Preparó otro café. Era feliz porque se marchaba, sin embargo cierta tristeza en su mirada me hizo pensar que quizá me echaría de menos. Nos tomamos el café en silencio, sin saber qué más decir. Todo era ya partida… la ausencia, y el corazón oprimido. Ella estaba cerca de mí, tenía su mano entre las mías, sentía su olor y los latidos de su pulso, miraba cómo bebía, oía cómo respiraba, pero ya se había marchado. Louison en el este del mundo… tan lejos. Aquella noche, cuando aterricé allí, entre aquel descontrol de ropa y teleobjetivos, ella me regaló im
mediate Family,
el famoso libro de Sally Mann del que Louison me había hablado el día en que nos conocimos y que yo había fingido conocer. Pero unas semanas después, cuando lo hojeé en su casa por primera vez en mi vida, mi reacción me traicionó.
—¡Dan ganas de hacer hijos solo para fotografiarlos! —había declarado entusiasta, olvidando mi propia mentira.
—Creo que de momento me contentaré con fotografiar a los de los demás…
Según Louison, maternidad y libertad no hacían buenas migas; no obstante, ella tenía en casa una obra que demostraba lo contrario: los tres hijos de Sally, en blanco y negro, unos niños de una belleza que cortaba la respiración. La pequeña, tumbada como muerta en las hierbas altas, la piel tostada por los rayos de una naturaleza pródiga, el sueño casi palpable en las hojas desparramadas. La mayor, desnuda y provocativa, encaramada en el cuero blanco de sus patines con ruedecitas. El dorso del niño, carcomido por las negras costras de una varicela vencida. La menor manchada de barro, con los rizos al viento, el rostro insondable. El pipí en la cama, la ropa colgada. La muerte de un abuelo, las relucientes grapas sobre una ceja rota por haber jugado demasiado. El posible malestar de ver a aquellos niños con el cuerpo descubierto, la cara herida, se erradicaba con una gracia extraordinaria, una perfecta connivencia entre la fotógrafa y sus temas: la espontaneidad de la niñez tomada en toda su complejidad, hasta sus rincones más perturbadores. Del trabajo se Sally Mann se filtraba un amor tal que el rostro ensangrentado de un niño se convertía en la negación absoluta del voyeurismo: una simple hemorragia nasal, símbolo de la inocencia y de los veranos solares. Aquellas imágenes, lejos de ser chocantes, reflejaban el deseo de una madre de fijar para siempre a su progenie
creciendo,
de fijar todo lo que es bello y todo lo que es feo en el proceso del crecimiento… la realidad pura de un niño que crece, el milagro de la vida ofrecido a la posteridad. Al descubrir este libro sentí por fin la fotografía como un arte completo, con un poder que hasta entonces se me había escapado.
El ejemplar que Louison me ofreció aquella noche estaba dedicado: «La ternura de determinadas miradas te hace avanzar. Gracias por la que tú me dedicas. XXX. L.». Me afectó, sin duda, pero ya no soportaba sus besos en X. En ellos no veía más que cruces, las cruces que yo trazaría por cada día sin ella, las cruces sobre las que se crucifica a las personas que demuestran un amor excesivo, los barrotes de la jaula en la que me había recluido al enamorarme. Mi mirada se perdió en la biblioteca: Louison se iba para seis semanas al otro extremo del mundo, pero
Twist
seguía allí, bien colocado en medio de los otros libros. Yo no lo reclamaba: ella tenía que devolvérmelo y lo sabía. Mientras el libro estuviera entre sus paredes, tendría que volver a verme. Entre ella y yo, tácitamente, Madison desempeñaba el papel de prenda.
—¡Recuerdo! —gritó de golpe.
