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Authors: Delphine Bertholon

Tags: #Drama, romántico

Nunca olvides que te quiero (33 page)

—¿Por qué hablas así? Esas cosas no se dicen.

—Vale, pero ¿me respondes, por favor?

—Seguro que también me moriría.

Exactamente lo que pensaba.

25 de diciembre, 00.12

Ella está ahí.

Me mira con sus ojos de piedra ahuecados y sus curiosos tirabuzones inmóviles.

Se diría que ya me está juzgando.

Me pregunto qué pensaría de todo esto el Niño Jesús.

13 de enero 11.23

Página 2289.

Tramar. V. tr.

1. Formar (un tejido) cruzando los hilos de la trama con los hilos tirantes de la urdimbre. Sin tejer.

2. Disponer por medio de maniobras ocultas. Sin maquinar, urdir.

El diccionario enciclopédico tiene 2.432 páginas.

22 de enero, 15.15

Ahora mismo he acabado una pequeña sesión de la danza del copo con «Kamikaze».

Tengo la piel completamente enrojecida.

Esta mañana he observado mis senos con gran atención. ¡Y pensar que había creído que no crecerían nunca! Era pequeña por aquellos días. En la época de Dora era REALMENTE pequeña. No creo que hoy R. fuera capaz de hacer que picara el anzuelo con una historia de un gato, ni loca. Me da la impresión de que tengo mil años, como la chica de mármol y tirabuzones inmóviles.

Mounie decía siempre: «Si la juventud supiera, si la vejez pudiera». Acabo de comprender lo que significa.

No hace mucho, R. intentó hacerme creer que fuera había estallado la Tercera Guerra Mundial a causa del petróleo y del terrorismo islamista.

Pero no le creí.

Bulos, bulos, bulos.

De todos modos, es algo que me inquieta un poco.

Me dan miedo las guerras. Creo que ni cuando sea una viejecita hecha y derecha conseguiré comprender por qué las personas se matan unas a otras por nada, es decir, por petróleo, poder, fronteras, dioses que se parecen como dos gotas de agua, lo único que no tienen el mismo nombre. Papy decía: «Es la naturaleza intrínseca del hombre». Decía que somos la única raza de la Tierra capaz de matar por el placer de hacerlo. Papy odia la guerra pero, curiosamente, parece comprenderla. Una vez me explicó que un filósofo alemán, Nietzsche, había escrito que todas las grandes cosas se hacen por encima del Bien y del Mal. Claro que algunos toman la teoría al pie de la letra y creen que para ser poderoso a la fuerza hay que aplastar a los demás; o sea, que según Papy, por eso hay guerras, atentados, violaciones, incluso peleas en el autobús. Pensé en Lionel Dalante, quien siempre quería ser el primero de la clase, no era amable con nadie a excepción de con los profes, cuyos mocasines lustraba a lametazos, y pregunté: «Pero ¿en realidad no?». Papy respondió que para ser poderoso hay que ser uno mismo hasta el final y en cualquier circunstancia, lo que no significa dominar a los demás, al contrario, librarse de su juicio, de su moral y de su influencia. No lo comprendí, y Amélie le dio unos golpecitos en la cabeza conminándole a que me dejara en paz porque solo tenía diez años. Así que se enfadó (mi abuelo es de los susceptibles). Subí a mi habitación para anotarlo todo en una libreta, pues creía que era importante, como todo lo que explica Papy. Este filósofo también escribió: «Dios ha muerto», y así se convirtió en una celebridad en el mundo entero. Por otra parte, cuando hablé a R. de Nietzsche, R. citó: «Dios ha muerto». Anda que no es célebre la frase.

Yo solo quería explicarle que no era útil retenerme a la fuerza para ser «alguien». Que podía ser poderoso sin tener a una niña prisionera en el sótano, pues el poder estaba en su propio interior, como en cada uno de nosotros: le bastaba con decidir lo que quería ser de verdad y lo sería automáticamente porque la humanidad es lo más fuerte del universo.

