Nunca olvides que te quiero (16 page)

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Authors: Delphine Bertholon

Tags: #Drama, romántico

Guéthary, 26 de diciembre,

nieva y hiela

Cariño:

La noche del funeral de tu abuelo, Raphaël y yo hicimos el amor.

Hacía mucho que no pasaba. En realidad, no pasaba
desde que,
y nunca lo reanudamos. Era un instante suspendido, como una grulla en origami en un tiempo replegado.

Resulta que le quiero. Sigo queriéndole y me sigue pareciendo igual de atractivo, con su mirada sombría y sus anchos hombros. Pero desde que te perdí, esa parte de mi cuerpo parece que vive un sufrimiento perpetuo.

La ausencia de Papy ensombreció mi infancia, Madi, ahora que se ha ido para siempre puedo decírtelo. Su semilla engendró dos hijas, pero durante mucho tiempo no fue para nosotras más que una especie de Papá Noel que venía seis veces al año, un ser mágico que aparecía como surgido de la nada, magnífico y bronceado, con manjares exóticos y de palabras exquisitas a puñados. ¡Qué alegría despertaba cada vez! ¡Una alegría que te dejaba sin aliento!

Pero no era eso lo que necesitábamos Mounie, mi hermana, y yo. Necesitábamos una familia.

Cuando por fin en su vejez mis padres se instalaron a dos pasos de aquí, creí que tal vez podríamos recuperar el tiempo perdido. Sé que vino por ti, Madie, para estar cerca de ti. De algún modo, me devolviste a mi padre. Pero el tiempo perdido no se recupera nunca.

Escogí a Raphaël porque era bueno y de fiar, con los dos pies en el suelo y las dos manos en mis ojos para impedir que viera lo peor del mundo. Se ancló en mi vida y enseguida supe que era para siempre. Es verdad que es editor de arte, pero no tiene nada de artista (no creo que lo sepas, pero así nos conocimos papá y yo… Publicó el segundo libro de Papy,
La Décadencc,
¿sabes?, aquel sobre Estonia en el que aparece la foto del niño con las aceitunas que tanto te gusta). Enseguida me sedujo por su gusto y su cultura, pero Raphaël antes que soñador sigue siendo constructor.

Eso es todo lo que yo quería: una roca que no se desmoronara nunca.

El día en que tú naciste fue el más bonito de nuestra existencia. Eras el fruto perfecto de nuestro encuentro, la coronación ejemplar de una complementariedad radiante. Cuando ya eras un poco mayor, a menudo pedías un hermanito o una hermanita, y a tu padre le hubiera gustado satisfacerte, pero a mí no me apetecía. No era cuestión de egoísmo, más bien lo contrario: temía dispersarme. Quería ofrecerte todo el amor que era capaz de brindar, a ti y solo a ti. Quería que nosotros te satisficiéramos plenamente, como no me satisficieron a mí. Por suerte, tu carácter y la educación que te dimos te ahorraron el síndrome de la marisabidilla consentida, el de tantos hijos únicos. Tú eres única, eso es verdad, Madi, pero no por falta de hermanos.

Eres única porque eres quien eres.

Hace quince días empecé a notar unos dolores en el bajo vientre. Tenía vértigo pero es algo corriente en mí por los tranquilizantes que me mantienen viva.
Desde que
se me alteró la regla, y es posible que algún día me haya olvidado de tomar la píldora con tantas pastillas como trago una mañana tras otra.

Me ha costado un poco establecer la relación. Pero la semana pasada, atormentada por la duda, hice pipí en una tira de plástico.

Estoy embarazada, cariño.

Hice el amor la noche del entierro de mi padre y aquella misma noche fabriqué vida. Creía que era estéril, pero ahí está, ha llegado. Tal vez haya aquí material para la poesía: la naturaleza es algo tan curioso…

No he dicho nada a Raphaël.

No quería este embarazo. ¿Sustituirte? ¿Quién podría sustituirte?

Así veía a ese bebé. Un hijo de repuesto. Una falsificación.

