Nunca olvides que te quiero (22 page)

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Authors: Delphine Bertholon

Tags: #Drama, romántico

Léonore miraba con ternura a su segunda hija y le hacía cosquillas en la planta de los pies para animarla a terminar su comida. La luz de verano envolvía su cabellera, que adoptaba un tono carmín, y una curiosa sonrisa flotaba en su rostro. Por un instante me recordó a la Gioconda.

—Felicidades —dije mirando a la recién nacida—. Es preciosa.

—¡Y encima tranquila! A menos que tenga hambre, es un angelito. Hemos tenido suerte.

Al darse cuenta de lo que acababa de decir, su mirada luminosa se apagó en el acto. La tranquilicé con un gesto.

—Comprendo, no se preocupe. Madison estaría tan contenta… Me decía a menudo que le gustaría mucho tener una hermana. Un día que estábamos con Mia, incluso dijo que esperaba que fuera tan bonita como la mía… Y al verla, me doy cuenta de que es realmente como quería ella.

Léonore bajó la vista hacia Salomé, quien empezaba a dormirse, desconocedora de cuan incongruente podía ser su presencia en el mundo.

—Hace seis meses —murmuró—, la gente me miraba como a una víctima. Ahora me miran como a un monstruo. No sé qué es peor.

—Deje que hablen; no tienen otra cosa que hacer.

—¡No te imaginas hasta qué punto! Un día, hará unos dos meses, ¡un tipo me fotografió! Vino hasta delante de la casa, ¿te imaginas? Y me hizo la foto de lejos, ¡como si fuera un animal de feria! ¡Habría salido corriendo detrás de él, pero si hubieras visto mi barriga…!

—¿Llamó a la policía? Es delito violar así la intimidad de las personas.

—Sí, pero qué le vamos a hacer, están muy ocupados para ir en busca de los paparazzis domingueros… Además, estaba lejos…

Se levantó, colocó delicadamente el bebé en el cuco y se volvió hacia mí.

—Le escribo… A Madi… Sé perfectamente que es una idiotez. Un montón de cartas fantasma, sin dirección que poner. .. Pero necesito hacerlo. Necesito decirle que la quiero, dejar un rastro de ese amor.

De pronto, miró su reloj.

—No digas nada a Raphaël, ¿vale? De las cartas… Volverá de un momento a otro, ha salido a correr.

—Jurado y escupido.

Me sonrió, contenta de oír una expresión de Madison de boca de alguien.

—Una cosa… —empecé, pero me interrumpí.

—¿Qué?

Moví la cabeza.

—No sé. Yo… puede que esto le parezca fuera de lugar.

—¿Sabías que Madi está enamorada de ti?

—Lo sé, sí. Cosas de crías… A los diez años, Mia se quería casar con nuestro monitor de esquí. Patrick. Él la llamaba «Mariquita» por sus orejeras de peluche, y en aquel apodo Mia creía ver hasta dónde llegaba su pasión por ella. Un caso todavía peor, ¡él tenía treinta y cinco años!

—Lo que quería decir —sonrió Léonore— es que ella te quería. Tenía confianza en ti, una confianza ciega, que incluso me transmitía a mí. ¡Dios mío! ¡Yo que dejaba que la llevaras de un sitio a otro en esa máquina infernal…! Nada de lo que puedas decir me parecerá fuera de lugar, Stanislas. Además, las he oído de todos los colores.

Tomé un sorbo de té. Tenía tantas ganas de fumar que le pedí si podíamos salir al patio. Fuera, apoyó los codos en la balaustrada. Encendí un cigarrillo con un mechero de plástico que llevaba el lauburu vasco, puesto que tras la muerte de A. D. había perdido la «clase» que hubiera podido tener.

—He conocido a una chica —le dije después de aspirar una gran bocanada de humo.

—Así que ahora soy yo quien debe felicitarte.

—No, en fin, no creo que sea la mujer de mi vida… Es complicado. Pero ella es fotógrafa y…

De repente me di cuenta de que iba a evocar a Capdevielle y noté que palidecía.

