Nunca olvides que te quiero (34 page)

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Authors: Delphine Bertholon

Tags: #Drama, romántico

Evidentemente: Hawai.

Nueve de la mañana, pleamar. Un tiempo espléndido. Me siento en la arena fría, miro al frente toda esta vida sobre la ola, vertiginosa. No sé desde dónde llegará… Madi. Miro de hito en hito el campo nublado por la espuma y me doy cuenta de que vuelvo a vivir.

A la derecha de Guéthary, LA ola mítica, a la que todos los surfistas del mundo comparan con Sunset Beach. En los buenos tiempos, esa larga recta se extiende sobre un fondo de rocas a lo largo de doscientos cincuenta metros. El
Take off
se sitúa en pleno océano, el descenso es largo, más de veinte segundos cuando la ola es buena. La primera sección es algo floja, luego viene la del
Inside,
veloz y hueca… el tubo. El fin de la ola, consistente y rápido; el núcleo, duro y amortiguador: aquí se viene para existir.

Madison ha escogido para el encuentro el lugar más bonito de toda la costa oeste y también el más simbólico. Al igual que su abuelo, siempre le han gustado los signos. Ya de pequeña, en el tenis, hacía todo tipo de rituales mágicos antes del saque. Cuando charlábamos, caminaba sobre la línea de la pista como si fuera la maroma de un funámbulo, y si se apartaba de la raya, su deseo se anulaba. Era demasiado lista para creer en ello; no era más que un juego en el que te embarcaba, te deslizabas con ella en el tubo Madison y por nada del mundo habrías abandonado.

No sabía qué esperar.

La niña que había dejado a mi pesar —dejado en todo el sentido del término, aquel sábado para llevar a Alice a comer en San Sebastián, luego todos aquellos meses en manos de una chica que nunca me quiso, Madison utilizada con fines personales,
Twist
convertida en una prenda que no sirvió para nada, ¡la cobardía en lo más alto de la marea alta, y yo revoleándome en su interior!—, esa niña se había convertido en otra persona. Y yo saqué lo que llevaba dentro. Después de más de un mes, gracias a ella, pude explicarme lo que llevaba dentro, dejé salir el pus que circulaba por mis venas pulsando todas las teclas de un teclado AZERTY, quise a Louison, odié a Louison, renegué de Louison, perdoné a Louison: soy
Louison-free, Louison-proof,
me escribí, mal que bien, con penas y fatigas, con la máxima sinceridad posible, en todo lo que tuve de pueril, de servil, de imbécil, y de todo lo terminado en «il» de lo que no estoy nada orgulloso.

Pero ¿y a ella?, ¿iba a ser capaz de explicarla?

Lo más increíble es que no tuve que hacer nada.

Sentí que algo obstruía el horizonte. Ante mis pupilas, el sol de primavera atravesaba la fina piel de sus dedos separados. Me volví, desapareció el ocultador y ella estaba allí, de pie por encima de mí, ¡tan bonita! Bonita como una mujer, esbelta, con las mejillas hundidas pero los pómulos redondeados, el cuerpo ágil, los senos tersos, casi no me atrevo a escribirlo, los senos tersos, las nalgas tersas, la piel diáfana y el pelo corto, ¡como llamas! Sus ojos fueron lo único que reconocí al instante. Me sonrió, divertida por mi incomodidad y mi aire de asombro. Me dio la mano para ayudarme a levantarme, se la sujeté, y aquella mano era frágil como la porcelana.

—¿Has visto? ¡Me he hecho mayor! Era lo mínimo que podía decirse.

Anduvimos a lo largo de la playa durante mucho rato. De pronto cogió mi mano y yo la dejé hacer. No era un gesto de flirteo, algo dulce, de hermanos.

—Tú, Stan, has envejecido.

—¡Qué amable…!

Ya no soy la ilusión de una preadolescente: simplemente soy un chico, y ella, una chica. De vez en cuando ella miraba a los chiquillos de su edad en bañador, preparándose para meterse en el agua, y en aquellas miradas había ansia. Toda la adolescencia no vivida, evidentemente… ¡tanto tiempo por recuperar! ¡Tantas cosas por conocer! ¡Toda una vida por devorar después de la anorexia!