Un sucedáneo de ti. Y la idea, cariño, me resultaba insoportable. Acudí a un médico que no conocíamos, a una clínica ginecológica donde se practican abortos.

Fui sola, como una persona mayor.

Tomé el tren hacia Burdeos y allí me fui. Durante el viaje, te busqué con los ojos, como cada día que Dios nos da. Pero no estabas. Nunca estás.

La sala de espera parecía un vestíbulo de estación: había montones de mujeres con barrigas grandes, parejas de enamorados, médicos con bata blanca que iban y venían empujando unas puertas numeradas. Escogí una revista de una mesa de color almendra que hacía juego con las butacas, pero las manos me temblaban tanto que tuve la impresión de que todo el mundo oiría la vibración de las hojas. Me dio tanta vergüenza que la cerré y la dejé sobre mis rodillas.

Encima del
Elle,
junté las manos y esperé.

Había niños corriendo y jugando a la rayuela en las grandes piezas de embaldosado gris moteado. Una niñita de unos cinco años, rubia como el trigo, saltó sobre la baldosa que estaba delante de mí. Se detuvo y a la pata coja me miró de arriba abajo, aguantándose sobre una pierna, inmóvil. Estuvimos así mucho rato, mirándonos de hito en hito. Mi cabeza empezó a dar vueltas y por fin ella dijo: «Cielo».

No jugaba. Se dirigía a mí, lo vi en su mirada. Por lo menos así lo capté yo, con gran violencia.

Una enfermera pronunció mi nombre. Me levanté y a mi alrededor todo me pareció irreal.

Aquello me recordó la primera vez, aunque la primera vez tu padre estaba a mi lado. Me recordó a Ti. El día en que supe que te esperaba a Ti.

Y allí abajo, en la fría cabina, oí su corazón.

Feliz Navidad, Madi: se te ha concedido el deseo.

Tendrás un hermanito o una hermanita.

Nunca olvides que te quiero. Hoy aún más que los otros días.

MAMÁ

EL ÁRBOL DORADO

Delante de mi ventana hay un árbol,

un árbol tan grande del que te puedes colgar

para soñar

Estamos en otoño y me cuelgo de él,

mi Papy viene hacia mí,

en el sol,

y en el ojo doble de su gran aparato

me cuelga (clic) al fondo de una imagen

En las hojas doradas

disfruto en sueños,

disfruto con ser amada

sobre un árbol colgada.

M.E.

LIBRO II

14 de junio, 21.13

Han cambiado bastantes cosas en estos últimos tiempos.

Como ves, eres un nuevo cuaderno, también he conseguido un calendario gracias al que ahora sé en qué día estamos (por tanto, he dejado lo de dibujar almohadillas en la pared porque era muy deprimente. Ahora hago cruces en casillas: XXX). Pero tengo que contarte muchas cosas de antes de llegar a HOY.

Hace dos años, día tras día, que estoy con R.: te conseguí a ti y al calendario el día de nuestro «aniversario»; el aniversario de mi secuestro (te juro que está majara). Supongo que yo también, igual que mis padres, me he resignado. Por supuesto que hace una eternidad que sé que esta historia del rescate era un camelo, pero eso no cambia casi nada, ni para mí ni para ellos: después de tanto tiempo, seguro que piensan que estoy muerta y yo procuro hacerme a la idea. Algo que, como comprenderás, no es lo que se dice fácil.

Desde Dora (que está detrás del zócalo donde también te escondo a ti) hubo otro cuaderno antes que tú, pero R. lo quemó en el lavabo cuando dio con él; se ve que no tuve mucho cuidado. Algunas cosas no le gustaron, detalles sobre lo de que me acaricio, que según él es pecado mortal, pero aun así a veces sigo, porque es realmente pesado con sus letanías de cura. De aquel día ha quedado una gran marca negra en el techo de mi habitación: tosimos muchísimo y esto apestó a humo durante semanas, pero R. dijo que así me acordaría siempre de mi falta. No te cuento lo que lloré, ¡estilo crecida del río Nivelle…! A partir de entonces conseguí negociar que llamara y no entrara antes de que yo dijera «Adelante», explicándole que no era para esconderle secretos sino porque una chica de mi edad necesita intimidad en su habitación. Creo que fue porque utilicé la palabra «habitación» por primera vez por lo que por fin cedió y ahora lo respeta. No quisiera que tú también acabaras inmolado en el lavabo, aparte de que ese incendio microscópico me provocó asma o un rollo así bastante desagradable.

