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Authors: Delphine Bertholon

Tags: #Drama, romántico

Nunca olvides que te quiero (15 page)

—¡Eres demasiado modesto, Stan! Me ha dejado leer uno de sus cuentos y, te lo aseguro, su estilo tiene un encanto especial. Algo así como un clasicismo replanteado para el siglo
XXI,
¿entiendes a qué me refiero?

—En todo caso, leeré lo que sea encantado —propuso generosamente el agente literario—. Como mínimo podré darte una opinión de profesional.

—Qué amable, pues sí, quizá… Aún estoy verde. Alargo demasiado las frases, abuso de las negaciones y tengo la lamentable tendencia de sobrehilar las metáforas…

—¡Me encantan tus metáforas! —exclamó Louison con aquella sonrisa demoníaca que me atontaba más que una dosis letal de benzodiacepinas.

—¿Estudios de qué? —quiso saber François, masticando un cuarto de manzana bajo su incipiente calvicie.

—Prácticas para la formación del profesorado. En letras.

—¿Profe? ¡Vaya! Puede que un día me seas útil —suspiró Cédric mirando a su mujer—. Si la señorita deja de amargarse y asume de una vez sus treinta y cuatro…

—¡Oye, déjala tranquila! —exclamó Louison—. Cada cual hace lo que quiere, estamos en democracia. Joder, normalmente son las chicas las que tienen prisa. ¿Te ha dado un subidón de hormonas o qué?

Pim's soltó una carcajada y Louison —¿o fue efecto de mi imaginación?— lanzó a Tracy una mirada victoriosa. Pero la americana, visiblemente presa de un aburrimiento abisal, cada vez bostezaba de forma más ostensible. Pierre se levantó, puso música y sirvió una ronda de vodka.

Tracy aplaudió y empezó a moverse sobre el parqué encerado mientras su galán se dedicaba a transformar la estancia en discoteca a base de luces indirectas y música festiva. Louison, con los ojos brillantes por el alcohol, empezó a contonearse en la pista rivalizando como podía con
el jeté
de ballet de la de los rizos americanos, y me pareció satisfecha con su numerito. Ya en aquellos momentos tenía que haberme percatado de que una historia con aquella chica era tan razonable como lanzarse desde el viaducto de Millau sin cuerda elástica… Y sin embargo …

Aquella noche Louison y yo desafiamos a la muerte.

Su espalda pálida, donde se extendían constelaciones de pecas, se movía al ritmo de una respiración regular. Yo era incapaz de dormir, aprovechaba el mínimo estremecimiento de aquel cuerpo increíble tras el que me había amarrado como a una isla que esperaba que estuviera efectivamente desierta. Era el inicio de un eclipse que tenía que durar ocho meses, pero entonces me sentía como el alpinista que clava su bandera en lo alto del Everest después de semanas de sabañones y de comidas liofilizadas.