Llevaba un vestidito de punto de un azul muy vivo, ceñido, y botas camperas como cuando era pequeña. Una cazadora gris marengo le protegía los hombros y hacía que su pelo se viera aún más escarlata. Las camperas dejaban en la arena unas huellas atípicas, los mirones la seguían con la vista como se sigue un barco en la línea del horizonte. No la reconocían, hoy en día no se ha publicado ni una foto de ella, se ha pagado muy bien a unos cuantos para que esto no suceda, ¡se cuenta incluso que algunos periodistas han muerto extenuados! No, los mirones no la perdían de vista porque, en aquella playa, Madison era una estrella que eclipsaba el sol.

Por ella algún día un hombre se convertirá en pueril, servil, dócil, débil, imbécil. A eso se le llama: lo previsto. Compadezco a ese hombre… a esos hombres. Pero tantas penas de amor inexorables… ¡la felicidad de que puedan existir me desborda!

«La felicidad de que estés viva me desborda, Madison.»

Se lo habría querido decir, no lo hice.

Creo que mi rostro lo decía por mí.

No hablamos de «lo que pasó». En su gran bolso de cuero azul metálico me traía su vida («¡Por todos mis cumpleaños con retraso!», dijo ella con auténtico éxtasis suspendido en el rostro). Aquella confianza estuvo a punto de conseguir que me echara a llorar; una confianza intacta después de tanto tiempo, la misma que demostraba agarrada a mi espalda con sus minúsculos brazos en la Piaggo de antaño. Me parece tan extraño que me haya elegido…

De vez en cuando, un velo opaco recubría la vertiente de sus ojos. Era una tristeza que en aquellos momentos yo no conseguía captar. Hoy comprendo que pensaba en El, en el que la había convertido en una asesina. El, el Dragón, desaparecido en el incendio que él mismo provocó en la mazmorra la noche en que Madi se evadió .Y la cárcel reducida a cenizas, del suelo al techo. De la «habitación» de Madison no queda nada, para desesperación de los investigadores,

Nada más que papel.

En mi propia habitación, en aquel dormitorio de niño que ha envejecido un poco, he leído sus cuadernos. Los tres. Por orden. Algunas páginas arrancadas, de las que ella no quiere comentar nada (se encogía de hombros, «Dibujos, poemas, no sé qué más»), tantas revelaciones y tantos misterios, ¿qué importancia tienen? Los he leído, he reído, he llorado, en un estado de alegría inverosímil, todas esas personas que había frecuentado, que antes conocía tan bien, hace cinco años, Madison, Léonore, Capdevielle, todos esos rasgos familiares de personajes más vivos aún que en mi recuerdo… era magia. Pasé la última página del último cuaderno: el «proyecto», tan próximo a lo que debió de pasar efectivamente unas semanas después.

Y yo también viví ese
«maelström
de sentimientos»: el terror de pensar que el Día del Volvo Negro fue un poco culpa mía, el daño colateral de otra historia de amor.

He cerrado el cuaderno.

He mantenido la palma de la mano sobre la cubierta, sobrecogido por la espantosa emoción de sentirme casi triste de que todo hubiera terminado y, como cuando se acaba una novela maravillosa, me he quedado mucho rato así, inmóvil y agitado, asimilando la evidencia.

Había nacido un escritor. Y no era yo.

LA CHICA INMÓVIL

Parece de mármol pero no lo es.

Murmura palabras que nadie comprende,

pues su voz como un lago profundo se expande

alrededor de vosotros y de mí, sordos.

Parece que no tiene mirada pero os juro que puede ver

a través de la piedra que los párpados forma.

Ve que el mundo no es como parece ser

engaños y rodeos y la miseria como norma.

Parece que no tiene pulmones pero están escondidos

en el interior de un libro que no se puede abrir,

creo que vosotros y yo la oímos respirar

cuando el Bien y el Mal se unen para lo peor urdir.

Parece tan triste pero, mirad, ¡puede sonreír!

¡Oh! No está muy claro, quizá es incluso algo impreciso.

Mas detrás del mármol lo dirá todo conciso…

Pongamos que al menos todo lo que se podrá decir.

Parece que no tiene cerebro bajo su pelo inmóvil,

no es más que una calma momentánea en la negra tempestad,

no os dejéis engañar por su aire aturdido

pues bajo el frío hielo un horizonte se ha urdido

y un día por la noche quedaréis sorprendidos

cuando en vuestra mirilla

veáis cómo ha crecido.

Madison Etchart,

29 de marzo, Chéraute (64)

Agradecimientos

Gracias a Olivier Abbou, Thibault Lang-Willar y Raphaël Gianelli-Meriano.

Gracias a mis padres.

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