—No creo que DE VERDAD quieras ser un criminal, Rémy.

Una vez más no pilló nada. ¡Pero él tiene treinta y cinco años! Creo que R. está «por encima del Bien y del Mal», pero en el mal sentido del término. En fin.

Supongo que intento encontrar excusas al contarte todo esto. En el diccionario enciclopédico, en la entrada «Nietzsche», he leído:

«Hay que disparar contra la moral.»

Seguro que es mejor eso a que te disparen a ti.

4 de febrero, 16.42

Vuelvo a coger la pluma un segundo porque por fin he leído la auténtica definición de la palabra «viril». «Viril» quiere decir: «Propio del sexo masculino». Pretender como Papy que significa «fuerte» es como decir que todos los hombres son fuertes y que las mujeres no lo son nunca, pues una mujer no puede ser «viril».

Vaya. Papy también cuenta trolas.

La trola debe de ser viril.

11 de febrero, 16.29

Página 2432.

Zzz… Interj.

Onomatopeya que denota un ruido, un silbido ligero y continuo (zumbido de insecto, ruido de un latigazo, etc.).

«La dama hunde un largo alfiler de sombrero en su sombrero,
zzzzz,
¡a través de los sesos!» (Green).

Eso está hecho.

14 de febrero, 23.45

Había decidido que.

Quería estrechar a Stanislas entre mis brazos el día de San Valentín, a Papy, a papá y a mamá y a todas las personas que quiero en el mundo, porque es la gran fiesta del AMOR. Quería conocer a mi hermanito o hermanita antes de que él o ella olviden que existo por haber crecido demasiado sin mí.

Había decidido que. Pero no basta con decidir. Nunca basta con decidir. Nietzsche dice tonterías, como todos los demás.

Mi plan es perfecto: es simplemente cuestión de
timing.
Resulta que hace un par de meses que el
timing
siempre es malo.

MIEEERDA.

Y más mierda.

Voy a contarte las cosas como tenían que haber pasado. Te las contaré como si hubieran sucedido de verdad porque será un proyecto del futuro y hará que existan OBLIGATORIAMENTE. Una especie de repetición en forma de frases, por decirlo de alguna forma. Una evasión blanca.

A eso se le llama: tomar carrerilla para saltar mejor.

Es sábado.

Estoy en mi mesa plegable, escribo un poema. Es un poema que se titula «La chica inmóvil». De vez en cuando miro a mamá en el jardín, su gran barriga delante y mi casa detrás. Mi casa se llama Negua: quiere decir «Invierno», en vasco. En estos momentos fuera hace un frío helador y no puedo salir; a R. le da demasiado miedo que vuelva a ponerme enferma.

Toco la cabeza de la chica inmóvil colocada sobre su libro de mármol inmóvil, frente a mí, eternamente bien peinada, con esa curiosa sonrisa en los labios que te mosquea un poco. Tiene la cabeza fría. Cierro los ojos, hago como si fuera ciega, toco su cara. Tiene la nariz muy pequeña, nadie la tiene así en la vida real.

Espero, porque sé que R. pronto me traerá la comida. Son las 12.29 y este tipo, cuando no trabaja, es pautado como el papel de música.

El minuto pasa en el bloque de goma rosa y el pestillo hace su ruido de pestillo detrás de la puerta de hierro. Entra R. Parece que está de buen humor, me sonríe. Lleva un jersey de rombos azules y verdes por encima de una camisa con florecitas azules, y un pantalón de pana de canutillo verde abeto igual que los rombos. Sé que él opina que va «conjuntado». Hace mucho que dejé de hablarle de su
look
porque no hay NADA que hacer. Creo que el buen gusto es algo innato. En cualquier caso, realmente es demasiado tarde para reeducarle.

De modo que yo también sonrío. Le digo que me alegra verle, que le he echado de menos toda esta semana en que ha trabajado tanto.