Nos habíamos acostado en su habitación de la rué des Canettes, más alejada de casa de Pim's que mi propio estudio; pensé que me había invitado allí para demostrarme que no vivía en un lugar mejor que el mío, caso de que me hubiera acomplejado el lujoso piso de Pierre. Desde la cama y sin despegarme de ella, observaba la habitación con curiosidad, puesto que nos habíamos lanzado uno sobre el otro con tanta prisa que no había visto más que una braguita negra sobre una piel blanca. El dormitorio era sencillo, unos quince metros cuadrados como mucho, y daba a un minúsculo baño. Las paredes estaban cubiertas de libros de arte y de revistas de lujo, pero había destinado todo un lienzo de pared a guardar montones de cajas de zapatos perfectamente clasificadas, en cuyo frente una foto Polaroid mostraba el par de zapatos que contenían. Por encima del rincón que hacía las veces de cocina destacaba la reproducción de un tapiz antiguo con Caperucita Roja en la linde de un bosque de inquietantes árboles, y en el frigorífico, sujetas por unos imanes, una serie de fotos de Louison en distintas capitales del mundo. (Cuando pude observar las imágenes de cerca constaté que en la mayor parte estaba también Pim's. Unos días después, las quitó todas; entonces pensé que lo había hecho por delicadeza.) En la gran mesa de despacho, formada por una plancha de cristal apoyada en unos cubos de hormigón, había material fotográfico y cámaras de distintos formatos. Una puerta roja, que más tarde comprobé que correspondía a un armario, remataba el cuadro. Ciertamente era un lugar minúsculo, pero cada cosa tenía su sitio y el conjunto de objetos había sido elegido con cuidado. Me impresionó un poco: yo era un crack en el campo de la literatura y dominaba la historia del cine por mediación de un amigo monomaniaco, pero no sabía absolutamente nada de fotografía aparte de lo que había oído a Capdevielle hablando de su trabajo durante un aperitivo en uno de nuestros jardines. Siempre he pensado con amargura que hay tantas cosas que aprender que una vida no basta, constatación que me deprime aplicada tan solo al campo de la literatura. Pero recorriendo aquella habitación recuerdo que me emocionó la perspectiva de que Louison iba a abrirme las puertas a un mundo desconocido. Suponiendo que aquel mundo, percibido brevemente, no hubiera estado a la altura de mis esperanzas, en él aprendí lo suficiente para que hoy pueda afirmar hasta qué punto poseía talento el abuelo de Madison.

Amaneció sin avisar, y Louison ya no estaba. Encontré una nota en la barra, garabateada en lápiz, como era costumbre en ella: «Gracias por esta noche, Xxx… Yo misma. P.D.: Cierra de golpe al salir». Bueno. Accioné el tapón de la bañera para liliputienses y tomé una ducha, me vestí y cerré la puerta de golpe, siguiendo sus órdenes, no sin antes haber observado con lupa las fotos de la nevera. La relativa frialdad del mensaje junto con los besos de Pim's conservados en papel satinado me impidieron llamarla por teléfono: el comportamiento de Louison ponía en cuestión mi ideas sobre las mujeres, en general tan preocupadas a la mañana siguiente por si habían sido tan solo una aventura. No quise parecer demasiado acelerado y, haciendo un esfuerzo sobrehumano, no di señales de vida.

Unos días después, una llamada me demostró que había obrado correctamente: al parecer, mi silencio alteró su gran seguridad, ya que me preguntó si la invitaba a cenar. Tragándome una emoción desconcertante solté un «Vale, haremos un sacrificio» y reservé una mesa para dos en el mejor restaurante del barrio.

—Han pintado la pared del fondo, ¿verdad?

Hacía veinticinco minutos que esperaba a Louison y aquello me obligaba a tranquilizar a un camarero que tenía otras cosas en que ocuparse. La sala de aquel local selecto normalmente estaba abarrotada y, superada cierta hora, las reservas se anulaban. Siendo nuestra primera cita, no me apetecía nada pasarme la noche dando vueltas con aquel frío en busca de un plan B; así que había adoptado el papel del simpático parroquiano, estrategia pensada para que les resultara más difícil echarme:

—Un color muy cálido.
Cosy,
diría yo. ¿Lo han pintado con cal o han utilizado esponja…?

Cuando por fin apareció, Louison no se disculpó, pero se deshizo en una sonrisa que bien habría podido incendiar una ciudad.

—¿Sabes que todavía tengo agujetas por lo de la otra noche? Creía que no conseguiría aparcar la bici de tanto como me duelen las nalgas.

Con un beso, borró de golpe los reproches que llegaban a mis labios, y el enfado de haberla esperado tanto tiempo desapareció en un instante como por arte de magia.

—Me alegra verte —me dijo quitándose el abrigo—. ¡He tenido un día de locos! François, el que viste en casa de Pim's, ¡me ha tenido horas trabajando un plano! Además, con esta gen te todo son poses de contorsionista mongol; no puedes imaginártelo, estoy hecha polvo.

