Nunca olvides que te quiero (8 page)

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Authors: Delphine Bertholon

Tags: #Drama, romántico

¡Menos mal que te tengo a ti!

Escribo en tu interior tumbada en la cama, pero sigue doliéndome la cabeza. Seguro que si tuviera un espejo vería en él a una rana mutante y no a mí, pues no paro de llorar, hasta el punto de que ya no puedo ni abrir los ojos. Por todos los medios trato de transformar las lágrimas en cosas desagradables, como hago siempre, pero en este momento no funciona.

MIERDA MIERDA MIERDA MIERDA MIERDA Y MÁS MIERDA.

Esta mañana, junto al chocolate y la rebanada de pan, R. me ha traído el periódico. No lo había hecho nunca y he pensado que había pasado algo extraordinario en el mundo que sigue viviendo sin mí. Me ha emocionado tanto que se lo he arrancado de las manos. Con un suspiro me ha dicho:

—Me gustaría que colaboraras, Madison.

Era el
Ouest France,
pero él había tachado todas las fechas con un rotulador negro, en todos los artículos, en todas las páginas: parecía lenguaje cifrado. En el periódico había disturbios, muchos niños muertos en un país que se llama Darfur, unos gráficos incomprensibles para mí en las páginas de economía, la historia de un muchacho que había disparado contra su padre con un fusil de caza por una discusión sobre la Playstation (más bien tenía que haber escrito: ¡el mundo que sigue muriendo sin mí!), pequeños anuncios de casas de vacaciones, el resultado de un partido de fútbol (el PSG perdió contra los Girondins, ¡vaya!), el tiempo, malo en la zona de nuestra casa, mi horóscopo, que decía: «Forma Olímpica». Claro que todo eso también podía haber pasado ayer o hace un mes. Seis meses. Diez meses. Mil años.

Lo que quería él era demostrarme que en el universo ya no existe nadie que piense en mí.

—¿Qué te parece? ¿Todavía crees que vendrán a buscarte? Mira, hace un montón de tiempo que todo el mundo te ha olvidado. Mejor sería que dejaras de darme la lata con tus historias de polis y cárceles. ¡Porque la poli no vendrá! ¡No va a venir nadie! ¿Lo entiendes? No estamos más que tú y yo y hay que contentarse con esto.

Señaló con el dedo la pila de platos sucios, el pan duro y todos los cuencos que yo no había ni tocado.

—Y ahora vas a dejarte de historias. Si te vieras la cara… da miedo.

De repente vi en los acantilados de su pelo dos pequeñas señales rojas en las que no me había fijado nunca. Se habría dicho que había tenido cuernos y se los habían cortado: esa es la impresión que me dio. ¡Suelta sin cesar tantas trolas asquerosas! Arrojé el periódico a la otra punta del cuarto.

—Eso no significa nada. No le creo. No le creeré nunca, es un puñetero mentiroso.

Pareció que iba a soltar una risa sarcástica pero no hizo ruido, fue exactamente la mueca de la pitón que vi en el zoo de la Palmyre, y luego recuperó su aspecto serio. Eso le da una pinta realmente débil, algo así como un profesor inútil que quisiera ejercer la autoridad. Dentro de mi cabeza, yo iba repitiendo ¡GILIPOLLAS-GILIPOLLAS-GILIPOLLAS! Se levantó de la cama y pareció que me hubiera oído.

—Como quieras. Mientras tanto, puedes esperar sentada el despertador. Y el espejo, tres cuartos de lo mismo. Tu cuaderno, cuando lo encuentre, lo echaré al fuego. A ver si te enteras de quién manda aquí. No eres más que una niñata, Madison, y te juro que vas a dejar de hacerme la vida imposible.

Noté que se me cerraban los puños con tal fuerza que las pequeñas protuberancias de encima quedaron completamente blancas. Me entraron ganas de gritar TÚ NO ERTES MI PADRE, miré la parte de arriba de su mejilla, allí donde parece más frágil, y tuve ganas tic empezar a golpearle con todas mis fuerzas. Me vi cogiendo un cuchillo del montón de platos que tenía allí para clavarle la hoja en su asquerosa barriga. Pero claro, no lo hice. La cuestión es que tiene la punta demasiado redonda para hacer daño y además me da canguelo: no creo que sea capaz de matar a nadie, y a veces, cuando lo pienso, me odio a mí misma.