Dio un salto, cogió la Polaroid y la apuntó hacia mí. Era la primera vez que me fotografiaba y yo me sentí violento, como un crío tímido al que se le obliga a cantar en público. Mi padre me había traumatizado con sus largas sesiones de pose durante las cuales nunca hacíamos «lo que hay que hacer», y luego con aquellos clichés en los que se nos veía, naturalmente, petrificados y feos como maniquíes de cera. Pero Louison me cogió por sorpresa y mientras yo asistía en directo a la aparición de mi rostro en el rectángulo glacial, tuve que reconocer que había salido bien. En el margen blanco, apuntó con un rotulador indeleble:
«Stan in my kitchen»,
después me pasó la cámara.
—Ahora tú.
No sabía cómo hacerlo, pero motivado por la idea de que podría llevar su cara a todos lados conmigo, le hice la foto. Aun con un encuadre horroroso, como siempre, estaba encantadora. Sacudió la foto para acelerar el secado, después anotó: «Yo misma se va a la guerra» y me la dio. Mientras la contemplaba, inmortalizada en película, ella pasó la palma de la mano por mi mejilla:
—Sé que no te doy lo que necesitas, Stan… No lo hago adrede, es así. Yo soy así. Pero por más incoherente que te pueda parecer, tengo ganas de proseguir este tramo del camino que he empezado contigo.
Cruces, tramos de camino, pedazos de esperanza amasados como las ramillas que se recogen para hacer un fuego en el campo. Me sentía mendigo. Me desabrochó la camisa, me acarició el torso… y mi lengua en su boca, como siempre sin comprender cómo había llegado allí. La noche de la partida encerró el intercambio de fluidos más volcánico de mi corta existencia, como si los invasores hubieran desembarcado, como si se hubiera declarado la guerra, como si nosotros tuviéramos que morir justamente postcoito… en una urgencia apocalíptica. En el punto álgido yo había susurrado: «Quédate»; el apocalipsis sienta bien al amor, pero una hora más tarde estábamos vivos, ella completamente, yo parcialmente, cada uno en un taxi que surcaba la aurora en direcciones contrarias. En aquel coche de pago que olía a pino, yo lamentaba no haberla drogado, dejado inconsciente, atado para impedir que partiera. Me odié por ser tan lamentable… no por pensar cosas parecidas, sino por no haber tenido el valor de poner en práctica aquellos pensamientos.
Louison tenía razón: yo no tenía huevos.
Dos días después me enteré de mi éxito en el Certificado de aptitud para enseñanza secundaria. No lo viví como algo glorioso: había perdido la única batalla que deseaba ganar. Lié mi propio petate, buscando alguna razón para alegrarme… la presencia del sol en el Atlántico mientras en París hacía un tiempo de fin del mundo, o el placer de encontrar allí a Antoine, exiliado desde hacía unas semanas. Mejor será decirlo: Antoine detestaba a Louison. Le parecía egoísta, vanidosa y por encima de todo bastante cursi. Hacía mucho tiempo que había dejado de odiar a las rubias simplemente por el color del pelo, y se había pasado el invierno agenciándose a todas las modelos de la capital, cuestión de «recuperarse». Creo que él se olía —sabía— que la mía me destrozaría el corazón, y como él mismo acababa de salir de un largo túnel, su amistad intentaba evitarme la catástrofe. «Te he explicado de qué va esto, chaval: ¡son parásitos!» Naturalmente, no le escuchaba porque en lo referente a ella no escuchaba a nadie, ni siquiera a aquella voz interior que me suplicaba cada noche que depusiera las armas. Era el momento ideal: Louison no estaba. Pero el vacío que dejaba me parecía insondable.