—La Compañía está en fase de reestructuración y no quisiera que me echaran.

Finjo que lo entiendo, que me pongo en su piel, que estoy orgullosa de que tenga tanta ambición, aunque sigo sin saber de qué van sus trapicheos, y en realidad me importa un pepino. Me muestro amable, parlanchina y mimosa, pero en la comisura de mis ojos está siempre la chica inmóvil.

Digo:

—Hay un problema con el agua. Parece que la ducha está completamente atascada. Lo siento, creo que es por mi pelo, es tan largo…

Sé que adora mi pelo y que NUNCA, NUNCA querrá que me lo corte, de modo que preferirá jugar a los fontaneros.

Tengo los cuadernos escondidos bajo el colchón, para poder cogerlos rápido, muy rápido.

R. me dice qué coma porque eso va a enfriarse.

Es verdad que los huevos fríos son superrepugnantes.

Me siento, pues, frente a mi mesa plegable y como. El sale de mi cuarto y cierra la puerta. Cinco minutos después vuelve con unas tenazas y un barreño de plástico. Sigo comiendo, sigo sonriendo. Al pasar, me toca el pelo con gesto cariñoso. Me río. Cojo un trozo de pan y rebaño la yema del plato. Mi corazón golpea tan deprisa que parece un caballo al galope en la playa, y mi respiración se convierte en jadeo, pero claro, no es cuestión de que él lo note. La miga de pan no consigue deslizarse en mi garganta, se queda atascada por encima del plexo solar y duele cosa mala. Me levanto, como para digerir. R. me mira y yo sigo sonriendo, eternamente. Digo:

—Eres muy amable por ocuparte de esto —y mi voz parece un enorme chicle sepulcral escupido desde la boca de una cueva.

R., tenazas en mano, se pone a cuatro patas, se inclina bajo el pequeño lavabo y empieza a estudiar el sifón. Todo parece que transcurre a cámara lenta. Mi cuerpo pesa como si fuera de plomo, pero mis manos agarran a la chica inmóvil y la levantan de la mesa plegable, sin ruido. Tengo la sensación de que me voy a morir, pero mis brazos aguantan y, casi a mi pesar, la chica inmóvil se acerca a la cabeza de R., veo el pequeño claro en la cima, en medio del bosque encrespado, y me concentro en ese punto, con todas mis fuerzas, para evitar que el corazón se me haga añicos a fuerza de golpear en mi interior como una pelota que no para de rebotar. De repente, la chica inmóvil da un beso, un lánguido beso que emite un ruido sordo.

De entrada no pasa nada. R. no se mueve, sigue arrodillado frente al sifón, como si fuera un ídolo inca.

Luego, el cuerpo de R. se desploma y su frente, lentamente, se golpea contra el hormigón del suelo.

La chica inmóvil cae a su vez. En la caída estalla uno de sus tirabuzones. Os cojo a los tres de debajo del colchón y corro hacia la puerta. La abro. La vuelvo a cerrar. Una vez fuera, coloco la gran barra metálica.

Espero que R. no esté muerto. No quiero ser una asesina.

Subo la escalera a la velocidad de la luz y mi cabeza no para de esperar que R. no esté muerto. Sé que no tengo que ir a comprobarlo. Me he dicho mil veces: «Aunque sangre, Twist, aunque el beso sea demasiado fuerte, no irás a comprobarlo». Y me lo repito una y otra vez. NO IRÉ A COMPROBARLO.

Arriba, el sol. Todos los postigos están abiertos. La calefacción está encendida y el vaho cubre todos los cristales, como la falsa escarcha que se pone en las ventanas en Navidad para adornar.

Tal como estaba previsto, la alarma no está conectada.

Voy al portal.

Hace un frío terrible, solo llevo un vestido, pero en realidad tengo demasiado calor.