Sé mi edad exacta: tengo TRECE años y DOS meses. Mis senos han crecido (¡resulta que no son tan pequeños!) y desde hace unas semanas tengo el «menstruo», como dice R., así que casi soy una auténtica mujer. El día que pasó esto, puso un espejo en mi estancia y dijo que era una forma de celebrar el acontecimiento: a él le parecía un acontecimiento extraordinario, pero a mí me pareció espantoso (tuve un dolor de barriga como si me hubiera tragado una herradura, pero dejémoslo). En el lugar del espejo, vi una chica alta y delgada, con una cabellera muy larga llena de reflejos rojos, los pómulos prominentes, la tez pálida como un fantasma. Tuve un sobresalto, corrí hacia R. y le pregunté, asustada:

—¿Quién es esa?

No pretendía hacer una gracia: realmente creí que había alguien más allí y me parecía extrañísimo. Por un segundo me pregunté incluso cómo íbamos a vivir las dos allí dentro, cuando para mí sola el espacio ya era excesivamente justo.

Vaya experiencia la de encontrarse con una misma después de no haberse visto durante tanto tiempo.

Yo soy más bien mona, sobre todo cuando tengo color en la cara, así que me entró el canguelo al verme esa cara abatida; tardé días en acostumbrarme a pasar por delante de mi reflejo. En todo caso, ahora ya no tengo nada que ver con la que era antes.

Voy a recuperar los puntos esenciales de lo que se quemó en el cuaderno anterior para el día en que os confíe a todos a Stanislas Uhalde para que mi vida se convierta en una novela (eso es lo que he decidido, si algún día salgo de aquí. Es mi nuevo GRAN PROYECTO). Puede parecer raro, pero sé que un día me evadiré. También sé que vivo una experiencia fuera de lo común y que por ello nunca seré una chica como las demás. Habría preferido que esto no ocurriera, claro, pero ahora que ya está hecho hay que intentar sacarle alguna ventaja. En
El ingenuo,
Voltaire escribió: «Desgracia es buena para algo», y como Voltaire era majo (y además estuvo entalegado, lo que nos acerca mogollón), seguro que tenía razón.

La noche en que R. volvió por fin de su viaje, me encontró en un estado deplorable. Me consoló tanto verle, que le salté al cuello y él me abrazó. Me traía un regalo: una cafetera eléctrica de la marca Electrolux. (Así que me pregunté si su famosa «Compañía» no sería Electrolux; pero no dije nada porque de según qué sospechas vale más no hablar.)

Preparé café con mi nuevo aparato y luego charlamos mucho rato. Le dije que había tenido un miedo terrible de que no volviera nunca más, entonces me prometió que diría a la Compañía que no le mandaran más de viaje (hasta hoy ha mantenido su palabra). Le supliqué que dejara una nota, una carta o lo que fuera diciendo que yo estaba allí por si le pasaba algo, pero él afirmó que no le pasaría nada de nada… Cualquiera diría que se tiene por un tipo inmortal estilo Highlander. En fin. Cuando me tranquilicé, volví a pedir permiso para salir, pero respondió que no era tan sencillo, que aún no estaba a punto y que había cosas que arreglar.

Dije:

—¿Cosas como qué?

—Como que asimiles que tu familia te cree muerta. Que no sirve de nada intentar volver con ellos porque puede sucederles una desgracia. En realidad, puede sucederle una desgracia a cualquiera con quien intentaras contactar. ¿Lo entiendes, Madison? Todo lo que hago lo hago por tu bien, aunque no lo entiendas. No te dediques a jugármela.