—Siento mucho lo de su padre. Me entristeció. Ya sabe que le admiraba mucho.

Me puso la mano en el hombro: un gesto maternal, tranquilizador.

—Eligió su camino, como había hecho siempre, sin preocuparse de los demás. ¡En definitiva, me parezco mucho más a él de lo que hubiera querido! Esa muchacha… ¿cómo se llama?

—Louison.

—Louison. ¿Y dices que es fotógrafa?

—Le gustó mucho
Twist.
Muchísimo. Y… no sé. No tenía ninguna esperanza respecto a Madison… Sé que no debería decirle eso, pero… En fin, ahora ya no tiene importancia lo que yo pensara o dejara de pensar. Porque al ver cómo miraba esa muchacha a la que quiero a la muchachita a la que quiero, de pronto supe que todo iría bien.

Me miró fijamente y no supe interpretar su mirada. Me sentí tan estúpido que deseé desaparecer entre el entablado de la terraza.

—Sé que parece una locura… Perdóneme, no sé por qué le cuento todo esto. No soy mejor que todos esos charlatanes que le hacen la vida imposible.

—Al contrario. No te imaginas lo agradable que es oírte, y no es que dé crédito a las intuiciones, yo me inclino más por lo racional. Pero si ella aún está ahí, con nosotros en alguna parte, necesita que sigamos creyendo en ella. No creo en Dios, Stanislas, pero creo en mi hija.

Vi que Raphaël se acercaba corriendo por la carretera, con la camiseta manchada de sudor. Nos callamos.

—¡Vaya! ¡Stan! ¿Cómo estás? —me preguntó, estrechándome la mano con vigor.

—Muy bien, gracias…

—Perdona que tenga la mano sudada, ¡pero he corrido diez kilómetros!

—¡Vaya atleta! —dijo Léonore soltando un silbido antes de darle un beso en el cuello.

—¿A qué se debe el placer? ¿Te quedas a comer?

—No, se lo agradezco mucho… Mis padres han invitadoa toda la tropa. ¡Como no vaya, me desheredan! He pasado un momento para saludarles… A conocer a Salomé.

—¿A que es un encanto?

—Una preciosidad —asentí—. ¡Han hecho un buen trabajo!

Raphaël se apoyó en la balaustrada y tomó la mano de Léonore. Al ver que apagaba la colilla, me dijo:

—¿Me das uno?

Abrí el paquete y dejé que lo cogiera él. Al constatar mi sorpresa, sonrió.

—Sí, he vuelto a las andadas. Alguno de vez en cuando. ¡Con lo que me costó dejar… esa porquería!

Encendí su cigarrillo y toda la ilusión que él pretendía crear quedó reducida a cenizas. Raphaël Etchart es un hombre alto, robusto, con una planta sólida; sin embargo tuve la sensación de ver a un niño.

—Y a ti, ¿qué tal te van las cosas? Sabemos algo por tus padres, ¡pero siempre es mejor dirigirse al Señor que a sus santos!

—He pasado el examen de Capacitación; el año que viene, cursillos y prácticas… El inicio de la vida activa… ¡El principio del fin!

—Muy bien —dijo soltando una bocanada—.Tienen que estar orgullosos de ti.

—Sí… supongo.

—¿Y la tesina? Sade, ¿no?

Tuve un segundo de latencia al imaginar lo que podían pensar. Era tan difícil hablar con aquella gente… Tenía la sensación de que cada palabra pronunciada era una metedura de pata; en realidad aquello era muchísimo peor que dejar a una chica.

—El tema… lo había escogido antes… Quiero decir antes de que…

—Lo he entendido, Stan. No te quemes la sangre, no lo decía por eso. Es un tema perfecto. Algo salvaje, pero da mucho de sí. ¿Desde qué ángulo lo abordas?

—La circularidad. El hecho de que se repitan una y otra vez las mismas escenas, en circuito, dando la sensación de que el horror no acabará nunca. Eso es, el infierno: la repetición de lo mismo.

