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Authors: Delphine Bertholon

Tags: #Drama, romántico

Nunca olvides que te quiero (13 page)


Because you're not my friend.

—Si sigues hablándome en inglés, es como si me tutearas, para que lo sepas.

—«¡Para que lo sepas!» ¿Su Compañía es un patio de recreo o qué? ¡Para que lo sepas!

R. adoptó otra vez su típico aire ofendido. Me encanta cuando se ofende: sus cejas increíblemente simétricas descienden por debajo de las grandes gafas como si se metieran en una madriguera.

—Vale, era una broma. Pero de tutearle, nada.

—Como quieras —dijo levantando los hombros—. No vamos a hacer un drama.

—Y de mi despertador, ¿qué?

Se rascó el acantilado.

—Te lo advierto: no habrá ni fecha, ni radio.

—Pues ya no será una radio despertador, para que lo sepa.

Se puso a reír. Algo que tampoco ocurre a menudo. La mayor parte del tiempo su cara no expresa nada; de tan hueca parece un plato sopero.

—Como mínimo, tendrás la hora. A la espera de que puedas salir…

—¡Puedo salir!

—Seguro. Habría el peligro de que te largaras a la primera ocasión.

—¡No! ¡Además, usted me vigilaría! Y estoy tan cansada que seguro que no puedo ni correr.

—Ya veremos.

—Sin hablar de salir, ¿no podría subir a ver la tele? ¿Con usted? Veríamos algo chulo donde no me enteraría de nada que pudiera fastidiarle a usted, un documental sobre los elefantes, algo así.

Tragó su última albóndiga, bebió un trago de agua y puso la jeta de «no pienso responder».

—Pfff—resoplé—. En primer lugar, ¡no lo entiendo!

—¿Qué es lo que no entiendes?

—¿Por qué me retiene? De todos modos, no conseguirá el dinero. Entonces, ¿qué? ¿Me hará daño? Puede decírmelo ahora mismo, al punto donde he llegado… ¿Me hará cochinadas como los tipos que vemos en los informativos?

—Sé que te parece extraño, pero mis intenciones son puras, te lo juro. No tienes por qué inquietarte.

—¿Ah, no? ¿Es maricón?

Se puso rojo como una amapola.

—No, no soy maricón. Pero no soy así. No te pasará nada.

—¿No me pasará «nada»? ¡Si ya me ha pasado! ¡Llevo meses aquí sin ver el sol y todo el mundo me da por muerta! ¿A eso le llama usted «no pasar nada»?

Apoyó la cabeza entre las manos.

—No empieces, Madison… Por favor… ¡No empieces!

Entonces vi que llevaba en el dedo meñique un anillo nuevo, grande y cuadrado, con una M que brillaba sobre su falange.

—¿Qué es?

—Era de mi padre —respondió sin mirarme—. Se llamaba Martin.

—¡Y un huevo!

Puse mala cara y se hizo un largo silencio, negro como un canto rodado que se hunde en el fondo de un lago después de unos cuantos rebotes. Acabamos de cenar sin decir nada. Al cabo de un rato, suspiró.

—De acuerdo.

—De acuerdo, ¿qué?

—La M es de Madison.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Que me caes muy bien.

—Vaya. ¿Y yo voy a sacar unas estupendas Converse de caerle bien?

—Cuando te da por ahí, eres tan paliza…

—Y usted tan majara…

Recogió los platos de plástico, los cubiertos y salió. Luego me arrepentí de haberle llamado «majara», porque la idea de tener un despertador, incluso sin fecha y sin radio, era superguay; así que es probable que eso haya quedado, como quien dice, pendiente de un hilo.

En su reloj, cuando se fue, vi que eran las 22.22. Empecé a contar los segundos como si yo misma fuera un reloj, pero en algún punto hacia el 2.024 debí de dormirme.

A eso se le llama: regreso a la casilla de salida.

Viajes

—¡Con esta historia de locos, no te quedará más remedio que bajar de nuevo!

Mi hermana, con la maleta de ruedas apresada entre las piernas, estaba a punto de salir por la puerta. Pero, como siempre, le costaba dejarme y prolongaba el placer, siguiendo un pequeño ritual muy nuestro.