Arrastré mi desgracia hasta la estación de Montparnasse y en el tren me dormí enseguida. Me sentía agotado, febril. Me despertó después de tres horas de trayecto el primer mensaje de texto, muy inesperado, de una lista que iba a ser larga: «He llegado a Moscú. Lenin es inmenso, unos cuantos metros de altura… por todas partes. Tantos controles… ¡Yo misma tiene la impresión de ser una clandestina! XXX. L.». No pude volver a dormirme: en el otro extremo del planeta, Louison pensaba en mí! Había perdido una batalla, pero quizá no la guerra… Animado por estas palabras, decidí aprovechar lo mejor de mi mes de vacaciones: yo también debía tener algo que contarle en el momento del reencuentro, fascinante y victorioso con un fondo de verano indio. Hasta el fin del viaje me perdí en la contemplación de su rostro en la Polaroid —ella radiante, yo ridículo— y cuando por fin llegué a Bayona, llovía a cántaros.
—No tienes suerte —constató mi padre colocando el equipaje en el maletero de su Megane—. Hacía semanas que no caía ni una gota.
Las cosas iban a arreglarse. Desde mi llegada, el tiempo se fue deteriorando de forma exponencial: el cielo, siempre negro; la lluvia, recia; el viento, fastidioso, y el océano perdía dos grados cada día… Parecía que hubiese importado mi tristeza en un globo meteorológico. Tenía ganas de excusarme ante los transeúntes con paraguas vueltos que intentaban a pesar de todo salvar sus vacaciones; gritar por las calles: «¡La culpa es mía! Perdonadme, ¡todo es culpa mía!», pues, por absurdo que pudiera parecer, yo sentía este diluvio así: mi corazón se había descompuesto, mi país me lo devolvía.
Las inclemencias duraron seis días, lo que no me molestó en absoluto pues me puse enfermo nada más llegar. Tiritaba de fiebre, deliraba hasta más no poder en el azul marino de mi dormitorio, con la garganta tan hinchada que solo soportaba el caldo preparado escrupulosamente por mi madre, quien por aquellos días lucía un nuevo peinado, digamos que aerodinámico. El doctor Lastiri llegó a esta conclusión: angina con flemón de origen bacteriano.
—¡Bienvenido a casa, hijo!
Me dieron antibióticos y me pasé la semana en la soledad infantil de mi cama de adolescente, al acecho del siguiente mensaje de Louison. Me enviaba noticias con regularidad, cada dos días más o menos, y ante aquello de «Un caballo negro cruza la ciudad, una chiquilla con un vestido rojo hace punto delante de una pared destrozada: yo estoy allí, observo, y mi mirada atónita mantiene el mundo en movimiento», yo intentaba estar a la altura con mis respuestas, a pesar de una temperatura que más bien me inspiraba una poesía del estilo de: «Estoy sacando los pulmones por la boca, caen chuzos de punta, pero aparte de esto, sin novedad». La echaba muchísimo de menos, aunque la verdad era que me alegraba que no me viera en aquel estado, pálido y lamentable, mimado por una madre que imaginaba que había sucumbido ante una neumopatía atípica, ridiculizado por una hermana que pasaba el tiempo de bar en bar «con moderación», interrogado por un padre preocupado por mi futuro, y sermoneado por un amigo falócrata con bronceado hawaiano, que me trataba de desecho patético y no me daba la menor opción de desmentírselo: la vuelta del hijo pródigo no tenía nada de positivo.
En cuanto me hube recuperado, a pesar de la ausente, aquellas vacaciones empezaron a parecer realmente vacaciones. Leí novelas, nadé, hice surf, bailé, pillé insolaciones, se me cayó la piel a tiras, me bronceé, me estresé (Louison falló cinco días en sus deberes, y entonces creí que un Igor cualquiera me la había quitado), jugué al tenis, al frontón, al balonvolea, preparé vinagretas, escribí cuentos, me agarré un montón de cogorzas (probablemente mi hígado notaba la adaptación necesaria), impedí a Antoine que destrozara el corazón de Mia, me peleé con Mia sobre el tema, me reconcilié con Mia, me peleé con Antoine, me reconcilié con Antoine, me responsabilicé de unas cuantas barbacoas, luché contra las olas, hice excursiones por el Larrun, tranquilicé a mi madre, tranquilicé a mi padre, hable inglés, hice de alcahuete, hablé español, hice de alcahuete, monté en bici, fui en barco, asistí a un número incalculable de fiestas y a algunas comidas familiares: el único acontecimiento que vale la pena citar aquí fue la visita que hice, liándome la manta a la cabeza, a los padres de Madison.
