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Authors: Delphine Bertholon

Tags: #Drama, romántico

Nunca olvides que te quiero (28 page)

Mierda y más mierda.

Y por culpa de Placebo en mis oídos, ¡me pongo a llorar! Eso te humedece y emborrona la tinta, un desastre, bastante pequeñas son ya tus páginas… En estos momentos todo es desastroso. Sé que dentro de mi desgracia tengo suerte; en las noticias había oído un montón de historias horribles sobre niñas violadas y torturadas en sótanos por tipos pirados; durante mucho tiempo me comí el coco pensando que R. sería como ellos. Pero R. me deja tranquila. Incluso pienso que me dejará siempre tranquila en ese aspecto; soy de la opinión de que nunca en su vida ha tocado a una chica, y además «hacer el amor» le parece algo asqueroso y degradante y más; ¡en serio! Cuando en una película hay una escena de cama, se pone rojo amapola y empieza a carraspear como si tuviera algo atascado en la garganta. De modo que como «secuestrada» no puedo quejarme. Lo que tampoco significa que lo tenga fácil.

«Hacer el amor.» Evidentemente, sé qué quiere decir, lo sabía antes de llegar aquí, de una forma nebulosa, claro, algo así como más o menos. Ahora veo un poco mejor de qué se trata porque en el diccionario enciclopédico vienen esquemas del cuerpo humano y de los órganos reproductores (¡menos mal que R. no lo hojeó con detenimiento antes de regalármelo!). Pero aun así, «hacer el amor»… Cuanto más repito esa expresión, más rara la encuentro.

Me pregunto si Stanislas sigue saliendo con Alice. Seguro que no, ha pasado tanto tiempo… Me pregunto si ha encontrado a otra tontaina con los dedos pintarrajeados, y si ahora mismo está con ella celebrando San Valentín. Me pregunto si ha cambiado, si puede ser que se haya casado (¡qué horror!, ¡imagínate!), si aún vive al lado de casa de Papy, si sigue haciendo sus excursiones al borde del mar con su scooter azul eléctrico. ¡Cuánto echo de menos el mar! En mi cabeza todo se va borrando cada vez más. Papá, mamá, Amélie, Samuel… incluso ÉL, Stanislas. Sus rostros pierden color y tengo miedo de que un día ya no pueda recordar cómo eran, ni mi casa, ni las playas, nada. También me pregunto qué ha sido de Sabrina, si saca buenas notas y si progresa en mates (¡era negada como yo para los números!), si aún está enamorada de Salagna la Chinche o si sale con otro, si se acaricia sola o si R. tiene razón y yo soy especialmente perversa, me pregunto si todavía tiene el pelo tan largo y tan increíblemente rubio y si aún piensa en aquel señor tan torcido que aterrizó en su terraza. También me inquieta Papy, porque Mounie murió tan deprisa que con los viejos nunca se sabe qué puede pasar, y solo pensar que él también puede haberse evaporado en el sistema solar me hunde la moral hasta lo más recóndito de las Converse.

Bueno, pues nada. Como ves, las cosas no van de primera.

Estoy a punto de convertirme en «ciclotímica» total, y eso es una mala señal.

Guéthary, 9 de noviembre,

6
o
, día claro, mar agitado

Cariño:

CATASTRÓFICO.

Eso es lo que tú dirías.

Esta mañana he limpiado tu armario, como hago cada mes desde hace tres años y medio.

Las polillas lo han atacado todo.

En tus jerséis (esos maravillosos jerséis que me obligabas a rebuscar en las tiendas de segunda mano de todas las ciudades a las que podíamos llegar) hay un montón de agujeros. A lo largo de las costuras del mohair de los ochenta, en el centro de las lentejuelas de las mangas japonesas, incluso en aquel vestidito de punto de color azul eléctrico que compramos en Alaia y que te quedaba enorme, pero que querías guardar de todas todas para cuando fueras «mayor».

¡Agujeros, Madison! ¡Agujeros en mi corazón, agujeros en mi memoria, agujeros en nuestra vida que se va deshilachando completamente! ¡Hilo tras hilo! Lo sé, eso es simbolismo, soy como mi padre… No son más que trapos, pero para mí esos trapos forman parte de ti y los bichos se están comiendo lo que queda de mi hija, ¡todo lo que queda de ella! Esas asquerosas polillas te devoran, cariño, en la oscuridad de los armarios, en secreto, con tal astucia que no deseo más que su exterminio. .. puro y simple.