Por fin R. se fue y se llevó el periódico. Me quité toda aquella mierda de ropa, me quedé desnuda y empecé a pegarme contra las paredes con los hombros, los brazos, las piernas, a gritar, gritar, gritar tan fuerte que ahora mismo ya no puedo hablar, pero ¿HABLAR a quién?

ME LLAMO MADISON ETCHART

ESTO ES UN SOS.

Ayer grabé la duodécima marca en la pared. Y aunque sea una nulidad en cálculo mental, como mínimo sé que eso significa tres meses.

«Pero ¿POR QUÉ?», había preguntado justo después del Día del Volvo Negro. En aquella época le planteaba miles de preguntas, todo el tiempo, sin parar, siempre las mismas (evidentemente porque quería las respuestas, pero también porque esperaba que aquello le sacaría tanto de sus casillas que se desharía de mí. Lo que pasa es que no funcionó). Al cabo de unos días, después de tanto cotorrear, él me dijo:

—¿Por qué crees que se secuestra a la gente?

—No lo sé.

—Piensa un poco.

—¡No lo sé! ¡Normalmente no se secuestra a la gente!

En vista de que veía que iba a ponerse nervioso y que me acoquinaba muchísimo aunque me las diera de lista, respondí:

—En las películas, por dinero.

—Pues en la vida es lo mismo.

De repente, aquello me consoló un poco. Porque quería decir que tenía una RAZÓN y que por fin pararía de darle vueltas a los porqués en mi cabeza como si fueran colores de un cubo de Rubik.

—¿Cuánto?

—Quinientos mil euros.

—¡Uf! Mis padres no son millonarios, ¿qué se ha creído?

—Pues que espabilen. Pueden vender tu casa, ¡yo qué sé! De todas formas, he sido claro: o pagan o estás muerta.

Entonces esperé mucho tiempo. No sé explicar muy bien el porqué, pero desde el primer momento pensé que no me haría nada. En realidad creo que él tampoco tiene valor suficiente para matar a nadie. Aun así, siempre tengo miedo de que lo haga (sobre todo porque me pongo pesada adrede), pero bueno. De forma que cada vez que R. venía a mi habitación, le pedía noticias sobre el dinero. Me contaba bolas de todo tipo (como que mis padres habían llamado a la policía cuando él les había prohibido que lo hicieran, de repente se había enfadado y había anulado la «transacción», o bien que no conseguían reunir la suma, que esperaban la respuesta para un crédito y un montón de rollos de ese tipo que me hacían pensar que aquella historia del rescate en realidad no tenía ni pies ni cabeza). Pero la semana de la cuarta señal en la pared me dijo que se habían negado a pagar y que se había terminado.

—¡No es verdad!

—Sí es verdad. Lo siento, Madison, pero tus padres han preferido seguir con la casa.

—Júrelo escupiendo si es verdad.

—Puedo escupirte mis pulmones si eso sirve para complacerte.

—¡No es verdad! ¡NO ES VERDAD! ¡Usted es un mentiroso de mierda!

Empecé a golpearle pero aprisionó mi puño en su enorme mano, y mi puño en su enorme mano parecía la piedra del juego «piedra, papel y tijera». Ya que seguía exaltada, me torció el otro brazo en la espalda y creí que iba a partírmelo por la mitad. Era la primera vez que me hacía daño y creo que ni a él le gustaba la idea.

—Sé razonable —refunfuñó apretándome el puño con más fuerza, tanta que noté que sus uñas penetraban mi piel como las garras de Larry cuando está asustado.

Pero luego siguió en un tono meloso, como si hablara con una débil mental:

—Se han hecho a la idea, Madison. Su vida sigue sin ti. Podría matarte, evidentemente, como dije que haría. Pero si dejaras de ser tan testaruda, tal vez nos entenderíamos.

Mis ojos eran como un jarrón que se ha llenado tanto que a la fuerza se derrama cuando se meten las flores en él.

—¿Ya ha estado en la cárcel?

Hizo como que se escandalizaba, como la señora Jaso cuando intenta que alguien crea que no está al corriente de algo que precisamente ella ha contado a todo el mundo.

—¡No!

—Secuestrar niños y pedir dinero a sus padres para soltarlos es cosa de criminales. ¡Y los criminales van a la cárcel!

Me soltó y en mi brazo quedó la marca de sus dedos en un rojo vivo, parecía una quemadura del sol en forma de mano. Entonces lloré porque no podía contenerme. Y por fin él desapareció tras la puerta de hierro.

