redondo y unas merceditas de charol negro. En su eterno uniforme de domingo, siempre parece una muñeca recién extraída de una vitrina para sacar brillo al mundo. Como de costumbre, le dije: «Eh, Xuan». Me miró con un aire curioso bajo la cortina de su flequillo, me saludó con el extremo del mentón y se puso de nuevo a frotar los reposabrazos. Cuando me trasladé aquí hace cuatro años, ella apenas sabía andar: a esa cría es como si la hubiera visto nacer. En aquel momento cualquiera habría dicho que ni siquiera me había reconocido.

Me senté en el Pause Café, a pleno sol. Escuché el contestador: era mi madre, quien, algo tarde, me avisaba de la posible visita de la policía. En el otro extremo de la terraza, la Pelirroja leía
La sociedad de consumo
con las gafas de aviador apoyadas en la nariz; la semana anterior era un tratado sobre las fobias. Marco puso mi café sobre la mesa, con el olor a primavera tatuado en la camisa; desde hace unos días está haciendo un tiempo espectacular para ser abril, como si el cielo se hubiera trastornado. Con su fuerte acento del norte, me soltó:

—¿Qué tal, Stan, todo bien?

—De miedo —respondí, o algo así que seguro que sonó a falso.

Marco es el mayor seductor de la historia —como mínimo el mayor mitómano del barrio—, pero en lugar de contarme con pelos y señales sus últimas hazañas como hace normalmente y en especial los lunes, cogió la pizarra de la acera y empezó a dar color a la guirnalda de ensaladas, al tronco de atún vuelta y vuelta y a la salchicha de Morteau con puré a base de pequeñas flores multicolores. El ángulo muerto de mi memoria acababa de anularse; imagino que se notaba. Mis ojos se perdieron en la contemplación de la Pelirroja, cuyo grácil cuerpo flotaba en un vestido
baby doll
de algodón verde. Siempre me he preguntado a qué se dedicaba para estar garabateando papeles a unas horas tan imprevisibles, pero nunca me atreví a dirigirle la palabra: «gato escaldado», como se suele decir. Bastó un instante observándola leer, bonita y estudiosa, y tomar notas en un Moleskine, para que casi olvidara lo que acababa de pasar. Encendí un cigarrillo con el gesto mecánico habitual, pero aquello no era lo habitual. El mechero que acababa de dejar sobre la mesa pareció hundirse en el mármol de imitación como tragado por una voz que hubieran expulsado del pasado, de unas profundas tinieblas:

«Si estás tan emperrado en autoasfixiarte, ¡hazlo como mínimo con clase!»

Louison había abierto la cremallera del bolso cilíndrico de cuero negro y, tras una excavación arqueológica en aquel cajón de sastre en el que llevaba sus cosas, había sacado un encendedor rectangular de metal dorado, algo mayor que una pieza de dómino, con unas iniciales grabadas que no eran las mías y mucho menos las suyas, A. D. Con su habitual sonrisa pendida en el rostro, me había quitado de las manos el mini Bic en el que se leía algo espiritual del estilo de
I'm on fire
y se había levantado para tirarlo. Desde el bar, contemplé cómo sus nalgas moldeadas por unos Levi's se contoneaban hasta el cubo de la basura mientras pensaba que aquel culo, tarde o temprano, iba a perder el mundo. Con un pulgar pintado de azul Klein, había accionado la ruedecilla del mechero dorado para encender el cigarrillo que yo tenía entre los labios: «¡Feliz cumpleaños, yonqui!». Le eché el humo a la cara.

Desde luego, ella no fumaba. Pero se trataba de una libertad que no tenía nada que ver con una pretendida fuerza de voluntad, sino de algo tan simple como que jamás lo había conseguido, a pesar de todas las estrategias desplegadas para engancharse. Horas y horas escondida en un rincón del jardín intentando tragarse una calada, montones de paquetes echados a perder para conseguir ser como todo el mundo, litros de lágrimas vertidas ante la incapacidad de «apurar uno» entre clase y clase, pero no había nada que hacer, su cuerpo nunca quiso saber nada de eso. Hecha ya una mujer, claro está, sacaba gran partido de ello. «Venciendo sin peligro, baby, se triunfa sin gloria», le decía a menudo, porque no soportaba que la llamara «baby». Aquel primer regalo, el primogénito de una larga lista, apenas duró un mes. Louison me regalaba constantemente mecheros, pero se estropeaban al cabo de unas semanas, incluso aquel que me trajo de Moscú, el que llevaba el sello del ejército soviético. Cuando uno mira hacia atrás, el símbolo resulta asombroso.

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