Nunca olvides que te quiero (17 page)

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Authors: Delphine Bertholon

Tags: #Drama, romántico

—Qué lástima haberte deslomado con esta cerradura a saber cuántas horas, ¿verdad?

Debí de ponerme roja como una amapola, pero afortunadamente estaba oscuro. No sabía que él se había percatado de mi intento de fuga, y aquello me fastidiaba porque tal vez tendría menos confianza en mí. Como mínimo comprendí de dónde salía aquel ruido raro del pestillo… Le cogí la mano sin hacer ningún comentario y avanzamos por el pasillo oscuro. Olía más a moho y humedad que mi cuarto. En el suelo había arena y no se veía nada a un palmo. Anduvimos a ciegas en una especie de laberinto subterráneo, pero seguro que R. conocía de memoria el camino con tantas veces como lo había recorrido. Yo le apretaba la mano con todas mis fuerzas y notaba que me temblaban las piernas. Creo que no duró mucho, menos de un minuto, pero a mí me parecieron horas y horas. Al final de un túnel llegamos al pie de una escalera de hormigón. Encima se veía un resplandor amarillento y a lo lejos se oía música. Entonces empecé a sentirme tan mal que no podía ni respirar: mi corazón latía tan deprisa que creí que iba a pararse de golpe, como el de Mounie.

R. se puso en cuclillas y me miró a los ojos.

—No pasa nada. Por fin verás la casa. ¿A que tenías muchas ganas de ver la casa, Madison?

Asentí. Me tomó de nuevo la mano y subimos los escalones. Los conté mentalmente para no tener tanto miedo. Uno. Dos. Tres. Cuatro. La luz era cada vez más viva, la música, más fuerte. Cinco. Seis. Siete. Música clásica, con muchos violines. Ocho. Nueve. Una puerta… Diez. Once. Doce. La música estalló, trece, una música increíblemente triste con unos acordes de cuerdas que atravesaban el pecho, y cuando seguía a R. bajo la luz, catorce, aquello parecía una escena de cine de tan demencial como se veía todo.

Detrás de la puerta, era verdad que había una casa.

Yo había imaginado montones de cosas, pero era una casa completamente normal, con la única particularidad de que todas las cortinas estaban corridas, las persianas bajadas y la estridencia de los violines era terrible en el espacioso comedor de estilo rústico, con tapicería amarilla, muebles de madera oscura, iluminado por una araña con palmatorias de imitación en tono burdeos y bombillas con forma de llama. El embaldosado del suelo era marrón y por encima se veía una antigua alfombre persa raída, con agujeros, toda deshilachada. De las paredes colgaban unos cuadros con paisajes espantosos y fotos familiares en unos marcos recargados; se habría dicho que todas las personas allí representadas estaban muertas. La primera cosa que pensé fue que la casa de R. olía a vejez, a soledad y a tristeza. Pero le dije:

—Esta casa tiene su gracia.

Parecía inquieto, pero procuraba no demostrarlo: iba mirando a un lado y otro como si tuviera miedo de haber olvidado algo, de haber cerrado mal una ventana o dejado una entrada accesible. Pero yo, en una fracción de segundo, había pasado la estancia por el escáner ¡y tenía la seguridad de que por desgracia todo estaba en orden…! Por la forma en que estaba colocado el gran armario ropero comprendí que se encontraba a la derecha de la famosa puerta por la que habíamos salido y servía justamente para esconderla: quien entrara en aquel salón no tendría la más mínima idea de que detrás había un laberinto de pasillos y al final de todo una niña, y aquello me hundió la moral hasta el fondo del fondo de las Converse.

R. señaló el sofá de terciopelo amarillo gastado, con adornos rebuscados que colgaban hasta el suelo, y ordenó:

—Siéntate. No te muevas. Si te mueves o gritas, te mato. ¿Está claro?

Obedecí, pero pregunté si podía bajar un poco la música, porque aquello realmente me destrozaba los oídos.

—No puede destrozarte los oídos, es Beethoven.