—Espero el visto bueno de la policía —respondí—. No tiene ningún sentido volver al vacío. Además, pasado mañana terminan las vacaciones. Realmente no puedo ausentarme: ¡a eso se le llama abandono del puesto!

Mia, que había subido unos días para ir de compras, rollo competencia con mi madre en sus juegos de elegancia —y, teniendo en cuenta el número de bolsas de papel charol, la lucha se preveía encarnizada—, tenía la vista fija en mí con cara de decir: «A mí no me la das».

—Mamá te echa de menos —dijo por fin con aquella mueca característica heredada de la susodicha mamá—. Sufre por ti, Stan, dice que en tu facultad hay un montón de delincuentes juveniles y de posibles asesinos en serie… Bueno, ¡ya la conoces! ¡Al menos haz lo posible por llamar más a menudo! ¿Vale?

—Sí. Y tú no le piques con jeringas contaminadas…

Se echó a reír.

—Te cachondeas, ¡pero eso a mí me lo suelta cada fin de semana! Bueno, me las piro, que el tren no va a esperarme.

Sacó su equipaje al rellano y se dispuso a bajar la escalera, tarea harto complicada con la carga que llevaba.

—¿Te ayudo?

—No, te lo agradezco, tengo que aceptar mis debilidades con la tarjeta… Hasta muy pronto, chaval —concluyó con aire conspirador antes de desaparecer en el piso de abajo. —Desde allí, añadió gritando—: ¡Y dile a Antoine que donde quiera, cuando quiera!

Me reí y cerré la puerta. Como siempre, contemplando su partida asomado a la ventana, me sentí un poco culpable. Enseguida vi que cruzaba el patio, encaramada en sus tacones, centrada en su garbo como una provinciana que se las da de parisina. Si bien Mia ha subido con regularidad a verme, yo no he bajado a Anglet desde Navidad: mis clases, mi vida, consejos escolares, correcciones, todos los pretextos valen. No echo de menos a la familia. Quizá soy un mal hijo, no sé, o tal vez se trate de una etapa, una forma de decirles: ahora soy un hombre y hay que romper el círculo vicioso de nuestras servidumbres mutuas. He pasado mucho tiempo viviendo para hacerles felices, a ellos, a mis padres, y tengo la sensación de que no lo he conseguido nunca, a pesar de todos mis esfuerzos. Desde niño, jamás me felicitaron por mis éxitos. Mis fracasos, en cambio, inundaban nuestro hogar como las peores plagas de Egipto: una mala nota y el cielo se agujereaba bajo el influjo de una serie de úlceras que producían mil estragos; la menor travesura —en efecto, hice algunas, como todo el mundo, cosas de niños, robar un caramelo o hacer novillos— y durante días y días llevaba la vergüenza pegada a los talones y la quemazón en las nalgas por haber fallado. Nunca me faltó nada, incluso tuve una juventud fácil, hasta el punto que la juventud puede ser fácil. No dudo de que posea una serie de cualidades: la frivolidad no se cuenta entre ellas. Mi madre siempre ha cultivado un gran sentido de la tragedia: dolor de cabeza y, sin duda alguna, meningitis… una muerte segura muy pronto. ¿Un suspenso en una asignatura? Paro, pobreza, en un abrir y cerrar de ojos, ¡un sin techo! ¿Se ha quemado el pastel? Ya es vieja, no sirve para nada… tiene Alzheimer. ¿Cómo, la pista de patinaje? ¿Y todos estos crios mutilados, las manos cortadas bajo el filo? ¡Dios mío, fumas…! Así se empieza, hijo, jeringas, sida, y para rematarlo, ¡la alcantarilla! Por no hablar del cáncer, ¿eh?, porque lo lleva escrito. ¿Ir al extranjero? Insectos transgénicos, francotiradores emboscados, atentados perpetrados por suicidas… ¡Y el equipaje perdido! No es de extrañar que yo viva en el miedo. Hablo de todo esto porque —lo digo con el peso de los años— mi encuentro con Louison no solo puso de relieve el drama de la familia Etchart, sino también el mío personal, por insignificante que sea en comparación. Imagino que estaba predispuesto a la dependencia y que mi relación con ella tuvo algo de síndrome de Estocolmo, experiencia que, salvando todas las distancias, me permite hoy comprender mejor la historia de Madison. El amor y el odio son dos sentimientos fáciles de confundir: ni uno ni otro tienen la menor piedad.