—¡No me das miedo! ¡NO ME DAS MIEDO!

Grité procurando recuperarme, pero claro, no era verdad.

Después de ese episodio hice como si me hubiera vuelto sordomuda. Aquello duró hasta el día en que me abrí la cabeza en el lavabo.

Gané yo.

Por supuesto, lo del despertador no lo permitió y lo del teléfono menos. Pero estuvo de acuerdo con la mochila y me trajo unos Z'animos como prueba de tregua. Me comí todo el paquete para que estuviera contento, lo que pasa es que luego tuve un yunque que se retorcía donde antes había tenido la barriga. Lo primero que busqué en la mochila fue la navaja suiza que me regaló Samuel y que nunca abandono. Pero, ¡cómo no!, R. se la había quedado. No me gustó que metiera las narices en mis cosas. De todos modos, nunca habría imaginado que me alegraría tanto recuperar mi libro de matemáticas. ¡Y mis deberes! Pero lo más importante, LO MAS IMPORTANTE, en la mochila está mi iPod, el que me regalaron cuando cumplí once años. Escuchar mi música me hace llorar mucho porque me recuerda mi vida de antes, la casa, las tardes en la playa de Lafiténia con Sabrina, mis padres, Papy, Amélie (¡y Stanislas!), y también los días en que refunfuñaba porque papá quería que cortara el césped cuando yo tenía intención de ir al cine con mis compañeras. Ahora me doy cuenta de que no siempre era buena chica y de que era bastante egoísta, pero seguro que esa no es razón suficiente para que se hayan «hecho a la idea»…

A veces me pregunto si en realidad no he sido yo quien ha inventado a R. Me parece tan increíble esta asquerosa historia… Es posible que me atropellara el Volvo negro aquel día, que ahora esté muerta, completamente tiesa, y me encuentre al principio de la eternidad, que es como una gran carretera desierta sin fin, con un viento frío rolando como un tornado que proyecta trocitos de hielo contra mis ojos. En este caso, R. sería simplemente un demonio enviado para castigarme por haberme portado mal, pero en realidad no existiría, y eso me parece mucho más lógico que lo de estar prisionera sin comprender el porqué, con este hombre que me da de comer, que me cuida y me viste como si yo fuera una ardilla domesticada. Viéndolo así resulta muchísimo menos tortuoso lo de encontrarse a seis pies bajo el suelo.

Pero claro, ya está bien, ¿no? ¡Ni una sola línea! ¡Y doce marcas en la pared!

Por supuesto hay otros periódicos y sé perfectamente que esa cuestión de la mierda del rescate es un cuento chino. Porque los padres quieren a sus hijos, aunque tengan un carácter de aquí te espero, aunque no siempre sean muy obedientes, e incluso aunque sean una nulidad en cálculo mental (además yo destacaba en TODO el resto. ¡En francés siempre saqué la mejor nota! A ver si no va a contar eso…).

Pero pienso en mamá y en cómo la odiaba aquel día, aquel Día del Volvo Negro, ¡y me dan ganas de dar vueltas sobre mí misma hasta que no pueda tenerme en pie…!

LOS DIENTES DE LEÓN

Ya que estoy bajo tierra, me invento

historias

intento creerme que hay dientes de león

bajo mi cama.

Piedras azules para alcanzar el cielo

y mi enamorado, lejos, lejos, al final de todo.

Allí donde no se cuentan trolas.

Un libro mágico en mi armario,

una fórmula de mago,

abracadabra. Te saco de aquí.

Pero armario, no tengo,

ni libro mágico, ni piedras,

sola estoy en el fondo de un agujero.

M.E.

Si ahora mismo hiciera una lista de todo lo que deseo, el detector de mentiras estaría en a).

Guéthary, 14 de abril,

viento fuerza 9, mar embravecido

Cariño:

Es de noche. Te escribo en el secreter de nuestra habitación, de tapadillo, no puedo entretenerme. Tu padre está en la ducha, tengo un oído puesto en el ruido del agua. Si supiera de todas estas cartas, creería que estoy loca.

Te mantengo viva.

El viento acaba de aumentar un punto. Ha aullado y llorado por nosotros, todo el día, para que los techos se vinieran abajo y nosotros nos mantuviéramos dignos, de pie en el caos, esperándote.