Beethoven o no, me destrozaba los oídos, pero cerré el pico. Salió medio minuto y yo pasé el láser por el salón con los ojos, deprisa, un teléfono, deprisa, una puerta de entrada, deprisa, un ordenador, pero no había nada de eso, a excepción de una gran tele LCD como la de casa y que se daba de bofetadas con la decoración. La cadena de música era también muy moderna, y cerca de las ventanas vi una cajita con una luz intermitente: una alarma, seguro, en Guéthary tenemos una, aunque no es de la misma empresa y esa sé cómo funciona. Todo era anticuado pero estaba extraordinariamente limpio y ordenado. Me fijé en los libros de una estantería, al lado de una impresionante colección de coches en miniatura. Cómo no, busqué el libro de Papy, pero no estaba, solo vi clásicos. Hoy los he leído casi todos: Rojo y
negro, El ingenuo, Cándido, Las ilusiones perdidas, Nuestra Señora de París, Cartas persas…
(En estos momentos leo
El último día de un condenado
de Víctor Hugo, que me parece super extraordinario.) Todos sus libros huelen a polvo, y en su interior, en la guarda, llevan escrito, en tinta violeta descolorida por el tiempo, MONA LUNEL. Luego me enteré de que la madre de R. se llama Mona, de modo que son suyos. Lo que no sé es si se trata de su nombre de soltera o del nombre del padre de Raphaël. En cualquier caso, «Raphaël Lunel» sería realmente un patronímico tonto ¡con tantas aliteraciones!

En fin, sigamos.

R. volvió enseguida al comedor: bajó la música cuando vio que no iba a gritar, y eso nos benefició a los dos. Dijo que se ocuparía del problema de las hormigas y fumigaría mi «habitación»: aquella noche tendría que dormir con él, porque los productos eran tóxicos. Cuando vio la cara que puse, añadió que, evidentemente, él dormiría en un sillón para vigilarme, pero que yo podría utilizar su cama. Al imaginar a R. en mi cuarto me entró el canguelo por si encontraba a Dora detrás del zócalo, algo que habría sido catastrófico. Claro que la última vez, al ver que las hormigas entraban por allí, había colocado bien el pedazo de madera y aquello me tranquilizó.

Para cerciorarse de que no haría ninguna tontería, me encerró en su habitación dando dos vueltas a la llave. Me explicó que, de todas formas, si encontraba un sistema para salir o si tenía intención de atacarlo, la alarma se pondría en marcha y se activarían todas las trampas con las que había llenado el jardín. Se trataba de unas trampas peligrosísimas, minas antipersonal, explosivos, sistemas con flechas que atraviesan el cuerpo si alguien se acerca demasiado al portal. Dijo también que la casa estaba aislada en pleno campo, de modo que no serviría de nada organizar planes o pedir auxilio porque la armaría gorda. Después de contarme todo aquello se fue. En su reloj eran las ocho de la noche.

Inspeccioné la habitación centímetro cuadrado a centímetro cuadrado; no tanto con la esperanza de encontrar algo para fugarme (sus historias sobre las trampas me habían metido el miedo en el cuerpo) como por curiosidad. Me refiero a que no era un lugar muy interesante, ni siquiera tenía espejo, como había esperado yo. Aun así, era extraordinario estar por fin en un lugar nuevo, ¡mirar cosas que no había visto mil veces! Me extasié en cada detalle, el cubrecama de raso acolchado, la ridícula butaca de madera tapizada con hilos dorados, las dos mesillas de noche de nogal con sus abominables lámparas con forma de velero, abrí los cajones de la cómoda y vi los calzoncillos y los calcetines de R. increíblemente ordenados. En el suelo, sobre las mismas baldosas marrones de todas las habitaciones, había una alfombra de piel de cordero, y en las paredes, más fotos con marcos dorados. Allí pude verlas de cerca: R. y una señora mayor frente al mar. R. y la misma señora mayor frente a una iglesia. R. y la señora mayor de excursión… Imagínate: ¡solo fotos de R. con su madre! Salvo una en la que se veía un niño en un jardín y creo que era él de pequeño. Debía de tener seis años, pero reconocí su pelo encrespado. Ya llevaba gafas sobre aquel rostro increíblemente simétrico, un buzo con pantalón corto de terciopelo azul marino, calcetines blancos hasta las rodillas y un jersey de cuello alto amarillo mostaza. Está claro que R. creció en los ochenta, se veía por la moda. En fin. Su madre tiene un pelo gris azulado que se le encrespa por la parte de arriba como a su hijo y ya no tiene nada de joven: unos surcos recorren su rostro como si le hubiera pasado por encima una cosechadora. Tiene unos ojos increíblemente tristes, pero le dan un aire malévolo.