La mañana siguiente a nuestra primera velada le mandé un mensaje al que no respondió, algo así como «Por el placer de desafiar la muerte contigo uno de estos días, Stan». No servía para nada, lo sabía. Después de haberme quemado la sangre durante cuarenta y ocho horas bajo un cielo niquelado que también parecía tener resaca, por fin me armé de valor.

—¿Sí?

—¿Louison?

—¡Yo misma!

En el otro lado del hilo se oía un jaleo ensordecedor.

—Soy Stanislas… ¿Qué tal? ¿Molesto?

—¡Estoy en Milán!

—¿Cómo?

—¡En Milán! En una feria de arte contemporáneo… ¡Eh, Diego!
Hi! It's so great to see you!…
¿Stanislas?…
A second, please!
¿Sí? Disculpa, tengo que dejarte, lo siento…

—¿Cuándo vuelves?

—Todavía no lo sé, pero te llamo, ¿de acuerdo? ¡Besitos!

Colgó y en consecuencia me vi obligado a hacer lo mismo. Me quedé allí, con el móvil en la mano, en aquella estrecha guarida de la que no salía más que para ir a la facultad y a la escuela de prácticas para la formación de profesores. De Italia solo conocía Catanzaro, de donde procedía la familia de Antoine. Por lo menos es una ciudad que nadie conoce, lo que siempre me permitió parecer algo menos provinciano en las cenas de los viajados; porque yo nunca había salido de Europa, ni siquiera tenía pasaporte. Nací en Bayona y no salí del País Vasco hasta que subí a París, empujado por ese mismo Antoine que entraba en la Escuela de Imagen y Sonido: asustado ante la idea de perder a mi mejor amigo, le seguí, pensando en el fondo que no estaría tan mal cortar el cordón umbilical con una familia que, desde hacía unos años, me asfixiaba un poco. De todas formas, de no ser por este impulso, probablemente me habría quedado en mi pueblo para siempre, me habría casado con una chica de la zona, y de nuestro bello planeta no habría visto más que unas postales. Vivía en el interior de mi cabeza, dentro de mis libros, y a decir verdad, tenía bastante con ello. Aún no lo sabía y lo comprendí demasiado tarde, pero esa fue una de las razones por las que Louison nunca se enamoró de mí: yo era un sedentario; ella, una guerrera. Yo era una persona de costumbres; ella, un culo de mal asiento. Yo quería construir; ella, explorar. Ella se comportaba como si fuera a vivir eternamente; yo, con una conciencia aguda de mi mortalidad. Algunos dicen que los polos opuestos se atraen —y sin duda la cosa iba por ahí al principio—, pero de nuevo, como con mis padres, enseguida tuve la sensación de no sentarme nunca suficientemente a gusto. Ella es de la opinión de que, hagas lo que hagas, estés donde estés, siempre es más verde el jardín del vecino: al no pasarme la vida saltando de avión en avión, para ella yo era un ser que no encerraba sorpresas, un palurdo sin arrojo que soñaba con la realidad en lugar de enfrentarse a ella. Me imagino que es algo que comparten muchos fotógrafos; Capdevielle era igual, al menos hasta la muerte de su mujer. No obstante, su libro más bello es el que compuso en su jardín.

Para ella, claro, yo habría podido cambiar, adaptarme, afrontar mis terrores, pero Louison no me quería, y contra la falta de amor no hay nada que hacer. Luego viajé. Fui a Nueva York, a Marrakech, a Roma. Incluso recorrí México, desafiando insectos transgénicos y traficantes de droga mal que le pesara a mi madre. No sé si lo que quería era demostrarme a mí mismo algo o impresionarla a ella, aunque evidentemente nunca ha sabido nada de esto. En cualquier caso, hoy tengo pasaporte. Incluso con sus sellos estampados. Unos cuantos. He tomado el avión, solo, he hablado con desconocidos, solo, he vagado por ciudades que no conocía, solo. Y sigo opinando que el mundo está aquí.