Pena de muerte para los que te desgarran.

Lo sé, sé que no debería hablar así. Soy socialista, humanista, atea. No digas nunca a nadie que durante un segundo he pensado en esos términos. La desdicha me transforma en alguien que no quisiera ser.

En fin… no son más que insectos.

He salvado lo que he podido. He zurcido el vestido azul para cuando vuelvas: la parte agujereada sobre el huevo de resina y la vista cansada por la minuciosa labor. Recomponer su carne, recomponer su sangre, no es tarea fácil. He limpiado tu armario de arriba abajo, le he pasado ocho veces la aspiradora y un paño con lejía. El resto de la ropa, de todas formas, te quedará pequeño. Catorce años y siete meses: ¡estarás hecha una mujercita! Seguro que hoy ese vestido te iría bien.

Si me cruzara contigo en la calle, quizá no te reconociera.

Miles de millones. Hay miles de millones de crios en este planeta, ¡y te ha tocado a ti! ¿Por qué te ha tenido que tocar a ti?

Tu hermana tiene bronquiolitis.

Tengo que llevarla todos los días al quinesioterapeuta, aunque cuando la manipula parece que va a romperla a pedazos. ¡Es tan pequeña! Intento no llorar, pero lloro cada vez. He estado a punto de saltarle a la yugular a ese pobre hombre: me da la sensación de que la está matando, ¿me entiendes?, de que la va a matar. Ya sé que la curará… PERO… Menos mal que mañana tu padre tiene el día libre y podrá acompañarme allí. Sola es demasiado difícil de soportar.

Raphaël está extraño con ella. Frío. Distante. La coge muy pocas veces en brazos, evita tocarla. Ni una sola vez le ha cambiado los pañales. Creo que no puede evitar verte a Ti al mirarla. Intento decírselo, explicárselo: «¡No es culpa de ella! ¡No es su culpa, Raphaël!». Lo sabe, claro que lo sabe. Pero esa distancia, por mucho que él corra, no va a disminuir.

Y encima el otoño.

No soporto el otoño.

Fui a llevar flores a la tumba de Papy la semana pasada. En el cementerio había castañas por todas partes, pequeños erizos verdes que iban estallando bajo las ruedas del cochecito. Lloviznaba y, a pesar del impermeable, debió de coger frío. En los cementerios siempre hace más frío que en otras partes.

A ti no te pasaba nunca nada. Solo tuviste las enfermedades infantiles, esas sí, ¡todas! Sarampión, paperas, escarlatina, rubéola… y en este orden. Aparte de eso, nunca nada, ni un resfriado en invierno. ¡Mi niñita de acero! Espero que sigas igual de fuerte, con la sesera a resguardo en el fondo de la cabeza. ¡Espero que se las hagas pasar canutas a esas asquerosas polillas que te tienen alejada de mí!

Sí, sí. Ya lo sé.

Estés donde estés, hagas lo que hagas, estoy infinitamente orgullosa de ti.

Nunca olvides que te quiero.

MAMÁ

Ocho meses menos un día

Sin que nos hubiéramos visto en toda la semana después de nuestra escapada, ocupadísimos ambos con nuestros trabajos respectivos, Louison pasó a recoger
Noir Tokyo
el martes siguiente. Nunca había conseguido conocerla de verdad, pero aquella noche tuve la sensación de encontrarme frente a una perfecta desconocida. En Dunkerque habíamos pasado el día más bonito de nuestra historia, también el de más complicidad, y yo acariciaba la idea de que aquella corta aventura representara un giro crucial en nuestra relación. Así fue en definitiva, pero el giro no se produjo en el sentido correcto.

Le propuse el vodka ritual, ella declinó la invitación. ¿Un vinito? ¿Una infusión? ¿Un café?

—Que sea un café.