—Eso es, el infierno. La repetición de lo mismo —repitió él al pie de la letra—, ausente de golpe.

Vi que había llegado el momento de despedirme, sobre todo teniendo en cuenta que los invitados de mi madre no tardarían en llegar. El gato de Madi saltó sobre la barandilla y me dio un susto, como un lince fantasma surgido de la nada.

—¿Cómo has venido? —preguntó Léonore rascando a Larry entre las orejas—. ¿Sigues con tu Piaggio?

—Mi padre me ha prestado su coche. He abandonado el scooter: ¡demasiado peligroso!

Ella me acarició la mejilla, exactamente igual que había hecho Louison la noche en que se fue. Pero en aquella caricia no había condescendencia, tan solo ternura.

—Gracias por pasar —me dijo Raphaël—. Siempre eres bienvenido, supongo que ya lo sabes.

—Muy amable. Felicidades de parte de mis padres.

—Salúdales de nuestra parte —añadió Léonore—. Seguro que me encontraré con tu madre en el mercado, ¡ahora que ya no estoy condenada a permanecer en la habitación!

Le di un beso, un apretón de manos a Raphaël y me fui. Antes de entrar en el Megane, me volví una última vez hacia aquel edificio típicamente vasco, de un blanco resplandeciente, en el que el entramado entrecruzado lanzaba besos rojos a los transeúntes.

La casa de los Etchart se llama Negua. Hacía 30 grados y brillaba el sol, pero al alejarme de allí lo que noté fue exactamente esto:

El invierno.

22 de diciembre, 10.14

No me lo puedo creer: ¡pasado mañana es Navidad! Por un lado me siento terriblemente triste y por otro especialmente emocionada.

TRISTE, evidentemente. Pienso en mi familia, en las comidas que organizábamos unos en casa de otros (a menudo en la nuestra, pues tenemos una casa fantástica y además chimenea). Papá compraba siempre el abeto más grande que encontrábamos, y aunque aquello no fuera muy «ecológico», decía que era la única ocasión del año en que teníamos derecho a transgredir nuestras convicciones (papá es muy estricto en cuanto al reciclaje y la protección de la naturaleza: debíamos separar los desechos en bolsas de colores diferentes y gruñía cada vez que yo tomaba un baño, ¡pero creo que todo eso es porque se culpabiliza de tener un oficio que destruye tantos árboles!). En mi iPod escucho un disco de Sufjan Stevens que se llama
Songs for Christmas,
canciones muy serias y muy alegres a la vez. Fue Samuel (el hermano pequeño de papá, a quien le gusta tanto la música que trabaja en un estudio de grabación en París) el que me lo regaló la última Navidad que pasé fuera de aquí. Hay coros, acordes de guitarra y cascabeles que danzan entre los acordes. En mí tiene el efecto de un bálsamo para las penas. Quiero decir: en este ambiente.

EMOCIONADA, porque: cuando R. me preguntó qué regalo quería este año, enseguida solté:

—Ropa, pero solo si puedo escogerla yo. Porque ahora sí que, como sabe, ya no puedo más.

Es un poco tonto, ya que aquí no me ve nadie aparte de él, pero aun así… Desde que tengo espejo no soporto verme tan mal vestida. Cada vez que me miro tengo la impresión de que veo una caricatura de mí, una vieja muñeca ajada entre las manos de una niña que no tiene nada de gusto, lo que me hunde la moral hasta el fondo de los mocasines (¡ya ves lo que hay!). Digamos que esta historia de elegir la ropa es un poco complicada: realmente R. no me puede llevar de tiendas. Así que empezó a vacilar, pero yo estaba decidida a conseguir lo que quería y, como dice Papy, cuando se me mete una idea en la cabeza, no se mete en otra parte.

—¿Y los catálogos para qué sirven?

Le di una buena lección y a la mañana siguiente vino con un catálogo de la Redoute. Me pasé todo el día espulgándolo en un estado de histeria total. R. me había fijado un presupuesto de cien euros, que no podía superar. Me quejé, preguntándole si su Compañía no le daba paga de Navidad, pero respondió que era todo lo que nos podíamos permitir.