A mi manera, debo de ser patriota.

La Compañía manda a R. «de viaje».

Dos o tres días, según él. Me ha traído provisiones, víveres que no hay que cocinar y que no se estropean con el calor: es decir, galletas y latas de atún con tomate. Lo de las galletas me gusta porque no como a menudo: dos paquetes de Z'animos, Figolu (no me entusiasman pero bueno) y chocolate con vainilla. También me ha traído dos botellitas de leche, manzanas «Pink Lady» (es lo que pone en las pegatinas rosa que llevan), orejones y una botella grande de Coca-Cola. Además, un libro,
Pinocho,
con unas ilustraciones especialmente logradas. Por supuesto, ya lo he leído y soy demasiado mayor para esto, pero la señora Piégay nos contó que lo que tienen de extraordinario los cuentos es que uno puede ver en ellos una historia nueva en cada etapa de la vida. De modo que así veré si he envejecido mucho desde la última vez. Hace muchísimo tiempo, debió de ser en primero cuando lo leí. Pero lo más importante, no te lo pierdas: ¡ya tengo el despertador! Es cuadrado, rodeado por una goma rosa y con los números digitales verdes. Tenía miedo de que me trajera uno de esos de agujas porque 1) hacen tictac y eso te pone de los nervios + 2) no me habrían ayudado mucho a distinguir el día de la noche. Le he preguntado: «¿Estamos en Navidad?», y ha respondido «Más o menos». K. es el especialista intergaláctico en este tipo de respuestas.

Creo que se siente muy culpable por dejarme: no ha parado de excusarse, y cuando nos hemos dicho «Slitzweitz» tenía lágrimas en los ojos. A veces es un blandengue. Yo estoy contenta: voy a quedarme tranquila. Tengo intención de hacer saltar la cerradura (lo que no me he atrevido a hacer aún porque me daba canguelo que me oyera), y eso me emociona muchísimo. Yo lo llamo UN GRAN PROYECTO.

Te dejo porque tengo que pensar. Además, como ya sabes, no te quedan más que dos páginas y tengo que ahorrarte para cuando pasen historias realmente importantes.

(Son las 21.35 y es demencial saberlo.)

Bueno, no es nada importante, más bien es una historia de nada: me he pasado la mañana (de 10.03 a 14.27 para ser precisa) intentando forzar la cerradura.

Con un cuchillo, pero como tiene la punta redonda no era práctico. Con un tenedor, pero las púas son demasiado grandes. Con las grapas que he sacado del centro de las revistas de imbecilidades sobre los famosos, pero eran demasiado pequeñas. Luego he probado con la punta de mi pluma Dora: cuestión de exploración, pero no vale un pimiento para eso y además me da miedo romperla. Luego he llorado tanto que me he puesto nerviosa, he empezado a golpear la puerta, he pedido socorro, aunque sé desde hace siglos que no sirve de nada. Mi habitación debe de estar especialmente bien insonorizada, porque yo tampoco oigo nada de fuera, ni siquiera a R. cuando llega.

He hecho un esfuerzo para tranquilizarme respirando profundamente, he tomado una ducha muy caliente y lo he vuelto a intentar con las grapas. Pero no ha resultado mejor que la primera vez, y encima me he pinchado el dedo y me he tenido que chupar la sangre como cuando me pasaba lo mismo haciendo mis sombreros. Después he tanteado con la lengüeta de la que se tira para abrir las latas de atún con tomate, también he fabricado un destornillador con la cápsula de aluminio de una de las botellas de leche, que he retorcido hasta darle forma de punta, pero
NIET.
Luego he pensado en el cepillo del pelo y le he arrancado una de las púas metálicas. Ahí sí que estaba convencida de que lo conseguiría, de que tenía el diámetro adecuado, pero aquello no ha girado ni una milésima de milímetro. ¡Si tuviera mi navaja suiza!

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