No les había visto desde hacía más de dos años. La última vez, un 21 de marzo, el día de la primavera: la señora Etchart vino a ver a mi padre por cuestión del gato de Madi y, mientras esperaba el veredicto, intercambiamos unas palabras. Léonore procuraba dar el pego, pero aquella mujer tan guapa aquel día me pareció pálida y demacrada, hasta el punto de que daba un poco de miedo: Madison había desaparecido hacía más de nueve meses y se habría dicho que su madre tenía un embarazo invertido, que perdía kilos en lugar de ganarlos. En el otoño siguiente me fui para instalarme en París y no tuve más noticias de ellos que las de mis padres o, más triste, las de la prensa.
Cuando me enteré del nacimiento de Salomé, el 29 de julio de aquel año, me entraron ganas de verla. De verles. Me alegraba por ellos, pero aquel sentimiento sincero iba acompañado de una sensación rara, una especie de… incomprensión. Me preguntaba si aquella hija había sido fruto de una decisión o de un accidente; me sentía inquieto, triste, intrigado, atormentado por unos sentimientos contradictorios que aún hoy me cuesta explicar. Pero fuera el que fuese el motivo en aquel momento, me encontré tocando el timbre de la casa de los Etchart la mañana de la Asunción, fecha que iba a marcar un giro de lo más simbólico: me abrió Léonore, con el bebé en brazos, con un vestido de muselina azul y un aspecto radiante. Reaparecía ante mis ojos, con perfume a lavanda y té de jazmín, la mujer que había conocido en la época de Madison, siempre con ganas de broma, aquella con la que todos mis colegas fantaseaban. De entrada se sorprendió mucho al verme, pero me invitó a pasar a lo que ella llamaba el «living» con una alegría patente. La anticuada gracia de sus modales y su elocución tenían algo de anacrónico, como una mujer soñada en los cincuenta por un escritor nostálgico. Un nombre solemne, un padre artista y una madre sacrificada a la educación de sus hijas le habían conferido el encanto especial de una heroína de novela en la que el drama interior adoptaba una dimensión literariamente trágica.
Sirvió el té y luego se sentó en un gran sillón de mimbre cerca de la ventana.
—Disculpa, Stanislas, estaba alimentando a la pequeña. Me gusta ponerme aquí, al sol.
—¡Por favor! He aparecido de improviso…
—Nada de disculpas, me encanta verte.
Aparté los ojos un instante, mientras ella acercaba el bebé a su pecho. La estancia casi no había cambiado, pero me pareció más grande que en mi recuerdo, quizá porque siempre la había visto con Madison corriendo de sillón en sillón, contando a quien quería escucharla que había hecho un servicio «atómico» o que no me había ganado por poco, lo que era evidentemente falso, pero le hacía tanta ilusión que yo asentía con aire humilde y contrito, una comedia ritual que nos divertía mucho. Su madre la llevaba todos los sábados por la mañana al Athletic Club y yo la llevaba muchas veces a casa en moto, algo que Léonore no soportaba. De todas formas, a pesar de ser de naturaleza inquieta, tenía confianza en mí, y a Madi le gustaban tanto aquellos paseos con la cara al viento que no se atrevía a prohibírselos. En realidad, alguna vez incluso me había invitado a comer, y mi joven alumna había asumido el papel de la anfitriona perfecta, sirviéndome vino con gestos de sumiller, con un giro aquí, otro allí, como un duende de Navidad. Los muebles seguían en su sitio, pero sin Madison, el salón parecía vacío.