El portal está cerrado. Lo zarandeo, pero sé que es inútil: el portal siempre está cerrado. Así que trepo. Tengo cuidado con las púas de metal, que se levantan hacia el cielo, como alabardas, pero en mi interior me he entrenado mucho. MUCHO.

Salto. El vestido se desgarra pero da igual: es de un feo que echa para atrás.

Corro. Corro a casa de Mariette. En su jardín, en alguna parte (¿una piedra, una planta, un agujero en la pared?), escondo los cuadernos. Tamborileo en la puerta. Tamborileo y aparece ella en el umbral con su traje de color chicle y el tul de nata montada en la cabeza. Me dice:

—¡Hola!

Entro y, desde el otro lado, veo la casa de R. Esa puta casa de los cojones. Parece distinta vista desde aquí.

Mariette coge el teléfono pero al mismo tiempo me prepara un chocolate caliente porque ahora tengo un frío terrible. En el horno hay un pastel, lo huelo. Es el de manzana caramelizada: ¡ese le sale siempre buenísimo!

Por teléfono, explica a la policía que tiene allí a una señorita ¿que se llama…?

Madison. MADISON ETCHART.

La policía dice que llega enseguida. La policía dice que no hay que preocuparse, la policía dice que todo ha acabado.

Yo lloro explicando que tengo miedo de que la chica inmóvil haya asesinado a R. con su beso de mármol.

Mariette se ríe bajo su tul.

—Vamos, pequeña, ¡con lo dura que tiene la cabeza!

Y al cabo de poco, bajo el sol, las sirenas.

He aquí lo que tendría que haber pasado.

He aquí lo que pasará.

Jurado y escupido.

Si miento, que vaya al infierno.

Guéthary, 1 de mayo,

cielo despejado, mar claro

Querido Stanislas:

Tendría que dejar de escribir.

Con mi hija recuperada, las palabras ya no tienen sentido: lo único que importa es el reencuentro, nuestras pieles y nuestros perfumes, el calor de nuestros cuerpos y todas esas cosas que nada, salvo quizá Dios, es capaz de expresar.

Pero ella y tú me lo habéis pedido, por tanto tengo que satisfaceros. Madison dice que en cierto modo te debe la vida. En realidad, creo que no debe la vida a nadie más que a sí misma. Estoy tan orgullosa de ella… no puedes hacerte idea.

Tú aún no has tenido la suerte de verla. Si no me equivoco, no tardarás.

A los ojos de todo el mundo, Raphaël y yo habíamos perdido a una niña y ha reaparecido casi una mujer. La imaginan extraña, lejana y diferente, pero se equivocan. Lo creas o no, Stanislas, es como si nunca se hubiera marchado.

Hemos vivido cinco años como si fuera a volver de un momento a otro. Cada llamada hacía que nos latiera el corazón: ¿será una esperanza o una desgracia? Un cuerpo minúsculo que había que reconocer en el blanco de acero de los depósitos de hospital… no, no, no es ella, se lo aseguro, señores, ¡no es ELLA! Un zapato envuelto en plástico, por favor, no es el suyo, un pedazo de camiseta, unas bragas manchadas… pero se lo suplico, ¡no maten la esperanza! Por favor, unos minutos más, unos días, unos meses… ¡Un poco más no cambiará nada! ¡Unos minutos más! ¡Solo unos minutos!

Y salíamos de allí y volvía la esperanza, una esperanza esclerosante que nos ponía enfermos, nos paralizaba en el espacio y el tiempo como un reloj partido en una película rayada.

Inmovilidad. Años de inmovilidad.

Y sonó el teléfono.

Aquel día, el 29 de marzo, a las 18.34, el teléfono sonó.

Raphaël se desmayó. Pura y simplemente su cuerpo se soltó.

Me precipité hacia él. Le abracé, abrió los ojos. En su mirada vi la desesperación de haberse despertado, el terror una vez más de que hubiera sido un sueño y nada más, esa desesperación sin fondo que tan bien conozco.