Mientras el agua hervía, todo el estudio parecía chisporrotear con una electricidad maléfica. Por lo visto, Louison tenía prisa: se sentó sobre una de sus nalgas en la mesa de la cocina, dispuesta a huir. «Ya se había ido», como antes de su periplo soviético, aunque en aquella ocasión era distinto. Yo notaba que pasaba algo pero ella afirmó lo contrario; había hastío en su voz.

—Estoy cansada, no es nada. He posado todo el día para un pintor… Un alemán. Ya había trabajado para él antes.

Articuló de una forma curiosa «Un alemán». Aquel tono neutro de psiquiatra sonaba falso como una postsincromización fallida. Parecía como si me estuviera anunciando la muerte de alguien, aunque sin que le afectara, como un proceso verbal. Aquello no encajaba, pero yo no conseguía entrar en el asunto; el malestar era nebuloso, parecido a los recuerdos empañados del día siguiente al de una cogorza. Había servido el café y nos lo habíamos tomado sin decir casi nada, en realidad sin mirarnos. No había puesto música, había dejado crepitar el silencio como un coleóptero atrapado en la tela de una araña. Yo tenía la vista fija en Louison, pero la mirada de ella era opaca, indescifrable. Tuve la brusca sensación de que una mano invisible me acababa de romper el tórax: cada vez me costaba más respirar. Temía que el órgano estallara, salpicara y se proyectara por las paredes, esparciendo sangre por toda la cocina. No es exactamente una metáfora: me encontraba muy mal, sentí un ataque de pánico. Empujé con gesto brutal la silla, y en el baño me tragué un Xanax. Siempre he padecido insomnio; Louison no lo había arreglado ni por asomo.

Cuando volví se había levantado.

—Tengo que irme, Stan.

—¿No te quedas a dormir…? —pregunté, aunque la respuesta era evidente.

—Me levanto pronto, tengo un montón de cosas que hacer. Gracias por el libro.

Se fue hacia la puerta, con
Noir Tokyo
en la mano, casi tan grande como ella.

—En bici no podrás…

—He venido en metro.

Abrió la puerta; en el umbral, puso en mis labios un breve beso, apenas un roce. Dio la luz del rellano y, mientras se volvía por última vez para mirarme, suspiré:

—Te quiero.

No fue una declaración; fue una súplica. La noche en que se iba a Rusia tuve miedo de verla por última vez.

Aquella noche, estaba seguro de ello.

Luego las cosas se desarrollaron exactamente como tenían que desarrollarse. Lo sabía; me negaba a admitirlo pero lo sabía: lo que iba a suceder se había definido de antemano la velada del 13 de octubre, ratificado, sellado, irrevocable.

Ocho meses menos un día, después de la noche de San Valentín.

Al día siguiente fui a la feria del Bois de Boulogne a celebrar ese aniversario que nunca tendría lugar. «La fete a Neu-Neu»: ¡aquello me iba como un guante! Aferrado a una atracción vomitiva, salté al vacío a 140 kilómetros por hora. En la ciudad, una atracción de feria es el único lugar donde se puede gritar.

La semana siguiente, me salté la Capacitación y seguí como un espectro las prácticas en Meaux. Mantuve permanentemente el móvil en el bolsillo, dispuesto a responder donde fuera y como fuera, incluso en un aula delante de treinta y cinco alumnos. Llamé, dejé mensajes: ella nunca respondió. Envié mensajes por el móvil, por el ordenador, cartas. Fui a su casa unas cuantas veces, pero el interfono permaneció desesperadamente mudo. Después de un mes de silencio, su móvil pasó a abonados ausentes. Me pasé toda una noche como un sin techo delante del portal de su casa hasta que por fin, de madrugada, alguien me dejó entrar. Fui a llamar arriba, a la buhardilla: nada. Golpeé con más fuerza, grité su nombre, nada. Me desgañité tanto que por fin se abrió una puerta, pero no era la suya. En la rendija de la puerta apareció un muchacho asiático en calzoncillos hawaianos con aire adormilado.

—No sacarás nada despertando a todo el edificio, tío. Louison se fue.

—¿Qué? ¿Cómo que se fue? ¿Cuándo vuelve?

—No vuelve, te digo que se fue. Se ha mudado. Hará una semana. Incluso la ayudé a bajar cajas, con su colega, el rubio. No sé qué llevaba ahí, pero pesaba como un burro ahogado.