Aquello ni siquiera me hizo llorar, pues no sabía por dónde navegaba (hoy tampoco estoy muy segura de saberlo. ¡Me encantaría que le creciera la nariz cuando me cuenta trolas! Seguro que ni siquiera se llama Raphaël… Pero por supuesto no tengo prueba alguna porque la vida no es
Pinocho).

Pasó el tiempo y creí que iba a volverme loca para siempre: Dora se había acabado y ya no tenía cuaderno donde desahogarme, pero no me atrevía a decírselo a R. por miedo a que quisiera ver su interior (teniendo en cuenta lo que le pasó a su sucesor —al que llamaba el Cuaderno Burbuja porque estaba lleno de círculos de colores—, pienso que hice bien). Los únicos libros que tenía eran los cuentos para niños que le gustaba leerme por la noche: Érase una vez, patatín, patatán. Pensé en serio que R. se creía mi padre, aunque claro, papá nunca me habría apalancado en el sótano; ¡pero eso a R. le supera! Me había traído un pijama nuevo, tan formidable como el anterior, de felpa fucsia, con un loro de colores bordado. Parecía que R. no quería que me hiciera mayor, y en cambio se alegró de que tuviera la regla, pero como está majara no sirve de nada buscar algún sentido en la sandía demasiado madura que tiene por cabeza. .. Bebía café en exceso, lo que hacía que me temblaran las manos, y en aquella época acabé por comprender que se podía ser desgraciado hasta el punto de lanzarse por una ventana y aterrizar hecho añicos en la terraza de alguien (pero por supuesto aquí no hay ventana). Menos mal que hoy te tengo, tengo otros libros, y cuando cumplí doce años R. me regaló por fin un diccionario enciclopédico. Hace catorce meses que lo leo todas las noches; estoy en la letra P, en la palabra «Pagro» (pez de la familia de la dorada). Cuando una palabra nueva me gusta, la anoto en un bloc. Por ejemplo me gusta especialmente
maelstrom
porque quiere decir «remolino» y así es exactamente cómo me siento.

Pero al cabo de unas semanas, cuando me encontraba en la desesperación más profunda, se produjo un acontecimiento extraordinario: mi estancia quedó invadida de hormigas rojas, tan rojas y tan brillantes que se habría dicho que eran huevas de mújol que se movían de dos en dos. ¡Imagínate! ¡Montones y montones de hormigas! Daba un yuyu de muerte, y además mordían, con lo que no paraba de rascarme hasta hacerme sangre. Pero, por decirlo de algún modo, ¡por lo menos pasaba algo! Algo que no era comer, dormir y dar vueltas sobre mí misma, algo sorprendente que se parecía a la vida. Las observé todo el día entrar en colonias, parecía que se metían en mi habitación por el agujero que yo había abierto detrás del zócalo para esconderos. A priori, pero estábamos aún en invierno, hacia mediados de febrero según mis cálculos; y precisamente puede que lo que quisieran fuera calentarse, no sé, no soy ninguna autoridad en entomología.

A R. le entró el pánico cuando vio aquello. Se fue corriendo y estuvo fuera exactamente veintinueve minutos. Luego volvió a abrir mi puerta y dijo:

—Ven.

¡Era la palabra más increíble que podía pronunciar! ¿Te das cuenta? ¡Abandonar mi cuarto! Aquel día era un martes teniendo en cuenta que la antevíspera había hecho la marca trigésimo primera en la pared. Ocho meses en cautividad y, ¡por primera vez iba a SALIR! Fue curioso porque en aquel momento no di ni un paso: me quedé pegada a la pared del fondo como si llevara enganchado un celo de doble cara de los más efectivos. Aquella puerta abierta a un pasillo negro me había metido el miedo en el cuerpo hasta un extremo inimaginable, como si se tratara de la boca abierta de un monstruo con dientes de navaja de afeitar dispuesto a despedazarme si la cruzaba. Estaba completamente paralizada (igual que el día que me besó Nathan Jaso), y R. tuvo que venir a buscarme. Empujó la puerta cuando salimos y vi que se cerraba por medio de una barra de hierro que se deslizaba entre dos anillas: la cerradura que yo había intentado forzar durante todo un día no servía para nada, ¡menudo tiempo perdido!

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