—¿Eres modelo? —pregunté, sorprendido.

—¡Anda ya! ¿No ves que soy bajita? No, poso para artistas. Pintores, fotógrafos… O participo en instalaciones. En una ocasión tuve que permanecer doce horas dentro de una caja de cartón, ¿te imaginas? Pero claro, pagan bien. Como mínimo, mejor que la librería.

Descruzó las piernas, cubiertas por unos ceñidos vaqueros desgastados, y desdobló la servilleta.

—¿Has pedido el vino? ¡Tengo una sed de…!

—No, te esperaba. Como no conozco aún tus preferencias…

—¡Oooh! —exclamó—. ¡Y encima
gentleman!
¿No se pasará usted de perfecto, señor Uhalde?

Me lo tomé como un cumplido y sonreí. Sin pensarlo dos veces, llamó al sumiller y le pidió un borgoña tinto.

—¿Te parece bien? —me preguntó mientras cerraba la carta.

—Sí, muy bien. Perfecto.

Era verdad: me encanta el borgoña. Me molestó un pelín que no me lo hubiera consultado, pero la conversación se reanudó con más brío y olvidé el incidente, sobre todo porque el vino resultó delicioso. Su frágil silueta temblaba en el resplandor de las velas, hablaba animada, confiándome sus esperanzas y dudas en cuanto a la difícil carrera que quería emprender: ilustradora o fotógrafa y, permitámonos una locura, ¿por qué no las dos cosas? Me contó sus viajes por África, Suecia, simplemente Italia, y yo compartí su entusiasmo sin darme cuenta de que ni en una sola ocasión me había hecho una pregunta personal. Intercambiamos unas cuantas ideas importantes sobre la vida, siguiendo la consabida técnica de las dos personas que, atraídas mutuamente, todavía no se conocen. Después del primer plato, coincidimos en que procedíamos de un medio sociocultural similar, a pesar de que el mío, sobre el papel, tenía más categoría.

—¡Somos de pueblo, tío! —exclamó, relajada por el alcohol—. París está hasta los topes de gente de pueblo, basta con no parecerlo.

De pronto me inquietó.

—¿Yo lo parezco?

—Que lo parezcas o no, no tiene importancia.

—¿Y eso qué quiere decir?

—¡Eh! ¡Que te estaba pinchando! Es triste, pero el mundo ha cambiado… El personaje pintoresco del artista sin pasta ya no está de moda.

Llegó el plato fuerte. Di las gracias al camarero con una inclinación de cabeza, y él me lo agradeció, pues Louison seguía con su carrerilla como si aquel hombre fuera invisible.

—Bellas Artes está lleno de
beatniks,
pero solo parecen capaces de trastear entre telas en una casa ocupada y hecha cisco antes de acabar muriendo demasiado jóvenes bajo los perniciosos efectos del amianto. Tal vez los más listos se hagan célebres a título póstumo, pero yo quiero triunfar…

Ataqué mi trozo de buey argentino que amenazaba con enfriarse y Louison suspiró.

—Son cosas que no me gustan mucho, veladas a las que no puedes faltar, exhibirse… En fin, gracias a Pierre —dijo clavando el tenedor en su milhojas de cangrejo— he conocido a mucha gente. La verdad es que me ha echado una mano, me ha presentado a François, que me pasa muchos curros, y en contacto con él he aprendido mogollón de trucos.

—¿Estuvisteis mucho tiempo juntos?

Louison tomó un bocado de su plato. Hizo una especie de mueca que daba a entender que aquello le gustaba y saboreó lo que tenía en la boca un segundo para así poder prolongar el suspense.

—Casi dos años. Lo conocí en una fiesta en la Escuela. Yo estaba en primero. El daba clases. Fue un flechazo.

Hice un cálculo rápido mientras volvía a llenar las copas.

—¿O sea que se acabó hace más de un año?

Me lanzó una mirada torva y replicó en tono guillotina:

—Algo así, sí.