«¡Es verdad —chillé—, es verdad, amor mío! ¡Esta vez es verdad!»

Y lloramos. Uno contra otro lloramos y nos estrechamos tan fuerte que nos hicimos daño.

No podría describir lo que sentí.

Para eso tampoco creo que existan palabras.

La mujer policía llamó a la puerta; entramos lentamente en una sala atestada. Ella estaba sentada allí, llevaba unos vaqueros informes y un jersey verde pistacho. ¿Lo primero que pensé?

Ella no soporta el verde.

Nos miramos durante mucho tiempo sin hacer el menor gesto.

No sé qué significa «mucho tiempo», fue un mucho tiempo de madre.

Pero de pronto Madison se levantó y se lanzó hacia nosotros. Se lanzó hacia nosotros como un animal, con una fuerza que contrastaba con la delgadez de su cuerpo, aquel cuerpo tan demacrado que al estrecharlo contra el mío temí que se partiera en mil trozos.

Se habría dicho que contenía aquellos sollozos desde hacía siglos y siglos.

Aquellos sollozos… eran un diluvio.

Luego decidieron que teníamos que salir. Raphaël gritó, se negaba a abandonarla. Madison lloraba y nos tendía los brazos como un recién nacido, pero la gente de la sala —dos inspectores, un abogado, un médico, una psicóloga— le impidió seguirnos.

¡A nuestra propia hija! ¡Le impedían seguirnos!

Nos empujaron hacia fuera y en el largo corredor con paredes desconchadas unos cuantos gendarmes tuvieron que dominar a su padre; yo decía, «Chis… Chis… no pasa nada… Chis…», pero estaba como él: teníamos la sensación de que nos la quitaban por segunda vez.

Los primeros días caminaba muy lentamente, como un potrillo que acabara de nacer.

En medio del jardín, de repente dijo:

«Cortadme el pelo.»

No me canso de mirarla. Durante un segundo es una chica de dieciséis años; un segundo después, tiene once años y medio.

En brazos de su padre tiene once años y medio.

En casa, ha recorrido todas las estancias y se ha extasiado sin rencor ante cada uno de los cambios: «La lámpara, ¡qué bonita! ¡Y las cortinas nuevas! ¡Qué curioso, parece más grande!». Sin embargo, la hizo feliz encontrar su habitación, en la que nada había cambiado, intacta y familiar como si esos cinco años no hubieran sido más que una noche. Abrió el armario, tocó su ropa, que se le había quedado pequeña. No creo que en su mirada hubiera nostalgia, solo fascinación al descolgar de la percha el vestido de Alaia. Lo apretó contra su cuerpo y se acercó al espejo.

«Ahora me queda bien.»

Desde aquel día lo lleva siempre.

Cuando vio a Larry, su rostro se arrugó: «Al menos él sigue vivo». El gato se acercó inmediatamente a ella y empezó a maullar alrededor de aquellas piernas que parecían dos palillos. Con un poco de ingenuidad casi se podría decir que la había reconocido.

Con Salomé en su regazo, lloró por mi padre. Le conté que, como homenaje, aquel día leí su poema. Miró a su hermana y luego cuchicheó en su oído:

«Ojalá lo hubieras podido conocer…»

Cada mañana, cuando abrimos los ojos, nos cuesta trabajo creer que todo esto es cierto.

Las primeras noches, Raphaël y yo, cogidos de la mano, nos quedábamos en su habitación para verla dormir. Luego una noche sonrió: aquella sonrisa graciosa que no han alterado los años de horror, aquella sonrisa que yo sería capaz de reconocer entre miles, la sonrisa de mi hija, de mi hijita:

«No voy a levantar el vuelo. He vuelto, no me marcharé nunca más. Ahora vosotros también podéis dormir.»

Después de 1.780 noches de coma artificial, Raphaël y yo nos sumergimos en un sopor sin sueño: nuestra más bella pesadilla dormía apaciblemente en la habitación de al lado.

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