Sabíamos que no vendrías.

Pero te hemos esperado.

Perdona mi letra. De repente tengo un sobresalto porque los postigos chascan, el parqué vibra, las puertas respiran.

Toda la casa está más viva que yo.

Raphaël había dicho: «No es una buena idea». ¿Y qué? Las buenas ideas ya no existen.

Pero nosotros no aullamos, cariño. Nosotros no lloramos. Contemplamos el techo mordiéndonos los labios. Y nos mantuvimos dignos.

¡Doce años! Ahora eres una jovencita y yo intento imaginar qué aspecto puedes tener… ¿Has cambiado realmente? ¿Has crecido? No hace ni diez meses y ya tus rasgos se difuminan y tu voz se enturbia. Tengo que mirar el libro de Papy y los álbumes de los recuerdos para recuperar todos los detalles de ti. Si la memoria fuera una máquina… Si esto pudiera funcionar como un vídeo en el que cada mañana se engranara la vida…

No he podido evitar pensar en la última vez que te vi, con tu faldita negra, tu camiseta con una palmera y tus botas camperas. ¡Y el capadlo de plástico que usabas como cartera!

Aquella mañana no me dijiste adiós. Cada mañana, el beso que chasqueaba contra mi mejilla… ¡Cada mañana! Y pensé, mientras te ibas de morros hacia el autobús, cuando tu pequeña silueta no se volvió ni una sola vez: «Ahí está. ¡Ya empieza! ¡Ya empieza!».

Y aquello me hizo reír.

Pues sí, Madi: en mi fuero interno me había reído. Porque sabía perfectamente por qué ponías cara de pocos amigos, y era tan bonito ese enfado de cría… ese amor de cría.

Pero ellos dijeron: «Pues eso, se ha fugado».

Se lo explicamos, pero estaban convencidos. ¿Cómo hacer razonar a gente como esa? Al fin y al cabo hacían su trabajo.

«¿No tiene móvil?»

Y maldije mis huesos por no haber cedido a un capricho recurrente… Maldije mis huesos por haber sido una madre ejemplar… Todas aquellas extraordinarias ideas, toda la educación, ¡y además Françoise Dolto! Pedí al cielo haberte juzgado mal, haberme equivocado, sí, claro que puede ser capaz de fugarse, ¡cómo no, con aquel aire ceñudo!

Ya veía las bandadas de pájaros muertos surcando el techo.

Al cabo de veinticuatro horas tu rostro estaba fijado en las paredes.

Al cabo de cuarenta y ocho horas, la región entera estaba en pie de guerra.

Al cabo de setenta y dos horas, testigos de todos los rincones de Europa llamaban al número gratuito.

Fuiste a Praga, a Londres y a Berlín.

Montaste en un monovolumen, en una berlina color crema, en una furgoneta negra con cristales ahumados.

Te vieron en un autocar, en un tren, en un barco.

Una estación. Estaciones.

Aeropuertos.

Las batidas. Los perros.

Nos descoyuntaron el ordenador. Comprobaron los filtros. Hicieron el seguimiento del historial informático.

Nos interrogaron. Nos acusaron. Nos intervinieron el teléfono.

Hurgaron en el Larrun. Dragaron los estanques. Esperamos que tu cadáver llegara a la playa arrojado a ella por las olas como si fuera un tapón de corcho.

Confiamos en recibir una petición de rescate, que nunca llegó.

Y más carteles. Más helicópteros.

Y tú estabas en Nantes, en Burdeos, en Milán. Dijeron: «En foto, todas las niñas se parecen».

Desaparición de una menor, 11 años, Madison, 1,45 m, más bien menuda, media melena castaño-rojiza, ojos color avellana. En el momento de su desaparición llevaba camiseta de color violeta con una palmera plateada, minifalda negra con bordados de nido de abeja, botas camperas, mochila escolar de plástico azul celeste transparente.

(¡Tú no te pareces a nadie, Madi! ¡A nadie!)

Lyon, Bruselas, Saint Pée sur Nivelle.

Y el libro de Papy, responsable de todo, pero no dio ningún resultado.

Nada dio ningún resultado.

Y aquella mañana, Madi, me había reído. Porque no sabía que no volvería a verte.

La lámpara del pasillo sigue encendida, la puerta de atrás sigue abierta.

Feliz cumpleaños, estés donde estés. Nunca olvides que te quiero.

MAMÁ

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