Se llevó el borgoña a los labios, que se le mancharon demorado. Siguió un silencio incómodo. Louison observaba la sala con la única intención de no tener que mirarme a mí. Mastiqué una judía verde; no sabía qué hacer para poner de nuevo en marcha la conversación, pero gracias a su formidable capacidad para no mostrar nunca sus sentimientos durante mucho tiempo, ella retomó la palabra:

—Existe una teoría según la cual hay menos artistas mujeres porque con la maternidad realizamos la creación definitiva. ¿Por qué romperse la cabeza pintando, haciendo escultura o escribiendo libros? De todas formas pasaremos a la posteridad.

—Es verdad —asentí—. Desde la prehistoria, los tíos se vengan de su incapacidad para procrear…

—Pero a mí me parece que ya no nos gusta ser solamente eso… Me refiero a madres. Yo fui mucho tiempo hija única. Cuando nacieron mis hermanos, encima gemelos, tenía más de trece años… ¡Para mí fue un choque dejar de ser el centro del mundo!

—Yo tengo una hermana. Conozco el problema, aunque no tengamos edades tan dispares… Seguro que por eso intenté llamar la atención. A mi padre le hubiera gustado que me interesara por la ebanistería, o algo por el estilo… A mi madre le parece peligroso, ¡él se ha hecho daño tantas veces! Así que en el fondo creo que está contenta de que haya optado por una profesión artística. De todas formas se preocupa por mi futuro…

—¡Habría preferido que fueras funcionario!

—Sí, o abogado, ¡mejor aún!

Louison dejó el tenedor en el plato vacío.

—A los padres… les cuesta comprender. En fin, mi padre quizá convencerá a los gemelos, quién sabe. Sobre todo a Colin, es muy manitas.

—Como mínimo tú eres terca. En cambio yo estoy a punto de convertirme en profe simplemente para que estén contentos.

Se encogió de hombros.

—Pensando en todos los profes que he tenido que aguantar, la educación nacional tendrá suerte de contar contigo, Stan. Lo importante es que eso no te impida escribir. Hemos venido aquí para hacer grandes cosas, y no es cuestión de dejarse atar de pies y manos por los aguafiestas del productivismo.

Levantó la copa y, con aire alegre, brindamos por nuestro lugar eminente en el mundo.

—¿Los señores tomarán café?

La cena había sido deliciosa, del primero a los postres. Mientras tomaba el digestivo, ella me lo comentó.

—Me alegra —respondí—, me encanta este restaurante.

Omití añadir que en aquella época quedaba por encima de mis posibilidades. Cuando nos levantábamos de la mesa, le expliqué en tono confidencial:

—No vengo a menudo, lo reservo para las grandes ocasiones. Es mi recurso secreto, ya ves.

—Me siento orgullosísima de que, con lo bajita que soy, pueda dar motivo a una gran ocasión.

Pagué arrojando el primer puñado de sal en la herida abierta de mi cuenta corriente. Fuera, nos atacó la piel una bruma densa, glacial como recién salida de un congelador; Louison se apretó contra mí y hundió la cabeza en el hueco de mi hombro. En el vestíbulo de mi edificio, se quitó las botas para subir la escalera: le dolían los pies. Nunca comprendí cómo conseguía pedalear con aquellos tacones. En sus calcetines aparecía la familia Simpson al completo, ¡y me sentí aliviado al comprobar que no era perfecta! Aproveché para atreverme a imitar al abuelo: «Recuerdo una época en la que las calles estaban pavimentadas con oro», declaración patética que consiguió que se partiera de risa, sin duda porque estaba borracha. Consciente de no ser el tipo más gracioso del planeta, procedí a servir un dedalito de vodka, algo que iba a convertirse ya en una costumbre, y luego puse
Ascenseur pour l'échafaud.
La ceguera, igual que a Tiresias, me convertía en visionario, y lo de no conseguir utilizar correctamente las zonas que quedaban al norte de mi cintura no tenía ninguna importancia.

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