En la habitación hay además una ventana, que tenía los postigos cerrados y las persianas bajadas. Dudé mucho, pero por fin no hice ningún gesto para abrirla porque tenía demasiado miedo de que todo aquello explotara o algo así. Ver la casa de R. me hizo comprender que estaba más chalado de lo que imaginaba, porque era demasiado banal, estaba demasiado limpia, era demasiado anticuada, y con todas aquellas fotos resultaba realmente angustiosa, eso sin tener en cuenta que en los cajones de la mesilla de noche no había más que ejemplares de la revista
Auto-moto
(y un tipo que lee
Auto-moto
para dormirse no puede ser normal).

Al cabo de unos veinte minutos, R. volvió y dijo, orgulloso:

—Mañana se acabaron las hormigas.

No pegué un salto hasta el techo porque sin duda aquello quería decir que volvería a mi cuarto. De modo que intenté aprovechar al máximo mi noche de «libertad».

—¿Podemos ver la tele…? ¡Por favor! ¡Tengo tantas ganas de ver la tele! ¡Por favor, R., por favor!

—¿Qué?

—¿Qué qué?

—¿Cómo me has llamado? ¿Herr?

—No… —respondí, cortada, porque se me había escapado—. R. La letra.

—Ah, vale, creí que me hablabas en alemán.

—Yo no hablo alemán. Estudiaré español y también japonés, y quizás incluso ruso.

—No me quieres llamar Raphaël porque es el nombre de tu padre, ¿verdad?

Fruncí el ceño y seguro que también puse cara de «No pienso responderte».

Me miró y sonrió a su estilo serpiente.

—Voy a poner un DVD.

—¿En serio?

—¿Qué quieres ver?

—¡Una del Oeste! ¡O una de terror! ¡O de ciencia ficción!

—Tengo
E. T.

—¿No tiene algo menos viejo…? Esa la he visto un montón de veces…


E. T.
o nada.

—Bueno, vale, pues
E. T.

Nos instalamos en el salón, en el sofá amarillo, y vimos
E. T.
Aunque me la sé de memoria fue una pasada ver imágenes, y encima R. había preparado palomitas, como si estuviéramos en el cine. Durante la película, encendió unos cuantos cigarrillos.

—Eso le matará —dije agitando la mano por delante de mi cara.

—Tu tía, la morena…, también fuma bastante.

—Sí, pero lo hace porque está triste. Dice que los cigarrillos sustituyen a los besos.

—Puede que yo haga lo mismo, ¿tú qué sabes?

Seguimos mirando la película sin hablar, yo comiendo palomitas y él fumando. Al final, cuando el extraterrestre vuelve a su planeta, lloré como cada vez, y R. me tomó el pelo.

—¡Qué blandengue eres!

—¿Qué pasa? ¡Es triste!

—Me parece estupendo. Mi madre también llora.

—¿Su madre es la señora de las fotos de su habitación? —pregunté.

Asintió, pero con un gesto extraño.

—Le diré una cosa: yendo de vacaciones con su madre no encontrará novia.

—Pero ¿qué perra te ha dado con buscarme novia? ¡No necesito ninguna novia!

—Si tuviera novia no me necesitaría a mí.

—No lo entiendes, Madison. No entiendes nada.