Bueno. Menos da una piedra.

Tengo la impresión de que los precios han subido de una forma espectacular en dos años y medio. A eso se le llama «inflación». En cualquier caso, ¡hoy en día no se llega muy lejos con cien euros! Pero lo más importante: he pedido unas Converse. Ahora calzo el 37. Fatal, tengo los pies grandes. En fin. Serán todas negras, porque las de dibujitos eran mucho más caras. También he escogido una camiseta con cuello de pico, gris antracita con una guitarra amarilla dibujada, y unos vaqueros dignos de su nombre, rectos, sin nada y sobre todo SIN BORDADOS. Por fin me normalizaré un poco, ¡y rezo para que el paquete llegue a tiempo!

En el momento de hacer el pedido, R. me pidió que escogiera un seudónimo.

—¿Para qué? ¡Ponga su nombre y su dirección y listos!

—Podría parecer raro, una ropa así enviada a mi casa…

De repente me di cuenta de que nunca me había planteado la cuestión. Me había obsesionado tanto el «dónde» podía encontrar él esa ropa tan sosaina que ni se me había ocurrido pensar en el «cómo».

—Con tanto tiempo —respondí—, ¿no le parece «extraño» a la gente que usted compre ropa de chica? Y lo de mi «menstruo», ¿cómo se lo monta?

—En los hipermercados… ya sabes, ¡mientras pagues! Además, cambio a menudo. No te preocupes por mí, tengo la situación controlada.

Claro. Es tonto pero no tanto. Entonces reflexioné sobre lo del seudónimo mientras preparaba café para los dos, y cuando cayó la última gota negra en la jarra, dije:

—¡Punky Brewster!

Estalló en una carcajada, y ESO, eso NUNCA había ocurrido. Era totalmente increíble; a mí también me dio la risa, una risa salvaje de las que no puedes parar y que te dan el mismo dolor de barriga que una larguísima sesión de tenis. Estábamos allí, en mi cuarto, partiéndonos el pecho sobre el pedido de la Redoute, y las lágrimas de la risa iban emborronando las referencias que había copiado con tanto esmero. ¡Hacía tanto tiempo que no me lo pasaba tan bien que creí morir!

Nos calmamos y R. dijo que el seudónimo le parecía demasiado seudónimo. Así que escogí «Amélie Foret», en homenaje a mi tía preferida y a mi compañera preferida. Él lo escribió en el pedido y, por supuesto, salió antes de escribir su nombre y dirección en el sobre.

Para Nochebuena, me marqué una misión (con R. siempre me marco misiones, y cada pequeña victoria contra él me parece un paso más hacia mi liberación. Sé que me hago ilusiones, pero jugar a los detectives privados me gusta, es un poco como escribir en tu interior). Mi misión, pues: descubrir su verdadero nombre. Estoy convencidísima de que no se llama Raphaël. Me lo contó por lo de papá, pues lo planificó todo desde el principio y sabe un montón de cosas sobre mí. Debió de pensar que así me caería más simpático o algo así, pero yo REALMENTE necesito saber cómo se llama.

23 de diciembre, 15.11

Ya que estamos en Navidad, voy a contarte un cuento de Navidad.

Es la «Historia de la chica que sentía las estrellas».

Es un cuento inspirado libremente en un hecho real que tuvo lugar hace exactamente un año y un día.

Érase una vez una princesa de doce años y nueve meses. Era muy moderna para ser princesa: llevaba botas camperas, un vestido de noche de tafetán violeta (corto) y el pelo, rojizo, peinado en forma de corona encima de la cabeza. La princesa vivía una gran desgracia, pues desde hacía un año y medio era prisionera de un dragón de escamas en flor que escupía mentiras como otros escupen llamas. Atrapada en un torreón sin puerta ni ventana, la muchacha soñaba con sir Stanley, su príncipe encantador que, como ella esperaba, iba a liberarla tarde o temprano con su diestro caballo azul eléctrico.

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