Me quedé boquiabierto. Me sujeté a la barandilla para no caerme, pero la escalera de caracol empezó a girar ante mis ojos como un abismo hipnótico.

—Y ahora ¿puedo volver a meterme en el sobre o qué?

El tipo cerró la puerta. Se apagó la luz del rellano.

En la oscuridad, esperé a que mis piernas volvieran en sí, sentado en un peldaño, con la horrible sensación de que los pelos de mi torso se convertían en espinas. Luego tuve la impresión de estar muerto.

En realidad, no fallecí hasta que abrí mi correo electrónico unas semanas después, cuando las calles de París estaban a rebosar de luz y Papas Noel.

De: [email protected] 23/12 - 19.41

Querido Stanislas:

No sé muy bien por dónde empezar.

Los hechos, quizá.

Estoy en Berlín desde principios de noviembre. Me marché con Hans. Hans Fromm, el pintor. Cuando acepté seguirle, aún no sabía que estaba enamorada de él. No te engañé. Nunca, ni en Rusia, pues estoy segura de que te lo preguntas. Todo se decidió muy deprisa. Ya lo sabes: soy exagerada. Dejé la habitación, empaqueté los libros, la ropa, vendí en eBay los muebles. No tenía gran cosa: procuro no acumular porque lo mío no es quedarme siempre en el mismo sitio.

No sabía cómo decírtelo. Cuando nos fuimos a Dunkerque ya sabía que me iba. Aquel pequeño viaje fue para mí un «seminario de ruptura». Quería que tú lo aprovecharas, ¿me entiendes? No me apetecía echarlo todo a perder. Era mi forma de decirte adiós. No sé si la mejor, seguro que no, pero qué le vamos a hacer.

Descubrí esta ciudad, Berlín, hace tres años, con Pim's. Y caí rendida a sus pies. Cuando Hans me propuso que me fuera con él —mejor dicho, que volviera con él—, dije que sí. Sin reflexionarlo. Con su madurez de hombre de cuarenta años, me iba confiada. Vivimos en un piso maravilloso, en la última planta de un edificio catalogado. ¡Ciento veinte metros cuadrados! Eso me ha cambiado. Con tanto espacio, te da la sensación de que eres mayor, más fuerte, más libre.

París ya no me gustaba, ya estaba visto. ¡Francia…! Parece que se ha marcado como objetivo arrasar con un bulldozer todo lo que tenga algún interés, sea atípico o atrevido, en el campo del arte y en todos los demás. Ahí De Gaulle tenía razón: «Los franceses son terneros». Ya no me sentía a gusto en ese país, como si no fuera el mío. Aquí, en Berlín, todo me parece posible. Como después de la caída del muro todo se rompió, hay que reconstruir. En Francia todo se deteriora. Intentan desesperadamente mantener en su lugar unos cimientos obsoletos que no tienen otro objetivo que derrumbarse.

No estaba dispuesta a esperar con los brazos cruzados el desmoronamiento: he huido de la catástrofe.

¿Cobardía? Tal vez.

Tú no me conoces. Nunca me has conocido. Me has inventado, Stanislas; y las invenciones se esfuman.

Me ahogaba. París me ahogaba, tu amor me ahogaba, no estaba dispuesta a recibirlo, no sé, era un lío total. Te avisé pero no quisiste escucharme. Estoy triste porque seguro que me odias.

Mis pulmones se han abierto de nuevo aunque tenga miedo. Una nueva vida es complicada; me dejo arrastrar hacia donde me lleva el viento, navego siguiendo tan solo lo que veo en ese mar de posibilidades y aquí hago un buen trabajo. Espero no naufragar, si es que esa imagen te dice algo, a ti, que eres «un tipo de playa»

Merecías una explicación por mi desaparición. Seguro que esta no va a satisfacerte, pero yo soy como soy. Ya te lo he dicho otrasveces: no lo hago adrede.

Espero encontrar algún día una tapa de libro que lleve tu nombre.

XXX

L.

P.D.
Twist
sigue conmigo, lo siento. Un acto fallido, sin duda. Te lo mandaré por correo cuando tenga un momento.

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