—¡Explíquemelo! ¡Piense que soy muy lista! Sé que se las da de malo pero en realidad es un tipo simpático… Déjeme marchar, ¡por favor! No sé, ¡véndeme los ojos, métame en el Volvo negro y abandóneme en cualquier parte! ¡En una carretera, en un campo, da lo mismo! No les contaré nada, se lo juro…

—¡Basta! —ordenó con una voz tajante al tiempo que se levantaba del sofá.

Yo también me levanté, pero esta vez no le obedecí. Estar fuera de mi cuarto me exaltaba. Me sentía tan cercana al exterior, a la vida, allí, justo detrás de las persianas, que ya nada me daba miedo, y entonces empecé a dar vueltas en el salón, hablando cada vez más alto:

—No diré nada a nadie, ¡haré como si lo hubiera olvidado todo! Se lo aseguro, explicaré que tengo amnesia, que no sé lo que pasó, ¡no podrán encontrarle! ¡No le encontrarán nunca, ni siquiera sé dónde estamos…!

—¡Madison! ¡Para!

—Se lo ruego, ya basta, ¡quiero volver a casa! ¡Por favor!

—¡CÁLLATE!

—Solo quiero volver a casa… ¡Por favor! ¡Por favor! ¡Por favor!

—Así aprenderé a ser amable, ¡puñeta! ¡Así aprenderé! ¡Se te da la mano y tú te tomas el brazo!

—Si la casa está tan aislada, ¿qué puede importar que grite, eh, qué puede importar? ¡Ojalá nunca hubiera subido a aquel Volvo asqueroso! No tenía que haber pasado nunca por aquella carretera de mier…

R.. se lanzó sobre mí para taparme la boca con la mano. Me debatí con él, pero me sentó por la fuerza en el sofá hasta que me tuvo inmovilizada.

—Si aquel día no hubieras subido —murmuró mirándome fijamente con aquellos ojos de clavo de olor—, te habría pillado otro día. No sirve de nada que te hagas mala sangre, porque lo nuestro era inevitable.

Gruñí entre sus dedos, pues no entendía nada de lo que me contaba.

—Pero ¿tú qué crees? ¿Que aquella mañana me levanté pensando: «Venga, hoy voy a secuestrar a una niña»? Te escogí, Madison. A ti y no a otra. Un día te vi en la calle y supe que eras tú. Te paseabas por Saint-Jean-de-Luz con tu tía, era invierno, un poco antes de Navidad. Había nevado y llevabas botas de agua, un impermeable y un sombrero de lluvia rojos. No puedo explicarte por qué, pero en cuanto te vi lo supe. Fue como un clic. Supe que eras el objetivo que debía alcanzar, la que iba a dar sentido a mi vida. Te observé durante meses, seguí tus progresos en tenis, hice guardia delante de tu casa en coches de alquiler, frente a tu colegio… y el escondite lo hice para ti.

R. dejó de hablar y me observó hasta el fondo de los ojos para saber si podía quitar la mano. Tenía la cara llena de lágrimas, pero agité la cabeza de arriba abajo para decir que vale. Poco a poco, aflojó la opresión y aspiré una gran bocanada de aire. La luz halógena que iluminaba el salón se arrastraba en zigzag delante de mis pupilas como cuando vas en coche y, detrás de los cristales, las farolas de la autopista desfilan a toda velocidad en la noche

—Aprendí tus costumbres —siguió en voz baja—.Tus horarios, tus trayectos, tus preferencias. Lo sé todo, ¿entiendes? Lo sé todo de ti, y aquel día estaba convencido de que subirías a mi coche. Ibas a subir aunque en el fondo sabías que era algo que no debías hacer. Subiste porque estás colada por el hijo del veterinario, subiste porque hacía poco que tenías el gato y por ello no ibas a dejar a Catherine en la estacada. También estaba al corriente de la tormenta, había estudiado el tiempo hasta el último detalle, imagen de satélite tras imagen de satélite. Todo estaba planeado, Madison, ¿ves? Absolutamente todo. No dejé nada al azar y aquel día no hubo azar. O sea que ahora mismo vas a dejar de tomarme por un gilipollas. No pensaba que fueras tan astuta, eso es verdad. Pero yo soy mucho, muchísimo más astuto que tú.

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